Esta es una historia real. Los eventos descritos ocurrieron en Park City en 1982. A petición de los implicados, los nombres han sido cambiados para no herir susceptibilidades.
Nieva sobre las montañas de Salt Lake City. En una cuneta está aparcado un coche desde hace varias horas. Un hombre lee la Biblia sentado en el interior. De vez en cuando, limpia el vaho de la ventanilla con un trapo y vigila una cabaña.
—Estoy harto de esperar en el coche —musita Tom. Abre el maletín y coge un sándwich que come con desgana.
La escarcha cubre el parabrisas. Tom no soporta el frío, pero tiene que terminar el trabajo. Un trabajo sin horario fijo, pero bien pagado. No se puede quejar, piensa mientras se quita la gorra y se seca el sudor de la cabeza con un pañuelo. La calefacción del coche está demasiado alta.
Un hombre sube la pendiente con una escopeta colgada del hombro. Introduce la llave en la cerradura y abre la puerta. Tom baja la ventanilla, saca el encendedor de un bolsillo del pantalón y prende un cigarrillo.
Cuando salen las primeras volutas de humo de la chimenea, arranca el coche, pero se ahoga. Vuelve a intentarlo, pero ha agotado la batería. Tom agarra el maletín, sale del coche, despega el velcro del anorak. Apura el cigarrillo con unas profundas caladas y tira la colilla. En el buzón de la entrada puede leer: Sam Smith. Antes de golpear con la aldaba sobre la puerta, musita: —¡Felices son lo que oyen la palabra de Dios y la guardan! Lucas 11:28
—¿Qué desea? —le pregunta el hombre que momentos antes había entrado.
—¿El señor Sam, supongo? —pregunta Tom, mirándole fijamente a los ojos.
El presunto señor Sam balbucea, su boca solo emite un silbido que concluye con un repetido sonido: —¡No, no! Cuando estuvo en la cárcel oyó hablar de esa mirada que te paralizaba cuando se incrustaba en tus ojos, pero nunca creyó que la soportaría tan de cerca. Intenta cerrar la puerta, pero Tom ha puesto la bota en el umbral. Sam retrocede, tropieza con la alfombra y cae de espaldas en el pasillo.
Tom se acerca pausadamente con la pistola en la mano, enrosca el silenciador con el cansancio de la espera en los párpados, las pupilas fijas en su objetivo que repta por el suelo. Sam arrastra las sillas, la lámpara que se desploma sobre la mesa y se detiene cuando su cabeza golpea la puerta de vaivén de la cocina.
—Sam no sé qué le habrás hecho a mi cliente, pero me han sugerido que sufras —sentencia Tom y dispara sobre una rodilla. Sam grita al recibir el balazo. Instintivamente se agarra la pierna con las dos manos y se retuerce de dolor.
Tom permanece inmóvil hasta que enfunda la pistola. Un recuerdo de su memoria, dormido en su cabeza, despierta. Empuja las puertas y entra en la cocina. Abre la nevera y coge un bote de manteca de cacao que extiende sobre unas rebanadas de pan. Deposita los sándwiches en un plato y sale al comedor. Enciende la televisión sin apercibirse de que está desenchufada.
Tom se sienta en el sillón y se ríe al observar fijamente la oscura pantalla.
Sam no puede soportar el dolor, pero vigila a Tom y se extraña de su comportamiento. Desconoce si es parte de algún infernal ritual o se ha vuelto loco de remate.
—Cómete toda la cena y acuéstate antes de que regrese tu padre.
—Sí, mamá —responde Tom, ante la orden que irrumpe en el interior de su cabeza. Sam escucha el monólogo, aterrorizado.
Tom mira hacia la puerta con los rótulos: saloon y kitchen. Recuerda que el castigo favorito de su padre, era atarlo durante días junto al quicio y golpearle en la cabeza cada vez que entraba en la cocina.
—¡Hoy, no podrás, cabrón! —grita Tom mientras se levanta, saca las puertas de las bisagras y las arroja sobre el montón de leña que arde en el hogar. Sam gatea hacia el pasillo.
Suena el teléfono, pero no descuelga. Al tirar del cable, se asusta cuando el cuclillo sale del interior del reloj de cuco anunciado el cuarto. De un fuerte manotazo, lo arranca de la pared y lo pisotea hasta que se desperdigan los restos del mecanismo por la planta.
Al día siguiente, tumbado sobre el sofá, los pies de Tom asoman bajo la manta con que se abriga. Se reincorpora aturdido y se pregunta qué hace allí con las piezas del reloj de cuco diseminadas sobre el parqué. No sabe dónde se encuentra. Los restos de las puertas aún arden en la chimenea. Camina por la casa con sigilo, busca en las habitaciones, el suelo cruje. Descubre una traza de sangre por el pasillo que se pierde bajo la gatera. Abre la puerta y los rayos de sol le deslumbran. Agarra el hacha incrustado en un tocón y sigue el rastro hasta que encuentra el cadáver de Sam congelado. Da la vuelta al cuerpo, saca una fotografía del bolsillo y verifica que es la persona que buscaba.
Levanta el hacha y con unos certeros golpes le amputa las extremidades.
—Compréndelo, Sam, tenías que sufrir —susurra antes de decapitarlo.
Tom regresa a la casa. Entra en la cocina, fríe un poco de beicon y estrella un par de huevos sobre la sartén.
Mientras desayuna intenta rellenar las lagunas de las últimas horas sin conseguirlo. Algunas veces le ha pasado, pero al menos conseguía recordar suficientes detalles como para reconstruir una historia con sentido.
Mira hacia la pared repleta de cabezas de ciervo disecadas. Las escopetas depositadas en el armero. Mastica un trozo de beicon y se levanta para observar de cerca la hilera de marcos colocados en la repisa de la chimenea. Frunce los labios y traga el trozo de carne antes de volver a sentarse.
—Hasta un testigo protegido tiene más vida que yo —musita mientras corta la tortilla con el tenedor —, pero siempre me he enamorado de la mujer equivocada.
Acaba el desayuno, enciende un cigarrillo y se pone el anorak. Abre la puerta del garaje y se encuentra un Dodge Challenger descapotable del que pasa y un Dodge Charger, un antiguo modelo del año 68. Piensa que a Sam le encantaba la marca Dodge. Coge las llaves que cuelgan al lado de la caja de herramientas y se mete en el coche.
—La tapicería está agujereada —musita entre dientes, mientras se acomoda y arranca el motor.
Al principio funciona como la seda, pero el viejo coche no reacciona cuando sube las cuestas. Por suerte, alguna máquina quitanieves ha debido pasar hace poco. El irregular asfalto solo está húmedo. Cuando baja las pendientes el motor no ronronea, pero en cuanto le arrastra hasta una cima, se ahoga y tose como si tuviera un intenso ataque de asma. No le apetece volver a por el otro coche, hace demasiado frío. No sabe cómo aceptó el trabajo tan lejos de la cálida California. Hace tiempo que ha pensado en retirarse. Su salud no es la de antes. Los años no pasan en balde y, sino que le pregunten a este maldito coche. No tiene tantos encargos como antaño, pero un asesino a sueldo como él, no puede olvidar fácilmente el olor del miedo. Su leyenda comenzó en el reformatorio, pero algún día se tiene que extinguir. Su psicoanalista se lo dice: tienes suficientes ahorros como para vivir sin trabajar. Pero ahora solo espera que el coche no reviente de viejo; como él.
Las cervicales le molestan. Mueve el cuello en círculos para relajar los músculos de la espalda, sin éxito. Después se tomará algún relajante muscular. Espera no habérselos dejado en casa.
A duras penas, consigue arribar a un montículo. Un cartel señala: Park City, una milla. Divisa las calles del pueblo, la carretera parece en buenas condiciones. Supone que a mucha gente le encantará el manto de nieve que contempla allí, donde le alcanza la vista, pero para él es un paisaje desolador; un desierto blanco. Los abetos adoptan extrañas formas por la acumulación del hielo sobre las copas. Saca un casete del maletín y lo introduce en la ranura del radiocasete. Suenan los éxitos de Jimi Hendrix. Después de un trabajo, le relaja escuchar música, aunque esta vez no haya podido disfrutarlo adecuadamente.
Cierra el maletín, se da cuenta que no ha utilizado la cámara polaroid para entregar la fotografía de la víctima al cliente. No importa, ya aparecerá la noticia en los periódicos. Advierte que el contador de la gasolina ha entrado en reserva. Antes era más meticuloso, hubiera comprobado el más mínimo detalle antes de emprender un viaje. “No todo puede ser mala suerte”, piensa. Después de pasar por el cártel de: “Bienvenido a Park City. Festival Sundance 1982”, aparca al lado de un taller. Tom sale del coche y entra por la rampa del garaje atiborrado de vehículos.
—¿Hay alguien? —grita Tom.
—Sí, aquí —responde un mecánico mientras sale de la oficina del taller —¿Qué desea? —le pregunta mientras se limpia con un trapo y le extiende la mano.
—Que me arregles el coche, un Dodge Charger, antiguo pero fiable. Está aparcado en la puerta.
—¿No tendrá prisa? —le pregunta el mecánico con una sonrisa irónica.
Tom saca del bolsillo un rollo de billetes de 100 dólares y le quita la goma. No puede evitar un leve temblor de su brazo izquierdo. El Parkinson que le diagnosticó el médico, se manifiesta cada vez con más frecuencia y en los momentos más inoportunos.
>Me puedo poner ahora, si así lo desea, por dos de las sábanas que está desenrollando —sugiere el mecánico con los ojos iluminados.
Tom no tiene ganas de regatear y le extiende un par de billetes.
—¿Cuánto tardarás?
—Si todo va bien… en un par de horas puede estar listo.
—Son las doce, a las dos estaré aquí. Si no está arreglado, me llevaré otro coche de los que tienes por aquí y tú, un par de puñetazos. ¿De acuerdo? —Tom proyecta su dura mirada.
—De acuerdo, aunque pensaba que había venido al Festival —contesta bajando la cabeza.
—¿Qué festival?
—Uno de películas —le comenta al abrir el capó —, ¿no ve a toda esa gente?
Tom se aleja por la calle principal sin ni siquiera despedirse. Unos operadores se afanan en recoger la nieve con palas; otros, arrojan sal. Las entradas de algunos cines están abarrotadas y sigue paseando hasta que encuentra un local con una cola en la que se encuentran unos adolescentes.
—¿Esta película no la emitieron el año pasado, Peter? —pregunta el más alto del grupo con una gorra de la que cuelga un grueso pompón.
—No, creo que fue la primera parte —responde la mujer con cara aniñada y pecosa.
—Si “La Carreta”, era mala, la segunda parte puede ser pésima —añade Peter —¿No crees, Mary?
Mary asiente con la cabeza y estornuda. Destacan sus leotardos rotos por varios sitios que muestran su carne blanca. Tom le arrancaría los leotardos y le pegaría un par de empujones en el callejón. Pero enseguida despierta de la ensoñación. No desea meterse en problemas, en este extraño pueblo donde la gente pierde el tiempo viendo películas. Ya parará, cuando regrese a casa, en algún burdel de Las Vegas o en algún motel de mala muerte. Suelen tener servicio.
La taquilla abre y vende las entradas. Mary tose para aclararse la garganta, se mete el brazo, tapado con un mitón, debajo del grueso suéter de lana y saca unos billetes. Cuando le llega el turno a Tom, se acerca un niño de unos doce años.
—Quiero ver esta película —le dice a su padre.
—De acuerdo —contesta el padre y da un trago a la petaca.
—Quiero palomitas —ruega el niño, insistentemente. El padre le da un sonoro pescozón.
Tom aprieta los puños dentro de los bolsillos del anorak. No soporta que peguen a los niños. Empuja las puertas giratorias. Compra una bolsa de palomitas en un quiosco, entra en la platea y se sienta en la última fila. No espera nada de la película, solo aislarse del mundo y dejar que pase el tiempo hasta que le arreglen el coche. Coloca las piernas en el respaldo de la butaca que tiene delante y se acomoda.
A unos metros, se sienta el niño y su padre. Las luces de la platea se apagan y comienza la película. En la pantalla, un plano cenital muestra un carro repleto de cadáveres con la soga al cuello. La cámara cambia a un primer plano de la hosca cara del carretillero, arrastrando el pértigo.
La cámara se aleja y muestra un plano general de la carretilla, el hombre y la calle repleta de ratas que se pasean por el empedrado del camino. Las farolas son escasas y poco potentes, apenas alumbran. La mayoría de los portales están protegidos por rejas. Una sombra se desplaza de un lado a otro de la pantalla.
—No me extraña que nadie hiciera cola —señala Peter, mientras se levanta de su asiento.
—Sí, vámonos, podemos acudir a otra sesión, aunque haya comenzado —apunta Mary entre estornudos.
Las imágenes en la pantalla se suceden. La carreta sigue rodando por la calle en penumbra. El carretillero sube una pronunciada pendiente. Un cadáver resbala y la cabeza golpea el eje.
Tom sonríe al ver a las ratas pelearse por una corteza de queso. La escena le recuerda una serie de dibujos animados de la que no recuerda su nombre, aunque la tiene en la punta de la lengua.
El niño grita entusiasmado. El padre le pide silencio con un manotazo; quiere dormir. Tom se levanta, pasa por detrás del asiento y le rebana el pescuezo con la navaja que saca del bolsillo. El niño aplaude, como si fuera una escena de la película. El hombre tapona la herida con una mano y se gira, busca de auxilio, con las fuerzas que aún le quedan. Intenta hablar, pero no puede articular ninguna palabra. Su hijo estira de la manga del suéter, adornada con ciervos, y aparta el brazo. Tom se sienta a su lado y le limpia la sangre de la cara con el pañuelo, con sumo cuidado y cariño.
—¿Cómo te llamas?
—Jerry
Tom ríe a carcajadas, igual que el niño. Ninguno sabe por qué y siguen viendo la película.
En la pantalla, el hombre aparca la carretilla en la puerta de una taberna. Coloca una piedra bajo una rueda a modo de freno y entra.
—Hola Gerardo —le saluda el tabernero con la cuenca de los ojos vacía —¿Qué deseas?
—Ponme una pinta de cerveza.
—¿Cómo te va la vida? —le pregunta el tabernero, mientras le sirve la consumición.
—Hasta los cojones. Espero a los estudiantes de los últimos cursos de arqueología y cuando llegue el verano, tendré que cambiar los escenarios para ganarme la vida con el parque de atracciones.
Gerardo da un trago; el tabernero no se mueve.
>Y no sé qué te estoy contando, si eres un maldito autómata que aún no he terminado de construir.
Gerardo bebe, mira hacia los rincones de la taberna y, finalmente, hacia la platea.
—¿Aún hay gente mirando la película? —se pregunta y saca una tableta del bolsillo. Pulsa sobre la superficie y en la pantalla del cine aparece el letrero: Descanso. Seguidamente, entra un anuncio: Un par de hombres vestidos con armaduras se debaten en un duelo. Uno resbala y el oponente le corta el hombro con un fuerte mandoble. La escena se repite desde varias perspectivas y una voz en off anuncia: La Carreta III, estreno en el próximo Festival Sundance 1983.
Las luces de la platea se encienden y las cortinas del escenario se cierran.
—Jerry, ¿quieres una Coca-Cola?
—Sí —le responde entusiasmado, mientras se levanta de la butaca.
Tom y Jerry descienden por la pendiente de la platea en dirección al bar.
—Jerry, ¿no recordarás el nombre de una serie de dibujos animados, cuyos protagonistas son un gato y un ratón?
—No, mi padre empeñó la televisión —responde Jerry, con el dedo metido en la nariz.
En el solitario bar, Tom coge un palillo de la barra y se hurga los dientes. Escupe en dirección al suelo y el camarero le mira con asco.
—Me pones una cerveza y a Jerry una Coca-Cola.
—Tendrá que ser Pepsi.
El camarero siente la mirada de Tom. Tom percibe un caliente jadeo sobre la nuca. Jerry y el camarero desaparecen por la puerta trasera del bar. Tom se gira y huele el sudor frío de una cara con tres ojos sobre su frente. La navaja corta los órganos internos, los ojos parpadean unos segundos antes que el amorfo cuerpo se derrumbe sobre el suelo.
En el escenario, unos seres extraterrestres se introducen en la pantalla a través de una puerta bidimensional que abre Gerardo.
—¿Cómo va el estudio del siglo XX? —pregunta Gerardo al grupo.
—Con mucho frío —responde un extraterrestre, mientras se sienta en una mesa.
—¿Dónde está Xenón? —pregunta Gerardo.
—Ha hecho campana, le aburre estudiar el siglo XIV
—Cuando queráis, podéis comenzar con el estudio en el escenario que he diseñado. Yo, me dirijo a la sala de control.
Tom corre por la platea y salta a través de la puerta bidimensional. Aplasta el cuerpo del tabernero contra los estantes y se levanta aturdido. Agarra una botella y la rompe estrellándola contra el mostrador.
—Esto es una propiedad privada —le advierte un extraño ser.
—¿Dónde tenéis a Jerry? —pregunta Tom excitado.
Nadie contesta. Gerardo toca nerviosamente la superficie de la tableta y sale de la taberna junto a un extraterrestre.
—Bien, una simulación de… —el extraterrestre sentado en la mesa no puede finalizar la frase. Tom le clava en el pecho la media botella que enarbola y con una mano saca algo parecido a los intestinos. El otro extraterrestre se esconde bajo una mesa. Tom le propina un puntapié en lo que podría ser el culo, y cuando sale, le golpea la cabeza con una silla hasta que la desmonta. El ser aún se mueve; Tom se sienta encima y le clava una astilla hasta que esparce las entrañas por el suelo.
Tom se levanta embardunado de una viscosa sustancia. Jadea por el esfuerzo y se sienta en la barra. Coge la única jarra intacta que ha quedado sobre el mostrador y bebe.
—¡Está caliente! —grita y escupe contra el suelo.
Antes de que pueda recuperar el aliento, un cadáver cruza el umbral de la puerta con el cuerpo inundado por gusanos. Lleva su cabeza bajo el brazo.
—Cualquier resistencia es inútil. Ríndete —ordena la cabeza, con una voz que parece enlatada.
Tom saca la pistola, pero no sabe adónde apuntar. Dispara un par de veces sobre el torso y el cuerpo se derrumba sobre la cabeza; ésta sigue hablando hasta que recibe otro balazo. Muelles y engranajes saltan por los aires.
Sale a la calle en penumbra y se topa con otro robot. El disparo a bocajarro hace que salga despedido hacia atrás e impacta sobre la reja de una puerta. Los últimos robots se reincorporan de la carreta con lentos movimientos. Tom quita el freno y empuja la plataforma. Gerardo vigila atentamente, agazapado en una esquina.
La carreta comienza a bajar lentamente hasta que se acelera por la pendiente y se estrella contra la fachada de un edificio. Los restos forman un amasijo de metal y madera.
—¿Dónde estás, Jerry? —grita Tom desgarradamente, entre las calles que recorre con pasos rápidos.
De repente, los edificios desaparecen. Tom se mete en la taberna, pero ahora solo es una habitación de paredes inmaculadas y sale por el orificio por donde había entrado. La pantalla de cine se apaga con un zumbido sordo. Contempla la platea vacía, se quita la gorra y se rasca su cabeza rala.
Durante unos segundos, permanece inmóvil y recobra unas imágenes. Camina en dirección al cadáver sentado en la butaca y mientras le registra los bolsillos de la cazadora, se acuerda de Jerry.
—Quizás Jerry regrese a casa —musita, mientras pega un trago a la petaca.
Tom sale del cine y recobra las extrañas visiones que ha vivido. Piensa que tendría que ir al médico otra vez, para que le trate el nuevo achaque, pero está harto de visitarlo. No le extrañaría que colgara en la sala de espera una fotografía suya con el rótulo de: “cliente del año”. Camina por la calle con los restos de una mucosa verde, dispersados por la ropa. La gente, que espera en las taquillas, observa su paso y murmuran entre sí. Entra en el taller. El mecánico se seca las manos con un trapo. Fuera, la algarabía se acrecienta cuando Robert Reford baja de una limousine, comienza a firmar autógrafos y se convierte en el centro de atención.
—¿Ya está arreglado el coche? —pregunta Tom al mecánico con la mirada triste.
—Sí —le contesta mientras le entrega las llaves. También se pregunta de qué tugurio habrá salido con esa sustancia tan asquerosa que le impregna la ropa, pero no se atreve a comentarle nada.
Tom echa un último vistazo a la multitud que le rodea, pero no encuentra a Jerry. Se sube al coche apesadumbrado. Arranca y busca en el maletín algún casete para amenizar el viaje hasta California. Piensa que Jerry hubiera sido un buen aprendiz de su profesión. Conduce hasta California con la mirada perdida sobre la carretera, por los altavoces suena: “Run like hell” de Pink Floyd.
Notas:
Tom mirada de hielos, es uno de los múltiples apodos del famoso asesino a sueldo Denis Sheppard. Actualmente reside en un geriátrico en Florida. Este relato está basado en una entrevista que me concedió en el año 2014 mientras veíamos unos capítulos de: “El Coyote y el Correcaminos”.
Tom recogió a Jerry en la carretera mientras hacía auto stop y prosiguió la brillante carrera de su prodigioso maestro. Perdió la vida en la Invasión de Irak (2013). Sufrió una emboscada mientras atravesaba el estrecho de Ormuz. Tom guarda la urna con las cenizas en su habitación del geriátrico.
Gerardo sigue ganándose la vida con las simulaciones para los universitarios del planeta Argos. En el año 2015 se estrenará la película: La carreta XXXIII. No se la pierdan.