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Muerte en el colmenar

Heka, Rafael

 

“[…] En menos de una década toda la población terrestre pasó a medir un centímetro […] Hubo cosas capaces de resolverse. Otras no. Teniendo en cuenta la coyuntura política de España en 1980, la transición fue una auténtica transición. La imposibilidad de gestionar un país en tales consecuencias obligó a aplicar la reciente constitución en su articulado más heroico. Haciendo uso del art. 116, se comenzó por decretar el estado de alarma. Sin embargo, ante las continuas revueltas proletarias y el desgobierno feroz de una población ingobernable, la situación derivó inexorablemente en la imposición de un necesario estado de sitio que duraría otras tres décadas más. […] Debemos a la República Federal de Alemania el orden establecido, el asentamiento de una industrialización capaz de sacar gran partido a las cada vez más abundantes vetas de carbón autóctono, y al desarrollo mecánico subsiguiente. La reconversión del 2013 permitió la comunicación telegráfica de los regímenes europeos afines, unificados por la Unión Ferroviaria de Redes Subterráneas […] Es probable que algún día podamos volver al exterior. Quizá, incluso que hasta se reanuden las relaciones diplomáticas con”

Cerré el libro.

El tubo acababa de salir de la autopista con un ligero cambio de agujas y comenzaba el trayecto por la cuenca minera. Se notaba por la repentina aparición del traqueteo característico, fruto del golpe de las ruedas de acero contra las juntas de dilatación de los raíles.

A mi lado, el capitán Corona trataba inútilmente de encender su desgastada pipa de alabastro.

Era un tipo arto peculiar. Fuerte, mayor, con un parche metálico en el ojo izquierdo y el pelo cano cortado de forma militar a los años 40. Ambos vestíamos uniformes de campaña. El uniforme reglamentario desde el 2014. El antiguo cayó en desuso cuando pasamos a utilizar telas de araña. La miniaturización implicó una falta de seguridad  absoluta. Todo el entorno, absolutamente todo, pasó a ser hostil. Cualquier ser vivo imaginable resultó por encima en cualquiera de nuestros ecosistemas como miembro de la cadena alimenticia, y las barreras arquitectónicas y naturales se tornaron insalvables. Sólo hubo dos caminos, la supervivencia o el orden. Los que decidimos lo segundo pasamos a servir, trasformando el Ejército en un cuerpo multidisciplinar donde cualquier soldado adquiría por fuerza feroces técnicas de campo en materia de supervivencia extrema y combate. De ahí que los uniformes hubieran de ser extremadamente útiles, y que los que aún vivíamos para contarlo pareciéramos gladiadores modernos repletos de prótesis de acero de las que colgar herramientas, o fijar extremidades.

Antes de que nuestro tubo saliera a la mina base de San Martín, Corona ya había encendido su pipa.

Guiñándome su perverso ojo de color verde, señaló a la claridad que entraba por delante del vagón. Habíamos pasado el Cantu les Mates y las Argallaes sin bajarnos en ninguna estación. Nuestro destino era el Cantu. La mina del Cantu. El capitán Corona era inspector de homicidios y a mí me acaban de asignar a su servicio desde Nuevo Oviedo. El segundo Nuevo Oviedo.

Íbamos hasta allí a la granja de los Valdés. Por lo visto el hijo mayor se había suicidado. Lo encontraron muerto en una celda de un panal en una de las colmenas del apiario que la familia gestiona para el distrito 23 de la prefectura de San Martín del Rey Aurelio.

En cuanto salimos del tubo, en la estación subterránea del Cantu, recogimos un transporte biplaza, dejamos atrás la seguridad de los blindajes de la Red y recorrimos en silencio los austeros vericuetos repletos de humo que comunicaban la civilización con la mina.

Corona sonreía. Sujetaba su pipa con su fuerte dentadura mientras disfrutaba del frescor de la humedad que exudaban los túneles, mezclada con el sabor del vapor de hulla que expulsaba nuestro transporte biplaza por su escape frontal. Aunque no iba sobre raíles también traqueteaba. Eso era debido a las válvulas. No podíamos esperar un modelo más refinado. A fin de cuentas, con aquel “grillo” de faros de aceite sin techo apreciábamos la ruralidad del entorno en toda su magnitud.

Recuerdo el impacto que me ocasionó cómo la vegetación, el moho y las viviendas aledañas, con sus rojizas lumbres de gas, contrastaban con la forma de vivir en las ciudades donde casi todo era humo ennegrecido, metal y alambradas de seguridad. Había que preservar las células de inteligencia frente a las granjas, claro, pero se había perdido demasiado a cambio. Nunca en mis diez años como agente había sentido algo así. Y no era el único. En el rostro de cuantos encontrábamos en nuestro camino se respiraba una tranquilidad impropia de las ciudades. Antes de llegar al Cantu ya se divisaban bosques, prados y un montón de corrales y graneros con manadas de hormigas y multitud de colonias de ratones.

Giramos un recodo, bajamos por una fronda y llegamos a la granja de los Valdés. Una construcción de dos plantas de estilo indiano, iluminada a partes iguales con faroles de gas y el sol que penetraba en girones de colores por la ubicua vidriera de la bóveda del Cantu. La rodeaban un par de campos de labranza y a lo lejos se apreciaban un par de amplios graneros.

Nada más llegar se nos acercó un muchacho ataviado con una extraña armadura plateada recubierta de un manto similar al pelaje de las abejas.

Tendió la mano a mi superior y exclamó:

—¿El capitán Corona?

Juan asintió y ambos le acompañamos hasta un pequeño corral en donde nos facilitó unos atavíos similares.

Nos vestidos, aprovechando de paso para acoplar bien las armaduras a algunas de nuestras prótesis (Corona hacía tiempo que había perdido su brazo izquierdo y yo ese mismo brazo, el pectoral derecho y media pierna izquierda), y le acompañamos hasta unos de los graneros. En su interior había diversas cuadras con abejas.

—¿Tienen algún reparo con el vuelo?

Corona sonrió, mirando hacia mí.

No había montado nunca y él lo sabía. Debía de saberlo desde que salimos de la comisaría de Sotrondio. No le di el gusto de verme asustado. Sonreí y cogí las riendas. Nos explicó que sólo teníamos que aferrarnos bien a las monturas y dejar a la abeja hacer todo lo demás; que marcaría el camino y nos llevaría a destino. Así hicimos. En menos que se persigna un cura loco estábamos surcando el cielo bajo la bóveda camino del exterior…

 

* * *

El vuelo resultaba tranquilo y agradablemente limpio (nada de humo ni partículas de carbón, como era habitual en todas las madrigueras). Volábamos en formación de punta de flecha, uno en cada abeja, y estábamos a punto de llegar a la colmena, una mayestática estructura cúbica de pino crudo apilada en secciones, sobre cuya cúspide descansaba un monstruoso tejadillo de chapa galvanizada. Habíamos salido al exterior haciendo uso de unos conductos provistos de exclusas autómatas, y el entorno parecía asegurado mediante redes metálicas de elevada altitud.

El sonido era ensordecedor. Afortunadamente, nuestros yelmos contaban con aparatos de radio miniaturizados.

—Cuando lleguemos no hagan ningún movimiento ni hablen. Las centinelas podrían considerarlos una amenaza —dijo nuestro guía mientras la sombra nos cubría.

Asentimos y llegamos a la plataforma de acceso. Una enorme superficie de madera pintada de blanco digna de la mejor pista de aterrizaje para antiguos zeppelines. Esos que ahora servían tan sólo de balizas de señalización. Lástima.

Una o dos abejas, sobre todo cuando su tamaño permite montar en ellas a horcajadas, es inquietante; un enjambre en pleno trabajo puede hacerte enloquecer. No fue el caso. Tras la primera impresión descubrí que todo allí estaba más organizado que un cuartel en instrucción y que cada unidad de la colmena, así como los operarios humanos, realizaban su trabajo sin meterse en el de los demás, de forma escrupulosamente eficaz.

Atravesamos a gran velocidad el anchísimo y bajo túnel de entrada y accedimos a la cámara de cría, una especie de silo con cuadros de madera colgantes (estructuras de perímetro igual a la cámara, con alambres longitudinales a diversas alturas para facilitar el trabajo) en los que las abejas fabricaban los panales con las celdillas para la puesta de los huevos. La temperatura era agradable. Diríase que fresca, incluso. Esto era gracias a la acción de los grupos de zánganos diseminados por las esquinas de la cámara, atareados en batir sus alas para cumplir los estándares de los múltiples termómetros y manómetros alojados al final de cada miríada de tuberías que trasegaban la sección. Ascendimos por entre dos de los paneles verticales y nos posamos en una celdilla vacía. Un hombre, también con armadura, pero sin casco, nos aguardaba. Su rasurado pelo cano me dio a entender que era el administrador del apiario, y su rubicundo rostro cuadrado que había de cuidar de su tensión arterial. O eso, o acabaría con unas cuantas válvulas, como era mi caso.

—Marcos Valdés —exclamó con una robusta y nudosa mano extendida una vez desmontamos.

Corona se la estrechó y se quitó también el casco.

Yo no hice lo propio hasta llegar a la celdilla objeto de nuestro trabajo. Allí no me quedó más remedio. Corona me miraba como si le estuviera avergonzando.

Cubierto de miel, un muchacho desnudo se amorataba en el fondo de la celda.

Era el hijo del señor Valdés: Diego Valdés.

 

* * *

 

El dormitorio de Diego Valdés era una excelsa biblioteca. El escondite de un erudito. Ubicado en la segunda planta del palacete, recogía textos de todo tipo de materias que Corona se afanó en revisar con escrupulosa meticulosidad.

Sin darnos cuenta, una mujer de avanzada edad apareció de repente en el dormitorio.

Corona se acercó, tendiéndole la mano:

—Luisa Fernández, ¿verdad?

La mujer asintió. Traía un rostro totalmente descompuesto, recortado sobre un antiguo vestido de cuello alto en riguroso luto. Recogía su cano pelo en un moño algo descuidado.

—¿Cómo ha podido ocurrir, cómo…? —balbuceaba entre sollozos, buscando con la mirada un lugar del dormitorio en donde poder posarla sin dolor.

Corona la consoló y ambos salieron para el interrogatorio de rigor. La anciana mujer tenía su dormitorio junto al del muchacho. Allí le realizó las preguntas pertinentes.

La familia Valdés, exclusivamente la sanguínea, la conformaban: Marcos Valdés, Luisa Fernández, Laura Valdés y el difunto Diego Valdés.

En la casa, además, había un servicio compuesto por el ama de llaves: Juliana Iglesias; dos cocineros: Mario y Luis; un par de palafreneros y tres o cuatro jardineros.

Anoté todo en la libreta de campo y recogí la nota de suicidio para adjuntarla al expediente.

—Arturo —exclamó Corona desde el pasillo.

—Voy…

 

* * *

La espicha fue estupenda. Chuletones de ratón, aguamiel, huevas de abeja y un sin fin de panes como no los habíamos comido jamás. Un placer al aire libre que se acrecentó con un estupendo café de puchero y un paseo por los jardines de los Valdés, valorando la situación.

Corona humeaba con su pipa las pomaradas mientras yo trataba de comprender la extraña urdimbre con la que la gente de campo miniaturizó las especies arbóreas autóctonas.

Cogí una manzana y la mordí. Era la típica ácida asturiana para hacer sidra.

La cara debió hacer gracia a Corona pues se le atragantó la bocanada de la pipa.

—¿Pero qué haces? Esas son para mayar.

Sonreí y la tiré:

—Bueno, entonces: ¿cuándo nos vamos?

—Igual esta noche. Aunque no lo tengo claro.

—¿Por?

—Léeme la nota otra vez.

—“Si él no me quiere, no tiene sentido seguir…”

Corona clavó la mirada en los cocineros mientras éstos recogían la mesa y dijo:

—Hay cosas que no me encajan…

* * *

La cena no desmereció nada a la comida. Esta vez, en el salón central de la mansión, a la cálida luz de la chimenea y con unos cuantos candelabros ubicados estratégicamente en los lugares pertinentes, disfrutamos de una buena fabada de perola vieja y la compañía de todos los miembros de la familia. Al fin conocimos a Laura, una muchacha fuerte de carácter, y de complexión, que no dejaba atrás a su padre en cuanto a capacidad de trabajo y simpatía. De hecho, parecía demasiado simpática. Algo que contrastaba grotescamente con la actitud de su madre, que continuaba con la mirada perdida mientras el señor Marcos trataba de disimular su malestar. Sobre el hogar, enmarcada en plata, reposaba fúnebre una foto familiar.

—¿Cuántos años tenía Diego? —preguntó Corona en un intento de romper el melancólico silencio que parecía haberse apoderado de la sala una vez todos terminaron su plato.

—Treinta y cuatro —exclamó rápido doña Luisa.

Corona decidió ser taxativo:

—Verán —comenzó suave—, el muchacho se suicidó, de eso no tengo dudas. No hay signos de violencia y uno de los palafreneros confirmó que anoche vio a Diego abandonar voluntariamente las cuadras camino del colmenar.

En ese momento apareció Mario, uno de los cocineros —era el de mayor edad, rondaría los cuarenta años. Complexión fuerte, rostro arrugado, pelo gris—, traía los cafés. Por lo visto llevaba en la casa de la familia desde antes de que nacieran los pequeños. Parecía enfermo y le temblaban las manos. Nos sirvió deprisa y solicitó retirarse.

Doña Luisa le dio permiso y se aprestó a contestar al capitán:

–¿Y ya está?, ¿caso cerrado? —le exhortó molesta.

Corona se limpió la comisura de los labios escondiendo la mirada.

—Pues no pienso dejar las cosas así —continuó—. Pienso volver a hablar con mi hijo.

Laura miró aterrada a su madre.

Fue don Marcos quien intervino:

—No, querida. No creo que a estos señores les interesen tus… aficiones.  

Doña Luisa hizo caso omiso a las palabras de su marido, al rostro preocupado de su hija y a nuestras repentinas caras de sorpresa. Por si acaso, quité disimuladamente el seguro a mi automática antes de que Corona lo viera.

—Luis, por favor, tráeme el tableru —pidió.

Laura miró de nuevo a su padre con aprensión. Éste le devolvió una mirada de imposibilidad.

En unos instantes el misterio quedó desvelado. Al menos, en lo relativo a lo que íbamos a hacer.

Luis, un muchacho de unos veinte años, moreno y con los ojos más negros que el carbón, colocó una ouija de barnizada madera frente a nosotros y comenzó a apagar todas las velas. Sólo dejó un par de lámparas de pared encendidas. Un par de lámparas de gas a las que bajó la potencia hasta el punto justo en que debía de gustarle a su ama, pues nadie en la sala le dio ninguna orden. Parecía haberlo hecho muchas veces, a juzgar por su automatismo. Luego se retiró y nos quedamos frente al juego…

Corona sonreía de nuevo como cuando llegamos, con una mezcla de añoranza y pesar digna de los exiliados.

Sin más, y ante la aflicción de la pobre anciana, todos apoyamos sin reticencias el dedo índice en el pequeño vaso de vidrio colocado boca abajo sobre la tabla con el abecedario. El SI y el NO quedaron de mi lado.

Doña Luisa respiró hondo y comenzó a hablar, bajando fúnebremente su tono de voz:

—Estamos todos aquí reunidos para contactar con Diego Valdés.

>>¿Está él entre nosotros?

No ocurrió nada. Ni siquiera el aire parecía contravenir el status quo del salón.

—Diego, hijo: ¿estás ahí? —insistió la anciana.

Esta vez sí que noté algo. Al principio fue como un pequeño temblor en el vaso. Luego, claramente, la pieza de cristal se deslizó hacia mí quedándose quieta sobre el SI.

Miré a los demás. Corona estaba sorprendido. Don Marcos y su hija Laura, asustados. Doña Luisa no estaba. Sus ojos en blanco indicaban que había entrado en trance.

Sorprendentemente, don Marcos preguntó:

—¿Eres Diego, mi hijo?

El vaso se movió violento hacia el NO.

Todos nos asustamos. Traté de levantar el dedo del vaso pero no pude. Corona intervino:

—¿Es usted Diego Valdés?

De nuevo el vaso se arrastró hacia el SI.

Doña Luisa empezó a llorar:

—Cariño, ¿por qué te fuiste?

El vaso comenzó un serpenteante baile, letra por letra, deteniéndose cada vez más rápido en las que le interesaban:

“Por él. Él no me quiere. Él no me quiere”.

—¿Quién no te quiere? —preguntó angustiado Don Marcos.

El vaso escribió:

“Tú”.

Todos nos quedamos mirando a don Marcos. Parecía como si hubiese envejecido diez años de golpe. Sin poder evitarlo, comenzó a toser.

El vaso inició otra vez un vertiginoso baile de letras.

“No se matará a los padres por la culpa de sus hijos, ni a los hijos por la de sus padres. Cada uno pagará por su propio pecado”.

“Tú me has matado. Te toca pagar”.

En ese momento Don Marcos comenzó a toser pronunciadamente, como si le faltase el aire. No dejaba de llevarse las manos al pecho.

Intentamos darle algo de beber, pero fue imposible. Don Marcos calló muerto sobre la mesa.

 

* * *

 

La jornada siguiente transcurrió ajetreada. Don Marcos no sólo era el administrador del colmenar, sino que supervisaba las enjambraciones y el resto de tareas propias de las abejas reina. En su caso fue su hija la encargada de las labores, teniendo que realizar multitud de idas y venidas para corregir los aspectos que en el día su padre había de realizar.

Nosotros, sinceramente, no sabíamos por dónde empezar. ¿Un suicidio? Vale, era raro, igual a Corona no le encajaban algunas cosas, pero tenía su sentido. Seguramente el muchacho se vio menospreciado por el padre y por eso se suicidó. Cuadraba, al menos. Sin embargo, lo de don Marcos, a la par que macabro, era difícil de creer. La hipótesis de que el padre asesinó a su hijo y que luego éste, desde ultratumba, terminara con él, resultaba demasiado descabellada.

Corona me había dejado al cargo. Lo descubrí al despertar, leyendo su nota:

—Bajo hasta Oviedo, te veo por la tarde. Averigua si Diego realizaba labores en la colmena.

Me puse manos a la obra: Empezando por los palafreneros descubrí que Diego no solía visitar ni las colmenas ni las granjas. Pasaba la mayor parte del tiempo en sus dependencias y de vez en cuando se paseaba por el llagar para comprobar el estado de la cosecha de sidra.

Cuando conseguí hablar con su hermana Laura, ésta me confirmó lo que me habían dicho sus empleados: Su padre siempre había preferido que fuese ella quien se ocupase de las cosas del colmenar. No era de extrañar que Diego se sintiera desplazado, claro. Aunque no se reflejaba en sus pertenencias pues, allá donde miráramos (Corona se encerró en el cuarto del muchacho casi toda la tarde), fluía la alegría y el conocimiento a partes iguales. Antes de la cena, Corona solicitó visitar todas las habitaciones e interrogar al resto del servicio personalmente.

Estaba desconcertado. Nadie salía ganando con aquellos crímenes. Sólo la familia y la concesión. Quiero decir, su hija sería la nueva capataz, sí, pero la concesión podía volver a salir a subasta pública si no lo resolvíamos con celeridad y discreción. Nada bueno, la verdad.

Cenamos. Esta vez, un ligero tentempié a base de ensaladas y embutidos fríos, también en el comedor principal del palacete. El mismo donde la noche anterior había muerto don Marcos. Todos guardábamos silencio. Corona, con el semblante sombrío, revisaba un manual de apicultura pasando molesto sus hojas.

Una vez tomamos los cafés, cuando Laura iba a levantarse de la mesa (se la observaba visiblemente cansada), Corona dejó el manual sobre la mesa y dijo:

—Doña Luisa, por favor: ¿podría usted llamar a Mario? Y usted, doña Laura, ¿podría hacer el favor de sentarse de nuevo?

Ambas obedecieron, apareciendo enseguida el empleado en el salón:

—¿Qué desean los señores?

—¿Podría traernos la ouija y apagar las velas? —pidió Corona.

Un sombra extraña cruzó el semblante del cocinero mientras dirigía la mirada a su señora.

Doña Luisa asintió.

De nuevo, pusimos los índices sobre el vaso y Corona preguntó en cuanto estuvimos listos:

—Don Marcos, ¿está usted ahí?

El vaso no se movió.

Corona escupió una carcajada ante el asombro de todos:

—Repito: ¿está usted ahí, don Marcos?

Esta vez, como en la noche anterior, el vaso se movió hacia mí:

“SI.”

Corona frunció el ceño:

—Don Marcos, ¿fue usted asesinado?

El vaso dio una vuelta por el abecedario y regresó de un violento golpe al:

“SI.”

Muy serio, Corona hizo otra pregunta:

—¿Está aquí su asesino?

El vaso repitió la operación.

Laura y doña Luisa no sabían qué decir.

Corona preguntó:

—¿Sigo?

Nadie dijo nada.

Corona sonrió amargamente:

—De acuerdo. Retiren el dedo, por favor. ¿Quién le ha matado?

Corona colocó su índice sobre el vaso y lo volcó.

—Doña Luisa, por favor, llame usted a sus cocineros.

 

* * *

 

En el salón, sentados en un amplio sofá, y ya de madrugada, los cocineros Luis y Mario, doña Luisa, su hija Laura y uno mismo, contemplábamos a Corona preparándose una pipa junto a la chimenea. Había pedido que se aplicara el mismo ambiente que se usó para las sesiones de espiritismo. Sin velas y con el gas de las lámparas al mínimo.

Con la mirada perdida, parecía tratar de poner sus recuerdos en orden mientras las crepitantes llamas le iluminaban el rostro reflejándose en su acerado parche.

—Bien, verán —comenzó—: cuando llegué a esta casa para investigar el suicidio de don Diego Valdés, lo primero que me sorprendió fue su habitación.

>>Me costaba entender la presencia de tantos libros de literatura, además de manuales de robótica y automatismos, en un entorno tan rural como este, de tan exigente requerimiento laboral. En un primer momento asumí el suicidio como algo cierto, y es algo cierto a tenor de mis inspecciones. Sin embargo, la nota de suicidio acusaba a alguien como motivo del mismo.

Silencio sepulcral.

—Pensé en un acceso de despecho —continuó—. Incluso llegué a sospechar de alguno de ustedes —señaló con la pipa a los cocineros, dándose la vuelta—, pero no tuve tiempo de idear una teoría: En la cena de ayer cayó ante mis ojos el cadáver de don Marcos Valdés, víctima de un infarto.

Todos asentimos con cierta consternación.

—¿O no? —exclamó.

Le miramos sorprendidos.

—Sí —nos aclaró—, cuando el supuesto Diego Valdés acusó a su padre de haberlo asesinado, dijo algo muy curioso: “No se matará a los padres por la culpa de sus hijos, ni a los hijos por la de sus padres. Cada uno pagará por su propio pecado.”

>>Aquella frase me recordó algo, pero no estaba del todo seguro. Lo que sí tenía claro es que me sonaba religiosa. ¿Una cita bíblica? Comprobé y efectivamente: Deuteronomio 24, 18.

>>Deuteronomio 24, 18.

El carillón de la sala irrumpió funesto dando la medianoche.

Corona sonrió. Sonrió, pero dejó que las campanadas tañeran libres.

Tras la onceaba, sentenció:

—Gracias a eso confirmé… que don Marcos Valdés había sido asesinado.

Y sonó la última campanada. Admonitoria. Perversa. Dejando los rostros de los presentes cual ánimas camino del purgatorio. Con un rictus preocupado y macilento fruto del pábilo del gas y el crepitar de las llamas de la chimenea.

Corona chascó la lengua. Había cierto malestar en su rostro. Aunque lo disimulaba. Prosiguió:

—La otra pista me la dio la respuesta de Diego a su padre cuando éste le preguntó si era su hijo el que hablaba desde el más allá. Diego respondió que NO.

>>Con la pista de antes y esta contestación (que no fue una equivocación) me dio por pensar si realmente Diego era hijo legítimo de don Marcos… y volví a acertar de pleno. Esta mañana, en los registros civiles de Oviedo, descubrí en la partida de matrimonio que la unión se había realizado dos años después de que Diego naciera. Es decir, que muy posiblemente, por no decir que así es, Diego no era hijo de su padre, aunque sí de su madre, de quien seguramente heredó también su particular afición a la lectura.

>>Esto podría ser una conjetura, pensarán. E incluso una casualidad —escrutó el rostro de todos—. Sin embargo, quisiera centrarme en cómo murió don Marcos, si no les importa.

Corona se acercó a la mesa y recogió el manual de apicultura que había estado consultando durante toda la cena:

—Verán —comenzó otra vez—, llevo toda la tarde leyendo este manual y he descubierto algo muy curioso. La apitoxina, el veneno que segregan las abejas para defenderse, introducido en el cuerpo humano, y en casos particulares de hipertensión o problemas cardiovasculares (como era el caso de don Marcos) puede provocar un shock anafiláctico hasta 24 horas después de su exposición…

Nadie dijo nada.

Se dio la vuelta hacia la chimenea y continuó:

—Le pedí a Arturo que investigara si Diego Valdés realizaba tareas de labor en la administración familiar y descubrió que no era así porque su padre no quería, porque deseaba que fuera su hija la que tomara las riendas del colmenar. No es difícil deducir, tras lo que les acabo de contar, y lo expuesto antes, que Diego no era hijo de Don Marcos.

No se molestó en comprobar nuestros rostros, quería terminar:

—Si Diego no era hijo de Don Marcos, seguramente el motivo de su suicidio fue descubrirlo y atar el resto de cabos.

Le dio una buena calada a su pipa con tristeza:

—Sí, se suicidó. Aunque eso poco me importa… como investigador —hubo un punto de inflexión en su voz, delator de un inminente paso de la melancolía a aquella cólera que yo tan bien conocía— Ah, pero lo que sí me importa, desgraciadamente, es quién mató a su padre. Pues ese, sí fue un asesinato.

Aceleró la el discurso, sumamente concentrado:

El otro día, cuando Mario casi me tira el café, no di importancia al hecho. Le noté indispuesto, ¿qué de extraño podría haber en ello? Nada, salvo que podría tener que ver con todo esto.

>>Tenemos que un hombre ha sido asesinado, que se ha simulado una muerte natural con apitoxina y que Mario formaba parte del servicio de los Valdés desde mucho antes de que, seguramente, los Valdés fueran los Valdés.

El cocinero, aprovechando que estaba de espaldas, bajó culpable la mirada.

>>Bien, no me andaré con más rodeos, esta es mi teoría: Don Marcos Valdés fue asesinado por la administración de apitoxina en la cena de la noche anterior a que Arturo y yo llegáramos, aprovechando el tiempo de exposición y su avanzada edad. ¿Por qué? Por el dolor que causa el suicidio de un hijo al que no se le quiere como tal. —Y se giró clavando su ojo verde en doña Luisa.

La mujer no contestó.

—Usted, doña Luisa —sentenció—, usted lo mató. Usted le dio la apitoxina a su fiel empleado Marcos para que la administrara, cosa que hizo con descuido, padeciendo él mismo los efectos del veneno.

Doña Luisa se levantó indignada:

—¿Cómo puede afirmar eso? No tiene pruebas.

Corona se aproximó lentamente a la anciana hasta tener su rostro bien cerca del suyo. Escondía algo tras él:

—Oh, señora, claro que las tengo. Antes les dije que la cita que Diego le dijo a su padre desde ultratumba era una cita bíblica, ¿verdad?

La mujer asintió con cierta aprensión. Los demás también.

—Pues resulta —continuó— que me he pasado toda la tarde desmontando la habitación de su hijo y no he encontrado una sola biblia. No, su hijo no era religioso, señora. Sin embargo, sí había otra persona en la casa que escondía una biblia. Ésta, concretamente —Y sacándola de detrás de la espalda se la tendió a doña Luisa:

>>¿La reconoce? Porque fue en el fondo de su mesilla de noche donde la encontré. Su hijo no pudo matar a su padre desde ultratumba ni citar ese pasaje de la Biblia. No lo conocía. Sólo usted pudo hacerlo…

Doña Luisa no dijo nada. Tampoco perdió la compostura. Simplemente recogió su biblia y se aproximó a la salida:

—Les espero arriba —exclamó con la mirada perdida, dirigiéndose a Corona y a mí—, en el cuarto de Dieguito. Quisiera llevarme algún recuerdo.

Corona asintió con la cabeza:

—Luis, por favor, ¿puede subir la luz? —solicitó.

El muchacho no contestó.

—¿Luis? —pidió de nuevo Corona.

Al mirarlo, me di cuenta de que, pese a erguido, no mostraba signos de vida. Ni siquiera pestañeaba.

Antes de que nos alarmáramos, Mario nos calmó con un gesto de mano mientras desabrochaba una pequeña apertura en la parte de atrás de la chaqueta de muchacho. Laura prefirió no mirar. Le repugnaba aquello. De hecho, aprovechó para retirarse, despidiéndose disimuladamente de nosotros. Con un sonido mecánico de engranajes interaccionando, el diligente cocinero terminó la operación y el muchacho volvió a la vida como si nunca antes se le hubiera acabado su cuerda de relés.

—Disculpen —se excusó Mario echando una dura mirada al muchacho—. A veces se le olvida…