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La habitación abierta

Castro Alfaro, Oswaldo

Primera parte

 

El vigilante ordena ingresar y los visitantes dominicales presurosos, como si el tiempo faltara en las instalaciones del hospital, corren en tropel para aprovechar los minutos valiosos de la visita.

Diviso el pabellón donde está internado mi amigo y me acerco sin haber elaborado las frases de consuelo que usualmente le digo. Cada vez que piso este lugar siento que gira al revés o en redondo, como si se disfrazara para seguir burlándose. La encrucijada de jardines, patios y habitaciones cambia en cada visita para alterar el rumbo de lo planeado. El surrealismo mezcla los ambientes para no hallar la salida y dejarte mudo, desolado y desalentado, sin una luz al final de la esquina. El personal de enfermería me mira desconfiado y tolero su falta de cortesía.

Si el exterior es decadente, el interior es aplastante. Las enfermeras uniformadas de azul desfilan al lado de barchilones con mandilones blancos y varas escondidas. Esa ala del pabellón alberga a desahuciados mentales y el domingo es el peor día de la semana. En los rostros de los celadores distingo las ganas de arremeter a golpes contra alguien y confinarlo en el gabinete de electroshock.

Todavía me resulta difícil hilvanar un análisis explicativo de lo sucedido. No termino de procesar el extraño giro del destino que le descalabró la vida. Encuentro a mi amigo mirando por la ventana enrejada de la habitación Voltea y me lanza la mirada clásica del subordinado a psicofármacos. Asumo que está alojado en otro plano, no sé si más feliz o alejado de éste.

  ─Hola ─lo saludo alcanzándole el número atrasado de una revista antigua que conseguí en el kiosco de la avenida ─ ¿Cómo estás? He traído papel higiénico y pastel de manzana.

  Alza la vista y sus ojos perdidos me miran distraídamente. Intuyo que busca el camino que lo envió a su destino final.

 

Visité semanalmente a mi querido amigo hasta justo antes de su muerte. El día que se liberó de sus problemas mentales, me hizo la gran revelación. Aún hoy no sé si jugó conmigo o pretendió dejarme una tarea mientras buscaba ubicación en otros universos paralelos. Lo confesado en su lecho de moribundo movió mis convicciones periodísticas. Una noticia de ese calibre no podía ser soslayada y estuve en la obligación de confrontarla.

Según mi amigo, el nobel de Literatura desaparecido hace una década estuvo internado en el hospital, sin despertar sospechas. El único enterado de esa aventura fue Jack. Mi amigo reveló que le asignaron la habitación maldita. La llamó así porque mucho antes que el ilustre escritor recalara ahí, albergó a enfermos portadores de patologías graves. Con frecuencia me mencionó al Soga, un personaje que acaparaba sus pensamientos y que sabía los misterios e historias del lugar. Al pretender pedirle mayores datos, cambiaba de tema como si tuviera prohibido mencionarlo o amenazado por presencias invisibles. Al nombrarlo adoptaba actitudes vigilantes, al extremo de hacerme pensar que estaba poseído por los diablos azules alcohólicos.  El creyó que alguien más supo lo del novelista y que guardó silencio por una fuerte suma de dinero. Lo cierto fue que el galardonado autor pasó semanas en el más completo anonimato, recibiendo tratamiento para la esquizofrenia que supuestamente sufría. La medicación era arrojada al inodoro y nunca perdió la lucidez mental. Fue tan notable su actuación que el personal médico y paramédico jamás imaginó que tan ilustre personaje ocupaba esa cama. La intención del nobel fue recluirse para obtener la paz interior y escribir la obra cumbre de su existencia, la que resumiría su trayectoria exitosa de más de sesenta años.

 Una mañana de primavera, al ir a pasarle la visita médica diaria, el médico de piso y acompañantes se sorprendieron con su ausencia. Vieron que todo estaba en orden y que las precauciones de seguridad no fueron violadas. El turno nocturno previo no reportó ocurrencias ni sucesos extraordinarios. El paciente, simplemente, se había evaporado. El asunto fue tratado en el más absoluto silencio y en vista que fue admitido sin bombos ni platillos y que su retiro fue de la misma manera, su alta quedó registrada como voluntaria y cerraron la historia clínica. Sin embargo, previendo cualquier sorpresa legal, la dirección de la época decidió clausurar la habitación por un tiempo. Los meses transcurrieron, el incidente quedó en el pasado y el ambiente siguió formando parte de las leyendas del nosocomio.

Justo antes de exhalar el suspiro final que silenció su atormentada vida, cansado por lo revelado, juntó fuerzas y me susurró al oído:

─Era Stephen King…

 

Segunda parte

 

El taxi me deja en la vereda del frente. El interior tibio del automóvil me impidió saber que la calle está fría y ventosa. Me identifico en portería y el vigilante de seguridad señala el camino para llegar a la oficina del director. El mandamás del nosocomio es mi compañero de colegio y gracias a nuestra amistad me autorizó examinar el lugar mencionado por mi colega fallecido. El periodismo de investigación es la vuelta que mi carrera dio y me apasiona la idea de develar el misterio de la habitación maldita, olvidada por las autoridades precedentes.

Cuando pedí el favor, el director se sorprendió con la petición, pues la habitación no figura en las tarjetas de inventario. El parte diario nunca la consideró. Días después recibí su llamada autorizándome la visita. Me explicó que dejaría las cosas como estaban porque no valía remover el pasado de los hechos sucedidos ahí. Completó el comentario aduciendo que era más fácil tenerla clausurada, como si fuera una prolongación del entorno arquitectónico del pabellón y seguir pasándola desapercibida.

 

Soy recibido por su secretaria y a los pocos minutos estrecho su mano temblorosa.

  ─Es el Parkinson ─dice guardándola en el bolsillo del mandil ─. Así se pone a esta hora, luego se tranquiliza cuando los medicamentos hacen efecto.

Lo abrazo con cariño y la explicación sobra. Conversamos de amigos comunes y finalmente me pide la más absoluta discreción en mis pesquisas. A renglón seguido ordena ubicar a Jack. Tomamos café y la voz atiplada de la secretaria interrumpe el momento para avisar su llegada.

Jack es un anciano asaltado por tics palpebrales y la dentadura en mal estado le afea aún más. El rostro arrugado denota que es un antiguo inquilino del hospital. Ingresa, hace una reverencia tipo japonesa y recibe la llave de la habitación.

─De acuerdo a lo coordinado, lleva al señor periodista y regresas con ella.

El hombre asienta con la cabeza y nos despedimos.

─Saludos a tu esposa e hija ─alcanzo a decir antes que cierre la oficina.

Abandonamos la dirección y el veterano camina apurado, como si quisiera terminar cuanto antes el encargo.

A pocos metros de llegar a la habitación, Jack se detiene y me mira fijamente. Me da la llave y suplica:

─Por favor, al terminar regrese donde la secretaria y entréguela.

No me da tiempo de replicar y deja el pasadizo a grandes zancadas.

Avanzo con paso dubitativo y soporto la angustia de pacientes que pasean por el corredor. Un empleado de limpieza interrumpe la faena para satisfacer su curiosidad. Coloco la llave en la cerradura y la hago girar varias veces. Es un mecanismo antiguo y el óxido del tiempo dificulta el proceso. Cada vuelta dada emite un chirrido lastimero. Parece que se va a atracar, pero afloja y facilita la apertura. Tengo la impresión que vencí la resistencia de algo que no quiere ser visto.

Abro la puerta y las bisagras lamentan la intrusión emitiendo quejidos adoloridos. Se me escarapela la piel y tomo aire. La soledad de la habitación me desencaja la mandíbula. No hay desorden y un extraño olor a tumba profanada sale al exterior. Doy un rápido vistazo y guardo distancia prudencial para que se ventile. Siento que ojos invisibles me acribillan con miradas. Los ignoro y escucho que desde adentro llega bulla de cajones abriendo y cerrándose. La palanca del inodoro es jalada y la ventana protegida por reja de fierros es abierta. Una silla se desliza por el suelo y cruje la madera deslustrada. Estoy viviendo una experiencia surrealista o lo oído es el juego mental que pretende envolverme. En medio de mi confusión, me estremezco con las historias contadas. El cuchillazo de lo inverosímil me parte la razón al escuchar una voz grave que me ordena ingresar…

El viento está detenido a mi alrededor y el silencio circundante es sobrecogedor. De reojo constato que me encuentro solo. Al final del pasadizo detecto la marcha presurosa del empleado de limpieza.  Tengo la llave en la mano y mi corazón se va a desbocar. Las sienes retumban como tambores y la respiración es forzada.

Dudo en ingresar, pero decido hacerlo. Para eso estoy acá: quiero comprobar si lo dicho por mi amigo es cierto o fueron desvaríos de su mente enferma. Giro sobre los talones y enfrento lo desconocido. Avanzo hacia la puerta y me detengo en el umbral. La claridad que permite la cortina descorrida deja ver el tiempo detenido por diez años. La habitación se ha ventilado y el aire enrarecido del inicio se respira limpio. Entro y el mundo fantasmal atrapado me da la bienvenida. Alguien se lava en el lavatorio del baño, luego me sobresalto con pasos acercándose a la cama. Mis ojos desorbitados ven cómo el colchón se hunde soportando el peso invisible de algo. Está sentado amarrándose los pasadores de los zapatos, creo. A continuación, el colchón recupera la forma habitual y el armario se abre. Está buscando ropa, imagino. Cierra las portezuelas y el sonido pesado de su caminata se dirige hacia la puerta.  Pasa por mi costado y huelo el aroma rancio de la vejez. Me asusto con el portazo y quedo encerrado. Presiono el interruptor de pared y la luz mortecina de una bombilla rompe el claro oscuro. Me dirijo hacia la ventana y a través de los cristales empañados diviso el árbol donde varios pacientes se ahorcaron a lo largo de los años. Me sereno y estoy en posesión de la intimidad del escritor. Tengo tiempo suficiente para revisar su privacidad, hallar no sé qué e intentar descifrar esta extraña historia. Por el momento poseo la llave y puedo salir cuando me plazca.

 

 

Tercera parte

 

Relato del enfermero jefe, escrito por el nobel en una hoja camuflada en el falso piso de un cajón de la cómoda. Este compartimento es, en mi opinión, un artilugio diseñado y fabricado para la ocasión.

 

“Me disculpo por mi intrascendente presentación, la misma que es superficial para el propósito del contexto, pero necesaria de ser considerada. Puedo afirmar que lo que relataré no es fantasía sino la verdad de un alma maldita.

Mi nombre es irrelevante y basta decir que soy el enfermero jefe del pabellón de pacientes inimputables de un hospital siquiátrico. Me conocen como Jack, dicen que me parezco al actor estadounidense protagonista de El resplandor y Atrapado sin salida. Mis dominios albergan asesinos, sicópatas y otros desahuciados mentales a quienes la justicia ordinaria no pudo encarcelar. Por más de cuatro décadas he visto desfilar el deterioro humano, traducido en la minimización del pensamiento. Personas que dejaron de serlo para terminar en entes erráticos, anestesiados por el entorno, perdidos en tiempo y espacio. En pocas palabras, criaturas que si pusieran los pies en la calle no sabrían dónde estarían y serían atropelladas por la realidad, cuando no por un vehículo. Lo más serio es que dejaron el nombre y adquirieron un número de historia clínica o sobrenombre.

  La soledad, el enclaustramiento, desarraigo, desapego y pérdida de la configuración, aunados a lobotomías y otros procedimientos que no puedo revelar, cerraron el círculo de la inexistencia personal para ostentar el rótulo de abandonados sociales. Llegaron a ser extranjeros, apátridas, extraditados y apestados en la sociedad aislada por su propio país…”

 

Manuscrito que recoge el relato del enfermero jefe, escrito por el autor en una de las hojas del cuaderno encontrado bajo el tablero falso del escritorio. Nuevamente, a mi parecer, un sitio estupendo para esconder objetos planos y fabricado especialmente como escondrijo. Sin duda, un lugar magnífico que solo la imaginación maquiavélica pudo diseñar. 

 

“Para los fines de la investigación narraré la mala leche del Soga. Hace treinta años el tipo en cuestión ahorcó a su esposa y tres hijos con lo que tejió. Al ser capturado confesó que siguió órdenes celestiales. El fiscal no creyó la versión y solicitó cadena perpetua. Condenado a morir en una celda, suplicó la pena de muerte porque las apariciones fantasmales de sus víctimas no lo dejaban en paz. Fue tan cobarde que renunció al suicidio y a la provocación para ser asesinado. Lo trasladaron a mi pabellón y los electroshockes y sicofármacos le derritieron el cerebro. Lo condenaron a ser una alma en pena, inofensiva y dócil. La mirada de imbécil que adquirió fue el gesto distintivo del otrora sanguinario asesino.

  Controlada la situación clínica del Soga, se intentó incorporarlo al taller de cerámica. No resultó, pero demostró gran habilidad en el de artesanías. Su escasa capacidad intelectual fue suficiente para crear muñecos de trapo que se vendieron en las ferias hospitalarias. Su máxima creación fue una mamá y tres niños tomados de las manos, sujetados por finos e indistinguibles alambres que simulaban una ronda feliz. Fabricó las caras de los muñecos con amplias sonrisas, opuestas a las de sus recuerdos. Fue evidente que recreó la familia asesinada. Una noche el Soga se despidió como siempre. Al día siguiente el personal encontró su cadáver con los muñecos en posición de baile sobre su abdomen. Nadie pudo descifrar cómo llegaron hasta ahí.

  Los años pasaron y los muñecos quedaron confinados al olvido en un armario. Hasta ahí no habría nada extraño con lo que comento. Lo raro se inició cuando uno de los médicos los descubrió mientras supervisaba las clases. Como nadie le dio razón los tomó y llevó a casa para adornar el cuarto de su hijo de un año de edad. Los limpió, cosió algunas roturas, cambió los ojos por unos nuevos y orgulloso mostró a su esposa el éxito de uno de sus pacientes. Desconocía que el creador llevaba varios años muerto y que algo misterioso había hecho que permanecieran intactos tanto tiempo.

  El doctor me confesó que a partir de entonces se presentaron sucesos extraños en la habitación de su primogénito. Al principio no les dio importancia y justificó las ocurrencias como descuidos de la nana. Los hechos desagradables terminaron con la súbita muerte del niño. No hubo explicación para la asfixia nocturna que acabó con su tierna vida. Junto a su mujer no pudo descubrir la causa de tal hecho.

La esposa está embarazada nuevamente y el cuarto del niño muerto ha cambiado totalmente. Ya no es azul sino rosado y la ronda de la mamá con sus hijos ya no está. Hay nuevo decorado, juguetes y motivos femeninos porque se espera la llegada de una niña.

  Según tengo entendido, el médico retornó la ronda de muñecos a la guardería del hospital…”

 

Manuscrito hallado poco antes de concluir la investigación. Forma parte de apuntes sueltos encontrados bajo la cama, debajo de la viga que arma el tramado del piso de madera. Creo que este escondite vino con la habitación y solo fue preciso detectarlo para ocultar la bolsa de plástico con los papeles. Hasta ahora no entiendo la afición del novelista en salvaguardar sus escritos de esta forma. Debió usar una laptop o cualquier otro método digital. En fin, son curiosidades que no le sabíamos y que enriquecerán aún más su legado. No puedo dar fe si estas curiosidades fueron hechas en la carpintería del hospital o traídas por él.

No he encontrado la continuación de este texto. Parece la introducción de un relato acerca de juguetes diabólicos. Tampoco he confirmado si la caligrafía corresponde a la suya.

 

“No saben la puerta que han abierto ni qué o quiénes saldrán de ahí. Creen que son personajes basados en ositos de peluche, muñecas de trapo, armatostes de madera articulada o símiles dispares de criaturas extraterrestres. Imaginan que los teddy bears, cabbage dolls, Hello Kitty, Barbies, Thundercats y demás parafernalia del mercadeo internacional son inocentes y saludables para el desarrollo emocional de los niños. La teoría lo sostiene, pero hay fronteras que no deben traspasarse, sobre todo cuando las manos que los manipularon o crearon estuvieron manchadas con ¿sangre? Algunos les visaron el pasaporte de la maldad. Vinieron de confines inimaginables y supusieron que retornar del más allá es razonable, En honor a la verdad, lo dudo.

Sé lo que afirmo porque llevo años caminando por la cornisa de las angustias y alucinaciones. La confianza de padres y niños les hizo creer que son traviesos, divertidos y entretenidos. El atrevimiento ha pintado el asunto con otro tinte, del gris pasó al negro sombrío. Cuando esta fauna de juguetes cae en garras prohibidas hay que ponerse a buen recaudo. El creador puede rodearlos del aura mística y bondadosa que dibuja sonrisas y exhala suspiros o cubrirlos con la estela maldita que acarrea la desgracia o la muerte. 

Acostumbrados a explorar los límites de la realidad, incursionar en territorios prohibidos, desafiar las sombras, carear espíritus desconocidos o confrontar los pasadizos de la lógica terrenal han focalizado los hechos y desconocemos el río revuelto de las bestiecitas”.

 

Me asombro de los recursos empleados para ocultar información. Una década después de la desaparición del novelista, este extraordinario botín me pertenece y no saldrá a la luz porque el Soga no lo desea. Solo es para mis ojos y debo capitular a su voluntad. Tengo permiso del asesino, con cuyo fantasma comparto mi incredulidad, para que lo encontrado sea destruido. La idea del Soga es demostrar lo sucedido para que mi proyecto llegue a buen puerto. No está interesado en colgarse de méritos ajenos y le basta con ser recordado como el criminal de su familia.   La historia negra de su locura es parte de las paredes del hospital y su delito se trasmite por generaciones. Es mejor no incomodarlo por el riesgo de caer en el inframundo.

 

EPILOGO

 

Mi trabajo periodístico concluyó. Fue imperativo hacerlo porque la influencia del Soga se manifestó con más frecuencia en sus dominios. Reconozco haber profanado su habitación. La abrí para liberarlo y no preciso si realmente quería salir. Murió en ella, los muñequitos que fabricó se mantuvieron ocultos ahí hasta ser cambiados de sitio por el actual director. Es probable que el espíritu del asesino inimputable estuviera comprometido en el fallecimiento de su vástago y en la desaparición del novelista. Asimismo, su asfixiante figura errante en mi mente fue decisiva para optar la retirada. Lo vi varias veces entrando y saliendo con dirección al árbol de los ahorcados y siempre sentí que me esperaba para ir. Finalmente, la presencia furtiva de Jack me alarmaba. El enfermero internado como huésped vitalicio pasó a ser el nexo entre el director amigo y las almas en pena que pululaban. Cierta mañana me acercó al árbol misterioso y me vi colgando. La visión me movió el piso y sentenció mi mente.