El presidente cuadró los papeles sobre el atril, se aclaró la garganta y miró a la cámara de televisión. Sentado en la primera fila junto a aquel científico que no paraba de cambiar de postura, el arzobispo tragó saliva.
Habían convocado la rueda de prensa con menos de un día de antelación, tan deprisa y corriendo que a Su Santidad le había resultado imposible asistir y había venido él como representante de la Iglesia. Ignoraba de qué se trataba, pero a juzgar por la urgencia del anuncio y el revuelo de las últimas semanas, el arzobispo se sospechaba indigno de estar allí presente.
—Estimadas y estimados ciudadanas y ciudadanos —comenzó el presidente—, comparezco hoy ante ustedes para hacerles un anuncio sin precedentes. Los rumores que han inundado los medios durante las pasadas semanas —aquí hizo una pausa, y el arzobispo tuvo la impresión de que le miraba directamente con expresión feroz—... son ciertos.
Un coro de murmullos se adueñó de la sala. El arzobispo contuvo la respiración, incapaz de creerlo. Abrumado por el peso de la responsabilidad, se volvió hacia el científico, quien contraía el rostro con disimulo, como esperando un golpe que no llegó.
El presidente alzó una mano, acallando a los presentes.
—Al fin podemos afirmar que no estamos solos. Hace ahora un mes, el equipo del doctor Charada, aquí presente, detectó una señal procedente de una civilización extraterrestre. Charada, uno de nuestros más reputados científicos, fue el responsable de descifrar el lenguaje en que estaba codificada.
El arzobispo se ajustó la mitra y se limpió el sudor acumulado en la frente mientras contemplaba la estrella en el mapa estelar de la pantalla. Había habido conversaciones al respecto en las últimas semanas en el Vaticano. Nada oficial, desde luego, tan sólo cuchicheos en los pasillos y discusiones a media voz. Con todo, la Iglesia carecía de una respuesta oficial al problema que le atañía, de si los extraterrestres tenían o no alma, de si eran hijos de Nuestro Señor Jesucristo, y de si el Verbo se había hecho carne también en su planeta para sacrificarse por ellos. E, incluso, de dónde quedaba la humanidad en su papel hasta entonces protagonista en los planes de Dios.
Por mucho que se esforzaba en no pensar en ello, no podía desembarazarse de la horrible sensación de que el futuro del cristianismo, el curso mismo de la Historia, dependían de sus inevitables declaraciones al final de la rueda de prensa. Y ni siquiera estaba seguro de qué era lo que él mismo pensaba al respecto.
—Poco sabemos por ahora de nuestros hermanos. Su mensaje contiene información sobre su biología, sus conocimientos de la naturaleza y su cultura, codificados de manera parecida a nuestros primeros mensajes que aún viajan a bordo de sondas interestelares. Creemos que no son antropomorfos, aunque su cultura parece ser pacífica. Han desarrollado el arte de la música, que practican insistentemente, presentando especial debilidad... —el presidente parpadeó y tomó una bocanada de aire— por los instrumentos de percusión.
Un ritmo frenético inundó la sala. Al arzobispo le pareció una batucada, exótica, sí, pero no muy diferente a las que algunos jóvenes de las Jornadas Mundiales de la Juventud organizaban en sus visitas a Roma. A su lado, el científico sonreía complacido. La música no duró mucho, pero sí lo suficiente como para terminar de levantarle el dolor de cabeza que sus febriles cavilaciones habían anunciado.
Una extraña imagen destelló entonces en su mente. Una figura crucificada para redimir los pecados de un mundo muy diferente. Un Jesucristo muy distinto en forma, casi repulsivo por lo ajeno de su anatomía, pero encarnado, no obstante, a imagen y semejanza de un dios que se tornaba esquivo y misterioso por momentos. La idea era suficiente para provocarle el rechazo a cualquiera, se dijo el arzobispo, y acto seguido se arrepintió de semejante muestra de soberbia.
—Y ahora —concluyó el presidente cuando la música cesó—, estoy seguro de que tienen muchas preguntas, que el doctor Charada estará encantado de contestar.
Claro que lo contrario era quizás peor, decidió. La posibilidad de que Jesucristo no los hubiera redimido, de que hubiera dejado en manos de la humanidad la responsabilidad de evangelizar a los nativos de un nuevo mundo era, por mucho que las intenciones fueran puras, aterradora. Y es que no hacía falta saber mucha historia para hacerse una idea del precio que aquel pueblo pagaría por conocer del camino de la salvación.
El arzobispo se santiguó mientras el científico subía al estrado y el presidente le daba la mano, todo sonrisa ambos. En un susurro que fue eclipsado por el sonido de los aplausos, pidió a Dios sabiduría para decidir lo que diría cuando llegara su turno y coraje para ser capaz de decirlo.
***
Qué incómodo es este asiento. Jamás pensé que se atrevería a llegar tan lejos. Bueno, supongo que es mejor que la cárcel. Dios, el cura a mi lado... ¿qué es, un obispo? Huele a viejo, como a carcoma.
Apenas escucho cuando el presidente arranca su discurso con la manida corrección política. Un lobo con piel de cordero, una piel que conoce como la palma de su mano. Me vuelvo un instante para ver el auditorio, que está lleno de periodistas expectantes. No saben lo que se les viene encima.
¿Por dónde va? Los rumores, ah, sí. “Son ciertos” dice, remarcando la c y mirándome fijamente, aunque el obispo a mi lado se sobresalta como si fuera con él. Qué ingenuo. Sé que me mira a mí. Y lo sé, porque sé perfectamente lo que quiere decir con esa mirada. Ya es tarde para echarse atrás. Ya es tarde para la cárcel.
¡Y pensar que todo empezó como una broma! Un juego idiota concebido durante un café. Especulábamos sobre si seríamos capaces de distinguir un grito al cosmos de una civilización extraterrestre como el que esperábamos recibir cada día de un mensaje diseñado por mentes humanas. Por supuesto, no tardamos en apostar a ver quién era capaz de diseñar un código en un lenguaje universal que los demás pudiesen descifrar e incluso dar por verídico.
Dice mi nombre, y clava sus ojos en mí otra vez. “Uno de nuestros más reputados científicos”. Cabrón. “Responsable de descifrar el lenguaje en que estaba codificada”, miente sin despeinarse. Al menos yo tengo la decencia de ponerme nervioso.
Sí. Yo fui quien llegó más lejos. Me pasé meses trabajando en el código, compuse un mensaje y, cuando todos olvidaron el asunto de la apuesta, lo transmití desde un satélite de comunicaciones que en aquel momento pasaba por la región indicada.
Sólo quise probar a mi equipo. Comprobar que sabrían diferenciar una señal verdadera de una falsa. Y así se lo comuniqué en cuanto fallaron. Por desgracia, para entonces alguno de esos idiotas se había ido de la lengua, de pura emoción, por Twitter, Facebook o alguna otra de esas telarañas para incautos. O quizá fuera a posteriori, como venganza por la prueba. Vete tú a saber.
Traté de desmentirlo, acallar los rumores que ya se multiplicaban en internet como setas, pero fue peor el remedio que la enfermedad. Ningún otro equipo detectó nada, claro, y a las dos semanas llamaron a mi puerta los hombres de negro. Los de verdad.
El presidente enumera las tonterías que me inventé. Al menos me queda el consuelo de ver hasta que punto le irrita mi batucada. Casi hace que haya merecido la pena.
Finalizado su discurso, me invita a subir al estrado. Veinte años de cárcel, dijeron, a no ser que colaborara en este engaño con olor a cortina de humo. Así que hago lo que cualquiera en mi lugar, estoy seguro, habría hecho: abandono mi asiento y subo a su lado forzando una sonrisa.
El rumor de los aplausos es reconfortante, pero hay algo que lo es aún más, me digo mientras me preocupo de estrecharle bien la mano al presidente: ahora, si caigo, ambos lo haremos.
***
Nadie es consciente de ello, pero las ondas de televisión se difunden por el espacio, difuminándose al internarse en las vastas regiones del vacío interestelar.
Así, dentro de veintisiete años, tres meses, seis días y una hora, serán contempladas por ojos no humanos con el sobrecogimiento de quien espera que se desvele un misterio. Enmarcado en miles de millones de pantallas, el hombre del traje —uno de sus personajes favoritos— comenzará a hablar.
Entenderán la mayoría de sus palabras, consecuencia de años y años de ver televisión humana con pasión inusitada. La expectación tornará en júbilo cuando el hombre del traje revele la gran noticia: los rumores que los medios llevarán semanas intercalando, a modo de cuñas, entre emocionantes escándalos políticos y noticias de la crisis económica, son ciertos. Hay una tercera civilización en la Vía Láctea.
La imagen crepitará entonces, debido a la debilidad de la señal tan lejos de su origen, pero los espectadores podrán ver con claridad el mapa de una región de la galaxia. El júbilo se transformará en indignación, cuando reconozcan la estrella señalada en el mapa. Su estrella.
Aquello les resultará inadmisible. Les hará suponer que alguien ha violado la moratoria de privacidad interestelar, que tan celosamente guardan, evitando radiar señales fuera de su sistema. Algunas voces se levantarán para exigir responsabilidades. Se propondrá, incluso, una declaración de guerra.
Pero la indignación se irá como habrá llegado y será sustituida por perplejidad en cuanto el hombre del traje comience a revelar datos falsos sobre su cultura y a poner un ruido que les resultará, a falta de una palabra mejor, infernal. Algo tan imposible de comprender para ellos como las palabras que afloran, un rato más tarde, de la boca de otro hombre que sube al estrado, la cabeza enfundada en un bonete alto de lo más gracioso. Habla de ellos como si pertenecieran a un tal Señor que les hubiese dado a cambio algo que ninguno de ellos ha visto, oído o tocado jamás. Pues menudo negocio, se dirán.
Con todo, ese día, y al siguiente, y al otro, y así durante un mes, y siempre que la ocasión lo requiera en meses y años posteriores, todos permanecerán pegados a sus pantallas. Nadie se acordará entonces ni de la serie de la crisis económica ni del último episodio de los escándalos del hombre del traje, que pasarán desapercibidos por algún otro de esos canales de puro entretenimiento.
Miguel Santander García, astrofísico y escritor, ganador del premio UPC 2012 por su novela corta, La epopeya de los amantes, finalista del XXI Certamen Literario Alberto Magno de Ciencia-Ficción por La costilla de Dios y autor de El legado de Prometeo.
Tambien tiene el blog de divulgación científica y de ciencia ficción Tras el horizonte de sucesos ( http://miguelsantander.com/ )