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Señor Tlü

Miño, Jorge

Sorbí de la ardiente porcelana colmada de té. Del otro lado de los cristales ensamblaban un Arquímedes. A la nave solo le hacían falta soldaduras menores y ya gozaba de una imponente silueta dominando la entrada de la bahía. Suspiré porque estaban cercanas las vacaciones y comenzaba mi drama de todos los años: decidir a qué parte del espacio ir. Igual... no me alejaría de mis cosas porque esto de ser parte de la Universidad Virtual tiene sus cosas raras. Por ahora dirijo tres tesis: Ish Kue, de Kalihistán, la joven eremita con su tema “Comportamiento de los fotones de durazno a las ocho en punto —hora de Marte boreal— sobre una copa de cristal de bohemia tratada con cinabrio radiactivo”.  El chino Tzu Gamma, con su tema “Conteo de los átomos en un campo de loto en flor” y el boliviano Machado con su asunto de “Mutaciones apocalípticas de la patata en el interior del estómago de un camello en su quinta reencarnación”... son temas aparentes a la matemática social y estimulan mi pensamiento. Sé que de un momento a otro necesitarán mi presencia y apareceré, según el protocolo, virtualizado en sus cubículos de estudio —atendiendo al reglamento es el único lugar en que puedo aparecer—.

Allí está la señal, la lamparita roja que se enciende en la cocina. El boliviano cuenta que ahora está cociendo unas patatas con pescado al vapor para ofrecerles degustar a los pequeños de los arrabales, mientras que Ish Kue, de Kalihistán, tiene problemas con la compota de durazno, porque el contador de protones, indispensable para el experimento, no hace mucho su hijo pequeño lo ha desbaratado, para ver que hay dentro de su ojo de vidrio y no encontrando más que aire, lo ha llenado de chicle de menta e Ish debe comprar otro de urgencia y me propone, para hacerse con algo de efectivo, le compre un cochecito de hule, adaptado para transportar pantallas de neurosilicio, además de un telescopio casero orientado a la M100 y como si fuera poco, también me dará a cambio su boa de dos años; mascota entrañable. Debe estar muy necesitada y amar el proyecto para ofrecérmela. Yo le ayudo, le acredito mil facsaquíes a que siga con su tesis. Mientras ella hace la compra y replantea el proyecto yo visito al alumno oriental. Tzu Gamma estará muy confiado como es su carácter, orondo desanudando sus tallarines y llevándoselos a la boca. Golpeo su monitor, deja a un lado su comida y me planta su rostro y pienso en los hongos subidos a la humedad de los troncos de árbol, comparándolos con esas ojeras oscuras que redondean, casi ocultando, sus ojos ya de por sí difíciles de fijar. Inclina su cabeza con la clásica cortesía oriental y oprime el botón en su teclado para darme paso. 

—¡Hola Señor Tlü! —dice a modo de saludo y eleva el nivel de los auriculares—, lo del conteo va bien... para hacerlo más difícil los estoy sumando con mi ábaco de bolsillo —habla mientras transporta una bolita roja hacia las azules con un estiramiento del índice—. No se asuste, mi ábaco posee nuevos pisos, rediseñé el convencional para dar cabida a los trillones exponenciales.

—¡Por las barbas de Mancil! Eso sí que es un invento. ¿Cuántos átomos llevas en la cuenta?

—No he llegado al número dos, pero... avanzo. Me apasiona esto de que entre un número y otro cabe todo el Universo. Quiero hacer una tesis perfecta Señor Tlü. Todo va según el cronograma.

Lo dejo allí, ya me convocará luego cuando necesite; si no llega a comprobar sus hipótesis, al menos estoy seguro de que inventará algo. ¡Así es la juventud! En tanto, pasearía por mi departamento, escuchando algo de Rachmaninov y daría de comer a los pájaros.

Abrí una lata de tornillos oxidados (Nail & Bird Food Company) y me encaminé a la ventana abierta de par en par, en seguida pasaría la migración de aves y el cielo se oscurecería en ese lapso. Negreaba ya el horizonte con los pajarillos metálicos que entraban en la ciudad. Las otras gentes, desde todas las ventanas esperaban, igual que yo, se acerquen a las cornisas para darles su ración metálica. Pájaros, extintos los biológicos, al hombre se le hizo menester crear algo para asfixiar la nostalgia. No hay nada más encantador que desayunar, mientras raya el alba bajo el paradisiaco piar electrónico de los similpájaros.  Se me terminó la lata y saltaron, algo hinchados del vientre, hacia los pisos bajos en busca de nuevo bocado. Cerraba el cristal para que no se filtre el silencio cuando los alumnos solicitaron mi presencia; esta vez con inmejorables noticias.

Ish estaba en Marte a las ocho en punto, tiritando de frío. Aún bajo su manta térmica, atisbaba de cerca los fotones de durazno que refulgían de luz en medio del cinabrio más puro que se haya podido decantar y se mostraba feliz anotando las impresiones, en una libretita minúscula. Le puse diez; sus ojos de felicidad eran como bolas de cobre entregadas a fantasear con la existencia de electrones con doble giro al unísono. Tzu había terminado su tallarín y por lo que observé, pasaría en su sumatoria toda la primavera; más allá de que den o no flor los cerezos, cosa que le resultaría indiferente. Espero que alguno de los proyectos de este año supere la fama que me ha dado el orientar al joven Fleweling, estudiante de octavo de Ingeniería en Herramientas Duales, con lo de su martillo para desclavar y clavar un clavo al mismo tiempo.

A propósito con esto de contar, primo hermano del verbo clavar, esta mañana me entraron ganas de colgar un Van Gogh en esa pared de enfrente. Abrí, de mala gana, una caja de Kellogs y en el fondo venía ese cuadradito de goma con las instrucciones de ponerlo al microondas por seis minutos, luego meterlo a la boca para que, vía saliva, se esponje y ¡listo! era un cuadro de Vang Gogh, un bello clon de “Mi cuarto en Arles” para ser colgado. Saqué de la caja de herramientas el martillo: este célebre del K. Fleweling. El primer martillazo que di, apuntando al clavo, por equivocación lo asesté con furia sobre mi dedo pulgar y sucedió que lo que desclavé fue mi dedo, que, desaparecía en el vientre de mi madre en un pasado remoto; por ello, casi al instante, sonó el teléfono. Era mamá —obvio—, a preguntarme por qué figuraba en el retrato de familia sin el dedo pulgar, que en qué me hallaba. Le respondí que le hablaría luego, que no tenía importancia, que ya aparecería. En seguida sonó el aparato de conexión virtual. Era el estudiante boliviano con nuevas sobre el asunto de las “Mutaciones apocalípticas de la patata dentro del estómago de un camello en su quinta reencarnación”. Se mostraba entusiasmado porque ya tenía avances importantísimos, luego de gastarse mil créditos en un camello, lo había soltado en el Sahara dándole a oler el calcetín de un aimara  para que, según los libros negros de los aztecas, en el lugar del desierto donde el camello encuentre al dueño de tal calcetín, funde  Machado una ciudad tecnológica para darle seguimiento al tema de las patatas. Estuve por llamarle la atención y relevarlo del proyecto bajo el artículo 66 (locura), pero me contuve... el zoquete podría graduarse con un siete; no soportaría ver de nuevo a su hermana sollozar —ella es la que le gasta los créditos—. Con esto tendría unas horas de respiro; hasta que me necesiten, podría ir al supermercado de copias biológicas a que me saquen una del pulgar derecho, me lo calcen en la mano izquierda y colocando el nuevo, con la uña para abajo, nadie notaría el detalle; hasta sería más fácil rascarme así la barbilla ¡y me pintaría una uña en la parte de la huella digital! para guardar las apariencias. Era muy importante la salud mental de mamá, era imperioso reaparecer en las fotos de familia con los dedos intactos. Ya en muchas ocasiones, había pedido aventón con ese dedo extraviado y sido transportado con éxito; ahora, con el desvanecimiento de mi pulgar estaban desapareciendo cosas de mi casa, incluidos los pergaminos apostados en la pared que me acreditaban como docente Virtual de la U. de Girlandahio. El color de las paredes ahora era beige y los ventanales eran de rejas negras. Si no reponía pronto mi pulgar, a todos esos lugares a los que fui transportado, por halar dedo en la carretera, nunca llegaría y la vida sería otra.

Subí a la buhardilla para averiguar en Outernet algo nuevo sobre ese martillo, asombrado de como el pez dorado del recipiente se desvanecía y en su lugar aparecía un zapato extranjero de talla AA.  En las escaleras, con la sensación de un caballo al que le libran del bocado, en mi dedo índice se desvaneció la sortija de matrimonio; bueno, eso me alegró un poco y estuve a punto de dejar todo como estaba, pero... Encendí el ordenador y busqué alguna solución entre la respectiva sábana de posibilidades. Atiné a leer algo más del martillo y la vida postuniversitaria de K. Fleweling, así descubrí nuevos pormenores registrados en los catálogos de las últimas versiones comerciales del martillo. La solución aparentaba fácil. Recomendaba indicar en un formulario el código que aparecía en el mango del martillo y listo, la empresa reubicaría el pulgar por mí. Coincidiendo con el último dígito golpearon a la puerta, efectivamente era uno de sus emisarios, un joven perfectamente uniformado, de chaleco en franjas verticales intercalando amarillo y negro. Usaba un pantalón mostaza y zapatos de charol, juntaba los tacos con enfermiza marcialidad, usaba mostacho y me miraba sobre el hombro. Sujetaba con ambas manos una cajita roja que me la extendió con solicitud. La tomé. Firmé una nota de recepción y se marchó sin darme las espaldas. Cuando cerré la puerta, escuché afuera como rodaba las gradas el pobre muchacho y todo por esa noble y estúpida costumbre de que sus ejecutivos nunca deben dar la espalda a su cliente.

Salté de alegría al levantar la tapa, allí estaba mi pulgar, lo sentí frío y me entretuve observando los detalles de su corte transversal, luego fui a la cocina por un poco de cinta adhesiva, de la del tipo que tiene células embrión para provocar la sutura y listo, calzó magníficamente sobre el muñón. Antes de insertarlo, solo tuve que soplar sobre él por encontrarlo con polvo acumulado, tal parecería que estuvo en el estante de una biblioteca por espacio de mil años.

Con el incidente en que mi pulgar estuvo perdido, por breve lapso, se dieron ciertas alteraciones. Al apagar el ordenador vi, con espanto, que la manzana de mi Mac había desaparecido y en su lugar Coca Cola era el magnate de los ordenadores. Corrí al refrigerador a buscar la gaseosa para evidenciar si había o no la transferencia. ¡No! el sabor era de coca cola pero la marca decía Toyota. ¡Los japoneses eran los genios de las gaseosas! Bueno... no era para preocuparse, solo debía habituarme. A excepción de una transferencia de marcas, al parecer nadie había salido lastimado con tal martillazo en el dedo. Me abismé a la ventana para diluirme en las luces de la ciudad el momento en que anochecía, fue cuando me asusté de veras, allí estaban, fantasmas de piedra, las torres gemelas, intactas, pero… ¿y dónde fueron a estrellarse esos dos aviones? Corrí al departamento de enfrente a preguntarle a la vecina, la rubia que me trae loco. Pero ya no vivía allí. En su lugar salió un negro enorme en traje de baloncesto empuñando un saxo, me miró extrañado. No me atreví a preguntarle nada y regresé a la habitación.  Mamá llamó en la madrugada, alegre de que ya aparecía intacto en las fotos familiares. Ese verano fue largo, los similpájaros volverán. Debo pasar las notas antes de que cierren el sistema.