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Ángel de la guarda

Soria, Rosa

Su mirada se perdía en el vacío y las lágrimas afloraban nublando su visión. Tenían razón, había perdido la capacidad de discernir el bien del mal. Se había convertido en un monstruo capaz de cualquier cosa, como ya le dijeran tiempo atrás. En esos días que luchaba por olvidar y el los que ignoraba las palabras de todos. Dos hombres yacían muertos por su culpa, por sus manos. Él salvó a su ángel, pero pagando un precio demasiado alto. ¿Hizo lo correcto? Lo cegó la ira dejándole ver un único camino de salida, uno que lo perseguiría el resto de su vida.

  Se enjugó las lágrimas y bajó la vista, un paso los separaba. Respiró el fresco aire de la madrugada y, con una triste sonrisa, caminó fuera de la seguridad del suelo de cemento.

 

*  *  *

 

  Al abrir los ojos sintió la aguda puñalada de la luz reflejada en el blanco de las paredes, del suelo, del techo, incluso él vestía de blanco. Se detuvo un momento e intentó observar a su alrededor, se sentía desorientado, mareado, apenas podía contener las náuseas. Su garganta ardía de sed y su lengua se negaba a cooperar para conseguir convertir sus jadeos en palabras. Quiso mover los brazos, pero una camisa de fuerza se lo impedía. Se tumbó y apoyó la espalda en el acolchado suelo, su respiración se hizo más regular y sus ojos, acostumbrándose a la luz, comenzaron a ver con claridad. Los recuerdos volvieron a su memoria junto con el dolor de su brazo derecho, donde le pusieron una cantidad excesiva de calmantes. Debía esperar que el resto de su cuerpo despertase, así que se siguió echado, consciente de cada parte de su cuerpo que recuperaba la consciencia.

El sonido de la puerta al abrirse le sacó de su meditación. Ante él, un hermoso ángel desplegaba sus alas y su dulce sonrisa. Una luz dorada la rodeaba y el suave aroma de su piel inundaba la habitación. Su presencia le hizo olvidar cualquier oscuro pensamiento y su corazón se llenó de dicha por el honor de estar junto a ella. El dolor se desvaneció, las correas de la camisa se desabrocharon sin tocarlas y sus piernas dejaron de estar entumecidas. Sus ojos grises invitaban a perderse en ellos, su mano extendida a tomarla e ir con ella sin importar el lugar.

  Su ángel nada tenía en común con los enfermeros y celadores que trabajaban en aquel horrible lugar. Ellos siempre quitaban las correas con bruscos tirones que dejaban los brazos doloridos; a veces incluso se mofaban de las quejas de los pacientes o de sus lloros. Les hacía sentirse superiores. Aunque a él le temían, la primera vez que se rieron le partió la rodilla a uno de los celadores. Entonces fue él quien empezó a reír. Las marcas que le dejaron desaparecieron en unas semanas, aquel desgraciado dejó de trabajar en el centro. Nadie le echó en falta. Sin embargo, su ángel se había arrodillado a su lado y con cuidado, le ayudaba a sacar los brazos. Le preguntó si le dolían, pero él no podía responder, tan solo sonreía.

  Le ayudó a levantarse a pesar que él pesaba casi el doble que ella y medía unos treinta centímetros más. Con una mano en su brazo y otra en su cintura, su ángel lo llevó, caminando despacio por el pasillo, a la sala común, donde algunos de los pacientes reían mirando la televisión. Las imágenes debían intuirse pues la pequeña pantalla tuvo que elevarse para que no sufriera daños durante las peleas de los pacientes. En aquel lugar pocas formas podían hacer que el tiempo dejase de ser un castigo eterno, él prefería pintar con sus propias manos, sentir la pintura escurriéndose entre sus dedos y el lienzo en la piel. Cuando los lienzos se agotaban se sentaba en el alféizar de alguna ventaba y se perdía mirando el jardín por el que paseaban aquellos afortunados que tenían visitas. Él nunca tuvo una, así que dejaba que su imaginación fuese quien le llevase a pasear entre los árboles.

  Su ángel, que iba disfrazada de enfermera para pasar desapercibida, lo dejó allí y se marchó, dijo que tenía algunas cosas que hacer, pero volvería pronto, lo sabía. No permitiría que se quedase abandonado en aquel triste lugar.

  Mientras la esperaba se quedó al lado de una ventana, mirando el jardín y soñando despierto. Así, con la mente ocupada, el tiempo voló para él. De pronto, sin previo aviso, como la mayoría de las veces, una pelea entre los internos logró sacarlo de sus pensamientos. Al principio fueron dos, pero poco a poco se les unieron todos los que estaban viendo la televisión. Un minuto más tarde, algunos de los que deambulaban sin sentido por la habitación decidieron que sería divertido sumarse a la fiesta. Los gritos hicieron que celadores y enfermeros acudiesen para acabar con la disputa. Él conocía de sobra qué hacer en momentos como ese, quedarse en el rincón más alejado y esperar a que pasase la tormenta o a que llegasen las enfermeras para acompañar a los internos que no causaban problemas a sus habitaciones.

  Apartó la vista de ellos, le hervía la sangre ver como actuaban. Los que separaban a los pacientes, especialmente los más grandes, utilizaban su fuerza sin importarles que pudieran hacer daño a alguien, les daba igual, solo eran un puñado de locos. Les había escuchado ese comentario en más de una ocasión.

 Detestaba el abuso. La visión de lo que ocurría despertó un recuerdo cuyos fragmentos le azotaban la memoria. Apenas podía distinguir unas manos que le golpeaban y otras que le agarraban, escasos detalles para entender qué le sucedió. De forma inconsciente se llevó la mano al costado, sus costillas, aún doloridas, confirmaban lo que había recordado.

Sobre el estruendo de la pelea escuchó la voz de su ángel llamándole. “Ven conmigo”, le dijo y sintió como su delicada mano se posaba en su hombro. Cuando giró la cabeza esperando encontrarla a su lado, vio que le aguardaba en el umbral de la puerta de la sala. Ignorada por los demás, solo él sabía que estaba allí. Sin prestar atención a los contendientes, cruzó la distancia que los separaba. A su paso, celadores y pacientes cambiaban el rumbo de sus movimientos para no interponerse en su camino. Ella le tomó la mano y en lugar de llevarlo a su habitación y darle un calmante para dormirlo, su ángel lo llevó al jardín, lugar prohibido por los olvidados de amigos y familiares.

Pasearon durante toda la mañana, hablando y disfrutando de la calidez del sol y la suavidad de la brisa. Se despojó de sus zapatillas ante la divertida mirada de su ángel y enterró sus dedos en el fértil mantillo entre las petunias. Jamás olvidaría de nuevo el tacto de las hojas ni el color brillante que lucen.

Desde aquel día, cada noche se acostaba deseando despertarse por la mañana para verla y escucharla. Le encantaba su risa, la música del paraíso debía sonar parecido. Sus cuadros los dedicaba a ella y la rabia de su interior dejó paso al sosiego. Tomaba sin trampas su medicación y dejó de faltar a las terapias. Evitaba los enfrentamientos con otros compañeros y si estallaba alguna pelea, se escabullía hacía lugares más tranquilos. El tiempo fluía otra vez dejando de ser un eterno mar estancado en el que perdía la noción de todo, incluso de él mismo.

Pero igual que llegó, una mañana se marchó su felicidad. Uno de los internos, aficionado a la pintura como él, se acercó cual confidente y le habló en apenas un susurro. Aquel gesto habría sido normal de no ser porque había guardado el más absoluto silencio durante diez años. La noticia poco dejaba a la interpretación: su ángel estaba en el despacho del director y él la estaba tratando mal. Ni hubo más palabras, ni fueron necesarias. Tras unos segundos de reflexión se decidió a ir en busca de su ángel. Necesitaba confirmar lo que había escuchado, de ser cierto, su autocontrol desaparecería y cualquier locura se tornaba posible. Nunca permitiría que dañaran a su delicado ángel.

Con cierto temor, cruzó pasillo tras pasillo, en cualquier momento podía toparse con los celadores que vigilaban las zonas de servicio. Aquel pabellón, donde se encontraban las consultas y los despachos, contaba con más seguridad que el resto del edificio. Le extrañó no ver a nadie ni siquiera en la zona de internos violentos, donde tantas veces había estado encerrado. Más asombrado aún, comprobó que las puertas de acceso a las plantas superiores se abrían a su paso, una señal inequívoca de que su ángel le necesitaba. Abandonando las precauciones que le ayudaban a pasar inadvertido, echó a correr por las escaleras con la esperanza de llegar a tiempo.

- Las faltas cometidas son irreparables - la voz ronca del director se escuchaba al final del pasillo -, además de ponerse usted misma en peligro, ha expuesto a todo el personal que trabaja aquí. La primera vez que supe que había sacado a un paciente de la celda de aislamiento sola hice caso omiso, pero ha reiterado en su error en tantas ocasiones que he perdido la cuenta. ¿Y si la hubiese atacado? Creo que no debo recordarle que ese hombre es capaz de romperle el cuello con sus propias manos sin esfuerzo. Ese hombre, al que se le considera muy violento y peligroso dentro de estos muros, le ha destrozado la pierna a uno de los celadores y a enviado al hospital, en innumerables veces, a quienes han intentado reducirlo. Si es capaz de hacer eso con hombres curtidos que conocen su trabajo, imagine, por un segundo nada más, lo que podrían sus puños hacer al estrellarse contra su delicado cuerpo. A mí me resulta bastante fácil pues no tengo que imaginarlo, ¿cree que es la primera que viene con la idea de poder salvarlos? Está equivocada, otras han trabajado antes que usted con la misma mentalidad, a algunas de ellas puede encontrarlas en la parte de atrás del edificio, en el cementerio, enterradas junto aquellos a quienes quisieron aliviar su estancia en este sanatorio. Su actitud es intolerable, por eso debe recoger todas sus cosas y marcharse ahora mismo de aquí, si ha desperdiciado las oportunidades que le he otorgado es problema suyo. Ha demostrado con creces su irresponsabilidad y me obliga a despedirla en este mismo instante.

Él, que escuchaba agazapado tras la puerta, apenas podía creer lo que escuchaba. El director le robaba a su ángel, la apartaba de él como castigo a su bondad, por hacerlo mejor persona. El desprecio en la voz de aquel miserable hizo encajar las piezas de sus divididos recuerdos y lo ocurrido tiempo atrás, lo que le llevó a la sala de aislamiento, tomó coherencia.

Uno de los internos peligrosos había conseguido escapar de su habitación hiriendo a dos enfermeros, él se sentía atraído por la sangre y la violencia, así que le siguió para disfrutar del espectáculo que le ofrecía la situación. Algunos decían que fue militar, que perdió la cabeza durante la guerra, veía a todo el mundo como un enemigo e intentaba aniquilarlo antes que le dañaran a él. Sus movimientos, precisos y letales, mostraban que su entrenamiento seguía intacto en su cabeza. Se escabulló incluso de los celadores más eficaces, pero tuvo la desgracia de toparse con su ángel e intentar atacarla. Tal vez por la sorpresa, la rapidez o la suma violencia de la embestida, el militar tardó en actuar unas décimas que le dieron a él la ventaja y el combate. Aquel hombre nunca más sería una amenaza para nadie. Nunca. Le golpeó hasta que las astillas de los huesos de su cara cortaron sus manos y aún así, cogió su cabeza y la estampó contra el sueño hasta que se quebró como la cáscara de un coco.

- Gracias – escuchó decir a su ángel y por eso, mereció la pena todo lo que ocurrió después.

Entre gritos de asombro por lo que ocurría ante sus ojos, los celadores y enfermeros que intentaban coger al militar cambiaron de objetivo y se centraron en él. Con la excusa de su tamaño y de una supuesta resistencia a la sedación, dieron salida a la frustración haciendo caso omiso de los gritos de su ángel. Ella intentó que parasen, pero alguien la alejó de allí, dejándolo a él desprotegido ante una jauría de perros hambrientos de sangre. Su única suerte fue la norma de no maltratar a los internos, lo que les obligaba a no dejar marcas visibles de lo que hacían. Cuando las manos comenzaron a dolerles y sus ánimos se templaron, una aguja se clavó en su brazo, cuidando de hacerle el mayor daño posible. Apenas salió, su cuerpo se relajó, el dolor mitigó y un sueño artificial le hizo abandonar la realidad.

De nuevo aquella ira incontrolable se apoderaba de él, ¿cómo podía tratar así a alguien que solo intentaba ayudar a los pacientes? El fuego subía desde su estómago hasta su garganta. Sus puños, apretado, comenzaban a tener los nudillos blancos, él le demostraría al director quien cometía el error, y las consecuencias que tenía.

- Algunas de las personas que están aquí, solo necesitan un poco de cariño para mejorar. Tal vez no logren salir, pero harían progresos- su ángel hablaba entre sollozos – ese hombre al que usted cree horrible nunca me ha hecho daño, ni siquiera ha tenido intención de hacerlo. Yo he conseguido lo que sus médicos no han imaginado si quiera lograr con sus fármacos y sus terapias. Pasear, conversar, hacerle sentir una persona, eso le ha valido para apartar la violencia de su vida. Ahora es un hombre tranquilo que se aleja de los problemas, incluso evita a los más problemáticos. ¿No se da usted cuenta de eso? ¿Acaso no quiere ver que tiene personas dentro de estas grises paredes? - El director la miraba impasible. Su decisión estaba tomada y nada cambiaría su parecer.

- Esos cambios siempre son temporales – respondió con desprecio -. Qué sabrá usted del trato que necesitan. Unos reaccionan ante una ola de calor, otros con la luna llena, otros simplemente porque escuchan chirriar una puerta. Cada uno tiene un pequeño detalle que les hace olvidarse de todos sus avances y estallar en cólera arrasando con todo lo que osa estar ante él. Y un día, podría ser usted. ¿Quién la salvaría? Los trabajadores de este centro, los mismos que arriesgan su salud por su impertinencia, los mismos en los que usted no piensa cuando sale a pasear con ese asesino. Así que yo cuidaré de ellos apartándola a usted de este lugar. Búsquese otro trabajo, en un albergue o en un hospital de enfermos terminales, allí necesitan mucho más sus buenas intenciones.

El desgraciado había hecho llorar a su ángel, la trataba con desprecio, sin apreciar todo el amor que había en ella. No podía soportarlo, la indiferencia de su rostro le hizo estallar. De un manotazo abrió la puerta y un parpadeo después cogía al director del cuello y lo lanzaba contra la pared. Uno tras otro sus puños colisionaron contra su cuerpo, a pesar de los gritos de su ángel para que se detuviese y la rapidez con la que acudieron los celadores, algunos huesos se quebraron bajo sus manos.

Los ojos atónitos del director vieron como el interno por el que despedía a la joven, le daba la razón de su decisión y le hacía temer por su vida.

La vida había abandonado el cuerpo del director. Lo sintió igual que con el militar. En un instante estaba vivo, debatiéndose por sobrevivir y al siguiente yacía inerte bajo su cuerpo, sin ofrecer resistencia. Un cascarón vacío al que quería seguir apalizando hasta que dejase de sentir las manos.

Luchó contra los que quisieron privarle de su venganza, pero fue inútil, siempre lo era. Consiguió apartarlos, tal vez herirlos, pero fue insuficiente para que le dejaran continuar. Sus sentidos dejaron de funcionar, primero se marcharon los sonidos, luego dejó de sentir lo que ocurría a su cuerpo, por último, el velo negro del sueño narcótico se lo llevó. Su ángel sería apartado de su lado, él dejaría de ser especial, un enfermo más al que drogar tres veces al día y al que arrastrar de un lado a otro. Nada merecía la pena.

 

 

*  *  *

 

Seis hombres fueron necesarios para reducirle y aún así recibieron golpes en un intento desesperado del paciente por seguir con presa. Su locura, casi animal, se cobró la vida del director del sanatorio. Hasta los hombres más curtidos sintieron náuseas al ver el estado en el que quedó el cuerpo. Ni la peor de las bestias hubiera sido capaz de semejante barbarie.

Aún a riesgo de matarle o dejarle en coma, se le administró el doble de sedantes para que surtieran efecto. Aún así, la enfermera mantenía que aquel hombre solo necesitaba un ambiente amable y cálido para recuperarse. Aquel acto debía tener consecuencias, tanto para ella como para el interno al que tantos privilegios otorgó.

Nadie pudo explicar a la policía como un enfermo tan peligroso como él había conseguido salir de su zona, pasar todos los puestos de control y llegar hasta el despacho del director sin ser visto por ningún celador ni por ninguna cámara.

Tras el informe policial, los celadores trataron con especial crueldad al interno, pusieron en cada golpe todas sus fuerzas y en cada inyección sus peores intenciones. Paraban al ver como el color de la carne en la mayor parte del cuerpo cambiaba a un morado verdoso y a rojo en algunas zonas. Uno de los ojos apenas podía ver, la hinchazón le impedía abrirlo y en el caso de haberlo hecho, la sangre lo cubriría. Le pusieron la camisa de fuerza y lo dejaron en la celda de aislamiento como si fuese una bolsa con basura.

 

*  *  *

 

No podía decir cuanto tiempo llevaba allí, encerrado y recibiendo la comida por una pequeña apertura en la puerta. Se pasaba las noches llorando, durmiendo cuando los ojos le dolían tanto que no podía tenerlos abiertos. Nadie curó las heridas de su cuerpo, el tiempo se encargó de cicatrizarlas, incluidas las de su ojo, cuya visión conservó a pesar de todo.

Una noche, mientras esperaba que los calmantes le hiciesen efecto para poder dormir sin pensar ni soñar, se abrió la puerta. Durante un instante esperó ver una luz dorada, en lugar de eso aparecieron cuatro celadores. Pensó que iban a arrancarle los brazos mientras le quitaban la camisa de fuerza, luego casi en volandas lo llevaron a su cama. Después de lo que había hecho le cambiaron a una habitación en otro pabellón, con una puerta de seguridad y más vigilantes, pero aquella noche los celadores comenzaron a hablar y se marcharon olvidándose de cerrar con llave la puerta. Parecía imposible.

Al principio no pudo creer que fuese real, se trataba de un fallo demasiado importante como para que pasara desapercibido. Cualquier vigilante la cerraría tapando el error de los celadores, lo consideraban el más peligroso del sanatorio, que eso ocurriera no podía ser posible.

Las horas pasaron y la puerta seguía abierta. El efecto de los calmantes había pasado, podía pensar con más claridad. Se levantó y la abrió un poco, el pasillo estaba desierto, nada se escuchaba, ni siquiera en las habitaciones de los enfermos. De nuevo la sensación de que su ángel le esperaba, debía reunirse con ella. Al principio salió sólo para ver si había alguien, luego pensó en todo lo que había ocurrido, tal vez todo ese silencio fuese una señal. Sentía la necesidad de salir fuera, a la azotea. Quería ver la luna y las estrellas.

La puerta de las escaleras le esperaba abierta, y en su recorrido hasta lo más alto nadie se entrometió. También la azotea estaba abierta y sin vigilancia. En el cielo la luna menguante brillaba acompañada por un puñado de estrellas y nubes mecidas por el viento. La brisa, fría pero reconfortante le acarició la cara. Sus pies avanzaban sobre el gélido cemento hasta el borde.

Su mirada se perdía en el vacío y las lágrimas afloraban nublando su visión. Tenían razón, había perdido la capacidad de discernir el bien del mal. Se había convertido en un monstruo capaz de cualquier cosa, como ya le dijeran tiempo atrás. En esos días que luchaba por olvidar y el los que ignoraba las palabras de todos. Dos hombres yacían muertos por su culpa, por sus manos. Él salvó a su ángel, pero pagando un precio demasiado alto. ¿Hizo lo correcto? Lo cegó la ira dejándole ver un único camino de salida, uno que lo perseguiría el resto de su vida.

Deseaba volver a estar con su ángel, no podía seguir adelante, no sin ella. Quería ser rescatado de aquella prisión que lo ahogaba. Y solo el vacío podía darle la libertad.

 

*  *  *

 

  - Señora cálmese – la doctora intentaba entender las palabras de la anciana, pero sin éxito. Tan solo logró saber que algo la había alterado. Si había sido un intento de agresión debía notificarlo a la policía.

  - Lo he visto, no estoy loca – consiguió decir la anciana de forma más clara.

  - En cuanto su corazón vuelva a la normalidad podrá contármelo todo, ¿de acuerdo? Pero antes debe usted quedarse aquí e intentar…

  - Vi al ángel cogerlo – interrumpió la anciana a la doctora.

  - ¿Qué ángel? – La doctora revisó la medicación, las alucinaciones no formaban parte de los efectos secundarios.

  - Ella se llevó al hombre que se tiró del tejado del sanatorio, se lo juro.

  Por precaución, la doctora avisó a un especialista en psiquiatría para pedir su opinión sobre la anciana. En todo el tiempo que llevaba en urgencias había escuchado historias raras, pero la de una anciana a punto de sufrir un infarto por ver a un ángel rescatando a un loco que quería suicidarse se llevaba la palma.