Sentir la velocidad en páramos desolados como aquel no se trataba en absoluto un episodio de melancolía, sino que más bien era como sumergirse en una historia donde todos los sinónimos de la belleza se apilaban en tonalidades que derivaban del amarillo al marrón, pasando por naranjas de diferentes intensidades.
A lomos de aquella moto levitadora se mantenían a medio metro del suelo, y los sensores geográficos iban copiando el territorio según lo percibían, dibujando un mapa que les era transferido mediante ondas al equipo que habían dejado a kilómetros atrás, a su espalda.
—¿Qué diablos es todo esto…?
La depresión que se abría ante ellos ya no albergaba únicamente las anacaradas rocas ambarinas, o simple polvo, sino que allí se percibían formas que se repetían.
Con suma cautela comenzaron a descender por la pequeña cuesta que se formaba en aquella depresión, hasta alcanzar el suelo, a pocos metros bajo el nivel por el que se habían desplazado hacía unos instantes.
Bryan tomó la pistola en su mano, mirando en todas las direcciones. Aron se acercó a la figura más cercana y observó sus rasgos. Estuvo a punto de quitarse las gafas para frotarse los ojos y percibir con mayor claridad lo que estaba viendo, pero supo que sus córneas no se lo agradecerían.
—No… no puede ser…
Había una fuerza sobrenatural que le impedía volver atrás para informar al resto del equipo de astronautas. Bryan permanecía a varios metros, pateando algunas piedras del terreno liso.
Aron se agachó, alzando la mano, acercándola a aquel rostro perfectamente tallado en la roca. Un semblante humano, de cabellos rizados cortos. Era femenino, y recordaba levemente a las esculturas de la Antigua Grecia, solo que los desgastes faciales hacían irreconocibles sus rasgos.
—¿Es que ha habido humanos aquí antes?