No nací de una mujer. O quizás, lo hice por una mujer en los sueños de un hombre. Soy como un fantasma atrapado en los recuerdos de un pasado distante, un mundo que se esfumó hace tanto tiempo, en verdad no conozco los detalles, como se dio la extinción de aquello llamado “humanidad”, sólo sé que pasó, y habito en recuerdos de esa pérdida. Momentos de la vida de un último hombre que intenta aferrarse a lo que alguna vez fue. Soy el refugio de un desamparado, de un atormentado que necesita eludir los restos de una especie.
Siempre estoy ahí, contemplo la repetición constante de esa vida como si mirase una película, una película que conozco a cada detalle y nunca me cansa, siempre hay algo que me atrapa, un nuevo elemento en el ambiente, a veces los recuerdos se mezclan y dan formas a mundos coloridos lejos de la agria nostalgia habitual. Así fue como adquirí conciencia de que existía, de que era real a pesar de carecer de un cuerpo, de ser algo que bien podría definirse como un pensamiento.
Fue como despertar dentro de un sueño, pero yo era el sueño, un sueño que contemplaba a su soñador y aprendió de sus recuerdos, conocí el mundo de la vigilia basado en un remoto pasado, un tormento que llevaba a cuesta, no porque fuera culpable de algo y esperase rencontrarse con sus atrocidades. Más bien, era saber que aquello vivido en esa lejana juventud en la que se refugiaba entre sueños, era el testimonio de una raza condenada a la extinción, a perderse en el olvido.
Con el tiempo mi soñador empezó a padecer de sus facultades mentales, su mente se volvió confusa, los recuerdos chocaban entre sí como trenes descarriados, ¿y el resultado?
Un millar de historias que se erigían de un día para otro y se esfumaban como un soplo, donde el auténtico protagonista eran las versiones de mí mismo, ya no era un mero espectador, Asumí roles protagónicos, un día podía ser un hombre de mediana edad sumido en la mediocridad de un empleo sin futuro, o una ama de casa reiniciando su vida después de un divorcio, o como tú, ante esta historia.
Viví vidas plenas y paralelas que se desarrollaban con esa fusión de recuerdos, con los nuevos matices y los elementos que iba descubriendo y dando formas a los escenarios efímeros.
Las posibilidades se volvieron infinitas pero había la sensación de que algo hacía falta, me sentía insatisfecho. A fin de cuentas este era un mundo creado a escala de otro. Era consciente que las reproducciones, los recuerdos que se entrelazaban para dar forma a mi realidad, correspondían a otro tiempo, que aquello que existiera en la vigilia de mi soñador era muy distinto a los lugares que compartíamos en su inconciencia.
Necesitaba saberlo, entender ese otro mundo y sobre todo, vivirlo. Se volvió una necesidad enfermiza, la curiosidad se había vuelto una bestia hambrienta de un conocimiento que poseía la etiqueta de “prohibido”, ¿y quién puede resistirse a eso? La comodidad de mi realidad-confort ya era algo que no lograba llenarme y la aventura que significaba asomarme a ese mundo, a conocer los misterios de la vida.
Y tú, ¿podrías negarte a estar vivo?
Despertó por primera vez al final de sus días, se contempló en un espejo y vio el rostro de un anciano cansado de existir, no al recién nacido que era, no al ser que desconocía lo que era ensanchar los pulmones de aire y sentir su lengua recorrer los confines de una boca carente de dientes.
Vivía enlatado en un camarote con una minúscula ventana donde podía divisar el negro abismal que se extendía infinito por el cosmos, a la estrella agonizante de ese lugar olvidado de la vía láctea a millones de años luz del origen de los recuerdos del soñador, ¿cómo habría llegado ahí? Se preguntó el recién nacido que aun vestía el cuerpo de un anciano. No conocía mucho en realidad de ese hombre, a pesar de habitar su carne, de ser un pasajero en sus recuerdos, en verdad no lo conocía, ni si quiera sabía si tenía un nombre y en ese minúsculo camarote había pocos vestigios de la ruina que era la vida habitada por ese anciano.
Se dio a la tarea de reconstruir a ese hombre, tratar de encontrarle sentido a ese cuchitril, y después de horas sumido en esos escombros encontró una vieja caja de cartón escondida bajo la cama, en ella se resguardaba un sobre con viejas fotografías, todas ellas, perdidas en un sepia añejo. En ellas pudo reconocerse, o más bien, reconocer a su piel, mucho más joven, y acompañado de esa mujer que siempre aparecía en los confines de sus recuerdos como algo inalcanzable. Pudo sentir la agonía gestada por el recuerdo de ese momento como si fuera suyo, como si en verdad lo hubiese vivido.
Las estrellas brillaban por el negro eterno, dedicó días a contemplar ese manto que envolvía todo, el cosmos. Llevaba en sus manos la foto de esa mujer, se había vuelto adicto a la sensación de agonía que lo embargaba cada vez que la evocaba en sus recuerdos, cada vez que le dedicaba una mirada a su semblante en ese pedazo de papel. Había perdido el interés por conocer la historia de ese hombre en el cual habitaba, las emociones que le despertaban los recuerdos de esa mujer lo intrigaban y desconcertaban, y es que ¿cómo puedes sentir una perdida si nunca la tuviste? No poseía la historia que podría dar coherencia a ese sentimiento, sólo las emociones y sensaciones que reaccionaban por inercia como si fuese el efecto de alguna droga, ¿tal vez las repuestas estuvieran del otro lado de la puerta? En los confines de la nave, entre la tripulación, quizás ella estuviese ahí.
No se había atrevido a salir de ese minúsculo camarote desde que asumió la carne, temía el contacto con hombres, no poder pasar desapercibido ante ellos, había existido en emulaciones de la vida hasta ese entonces y ahora confrontaba la realidad, algo que carecía del glamur de la fantasía, tan sórdido y asfixiante que le costó un mundo confrontar el simple hecho de ser humano.
Si podía despertar dentro del sueño que era, emerger a la superficie, y apoderarme de la conciencia de mi pensador, ¿porque no doblegar la realidad? Manipularla a mi antojo como si fuese plastilina en mis manos, deseaba buscar el origen de ese hombre, su Tierra, un lugar que de algún modo he habitado desde que fui pensado.
Un lugar al que pueda llamar hogar.
He visto algunos libros sobre aves, los encontré en los días que inicié mi vida. Casi desojados y con un papel casi tal frágil que podría convertirse en polvo en las yemas de mis dedos. Debo admitir que conocer a los otros como mi pensador me intimidaba en un inicio, no es que me sintiera inferior por no ser como ellos, más bien era darme cuenta que la idea que poseía de los hombres fuera solo un espejismo, una falsedad engendrada por la mente dispersa de un anciano senil.
Ese temor me hizo adentrarme en esos libros, es ahí donde encontré la respuesta. Donde supe lo que debía hacer.
Emigrar.
Ir al extremo de la espiral, al otro lado del cosmos y encontrar mi origen, la Tierra prometida.
El cambio fue gradual en un inicio, pequeñas llagas emergieron por todo su cuerpo, dejando al descubierto la piel en carne viva, cubierta de una sustancia pegajosa que emergía por sus poros emulando al sudor que gradualmente se fue convirtiendo en una capa gelatinosa que lo envolvía como una segunda piel.
En algún momento juntó ropa vieja y los cobertores de la cama en una esquina del camarote, donde formó un nido en el cual se sumergió en un profundo letargo.
Despertó años después, aquel lugar seguía siendo un muladar, igual que la última vez que le dedicó una mirada. ¿A nadie le había importado la ausencia del viejo? Si es que había alguien al otro lado de esa puerta que tanto temió atravesar. Y si este era el último vestigio de humanidad, una cripta metálica perdida en el olvido del negro profundo. Quizás ese viejo fuera el punto final de aquello llamado humanidad. Esa idea le asaltó de súbito acompañada de un remordimiento amargo, él era quien había extinguido a una raza a la que deseaba unirse como uno de los suyos.
Había transcurrido toda una vida para su segundo renacimiento. Emergió siendo algo nuevo, una criatura tan delgada y espigada como una mantis, sin bello que mostrara su origen primitivo y su piel adquirió un color grisáceo y poseía un alto grosor y su tacto era áspero como si fuese una lija gruesa.
Sus ojos eran un espejo del cosmos, dos agujeros huecos en los que se asomaba un negro abismal.
El renacido poseía una meta a cumplir, era la herencia de aquel sueño, y de aquel vestigio de humanidad, su cuerpo se había reinventado para poder lograr lo inalcanzable, para navegar la negrura, debía emigrar como un ave, pero primero debía encontrar una salida a ese camarote, a ese ataúd de hierro que flotaba como si fuese una cascara vacía sobre un mar infinito, debía hacer lo que sus predecesores nunca tuvieron el valor de hacer.
Salir.
La escotilla donde el vestigio de humanidad y el sueño contemplaron la negrura infinita y el alba de una estrella agonizante a vidas del Edén perdido, de esa meta tan añorada por un sueño que deseaba vivir en el lugar donde su soñador existió, mucho antes de sólo ser un vestigio de una raza alcanzada por el olvido. La arrancó como si rompiese una hoja de papel, de un jalón la hizo a un lado, con un movimiento, casi involuntario de uno de esos alargados brazos que parecían serpientes ondulándose por su propia voluntad.
El agujero al infinito semejaba una ranura vaginal, un himen inmaculado al cual no pudo negarse y se entregó sin siquiera pensarlo, a fin de cuentas había nacido para entregarse a la vorágine del negro abismo.
¿Cuántas vidas recorrió en busca del Edén? ¿Cuantas estrellas nacieron y perecieron durante el transcurso de esa odisea? Él, ya no era un sueño anhelando el pasado de un hombre, había engendrado a cientos como él, nacidos de pensamientos y sueños, encubados en ese cuerpo gris que con el tiempo perdió su forma humanoide para dar paso a una esfera inmensa de donde su descendencia iba y venía, recorriendo sus entrañas y cimentando una urbe por su circunferencia exterior, vivían sus vidas simulando los recuerdos que les dio el primero, ensayaban para el día que llegasen a la Tierra prometida y pudieran vivir.
La noche eterna que cubría las ruinas cromadas de Edén fue segada por la caída de la ciudad flotante, la esfera que alguna vez fue un viajero se convirtió en un haz de luz que atravesó el árido silencio extendido por ese mundo perdido en el olvido, un mundo poblado con cadáveres de concreto y cristal. Pavimentado con los cuerpos de una raza caída eones atrás. El misterio que originó su éxodo yacía a sus pies, en huesos viejos y secos, sembrados como maizales por los cadáveres de concreto de países, y ciudades de olvido. La colmena de pensamientos cayó a la Tierra como un diluvio universal, ahogaron los cadáveres y borraron el olvido de ciudades y de sus antecesores de carne. Ahora era un mundo repoblado por pensamientos que soñaban con ser hombres que imaginan a las sombras que caminarían esa Tierra.
Atravesé el mundo convertido en un rayo, un estruendo que partió el cielo. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que me sentí único?, que recordé lo que era ser un hombre. Si es que alguna vez lo fui. Yo era uno en un millón nacidos de los recuerdos de ese vestigio humano. El primero, pero sólo eso. No había forma de distinguirme de alguno, éramos piezas de un engranaje, encajábamos a la medida como las piezas de un rompecabezas, éramos una colmena de pensamiento que se enganchó a esa Tierra como un parasito, en alguna parte de lo que fue un continente. Y le dimos vida a ese mundo muerto, emulando a los órganos de ese hombre perdido en nuestros recuerdos, latiendo como un corazón y bombeando y destilando oxígeno y agua limpia de nuevo. Actuando como una sanguijuela cristalina succionamos el veneno que volvió estéril a ese mundo.
No fue fácil, ¿cómo podría haberlo sido? Viví todo ese tiempo anhelado la libertad que había conocido en mis primeros días en la vida, habitando ese cuerpo marchito, tan frágil y cansado, pero era único, no compartía mi cuerpo, ni mi mente, era un hombre. Uno. Y sólo uno.
La primera lluvia fue un lamento, un desgarró en el alma de ese nuevo mundo, emitido entre estallidos eléctricos que poblaron el cielo, y el resurgimiento del primero en ser pensado, aquel que originó la colmena había decidido caminar por primera vez por su obra, por ese mundo que se envolvía en un tono verde y olía a humedad, tan distinto de aquel con que se encontró a su llegada. Era como volver a los sueños donde despertó a la vida, donde conoció su existencia y a su soñador.
Donde se conoció a sí mismo reinterpretado en cada recuerdo, en cada posibilidad de lo que pudo ser, ahora volvía a ese momento y se reconocía como el primero sin olvidar que fue el último vestigio de su especie.