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Simón

Silva, Luis

 

—¿Podemos hablar sobre ese anillo? – preguntó Boris, y el viejo se incomodó.

 

 

Llevaba 22 años en el hospital, y era referencia permanente para sus colegas. Esta vez Boris no tenía respuestas. Volvía una y otra vez a repasar los resultados de los análisis. No encontraba razón alguna para que aquel hombre de la cama 315 B se fuera apagando de ese modo.

 

 

El paciente era un hombre calvo y serio que fácilmente aparentaba 20 años más de los que su ficha indicaba. Llevaba allí más de un mes, pero los enfermeros casi no le conocían la voz. No les extrañaba que “el viejo”, como le conocían, nunca recibiera visitas.

 

 

 

Boris se sentó frente al fuego y tomó la baraja para distraerse. Invitó a su hijo a una partida. Simón tenía 10 años y le encantaban las cartas o cualquier juego que su padre propusiera. Jugaron más de hora y media hasta que la cena estuvo lista. Comieron y antes de las diez Simón estaba dormido. Boris se acostó pero la imagen del viejo no le dejaba conciliar el sueño.

 

—Es extraño... – le dijo a su esposa — …pero nada parece tener un motivo. A este ritmo su deterioro lo terminará en semanas.

Esther pensó que lo extraño era que hablara en casa de un paciente. Nunca lo hacía.

 

—Habla con él. – atinó a contestar —No todo se ve en un examen.

 

 

Por la mañana, antes de ir al hospital, caminó con Simón hacia la escuela. Se llamaba así en honor a su tío, al que Boris apenas había conocido. Boris tenía tres años y vivía con sus padres, León y Milka, en Poznan, Polonia. Una lluviosa tarde otoñal un niño golpeó a su puerta. Vestía un extraño pijama a rayas blancas y azules y transpiraba por la fiebre. Se llamaba Simón. Muy nervioso contó que se durmió en su cama y despertó en la calle, bajo la lluvia, y sus padres ya no estaban ahí. En esa época no era difícil adivinar lo sucedido. Las desapariciones y los secuestros eran permanentes. Especialmente entre los judíos. De hecho, esa misma tarde León no regresó. Según oyeron, en su camino de vuelta a casa desde su trabajo, habría sido interceptado por una patrulla y apresado. Nunca supieron nada más de él. Milka guió a Simón hasta el sillón del estar para que se recostara mientras le preparaban un té. Esperaba que no pasara más de uno o dos días hasta que se recuperara y encontraran a algún familiar preguntando por él. Pero nadie apareció, y al cabo de unos meses Simón, Boris y Milka ya eran una familia.

 

 

Dejó a Simón en la puerta de la escuela, lo vió correr hacia el patio, y agradeció a Dios que su vida fuera tanto más feliz que la de su tío.

Al llegar al hospital fue directo a la sala 315. El viejo lo notó nervioso.

 

—No se preocupe, Doctor. – dijo en un tono apenas audible. –No puede ayudar a quien no quiere que lo ayuden. – y volvió a su silencio. 

Siguiendo el consejo de su esposa, se sentó a su lado intentando una conversación, pero el viejo si acaso escuchaba. Nunca respondía. Todos sus intentos para averiguar la causa de su depresión parecían inútiles. Cansado y molesto, se levantó y antes de retirarse, se volvió hacia el viejo y le dijo:

 

—Puede usted hacer lo que quiera, pero yo voy a seguir luchando. No sé cuál es su problema, pero debería saber que la historia siempre puede cambiarse.

El viejo hizo una mueca parecida a una sonrisa, y señaló el armario que estaba a los pies de su cama. 

 

—El portafolios – dijo. – Tráigalo, por favor.

 

Boris sacó del armario un portafolios de cuero negro, que por su peso le pareció vacío, y se lo entregó. El viejo lo abrió y sacó lo que parecía ser un anillo de cristal del tamaño de un puño. El anillo tenía unos 20 o 25 aros pequeños, con números dorados que sus ojos no alcanzaban a distinguir a esa distancia. Si se tratara de un código, sería indescifrable.

 

—¿Sabe lo que es esto, Doctor?

 

Boris negó con la cabeza 

 

—Es un portal. – y al advertir la expresión de desconcierto del médico, prosiguió. – Permite viajar en el espacio y en el tiempo.

 

Boris sabía que el viejo no estaba mintiendo. Estaba loco. Pero una vez que había logrado que hablara, no iba a perder la oportunidad.

 

—¿Y cómo se usa? – preguntó fingiendo creerle.

 

—La primera serie de números indica las coordenadas del destino, la segunda el tiempo, con el último aro en cero, viaja.

 

—¿Así de sencillo?

 

—Es muy sencillo usarlo. Usarlo bien…— y apretó los labios en expresión de duda.

 

—Si en realidad cree que ese anillo funciona – intentó hacerlo razonar – usted más que nadie debería saber que la historia puede cambiarse.

 

—No hay dos escenarios para el pasado. No puede cambiarlo. Es el resultado de lo que fue. Incluyendo las visitas que se le hace desde un tiempo posterior.

 

—Entonces como todos, tiene que aprender a aceptarlo…— concluyó el doctor.

 

—Eso es lo difícil. –  cerró los ojos, y dio por concluida la conversación.

 

 

Esa tarde no hubo cartas ni juegos con Simón. Se recluyó en su habitación y en su mente resonaban las palabras del viejo. Lo inconcebible de su historia se daba de bruces con el convencimiento que mostraba al relatarla. El viejo tenía la certeza de lo que decía. Y si el portal funcionaba, ¿Porqué no podría alterar lo sucedido? ¿Porqué no podía salvar a su padre, o a su hermano Simón?

 

 

 

Cuando era un niño, en Polonia reinaba el miedo. Muchos judíos habían huido, pero el escape a esa altura de la guerra era casi imposible. Esconderse era la única opción. Por la noche los oficiales tiraron abajo la puerta y entraron. Registraban cada rincón. Era cuestión de tiempo hasta que los hallaran. La madre temblaba abrazada a sus dos hijos, cuando el mayor, Simón, se le escapó. Corrió escaleras abajo y fue atrapado antes de llegar a la calle. Entre gritos y golpes se lo llevaron, y por algún motivo se dieron por conformes y abandonaron la búsqueda. Los había salvado. Fue lo último que supieron de Simón.

 

 

—¿Podemos hablar sobre ese anillo? – preguntó Boris.

 

El viejo estaba pálido y cansado pero reconoció un cambio en el gesto del Doctor.

 

—Ya no me cree loco…

 

—He estado pensando en nuestra charla, – reconoció el doctor –y tengo algunas dudas.

 

—Usted quiere el portal.— adivinó.

 

—¿Usted me lo daría?

 

—No me queda mucho, y si en realidad lo quiere, lo tendrá de todos modos.— y mirándolo a los ojos agregó —Pero si acepta un consejo, yo no lo llevaría.

 

—Gracias. – ya no se echaría atrás. — Correré el riesgo.

 

 

Como todas las mañanas, acompañó a su hijo a la escuela, pero luego de dejarlo, en lugar de ir al hospital, volvió a su casa. Esther había salido por unas compras. No se había sentido bien y volvería pronto, así que decidió recostarse en la cama de su hijo. Menudo susto se llevaría ella si lo veía aparecer repentinamente a su lado. Tomo el anillo entre sus manos y empezó a girar cuidadosamente cada uno de sus aros, copiando las coordenadas que llevaba anotadas en una hoja de receta. Tenía muy claro donde quería ir y cuando quería llegar. Sintió vergüenza por lo que estaba haciendo. Era un hombre de ciencia y nunca había creído en esas patrañas. Pero no se perdía nada con probar. Llegó al último anillo. Dudó un instante, y lo puso en cero.

 

 

Repentinamente el cuerpo de Boris desapareció de la cama de su hijo. Se sintió caer, y al mirar alrededor supo que el portal funcionaba. La lluvia caía haciendo brillar el empedrado de una calle que ya a esa hora lucía desierta. Frente a la puerta de roble del que una vez fue su hogar, echó un largo vistazo y se puso en marcha. No podía perder tiempo. Debía ir hacia la fábrica donde León trabajaba, interceptarlo antes que la patrulla lo hiciera, y persuadirlo de escapar. Confiaba en poder reconocerlo, aunque sólo lo había visto en una vieja foto del día de su casamiento. Cuando lo vio, no tuvo dudas.

 

 

—Señor León. – su tono de voz surgió más fuerte de lo necesario.

 

—¿Quién es usted? –preguntó, extrañado ante la presencia de ese hombre de ropas estrafalarias.

 

—La historia es larga, y no tengo mucho tiempo. Pero debo advertirle que usted y su familia están en riesgo.

 

—Así es el mundo hoy en día ¿no?

 

—Por favor. ¿Podemos hablar?

 

A León le pareció sentir una preocupación sincera en el tono del extraño.

 

—Solo le pido un momento – dijo mirando a los ojos a su padre –tomemos un café.

 

—Está bien. Conozco un bar aquí cerca. Vayamos allí.

 

 

La charla se prolongó por casi dos horas. Sabiendo que no le creería, Boris omitió lo referente a su viaje, y se centró en la necesidad de escapar. León lo escuchaba sorprendido de los detalles que el hombre conocía, y casi se convenció de una idea que ya antes había manejado. Huirían.

 

 

León se fue cuando en la calle ya reinaba la oscuridad. Todavía en el Bar, Boris frotó los vidrios empañadas de la ventana junto a su mesa y alcanzó a ver a un pequeño grupo de uniformados. Los oficiales avanzaron hacia León, revisaron sus documentos y lo apresaron. Con un fusil apuntándole a la espalda fue forzado a subir a la parte posterior de un camión, junto a otras quince o veinte personas más. Boris se cubrió la cara con las manos, preso de un terrible sentimiento de culpa. Lo había demorado y lo habían atrapado.

 

Sin un propósito claro, perdido en un tiempo ajeno, solo atinó a caminar hacia su viejo hogar. No tenía claro que haría al llegar. Se acercó para golpear la puerta, pero antes de poder hacerlo, se sintió caer. El portal estaba abierto.

 

 

Sobresaltado se incorporó en la cama de Simón llorando. Maldijo al viejo y se maldijo a sí mismo por no haberle escuchado. Comprendió que no se puede torcer la historia, y que a veces es mejor no conocerla. Tomó un martillo y rompió el portal con furia, hasta dejarlo reducido a polvo.

 

Abandonó la habitación, se encontró con Esther en el estar, y angustiado la abrazó.

 

—Fue mi culpa!! – lloraba desconsolado –Fue mi culpa que capturaran a mi padre!!

 

—Tranquilo Boris!! – intentaba calmarlo en vano. – Lo has soñado!!!

 

—No, Esther. Fue mi culpa. – y permaneció aferrado a su esposa.

 

—Tranquilo Boris, Simón va a escucharte.

 

—¿Simón?... ¿Simón está aquí?

 

—No se sentía nada bien, y tuve que ir a buscarlo a la escuela. Creí que estabas con él, en su cuarto. – prosiguió Esther – Tenía mucha fiebre.

 

Boris sintió un escalofrío. Aterrorizado e incrédulo, sólo atinó a correr al dormitorio de su hijo. Al entrar encontró la cama vacía y el piso regado con los restos del cristal del maldito anillo. La idea del portal abierto durante su viaje le congeló la sangre. Se dio vuelta y balbuceando le preguntó a Esther, que lo había seguido en su carrera:

 

—¿Qué llevaba puesto?

 

—El pijama… – contestó Esther — … el azul y blanco, a rayas.