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La especialidad de Pepitita

Goñi Capurro, Juan Pablo

 

La moda se impuso con tanta velocidad que los avisos científicos alertando sobre los riesgos de utilizar una tecnología en estudio, llegaron tarde. Miles de hijos ahogaron culpas comprando los robots de ROBOTPOL para compañía de sus padres ancianos. Costaban poco más que un celular de alta gama, precio ínfimo a cambio de librarse de las obligaciones de asistencia. Los familiares de Jaime Quesada, por ejemplo, no habían oído las advertencias de los profesionales objetivos cuando las imágenes tiernas de un anuncio se cruzaron en sus vidas.

Jaime Quesada fue siempre un hombre difícil. A sus ochenta y dos años, insistía en vivir solo, ocupando la casa familiar que los hijos ansiaban vender. Consideraban un despropósito que tamaño solar estuviera desperdiciado por un único habitante, al que debían visitar varias veces por semana para controlar que siguiera las prescripciones médicas y tuviera alimentos. Cuando Helga, la esposa alemana de José, vio la publicidad de ROBOTPOL, intuyó que ahí estaba la solución para la pérdida de horas restadas al lucro.

Un Pepito —o una Pepita— le haría compañía, controlaría sus dosis de pastillas y ofrecería entretenimiento, según el prospecto. Jaime Junior, el hijo mayor, aceptó de buen grado la propuesta; acababa de divorciarse, no contaba con una esposa para repartirse las visitas al padre.

Con temor a los insultos, los hijos y la nuera extranjera expusieron la idea a don Jaime, mostrándole folletos brillosos.

—Será como tenernos en casa, están programados para conversar, contar historias, ofrecerte contenido televisivo…

—¡Seguro que tienen cámaras! Ustedes quieren espiarme.

Quizá un proyecto serio incluiría un visor como una salvaguarda más, pero los robots de ROBOTPOL no tenían cámaras conectadas a una central. Fuera de la carcasa vistosa, estos aparatos improvisados sólo poseían alarmas horarias, conexión a un servicio de películas y un programa de grabaciones de voz —con narraciones y un limitado simulador de diálogos—. La pantalla, táctil, era amplia y de fácil manejo.

Jaime Junior, Junior para la familia, constató en las especificaciones del modelo que no tenía cámara. Le mostró a su padre la descripción de funciones. El viejo gruñó un poco más, reacio a dejar entrar a otra persona en su casa, por más que fuera de plástico y metal.

—Papá, centenares de veces te hemos dicho que no puedes seguir solo, en esta casa inmensa. Tú dices que es el lugar donde has pasado toda la vida, y lo comprendemos. Por eso queremos regalarte un Pepito o Pepita, lo que elijas, así puedes quedarte en casa y quedarnos nosotros tranquilos.

Don Jaime acabó por aceptar la idea. En el auto de José, fueron los cuatro a la sucursal de ROBOTPOL. Frente a la puerta del depósito, había un camión estacionado. En el salón de ventas, una joven de uniforme rosa desembalaba una caja de cartón; detuvo las acciones para atender a los recién llegados, con la sonrisa profesional de vendedora. La sonrisa se extendió cuando supo que los visitantes tenían la decisión de compra tomada, el paso más difícil estaba zanjado.

—¡Están de suerte! Acaban de llegar los nuevos modelos.

La vendedora, Rosa según su identificación, señaló la caja en que trabajaba. Helga se interesó en las novedades, parte por curiosidad y parte por el pego que daría poseer un modelo flamante.

—Hay dos series, en versiones masculinas y femeninas, como siempre. En ROBOTPOL respetamos la diversidad. Por sugerencia de los adquirientes de nuestros maravillosos Pepitos y Pepitas, hemos desarrollado modelos religiosos. Están en el depósito aún, pero los pueden ver, si gustan. San Pepito viene negro, con sotana desplegable, y tiene incorporados más de mil salmos y canciones religiosas. El modelo femenino, Santa Pepita, viene con cofia y sayo gris.

Bastó ver la cara de Jaime, laico de quinta generación, para que la muchacha comprendiera que no iba por ahí. Los nuevos modelos costaban un treinta por ciento más; venderlos aumentaría su comisión y la distinguiría en la carrera por ser la Pepa del mes, entre las mil sucursales de la multinacional.

—En esta caja, está Pepitón. Y en esa otra —Señaló más atrás— está la nueva Pepitita. Son nuestros exclusivos modelos sexys.

La palabra sexy provocó que Jaime pidiera una de esas. No permitió que abrieran la caja, así no perdían tiempo en volverla a embalar. La chica exhibió una foto en la pantalla del ordenador; el viejo reafirmó su pedido. Pepitita sumaba un canal porno, charlas eróticas con voz sensual y cuentos de alto voltaje. Su carcasa era diferente, aunque rosa también; ofrecía dos pechos y un remedo de vagina, un grosero hueco.

A los hijos poco les gustó salirse del presupuesto, pero discutir con el viejo era imposible. Aceptaron la decisión y dejaron las señas de la casa para el envío.

Don Jaime los echó al arribar a su hogar; se quedó en el portal, aguardando por su Pepitita. José arrancó; los empleados dejarían el robot y lo activarían, no debían preocuparse por ello. Junior pasaría por la tarde para asegurarse que estuvieran bien programadas las alarmas de las pastillas, y que el viejo comprendiera cómo dejar cargando la batería del robot por la noche.

Los hermanos diseñaron una agenda de control, repartiéndose la carga; si bien la idea era dejarlo con su Pepitita y que se arreglara, un dejo de conciencia los convenció de asegurarse del funcionamiento del robot antes de olvidarse del carcamal que les frustraba sus sueños de crecimiento económico.

* * *

A las seis de la tarde del mismo día, Junior aguardó en la puerta que su padre atendiera. Poseía llave, pero Jaime tomaba como un insulto que pasaran sin que él los recibiera. Junior oyó movimientos. Era un motor, de zumbido leve. Mejor, menos molestia para el viejo. ¿Sería capaz el robot de abrir la puerta?; bastaba pulsar un botón para que saltara la cerradura electrónica, evitándole al viejo la molestia de empujar las pesadas hojas de roble.

El interruptor saltó. Junior empujó y se topó con Pepitita.

—Hola, hermoso, bienvenido a la casa de Jaime.

Detrás, su padre frotaba sus manos, entusiasmado. Debió estarlo para escribir su nombre en la memoria de Pepitita, la función de adivinanzas no estaba incluida en las especificaciones del robot.

Al marchar tras el robot, Junior descubrió que tenía un culo redondeado. Jaime lo invitó con café. Lo preparó, mientras Pepitita, con esa voz de locutora sexy que comenzaba a embriagarlo, le preguntaba por su día y su estado de ánimo. En pleno café, sonó una alarma.

Pepitita se puso en marcha, su brazo se extendió y tocó el hombro de Jaime.

—Papi, hora de tu pastillita, no seas malo, tómala toda, toda y toda.

Jaime abrió el pastillero y tragó la pastilla de turno con el café. Junior, sorprendido, controló los horarios cargados; coincidían a rajatabla con las prescripciones médicas. Dejó la casa y fue a compartir las novedades con su hermano.

Resolvieron, ante el éxito, reducir el esquema de visitas planteado por la mañana. La reducción fue tal que, pasada una semana, aún no habían vuelto a visitarlo; quién sabe cuánto hubieran tardado de no ser por un llamado preocupado de la sucursal.

* * *

Ubicados los nuevos modelos, Rosa encontró el manual de uso que había olvidado entregar a los Quesada; como las funciones se desplegaban en el monitor de Pepitita, no se preocupó demasiado. Una semana más tarde, aburrida, ojeaba el manual y dio con un apartado especial, diseñado como solapa separable: «Solo para hijos». Allí figuraba el punto «Eliminación del problema». La información al respecto era escueta; solo el código original del producto y una dirección de red.

La joven consideró necesario que los Quesada poseyeran dicha información, supuso que la fábrica la había colocado ante la necesidad de eliminar funciones que los clientes estimaran no aptas para el anciano en cuestión, un «control parental» a la inversa. Llamó a Junior, quien figuraba como comprador.

—Paso a buscarlo —respondió este, ante la consternación de la vendedora por su equívoca entrega.

* * *

Desconcertado por el agregado misterioso, Junior decidió estudiarlo con José.  Ni siquiera con la colaboración de Helga, más imaginativa, lograron hacerse una idea de la función del apartado «Eliminación del problema». ¿Acaso no figuraban los contactos de ROBOTPOL SERVICES en la contratapa del manual, para reparaciones? Servicio en todo el país, garantizaban. ¿Para qué incluir esa mención? La duda tornó inevitable que se comunicaran, enviando un email. La respuesta, automática, los dejó estupefactos.

Su padre es un problema, lo sabemos. Con Pepitita podrá eliminarlo definitivamente, sin huellas y sin posibilidad de ser rastreado. Para continuar, comuníquese con nuestro número de emergencias, las veinticuatro horas.

Número de capital, línea gratuita. Los hermanos se miraron. Helga decidió retirarse a preparar una cena ligera para los tres; la noche sería larga.

—Debe ser una broma, Junior.

—Una broma no estaría inserta en las páginas oficiales de un manual.

—Es de locos, cualquiera puede mandar un mensaje a esa dirección.

—Cualquiera no, registramos el mail con la compra, se hace un solo manual por máquina. Es decir, un solo código.

—Pero cualquiera puede encontrar una computadora encendida y llamar a ese número.

—Con una sesión abierta, cualquiera puede desvalijar tu cuenta bancaria, si vamos al caso.

José cerró el correo, no fuera cosa que las palabras del hermano funcionaran como premonición. Ambos tenían el número memorizado, podían eliminar el mail. Helga los convocó a la cocina, donde comían. La sala estaba invadida por la computadora, libros de clase y un papelero; la otra mitad estaba destinada a los sillones y el televisor. Junior evaluó que el departamento de su hermano era tan microscópico como el suyo. Dos millones de dólares ofrecían por la casa de Jaime.

Helga sirvió pastas con salsa roja.

—Papá ya tiene ochenta y dos, una vida…

—¡José!

—Es mi hermano, Helga, no va a asustarse…

José calló y se dedicó a comer. Ninguno apreció el sabor de los fideos.

—Creo que deberíamos ver qué hace tu padre con esa cosa.

—Hoy lo llamé, Helga, nos tocaba visita, me dijo que andaba fantástico. Lo escuché feliz como nunca.

—Igual, hay que ver que hace. Yo me encargo.

Los varones no protestaron. Helga les estaba dando tiempo; poco les preocupaba la información que recabara, si su padre escuchaba cuentos picantes o jugaba con las tetas del robot. Helga sabría introducirse sin llamar; tampoco despertaría la ira del viejo, de ser atrapada. Los disgustos son peligrosos, a los viejos se les ocurren cosas raras como desheredar gente o donar sus propiedades a la iglesia. Jaime no le daría un centavo a la Iglesia, pero sí a la filial de su club.

* * *

Helga estacionó y caminó hasta la casa. El jardín era estupendo —en cuanto a tamaño, de vista estaba descuidado—. Los postigos, abiertos, estaban asegurados a la pared. La mujer intentó averiguar dónde andaban su suegro y la dichosa máquina. Vio una ventana con las cortinas corridas; el salón. Podía ocultarse en el pasillo o en la cocina.

Abrió con cuidado; la alarma estaba desconectada, el viejo no olvidaba sus rutinas. Atravesó el portal y avanzó pisando las alfombras. Iba de zapatillas, preparada para una excursión clandestina. Oyó música. Reconoció el estribillo. Joe Cocker, You can leave your hat on, inmortal para quienes vieron Nueve semanas y media.

Helga se asomó al comedor; se le mezclaron náuseas y carcajadas. Su suegro hacía un strip tease; ya desnudo, frotaba las nalgas flacas contra la pared, mientras hacía girar el diminuto pene flácido. Escuchó a Pepitita. Exclamaba: «oh, eres magnífico», «oh, qué grande y dura la tienes».

Cuando la canción acabó, su suegro marchó, pene en mano, hacia el robot que gemía. Pepitita estiró un brazo. Helga consideró que era suficiente. Abandonó la casa, acalorada. Se preguntó si el modelo masculino tendría…

—¡Mira en lo que estoy pensando! —se amonestó.

Los hermanos no dudarían en acabar con un viejo que los sometía para dedicarse a masturbarse con un robot. La preocupaba el costo, en ningún lugar decía que este servicio adicional estuviese incluido en el precio. Cuanto mucho, pedirían un crédito, ¡bien lo valía semejante casona en el sector más exclusivo de la ciudad!

* * *

Tenían cuarenta y ocho horas para responder. El proceso era costoso, ceder a favor de ROBOTPOL el veinte por ciento del acervo sucesorio. Eso sí, sin pago inicial ni seña. Una vez recibida la documentación en una casilla postal, ROBOTPOL enviaría el código para activar la función «eliminar problemas».

Había que insertar el código sin que don Jaime lo advirtiera. Dadas las actividades que el viejo emprendía con su juguete, era obvio que pasaba el día cerca, no sería sencillo. Helga los dejó rumiando sobre los cuatrocientos mil dólares que perderían, era cuestión de familia y ella era una dama bien educada.  Si decidían no hacerlo, tenía toda la noche para cambiar el voto de su esposo.

* * *

Jaime aguardó en la sala que dejara de oírse el motor del automóvil.

—Pepitita, cierre de la puerta, con llave.

Pepitita operó las claves. Un pitido indicó que la puerta estaba trabada. El robot regresó junto al viejo tendido en el sofá.

—Estos hijos, son de pesados. Casi nunca vienen y hoy se les antoja venir a los dos con la alemana a la rastra.

—Ahora estamos solos, papito.

—Claro que sí.

Jaime caminó a la cocina. El robot lo acompañó. Abrió el grifo, sirvió un vaso de agua; horario de sus medicamentos. Pepitita habló, con su voz ronca y cadenciosa.

—Hora de la pastillita azul, tesoro mío.

Jaime miró el pastillero; la azul era la pastilla más fuerte, iba una sola vez al día. No estaba; la única que quedaba era amarillenta. ¿Se había equivocado al cargar las prescripciones o había sido Junior, el rato que estuvo aparte con la máquina para controlarla? Seguro fue él, hasta esa noche venía perfecto. Se alegró de usar el viejo recurso del pastillero diario; de no tenerlo, hubiera ido al envase y la dosis doble podría haberlo matado.

Tomó la pastilla amarillenta, la ayudó a bajar con agua.

—Vamos, Pepitita, hora de ir a la cama.

—El mejor momento del día, mi príncipe.

Jaime hubiera corrido al cuarto si se lo permitiera el físico; compensó quitándose la ropa en el camino. Encendió la reciente lámpara roja. Tras una cena opípara, nada mejor que los masajes de Pepitita, al ritmo de una canción lenta e intensa. Conectó el cargador, podía funcionar mientras la batería se recuperaba, como cualquier celular.

Los brazos del robot se aplicaron sobre los hombros, las palmas eran círculos cubiertos con terciopelo —reemplazables cada tres meses, sólo repuestos originales—. Jaime se adormeció, relajado. La mente se pobló de cuerpos desnudos. Él, un Tarzán de treinta años, no cesaba de cabalgar cuanta fémina se acercaba. En plena tarea, surgió un rostro transfigurado por la ira: Leonor, su esposa fallecida diez años atrás. Manipulaba una tijera de podar. Jaime corrió, la tijera se cerró a centímetros de su piel. Desesperado, despertó.

Creyó oír un zumbido; Pepitita estaba a su lado, la batería se recargaba sin novedad. Le dolía el cuello, mucho; se frotó. Inquieto, revisó la pantalla del robot; los indicadores eran normales. No supo a qué atrever su inquietud. Apagó la lámpara. Le llevó más tiempo dormirse otra vez, escuchando los ruidos habituales en una casa grande. En su segundo sueño estaba en una góndola, en la calidez de una bahía con palmeras cocoteras, arrumado por una melodía de jazz. De improviso, una ola tumbó la barca; Jaime empezó a ahogarse. Manoteó, pataleó, intentó subir a la superficie; no pudo. Despertó; no veía y seguía sofocado.

Pocos segundos le tomó darse cuenta: tenía la almohada sobre la nariz. La almohada lo presionaba, insólito. Reunió fuerzas, consiguió librarse. ¿Qué sucedía esa noche?

Salió de la cama, encendió las luces. Nada extraño. La alarma quedaba conectada por las noches, el robot tenía un sensor de movimientos; estaban solos. ¿Por qué había querido matarse?, ¿se había vuelto un suicida sonámbulo? El robot emitió un nuevo tema lento. La bragueta del pijama se alzó. Jaime trató de no entusiasmarse, tres veces había sufrido amagos. Tosió, aclarándose la voz para que la máquina lo reconociera.

—Hora de sexo.

Pepitita encendió luces giratorias, explotó fuegos artificiales en la pantalla y se iluminó su hoyo, recorrido por una savia humectante. Jaime no creía su suerte. Se bajó el pijama y se introdujo. Empezó a hamacarse, el contacto líquido lo enardeció. Pronto sintió que el círculo se estrechaba. Su miembro era comprimido. Dolía.

Intentó desactivar la función. No pudo. El dolor creció. Manoteó el cable y quitó el cargador. Inútil, sesenta por ciento de batería. Recordó el curso de computación tomado a poco de jubilarse. Desesperado, activó el canal porno, pulsó la lectura de cuentos eróticos, puso en marcha el contestador de frases calientes, entró en las alarmas de las píldoras y mandó emitir el compilado de música celta. Ante tantas órdenes juntas, el barato procesador del robot colapsó, se tildó. La máquina dejó de hacer presión; repetía: «reiniciar, reiniciar».

Jaime se sentó, las pulsaciones fuertes aumentaron su temor. ¿Moriría por un último acople? Se acomodó el pijama, debía salir de la casa antes que esa cosa lo siguiera. Llegó a la puerta, pulsó el código. No abrió. Asió el picaporte y empujó. Imposible. ¿Quién había cambiado el código, su fecha de cumpleaños? El zumbido llegó hasta el portal.

—Papito, ¿dónde estás? Papito, ¿no quieres hacer el amor con tu Pepitita?

El celular lo salvaría. Esperó que Pepitita alcanzara la sala, entonces la rodeó por el pasillo lateral.  El celular estaba sobre la mesa de luz. No pudo acceder, contraseña incorrecta. ¿El teléfono fijo? Nunca lo habían quitado, pagaba la línea cada mes. Pero el único aparato estaba en la planta alta, la que no utilizaba.

Desprendió la lámpara roja, la llevó consigo. En la puerta del comedor, la arrojó contra la mesa. El robot aceleró en dirección al ruido. Jaime aprovechó y emprendió la subida.

La excitación, el miedo y la falta de práctica, convirtieron en un suplicio la trepada. En el descanso, se detuvo unos minutos, apoyándose en el barandal. La voz lo encontró.

—Papito, vamos a hacer el amor. Papito, estoy muy caliente.

Pepitita estaba al pie de la escalera. Quedó paralizado, le sería imposible superarla. Vio un corazón en el monitor.

—Papito, no puedo más.

—¡No! ¡Socorro! —gritó el anciano.

Observó, indefenso, que Pepitita avanzaba hacia él; llegó al pie del primer escalón. No se detuvo, lo chocó y cayó sobre la escalera. Utilizando los brazos expandibles, recuperó la vertical. Entonces, repitió la operación. A la quinta caída, Jaime rio.

Pepitita no podía subir, ¡bendita avaricia de ROBOTPOL!  Cada intento movía el eje vertical del artefacto; en uno de los tropezones, el monitor estalló al darse con el filo de un escalón. Los brazos se desactivaron, Pepitita quedó vuelta una masa inservible de plástico y lata, con el motor funcionando.

Jaime subió despacio. Fue a la habitación de invitados, y se acostó. Por la mañana llamaría por las alarmas. Sería el segundo llamado, el primero sería a Honorio, su escribano de toda la vida, para redactar un nuevo testamento.