Algo iba mal: muy mal. El monitor de estado parecía un árbol de navidad, lleno de luces parpadeantes cuyas alarmas el operador de turno no lograba apagar.
—¡Por partes! —gritó el supervisor Pigott—. Quiero primero toda la información respecto al soporte vital, ¡ignoren todo lo demás! ¡Toda la información en mi consola, monitor uno! —Se volvió hacia un asistente—. ¡Copia impresa de todo!
Las impresoras comenzaron a vomitar papel continuo microperforado. Nunca trabajaban con hojas sueltas en los informes oficiales. Era el mejor modo de mantener el orden de las páginas. Rudimentario, pero muy efectivo.
El Monitor Uno era en realidad una pantalla enorme con ocho subpantallas, denominadas «SM» en las que el supervisor recibía información de cada uno de los departamentos tácticos. Miró el reloj insertado en la esquina inferior izquierda del multimonitor. Por quince minutos no se había librado y le había pasado el problema al siguiente turno. Maldijo su suerte, su mala suerte, y se enfrentó a la información.
—Quiero las anomalías de la caja negra en el SM-2: ¡sólo las más relevantes!
A medida que aparecían los datos en las pantallas, su vista experimentada los clasificaba según su importancia. Pasó por alto varias alteraciones breves de rumbo causadas por contactos de radar. No eran comunes, pero se habían encontrado con el problema unas cuantas veces en veces en los casi cincuenta años de misión. El pertenecía al cuarto relevo de supervisores durante ese tiempo. A él le iba a corresponder el honor de aterrizar los «telebots» en aquel planeta remoto. Al menos eso era lo previsto, pero las circunstancias actuales le hacían dudar de todo.
—¡Tengo al secretario Kearney al teléfono! —gritó alguien a la espalda del supervisor.
—¿Y quién… demonios es el secretario Kearney? —bramó Pigott molesto por la interrupción.
—El nuevo secretario de estado —dijo alguien en voz que pretendía ser comedida en medio del concierto de alarmas—. Yo le atendería…
—¡Está bien, está bien! ¡Ya voy! —dijo desbordado mientras tomaba el auricular con soporte de hombro y una tablet en las manos—. ¡Pigott al habla! ―casi gritó al teléfono.
—¡Qué demonios está pasando ahí! —Al parecer tampoco el secretario Kearney tenía mucha paciencia.
—Si… encantado de conocerle, secretario: ¿Deseaba algo? —Pigott era famoso por un afilado, y casi siempre fuera de lugar, sentido del humor—. Veo que sus espías se ganan bien el sueldo…
—¡Lo que hagan mis espías, como usted dice, no es asunto suyo! ¡El presidente está muy preocupado! ¡Iba a dar una rueda de prensa en dos días anunciando la inserción de la Hawking en la órbita de Kepler438-B! ¡Acaba de suspenderla y pasarme el muerto a mí! —Pigott casi podía ver la espuma escapándose de la boca del secretario—. ¡Así que dígame algo! ¡Ahora!
El supervisor estuvo tentado de leerle el último informe meteorológico de la plataforma de lanzamiento número nueve, que acababa de llegar a su terminal, pero aplazó el chiste. Optó por no decir nada relevante. Sabía que no engañaría al secretario, pero ganaría algo de tiempo.
—Estamos analizando los datos que nos acaban de entrar —mintió a medias mientras miraba a su asistente de reojo—. Deme treinta minutos y le daré algo.
—Está bien —Kearney pareció tranquilizarse un poco—. ¿Ha habido víctimas?
—Treinta minutos, secretario, treinta minutos…
Dejó a Kearney maldiciendo en el auricular y se volvió a su consola. El monitor de soporte vital había retornado al verde, salvo por un par de alarmas menores.
—¿Tenemos algo?
El ayudante Koumura le alargó un documento que acababa de salir de su impresora. La mirada experta de Pigott vio lo que su asistente le quería mostrar
—¡Mierda! —exclamó antes de ordenar que se cerraran las puertas y se prohibieran todas las comunicaciones con el exterior.
Dos días después la sala de prensa de la Agencia Espacial estaba a punto de reventar. Los medios no habían prestado tanta atención a una misión desde aquellos días fatídicos del Apolo XIII o en el primer, y fallido, aterrizaje tripulado en Marte. La comunicación de masas no había cambiado en casi dos siglos de exploración del universo. Un astronauta con problemas valía «periodísticamente» más que cien misiones culminadas con éxito. Un astronauta muerto era invaluable.
El secretario Kearney estaba muy nervioso. El equipo de producción le perseguía por toda la antesala con un peine en una mano y el maquillaje en la otra.
—Sigo pensando que este asunto pertenece a Defensa —escuchó decir al General Pullman—. Se trata de un ataque a ciudadanos, y se supone que nosotros nos encargamos de eso, no esas ineficaces agencias gubernamentales —comentó con desprecio mientras masticaba un cigarro apagado.
—!Nos queda un minuto! —dijo un productor con los auriculares puestos y un cronómetro pegado a una carpeta dura—. ¡Todos preparados! ¿Secretario?
Kearney asintió con un cabeceo nervioso y se aclaró la voz. Una muchacha se acercó y le corrigió por centésima vez el flequillo para, con precisión milimétrica, volver a dejarlo en el mismo lugar. Se abrió una puerta y caminó unos tres metros antes de girar a la izquierda y completar otros seis para alcanzar el atril. Tres peldaños más abajo los periodistas se amontonaban a sus pies mientras docenas de cámaras fotográficas rompían el silencio con sonidos mecánicos. El uso de flashes se había abandonado hacía mucho. La tecnología ya no necesitaba de ellos para obtener buenas fotografías en cualquier situación de luz, pero el sonido de los inexistentes obturadores se había mantenido.
Kearney carraspeó de nuevo antes de empezar.
—Damas y caballeros… ¡Ejém!… Muchas gracias a todos por acudir a esta rueda de prensa. Me van a permitir que antes de entrar en materia haga un poco de historia:
»Durante el siglo XXI, la ciencia cambió la manera en que mirábamos hacia las estrellas. En especial durante la segunda mitad: ya no se buscaba la mera observación. Se decidió por ley que no se emprenderían misiones planetarias que no fueran acompañadas de un aterrizaje, y eso nos entregó grandes descubrimientos dentro del sistema solar. Sin embargo —tomó un sorbo de agua sintiéndose más seguro—, el paso de gigante fue aplicar la misma norma a los exoplanetas.
»Hace más de cincuenta años, la primera misión internacional hacia uno de esos mundos abandonaba la segura órbita de la tierra camino de Kepler 438-B. Todo un reto a la ingeniería y a los hombres que voluntariamente se ofrecieron para dormir más de cinco décadas. Muchos no entendieron ese sacrificio, pero era necesario si queremos alcanzar las estrellas algún día. ¡Luces, por favor!
La sala se quedó en penumbra, sólo iluminada por los pilotos de las cámaras de televisión
—Habrán visto esta imagen cientos de veces —prosiguió el secretario Kearney—. Es el tanque de servocontrol del comandante Jahi Nwosu, al mando de la Hawking, la primera nave estelar que nuestro planeta fue capaz de producir y lanzar al espacio.
»Como ustedes saben, ni el comandante ni ningún miembro de la misión abandonará ese tanque durante toda la misión. Cuando la Hawking se inserte en la órbita correcta, lanzaremos los bots que serán telecomandados por nuestros expedicionarios. Aprendimos bien la misión en Marte —Kearney bajó la voz sin querer—, cuando perdimos a seis valiosos científicos y militares en un aterrizaje desastroso, con la consecuente pérdida de toda la misión.
En la pantalla apareció un cilindro de acero inoxidable con dos ventanas alargadas. En el interior, nadando en un líquido verde en apariencia bastante denso, flotaba un cuerpo humano, tan sólo cubierto con algo similar a un sucinto bañador. Estaba rodeado de una red de mangueras de cable que terminaban en diferentes puntos del cuerpo, especialmente en las extremidades y pecho. Sin Embargo, lo que realmente llamaba la atención era una especie de casco que cubría completamente su cabeza rapada. Se apreciaba un catéter conectado con sus pulmones, una sonda hacia el sistema digestivo y, lo más impactante, miles de microfilamentos de fibra óptica cubriendo su cráneo como una peluca cana.
—Los bots —continuó Kearney— explorarán Kepler 438-B y no pondremos un pie en su superficie hasta que no tengamos asentamientos seguros para futuras expediciones. Aún nos separan tres meses de la órbita del planeta —la imagen cambió y mostró un punto poco más grande que una estrella—. Esta es la mejor imagen obtenida por las cámaras automáticas de la nave. En breve desplegaremos antenas y receptores de mayor formato y alcance. Por el momento, confirmamos que la órbita del planeta está dentro de la zona habitable.
El secretario se dio cuenta de que nadie le estaba prestando demasiada atención. Los periodistas sabían todo eso desde la escuela, donde la misión de la Hawking era materia obligatoria dentro de la asignatura de Historia de la Ciencia. Ellos estaban allí por las malas noticias, y las esperaban como lobos acechando un rebaño. Kearney se rindió. Les daría la carnaza que buscaban.
—Pero bueno… No les hemos citado por esto. Tenemos que hacer un comunicado muy especial, y dentro de la política de transparencia de la Agencia Espacial Internacional vamos a ponerles al corriente de los últimos acontecimientos.
»Hace tres días, las alarmas de la nave Embajador Hawking, nos avisaron de una circunstancia que, desgraciadamente, no habíamos previsto. —Carraspeó por enésima vez—: fuimos atacados.
Si alguien hubiera arrojado un nido de avispas en mitad de la sala de prensa, no se habría organizado el mismo revuelo. Casi al momento apareció un teléfono en cada oreja, aunque la cobertura en directo por parte del canal de la Agencia Espacial Internacional estaba sintonizada en la mayoría de los medios del mundo.
—…¡¿Puede ser más concreto?!…
—…¡¿En qué consistió el ataque?!…
—…¡¿Se considera esto un acto de guerra?!…
Pasaron casi veinte preguntas antes de que alguien se preocupara por los tripulantes.
—¿Ha habido bajas?
Todas las miradas se clavaron en el Secretario Kearney. El general Pullman movía la cabeza en gesto negativo que era un claro «se lo dije, secretario» que dejaba traslucir su satisfacción personal.
—No podemos concretar aún demasiado —continuó el secretario—, aunque la telemetría que pueden ver a continuación, y que se les entregará en un dossier de prensa, muestra que la Hawking fue escaneada en repetidas ocasiones y después barrida por un… digamos… «chorro» de radiación. El soporte vital no se ha visto afectado, hasta donde podemos saber, pero desconocemos los efectos de esa radiación en los astronautas. Por el momento, y con todas las reservas, me satisface comunicarles a ustedes, como ya hemos hecho con las familias, que los datos biomédicos son satisfactorios.
—¡Tonterías! —masculló en voz baja el general Pullman a su acompañante, Casie Wilson, jefa de prensa del secretario.
—Nuestro siguiente paso —prosiguió Kearney fusilando con la mirada al general—, será despertar al comandante Nwosu tan pronto como sea posible. Desde ese momento él tomara las decisiones. El control de tierra de la misión, queda al cargo del supervisor Pigott. Todo está en el dossier que les estamos entregando. ¿Alguna pregunta?
Un bosque de manos en alto se alzó tapando el estrado a las cámaras. Kearney estaba preparado para eso.
—¿Alguna pregunta que no incluya la posible muerte de los astronautas? —preguntó de nuevo.
La mayoría de las manos desaparecieron a la misma velocidad que se habían levantado. El secretario escogió entre las pocas que quedaban en alto.
—Isabel Banazik, para National Documentary Channel. ¿Debemos asumir que el comandante Nwosu puede decidir abortar la misión? ¿Tiene autoridad para hacerlo?
El general Pullman se relamía de gozo. Si Jahi Nwosu, destacado miembro de las Fuerzas Aéreas, tomaba el mando, equivaldría a aceptar que él, como máxima autoridad militar del proyecto, ganaría peso específico y pondría a todos esos científicos presumidos en su sitio. ¡Vaya que lo haría! No le gustaba Nwosu, en realidad no le gustaba ningún negro, pero era el peldaño que le faltaba por subir para conseguir su meta, que no era otra que la notoriedad personal y un puesto en la cúpula del Pentágono.
Se frotaba ya las manos cuando la respuesta de Kearney le heló la sangre en las venas.
—No es tan sencillo, señorita Banazik —estaba hablando Kearney—. Para una situación de este tipo, que no requiera una respuesta armada inmediata, se dispuso desde el principio de la misión que el comandante tuviera alguien a quien consultar.
—¿Puede ser más concreto?
—Por supuesto, ¡denme tiempo para terminar! —El secretario pareció molesto por el apremio.
»La Hawking tiene la inteligencia artificial más avanzada de la época en que se construyo. No sólo eso: durante estos cincuenta años la hemos estado actualizando, alimentándola con todo aquello que pudiera ser necesario para una misión de este tipo. Pero, además, se implementó un elemento de control sin precedentes: en pocas palabras —hizo una pausa de efecto—, la IA de la misión está conectada con la doctora Ho. En realidad la doctora, su cerebro, es la auténtica IA.
A Pullman se le cayó el puro de la boca. ¿Había escuchado bien? Dio un paso adelante como si la proximidad pudiera ser aclaratoria. ¿Quién podía ser tan estúpido para poner la misión más ambiciosa de la humanidad en manos de una mujer?
No se dio cuenta de que acababa de pisar el cigarro.
—Intentamos prevenir cualquier contingencia. Una de ellas era la pérdida de contacto con el Control de Tierra. Confiamos plenamente en Jahi Nwosu y en su capacidad de decisión, pero los sicólogos apuntaron que tener un acompañante humano en la toma de decisiones sensibles evitaría posibles problemas emocionales. El comandante Nwosu es una mente brillante, a la que costaría mucho olvidar la falta de humanidad de la que puede adolecer una IA pura y dura.
»Durante la instrucción, los especialistas observaron qué mentes, qué personalidades o como lo quieran llamar, congeniarían mejor. La conexión entre Jahi Nwosu y Moana Ho era tan evidente que la decisión fue muy sencilla.
—¡Javin Arendar! ¡Para el Crónicas de Buenos Aires! —se alzó una voz entre los periodistas— ¿Quiere eso decir que la doctora Ho, comanda la misión?
—Quiere decir que ambos la comandan —puntualizó el secretario—: no sabría decirles en qué porcentaje pesa cada uno de ellos. Supongo que eso dependerá de las circunstancias. Dicho de un modo muy vago —levantó ambas manos con las palmas hace los espectadores como pidiendo comprensión—, la doctora Ho es el cerebro y el comandante Nwosu el músculo: espero haberme explicado…
Casie Wilson se llevó las manos a la cabeza ante la mirada, entre divertida y enfadada, de Pullman. Esa declaración del Kearney iba a recorrer el mundo a más velocidad que la luz, y le iba a acarrear a ella unos cuantos dolores de cabeza. Ya se podía imaginar los titulares de la prensa al día siguiente, en realidad en pocos segundos, que es lo que tardarían los redactores de los diarios digitales en poner las palabras del secretario en el peor contexto posible.
Fue el único desliz del secretario Kearney durante toda la alocución: no hizo falta otro. Al día siguiente la cúpula del estado mayor pedía su cabeza ante el vicepresidente.
El interior de la Hawking estaba silencioso, casi como un templo, donde aunque se sepa vacío se presienten poderosas fuerzas ocultas. Los asépticos pasillos, en uno de cuyos lados reposaban los tanques de servocontrol, estaban casi a oscuras, tan sólo iluminados por una luz verde, lechosa, que escapaba por las ventanillas de los recipientes de acero donde yacían los cuerpos de los «servonautas», como un reportero los había bautizado al inicio de la misión. El suelo, las paredes, toda la nave, vibraba de modo continuo, dejando escapar a intervalos regulares un ronroneo que, si no se tratara de una maquina, podría ser interpretado como de satisfacción. La temperatura fuera de los tanques era de cuatro grados, lo que permitía el funcionamiento de los diferentes sistemas y evitaba gastos de refrigeración. El soporte vital sólo actuaba, y de modo muy restringido, en el interior de los recipientes de estasis.
Alguien los había comparado con úteros, y no era una mala aproximación. La doble redundancia del sistema se encargaba de purificar el líquido en el que flotaban los viajeros, eliminar sus escasas deyecciones, alimentarlos y, de forma regular, ejercitar los músculos.
El sistema acababa de inyectar en los torrentes de sangre sintética una serie de nanocitos que estaban tomando muestras de tejidos y fluidos por todas las partes de los cuerpos de los astronautas. Los datos se almacenaban en los enormes bancos de memoria de la IA y se retransmitían al control de tierra.
Unas horas antes, el supervisor Pigott había ordenado retransmitir el código de «alerta temprana». La Hawking supo qué tenía que hacer. Con precisión quirúrgica puso a todos los viajeros en situación de stand-by, excepto a la doctora Ho. Ella recibiría toda la consciencia necesaria para poder tomar decisiones de forma autónoma.
Infinidad de sistemas hidráulicos, delicados como joyas y tan caros como tales, comenzaron a extraer unos líquidos y a inyectar otros en los tanques de estasis. Una cascada de drogas fue mezclándose en diferentes proporciones hasta lograr los niveles de consciencia protocolarios para cada situación. La sangre sintética, de un curioso color morado, comenzó a moverse en los vasos de los astronautas.
—Estasis finalizada en los tanques del uno al nueve —resonó una firme voz femenina en los pasillos de la nave. El mismo mensaje fue recibido en control de tierra.
Pigott autorizó la segunda fase, la que recobraría a los ocupantes de los tanques once hasta el dieciocho.
Recibió la confirmación, tal y como había esperado. Nunca se despertaba a los viajeros de una sola vez. Un fallo podía acabar con la vida de todos, por eso se hacía en tres fases. Dos para la infantería y una más para los oficiales.
—Permiso para terminar estasis en tanques diecinueve y veinte.
Pigott confirmó la orden con un gesto y el asistente Koumura añadió el comando para entrar en contacto con la doctora Moana Ho. El supervisor se aclaró la voz.
—Hawking. Les habla el supervisor Pigott desde el control de Tierra. ¿Me reciben?
Unos segundos de incómodo silencio flotaron por toda la sala. Sólo se escuchaban los ventiladores de los ordenadores y la ligera estática que escapaba de los altavoces. Pigott insistió.
—Hawking. Aquí Pigott desde el control de Tierra… ¿Me reciben?
Silencio. Pigott comenzó a ponerse nervioso.
—Doctora Ho… ¡Por Dios!… ¿Nos reciben?
La voz de la Moana Ho entró en la sala como un trueno, obligando a algunos a retirar los auriculares de sus oídos.
—¡Saludos, Tierra! ¡Les habla la doctora desde la Hawking! ¡Es un placer escucharlos!
La sala explotó en júbilo. Acababan de terminar con cincuenta años de silencio de radio, a la vez que habían demostrado que los tanques de estasis eran seguros, al contrario de lo que opinaron un buen montón de personalidades científicas al inicio de la misión.
Koumura se encogió de hombros con una sonrisa ante la cara de asesino de Pigott: a muchos les iban a pitar los oídos durante el resto del día.
—Soy consciente de que cuando me metí en este tanque la mayoría de ustedes no había nacido —continuó la doctora Ho—, sin embargo, alguien ha tenido la delicadeza de enviarnos un fichero con las caras y los nombres de todos los que han ocupados sus sillas en esa sala durante los pasados cincuenta años. Quiero hacer llegar a todos y cada uno, el agradecimiento y el respeto de todos los integrantes del Hawking por haber cuidado tan bien de todos nosotros. Pero debo dejar claro que la misión no se ha completado y que aún necesitamos que cada uno de los presentes de lo mejor de sí, hasta el final…
—¡Demagogia barata!, ¡populismo!—dijo el general Pullman desde la zona mixta, una sala acristalada que permitía ver todo lo que se hacía en la zona de operaciones—. ¿Por qué demonios no despiertan a Nwosu?
—Veo en los registros que la psicología de nuestras mentes reactivas está en manos de la doctora Marleene Wykoff desde hace tres años. Le remito ahora mismo un análisis de un engrama de memoria anómalo. No tendría mayor importancia si no se hubiera producido y repetido tanto en mis sueños como en los del comandante Nwosu —recitó la doctora Ho con voz calmada.
—¿Qué rayos en un anagrama de memoria? —preguntó en voz alta el general Pullman—.
—Engrama, general: engrama de memoria —respondió la jefa de prensa Wilson rezando porque ninguno de los periodistas de la zona mixta hubiera escuchado al militar—. Se trata de una red de neuronas que guardan un recuerdo concreto. Se crean incluso cuando no estamos conscientes…
—¡Lo que sea! ¡A quién le importa eso ahora! ¿Mis hombres están siendo atacados y esa histérica quiere que le hagan un psicoanálisis? ¡Maldita sea, Wilson! —Pullman se volvió hacia ella masticando el cigarro y las palabras—. ¡Consígame una entrevista con el secretario interino! ¡Es un hombre de West Point! ¡Él despertará a Nwosu y pondrá patas arriba toda esta mierda!
Casie Wilson no respondió. En la zona de operaciones continuaba la actividad. La doctora Wykoff había tomado la palabra.
—Acabo de cotejar sus datos, Moana: es muy interesante. Nosotros no hemos creado ese recuerdo, pero hay algo más. —Todas las cabezas se giraron hacia ella—. He cruzado los datos con las consolas de defensa. El engrama se instaló en sus cerebros cuando fueron… escaneados. No hay error: la fecha y la hora son exactas, la coincidencia es absoluta. Lo que sea que les atacó, esa forma de radiación, creó la memoria. No lo hizo en el primer barrido. Fue en un segundo escaneo a la Hawking cuando se insertó el recuerdo. Según lo que me acaba de enviar es el mismo recuerdo en todos ustedes. ¿Podría decirme de qué recuerdo se trata?
—Prefiero que lo vean ustedes mismos —respondió la doctora Ho—. Inicio la trasmisión del fichero con imágenes del sueño.
—Tengo algo que preguntarle, Moana —aprovecho el silencio Pigott—. Con los datos de los que usted dispone, ¿Considera que la Hawking ha recibido un trato hostil por parte de… de una entidad desconocida?
—Negativo, supervisor. La Hawking ha sufrido un «cacheo», una molesta inspección, sin duda. Pero la misión no se ha visto comprometida.
—Aún falta la información recogida por los «nanocitos». No sabemos si ustedes están tan bien como aparentan…
—Y tardaremos un par de horas más en saberlo. Ni tan siquiera hemos recibido todos los «servonautas» la misma cantidad de radiación. Veo en los informes que giraron la nave durante el ataque…
—En realidad lo hizo la IA —puntualizó el supervisor—. Interpuso el cuerpo de la nave para que absorbiera la mayor cantidad de radiación posible.
—Concretemos, supervisor —la voz de la doctora cambió a un tono más apremiante— ¿Qué quiere preguntarme?
—Le hago llegar una consulta del despacho del secretario de estado. A pregunta del general Pullman, quieren que usted decida sobre la oportunidad de despertar al comandante Nwosu, dada la situación de alarma temprana que se ha producido.
La jefa de prensa del secretario dejó escapar una risita cuando el general se puso de pie dejando, de nuevo, caer el puro de su boca. Un reguero de baba se quedó colgando de la mandíbula.
—¿Cuándo quiere hablar con el secretario interino, general? —preguntó en tono corrosivo.
—¡Ella no puede tomar esa decisión! —Todos los periodistas se volvieron ahora hacía ellos—. ¡Es una cuestión militar! ¡Una decisión táctica! ¡Estratégica!… ¿Dónde demonios hay un teléfono?
Mientras tanto la doctora estaba respondiendo a Pigott.
—Tome nota, supervisor. Acabo de revisar los informes disponibles hasta el momento. Teniendo en cuenta todos los factores, y a la espera de nuevos datos, mi respuesta es la siguiente:
»No considero necesario, y por lo tanto no recomiendo, despertar al comandante Nwosu. La recomendación se extiende a cualquier actuación más allá de la defensa pasiva que ofrece la Hawking. ¿Lo tienen?
—Alto y claro, doctora: ya está camino de las agencias implicadas. Bien. —El tono de Pigott se relajó—: supongo que necesitará usted poner en orden sus… asuntos personales. Esperamos los resultados de los «nanocitos» a las… quince MT, hora de la misión. No la molestaremos hasta entonces, ¡Pigott fuera!
El supervisor no tuvo tiempo para estirarse en su sillón. Su intercom parecía un árbol de Navidad. Dudó entre elegir al azar una de las llamadas entrantes o hacerse el distraído y tomarse un café, sin embargo una de las llamadas provenía del gabinete de psicología. Estaba intrigado con el asunto del engrama de memoria: decidió acudir al despacho de la doctora Marleene Wykoff. Tenía el presentimiento de que allí había algo importante.
—Komoura —dijo con humor—. ¡El puente es suyo!
Diez minutos más tarde usaba su tarjeta de identificación para abandonar la zona de control y entrar en el pasillo que daba acceso a los diferentes departamentos de la misión. Había dejado atrás a un vociferante Pullman empeñado en convencer a alguien por teléfono de que la decisión del Moana Ho no era la correcta. Pigott lo ignoró: nunca le había gustado aquel tipo.
La doctora Wykoff había convocado a varias personas en una reducida sala de conferencias. Todo el mobiliario era una mesa ovalada y varias sillas de oficina, completado por una pizarra blanca, una cafetera y un teléfono con altavoz en una mesita auxiliar.
—Gracias por acudir tan pronto, supervisor.
Sonó como «superrvisor», con unas contundentes consonantes que evidenciaban el origen europeo de Marleene Wykoff.
—Reconozco que tengo una enorme curiosidad en este asunto —dijo él mientras se sentaba—. No creo que la doctora Ho hubiera insistido si no fuera algo importante. ¿Puedo? —Señaló la cafetera.
—Por favor. —La doctora hizo un gesto afirmativo con la barbilla antes de continuar—. Hemos recibido al completo los ficheros enviados desde la Hawking. Ho está en lo cierto: alguien ha introducido un engrama en la memoria de todos los astronautas, y lo hizo unos minutos después del primer barrido sobre la nave. —Sacó una carpeta con fotografías que comenzó a repartir entre los presentes—. Esto son capturas de pantalla del sueño que alguien instaló en la memoria de la doctora. No es de esperar que sea diferente en los demás casos.
Pigott tomó la foto que le pasaron. No tenía una gran resolución, pero se veía una imagen submarina, en la que se apreciaba la inequívoca silueta característica de un tiburón. En total pasaron por sus manos una docena de imágenes, en las que el escualo se acercaba hasta la cámara, lanzaba una dentellada, y se marchaba igual que había llegado. Cuando todos terminaron de ver las copias impresas se instaló el silencio en la sala, sólo perturbado por algún sorbo de café. Pigott no tenía ni la más remota idea de psicología, pero se abstuvo de preguntar. «Alguien lo hará, antes o después», pensó.
Sin embargo el silencio persistió hasta que fue la propia doctora la que lanzó al aire la pregunta.
—¿Alguna sugerencia?
—¿Es todo lo que hay? —preguntó pigott.
—En realidad, no: hay otro fichero de sonido, pero me gustaría saber qué les sugiere el ataque del tiburón.
—Parece bastante obvio — Wilson levantó las cejas—. «Estás en mi medio: lárgate o te comeré».
—Pero no lo hace… —dijo el supervisor pensativo.
—¿A qué se refiere ?—preguntó complacida Wykoff.
—A que no se come a nadie, es curioso. —Pigott recorría distraído con su dedo índice las vetas de la madera de la mesa—. Si alguien no quiere ser descubierto, destruiría a los invasores… pero no es eso lo que hacen. Podrían haber inundado de radiación la Hawking hasta achicharrarla por completo, sin embargo, en lugar de ello se toman la molestia de dejar un mensaje en las mentes de los invasores…
—Táctica de guerrilla. Esto le encantaría a Pullman —continuó Wilson—. Hieren a algunos miembros del comando enemigo. No los matan: los muertos no son una carga, los heridos sí. Necesitan cuidados y retrasan las maniobras. Además, son los vehículos de la amenaza. Si los hubieran destruido sin más, no sabríamos que hay una fuerza hostil allí.
—¿Y por qué el engrama? —insistió Pigott.
—Tal vez sea algo accidental —elucubró Wilson—, un error mientras escarbaban en la mente de los invasores.
—No. Imposible —terció Wykoff—: es el mismo engrama para todos.
—¿Podríamos suprimir el término amenaza por el de advertencia? —Pigott no quería dejarse llevar por la solución más cómoda—. Supongamos que han analizado la trayectoria de nuestra nave, y saben que vamos directos a orbitar Kepler 438-B. Ellos saben que es un medio hostil, quizás hasta peligroso. En ese caso el tiburón está diciendo: «No vayáis ahí: os destruirán».
—¿Qué dice el fichero de audio?
—Es un recuerdo natural de Moana Ho —respondió la psiquiatra—. Una conversación con su madre cuando tenía unos siete años. La niña quiere acariciar un perro y su madre la previene que debe de tener mucho cuidado, porque la puede morder.
Pigott y Wilson se miraron ente sí.
—No tengo respuesta aún —dijo Wykoff a la defensiva—, y la doctora Ho tampoco entiende porque se invocó ese recuerdo en particular.
—No pretendíamos presionarla, doctora —concedió Wilson—. No somos profesionales. Si a usted le cuesta entenderlo imagínese cómo…
El teléfono sonó interrumpiendo las explicaciones de la jefa de prensa. La psiquiatra sólo necesitó alargar el brazo para alcanzar el auricular. Se limitó a escuchar unos segundos antes de terminar la conversación con un escueto «está bien».
—Le esperan de nuevo en la sala de control, supervisor: han llegado los resultados de los nanocitos.
El general Pullman seguía en el pasillo gritando al teléfono. Marleene Wykoff había vuelto a su despacho y Casie Wilson había regresado a la sala mixta. Pigott pasó de nuevo su identificación en el lector de la puerta y vio a Koumura de pie en medio de la sala. Nunca se sentaba en la silla del supervisor, pese a que estaba autorizado a hacerlo durante las sustituciones. Permanecía cruzado de brazos y al ver a Pigott, le indicó con un gesto el monitor mural número tres. La pantalla estaba a la espera de datos. No se escuchaba nada, aparte de los sonidos propios de los ventiladores de las terminales. Al instante siguiente, las impresoras comenzaron a escupir metros y metros de papel continuo mientras las pantallas mostraban los informes de los diferentes departamentos. La vista de Koumura y Piggot se fue a los datos de los médicos de la misión: querían conocer el estado de los expedicionarios antes de tomar decisiones. No parecía haber nada extraño. Ambos supervisores se buscaron con la mirada pidiendo confirmación el uno al otro. Koumura hizo un leve gesto de asentimiento.
—¡Bien! —comenzó a decir—. Parece que hemos teni…
La pantalla cambió de repente y comenzaron a entrar los datos del sistema de soporte vital. Aunque se trataba diferentes departamentos, los médicos tenían parte en el sistema de vida. Los líquidos en los que flotaban los astronautas eran orgánicos, e interactuaban con sus cuerpos de forma constante. Durante las cinco décadas anteriores habían analizado, compensado e incluso mejorado la solución, al igual que la sangre sintética que recorría los vasos sanguíneos de los viajeros. Eso contribuía a mantenerles jóvenes, además de vivos.
Los datos no eran buenos. Pigott pidió confirmación, y se le avisó de que se estaba realizando un segundo análisis, pero que no se esperaban variaciones apreciables. Por el rabillo del ojo vio a Casie Wilson con la cara enterrada entre las manos, y al general Pullman gesticulando como un energúmeno al otro lado del cristal que separaba la zona mixta. Ahora iba ser muy difícil detener su pequeño golpe de estado. La luz de la psicóloga Marleene Wykoff se encendió de nuevo en su intercom.
—Aquí Pigott, doctora —respondió con desgana.
—Lo siento muchísimo, Dravin, —Era la primera vez que usaba su nombre de pila—. ¿Necesita ayuda para comunicarlo a la Hawking? —se ofreció.
—No, pero gracias, Marleene. Es mi trabajo: parte de él, pero le agradeceré que permanezca en línea.
El supervisor se aclaró la voz.
—Atención, Hawking, aquí control de tierra. ¿Me reciben?
—Alto y claro. Supervisor Pigott — la voz de Moana Ho sonaba serena en los altavoces de la sala—. No han transcurrido aún las dos horas que acordamos, así que entiendo que no tienen buenas noticias.
—Procedemos a enviarle los resultados de los análisis realizados por los nanocitos, pero estimo que es mi deber comunicarle de viva voz las conclusiones. No son definitivas, aunque las concedemos un 90% de fiabilidad.
—¿Fuimos contaminados?
—No, doctora, ustedes no: Pero el soporte vital sí que lo fue. Lamento tener que comunicarle que las soluciones se descompondrán en unos… diecisiete meses contando desde el momento de la irradiación: no podemos traerlos a casa. Lo siento, Moana… —estaba a punto de echarse a llorar—. Todos lo sentimos mucho.
—¿El líquido de reserva guardado en el tanque de plomo está afectado?
—No, pero sólo puede alimentar un tanque.
—Veo que la doctora Wykoff está en línea. Necesito que certifique que estoy en perfectas condiciones mentales para tomar las decisiones que voy a dictar a continuación. ¿Marleene?
—Por supuesto que lo está, Moana. Adelante.
Se abrió la puerta y en ella apareció Pullman quitando el celofán a un nuevo cigarro: estaba radiante. «El muy bastardo no ha podido esperar para tomar posesión de su nuevo trono», pensó Pigott con rabia.
Moana Ho comtinuába hablando:
—El tanque de reserva se utilizará para el comandante Nwosu. Todos los demás miembros de la tripulación, incluida yo, son prescindibles. Él se encargará de que la Hawking llegue a tierra con todo el cargamento de muestras e información que durante los próximos meses la tripulación recogerá con los bots en la superficie del planeta. La misión seguirá el programa hasta el último momento.
Pullman estaba exultante.
—Pero el comandante Nwosu no tomará el mando de la misión hasta entonces —finalizó Ho.
El tercer cigarro de Pullman terminó también en el suelo.
— Lo siento, general —la doctora Ho hablaba con absoluta seguridad—. He pensado mucho en los engramas de memoria: sé lo que pasó y mi decisión es que no habrá acciones de guerra.
»La imagen de mi madre advirtiéndome sobre los perros ha vuelto una y mil veces a mi mente consciente. Mi madre me explicaba que los perros no tienen manos, que no pueden hablar. Sólo pueden comunicarse con su boca. O te ladran o te muerden. La imagen del tiburón venía a completar el mensaje. Llegaba hasta mí, me mordía y se iba. No me devoraba, pero seguramente yo estaría muerta igual.
—Entonces… —empezó a decir Wykoff.
—Exacto, Marleene. El tiburón es como el perro, pero mucho más peligroso. Sólo tienen su boca y su mordisco para saber de qué estas hecho, y ese contacto suele ser mortal.
—¿Quiere decir —intervino Pigott—, que esos seres nos están diciendo que no tenían otro modo de saber con quién trataban, más que bañando de radiación la nave?
—En su mundo la radiación no es más peligrosa que para nosotros tomarnos una fotografía. Al analizar los datos que habían obtenido, se dieron cuenta de que nos habían condenado a muerte.
—¡Dios mío! —Pullman comprendió la auténtica dimensión del problema.
—Tenemos que asumir —continuó la doctora Ho—, la existencia de civilizaciones con las que jamás nos podremos comunicar. Tal vez sea esta la lección más valiosa de toda la expedición. En este caso somos las víctimas, pero pudimos haber sido los verdugos. Ahora sabemos los riesgos que conlleva intentar el contacto con aquello que desconocemos: para nosotros y para ellos.
—¿Por qué usted, doctora? —El general por fin rompió el silencio—. ¿Por qué no se pusieron en contacto con el comandante Nwosu?
—¿Recuerda su infancia, general? —preguntó la doctora—. ¿A quién acudía cuando había hecho algo mal y temía el castigo?
—A mi madre, por supuesto. Mi padre siempre fue inflexible… —rememoró Pullman con ojos brillantes.
—Ya tiene su respuesta, general
La voz de Moana Ho sonó con la suavidad del terciopelo en los ásperos altavoces de la sala de control mientras terminaba su frase:
—Ellos también querían hablar con una madre.