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Ecos

Santos, Isabel

José supo que tenía que ir a Galicia a conocer a Paco, su abuelo español. Ir a buscar raíces más profundas que las que recién se habían cortado en su vida.

Decidió ir por mar: veintiún días en barco desde Buenos Aires hasta Barcelona. Y después, otro viaje en tren hasta Galicia. A fuerza de kilómetros, quería filtrar la furia de la derrota. Quería llegar vacío para empezar todo desde cero, desde el origen.  

Y no bien entró al crucero supo que sería muy difícil encontrar la soledad que necesitaba. Rodeado de pasajeros que iban y venían por los pasillos, o entraban y salían de los camarotes, José buscó algún lugar para estar tranquilo.

Llegó a la popa. Ya oscurecía, y tuvo esa postal del puerto iluminado, casi para sí mismo. Con un café recién servido soportó el sentirse solo.

Iban llegando más pasajeros, y él salió en busca de otro refugio. Pero la gente en el crucero actuaba como bandada de palomas, arrasando los espacios. Y José no podía perder más espacios.

Tomó el ascensor y se fue al último piso donde tenía su suite con balcón, donde podría estar lejos del gentío que pululaba por los bares, las piscinas, el casino y todo lo que buscan los pasajeros en los cruceros.

La puerta abierta de su camarote le dio la bienvenida. Entró la valija, que lo estaba esperando al lado de su puerta, en el pasillo, y lo primero que vio del otro lado de la habitación fue una pesada cortina que parecía cubrir un ventanal. Un placar, un baño, la cama, una mesa, espejo y sillón. Otra cárcel, pensó.

Descorrió las cortinas y encontró una puerta. Al abrirla, sentir el viento y ver que el barco navegaba, tuvo el aire que buscaba.  

Sobre la cama gigante para dos, las tarjetas-llave. Todas tenían su nombre: José Rodriguez. El Today —un cuadernillo de informes con las novedades del día— traía hojas de colores adentro. Eran las publicidades de las excursiones por Montevideo, el primer puerto en la ruta náutica. Sobre la mesa: una bandeja con frutas, vasos y agua. El frigo-bar repleto.

Antes de sacar la ropa de la valija, salió al balcón. El mar gris perla se veía cada vez más brillante y espumoso. Gris brillante y espumoso, como había sido el final de su matrimonio. ¿Qué otra cosa podía tener en la cabeza?

Para acompañarse un poco, prendió el celular ya sin señal. Una desconexión que le acercó las fotos de la galería. Buscó una cara. Había sacado varias fotos de su abuelo, a las viejas impresiones que su padre tenía abandonadas en un cajón. Otra vez lo sorprendió verse muy parecido a su abuelo Paco. Su abuelo, con gorro de marinero, sonreía en la borda de un barco. Miró la foto siguiente, que era el reverso de la anterior. Tenía escrito en tinta borroneada: Gijón, 19/4/1958.

José no veía la hora de encontrarse personalmente con esa sonrisa, quería conocerla. ¿Podría recibir algún consejo de su abuelo? Nunca había tenido el consuelo de los abuelos. Todos en España, siempre. Se sintió un niño desamparado, necesitaba un abuelo. Necesitaba ese abuelo. Ese hombre que él imaginaba lleno de sabiduría. En la foto, Paco parecía una proyección de él mismo en el futuro. Y sonreía.

El viento de la sudestada le trajo un sonido mecánico, otro barco se acercaba. José miró las luces verdes y rojas que enmarcaban la ruta náutica. El canal parecía demasiado angosto, y no se veía nada.

Con una pitada apareció el coloso, tan gigante, que José sintió el giro, el tirón inesperado del crucero. Casi pierde el teléfono, que se soltó por la repentina maniobra. Lo agarró en el aire, cuando vio cómo esa mole de acero parecía tocar la baranda del balcón. José dio un salto hacia atrás, y volvió a asomarse: el barco terminaba de pasar. Pudo distinguir el nombre en el casco: Cabo Touriñán, Sevilla.

Otra pitada retumbó fuerte en la suite. Y la puerta se abrió. ¿Cómo era posible? Esas pesadas puertas nunca podrían ser abiertas con tanta violencia desde el pasillo. Si fuera un camarero, golpearía aunque tuviera la llave.  

Aturdido por las dudas y el portazo que seguía rebotando contra el placar, José salió al pasillo. Miró a un lado, al otro. Y como si el evento producido por los barcos hubiera alcanzado a destiempo a una mujer que caminaba por ahí, la vio caer.

Corrió para asistirla, viendo que no se levantaba, y llegó hasta ella. Se agachó para sostenerla de los brazos y alzarla, pero la mujer temblaba y escupía espuma por la boca.

José gritó pidiendo ayuda.

Nadie se acercó.

De pronto ella volvió en sí. Abrió los ojos, miró aterrada y lanzó un grito:

—¡Se hunde el Touriñán! ¡A los botes, se hunde el Touriñán!

¿Habría provocado esa catástrofe el cruce de los dos barcos?

La mujer se paró sola después de gritar. Miró a José como sin entender. Se limpió la baba de la cara con el puño de su camisa, y cuando preguntó qué hacía José con ella, él le dijo lo que había gritado. Trató de explicárselo, no lo consiguió.

Ella caminó unos pasos más y se detuvo frente a una suite cercana. Entró aún sin entender lo que había pasado. Parecía estar perfectamente bien de salud.

Para no seguir con los malos entendidos, José volvió a su suite y se asomó al balcón. Quizás podía llegar a ver algo de la colisión.

Desde los otros balcones, nadie parecía estar mirando. Ningún griterío ni alarma ni anuncio de peligro. Tomó la llave de su camarote, cerró la puerta y salió a recorrer el barco para tratar de entender lo que había pasado. Se sostenía de los pasamanos del pasillo, como si tuviera que prepararse para un suceso grave y repentino.

Primero, las autoridades, se dijo. Pero, ¿dónde encontrar al capitán? Recordó que había visto cinco oficiales con gorro y uniforme al entrar en el crucero, en un mostrador del piso 6, donde le habían pedido que dejara el pasaporte.

Bajó por el ascensor más cercano y llegó a otro pasillo lleno de camarotes. Intentó ubicarse yendo hasta el centro del barco, donde estaba la entrada que recordaba. Ya no había ni mostrador ni tripulantes.

Subió un piso por las escaleras centrales, para encontrar algún lugar donde pudiera informarse.

Justo al lado de la entrada al comedor, vio el cartel de “Atención al pasajero”.

—¡Buenas noches, señorita! —saludó José.

La tripulante se señaló las banderitas de sus broches de la solapa, ninguna era de un país donde se hablara castellano. Y se corrió para dar lugar a otro tripulante que sí las tenía. En un español fonéticamente entendible, el reemplazante de la señorita le devolvió el saludo.

José fue directo al grano y preguntó por el roce del barco Cabo Touriñán. Le dio todos los detalles sobre la colisión: el hundimiento, el incidente con la mujer convulsionada y otros detalles que el tripulante nunca creyó. Seguramente, para él serían los cuentos de un borracho más. Muchos pasajeros, de camino hacia sus camarotes, se desahogaban con los tripulantes. Siempre con historias inventadas por alegres o tristes resacas. José se dio cuenta de que el tripulante no le creía, y dejó de contar la historia.

Volviendo a su camarote, sin haber visto ni un solo pasajero preocupado, pasó por el casino del Puente 9. Estaba abarrotado de gente jugando. Los bares, repletos también. Hasta en las piscinas del piso superior había parejas de gente mayor aprovechando los últimos minutos de acceso al hidromasaje.

Volvió a bajar hasta la pista de ejercicio y rodeó el barco hasta la popa. Se quedó mirando el puerto, que ya era un punto de luz a lo lejos.

El Cabo Touriñán ya estaría amarrado. No se veía ningún barco yendo, o hundiéndose en el canal. Y su crucero, seguía intacto rumbo a Montevideo.

 

Los cruces fortuitos con la mujer de las convulsiones eran momentos incómodos. Ella parecía buscarlo, porque el barco era demasiado grande para encontrársela siempre. A medida que se sumaban las conjunciones, ella lo miraba con menos desconfianza. José hasta había percibido una sonrisa cómplice, al rozarla cerca del teatro. Ella saliendo, él entrando. 

Esa sonrisa le dio vía libre para tocar el tema que sólo podría hablar con ella. Intentar hacerla recordar por qué se le había ocurrido decir que el barco que los había cruzado se hundía. ¿Por qué las convulsiones? ¿Por qué el portazo de… nadie?

Los anuncios de la cena con el capitán le dieron la oportunidad de buscarla en el comedor. Se ubicaría en la misma mesa. Pero ella nunca apareció.

José probó con el capitán.

Aprovechó su momento en la foto de rigor. Antes de que otra persona acaparara la atención del capitán, lo invitó con un trago. Lo llevó a charlar a una mesa alejada del resto. Por suerte, el capitán accedió gracias a la pregunta que le hizo después de la invitación.

—¿Conoce el buque Cabo Touriñán, capitán? —había preguntado José.

El capitán revoleó los ojos. Y siguió a José hasta su mesa. Se sentó con él y, mirando el vaso de la bebida, intentó recordar. Con acento italiano, pero en perfecto castellano, preguntó:

—¿Sabe a qué compañía naviera pertenece? —siguió tratando de recordar sin esperar la respuesta de José—. Nombres de cabos… ¿Cuál era la compañía que le ponía nombres de cabos a sus buques? —Se dio golpecitos en la frente con las yemas de los dedos—. Tengo el nombre en la punta de la lengua.

—Debajo de Cabo Touriñán decía Sevilla —aclaró José—. ¿Eso le dice algo?

—¡Ya está! ¡Ybarra! La compañía se llamaba Ybarra. Ya no existe más, señor. No queda ningún barco de esa compañía. Todos fueron desguazados.

—¿Cómo que no existen más? Yo vi al Cabo Touriñán yendo hacia el puerto de Buenos Aires hace dos días. —Hizo un gesto de girar una rueda—. Usted tuvo que esquivarlo.

—Usted está equivocado —sacó su teléfono del bolsillo—. Mire este blog: navieras y buques. —Señaló en la pantalla de su teléfono, que sí tenía conexión, el listado de buques de la compañía Ybarra, y ahí estaba el Cabo Touriñán—. Construido en el Reino Unido en el año 1903. Hundido el 5 de mayo de 1958 cerca de Asturias. —Leyó la información del blog—. Yo sabía…

—No puede ser. Es imposible. Yo lo escuché pitar, capitán.

—Escuchó a nuestro barco, señor. Se pita al salir de los puertos. —Ya incómodo, se paró—. ¿Cómo va a escuchar pitar a un barco hundido?

El capitán aprovechó que José se quedó pensando, y se fue de la mesa.

José recordó lo que había gritado la mujer del pasillo. La mujer de las convulsiones también parecía saber que el Cabo Touriñán se había hundido. ¿Sabría ella por qué lo sabía, por qué sabía que un barco que José había visto hacía dos días, se había hundido hacía setenta años?

Ahora tenía más interés por hablar con la mujer. Tenía que encontrar la manera de acercarse a ella, contarle lo que había pasado y sacarse de la cabeza el incidente que atentaba contra la tranquilidad de su viaje.

El llamado de las sirenas para practicar el simulacro lo encontró a José caminando por la pista de ejercicio. Subió rápido a buscar su chaleco salvavidas al camarote, y se fijó en su tarjeta-llave en qué sector del barco le correspondía tomar la práctica.

Saliendo del camarote ya con el dato, se cruzó con la mujer. Por la cercanía de sus suites, les tocaba el mismo sector.

Llegaron juntos, compartiendo miradas cómplices todo el camino. Ella parecía seguir interesada en conocerlo, y él ya no podía disimular su interés.

La sirena no paraba de sonar.

Como hacen las azafatas de los aviones, dos tripulantes les explicarían las medidas de seguridad a cada grupo. Usaban chalecos salvavidas y recibían a los pasajeros con sonrisas. Los ubicaban diciendo en un castellano neutro y mal aprendido:

—¡Niños y mallores al frente! Luego, mujeres. Detrás los señores. Formen filas. Familias en líneas rectas hacia atrás.

José y la mujer quedaron solos en una fila. Ella adelante, él atrás. Para no ocupar tanto espacio, los pasajeros solos se iban acomodando, llenando las filas a su manera.

La sirena seguía.

Falta más gente en este grupo, decían las dos tripulantes y seguían con el “Niños y mallores…”, cada vez que se sumaba alguien más.

Un señor bastante ansioso se acercó a una tripulante.

—¿Faltan muchos? —dijo.

—En este sector somos 35, y llegaron 32. Todavía faltan 3.

—¡Qué barbaridad! —dijo el hombre—. No respetan nada. Está bien clarito que hay que estar acá al escuchar la sirena. —Se fue a ubicar en la fila, rezongando.

Llegaron los tres que faltaban, envueltos en toallas y con los salvavidas colgando del brazo. El simulacro los había tomado de sorpresa en la piscina.

Alguien gritó:

—¡Vamos, apureeen!

José se estaba contagiando la impaciencia de todos los demás. Se escuchó gritar él también, que se apuraran esos tres. Todo el grupo descomprimió la ansiedad gritando.

La mujer le habló por primera vez.

Se dio vuelta en la fila y, mirándolo con miedo, le dijo:

—¡Me siento mal!

Las dos tripulantes comenzaron las explicaciones. José levantó la mano para advertirles de la mujer, pero ellas ya estaban en plena clase de salvamento. Una de las dos tocó el silbato para explicar cómo funcionaba. Lo tomaba de la punta de una soga adherida al chaleco salvavidas, y tocaba el silbato una y otra vez sin parar.

La mujer que ya no podía mantenerse parada en la fila delante de José, cayó.

José logró tomarla por la espalda y amortiguar la caída.

Ella hizo el mismo episodio del pasillo: espuma por la boca, delirio, temblores.

Pero en ese momento, José tuvo testigos de la segunda insólita declaración.

—¡Te amo, Francisco! —dijo la mujer salpicando espuma—. ¡Soy Cándido!

Lo dijo, sin sacar los ojos de José. Lo miraba con asombro y melancolía. Con una paz y un amor tan profundo, que José no pudo sostener esa mirada la primera vez. Corrió la cara, y la mujer se incorporó, sentándose de un tirón. Con las manos temblorosas, buscó esa cara. Y, acercándola a la suya, para asegurarse que la escuchara, se lo repitió dos veces más.

—Te amo, Francisco. Soy Cándido. Te amo, Francisco. Soy Cándido.

José se sostuvo en esas manos, tenía que escuchar. Y cuando la mujer supo que la había escuchado, se relajó en paz. Cerró los ojos y los apretó desde adentro, como si la persona que había hablado se hubiese ido hacia su interior.

De la misma manera que había hecho antes, volvió en sí como si nada hubiese pasado. De la misma manera y mirando hacia la nada.

Las tripulantes ya habían corrido a José del lugar. Tenían la tarjeta-llave de identificación de ella en la mano. Se la habían podido sacar, aunque la sostenía firme por la convulsión, y les había costado desprendérsela.

—Señora Marta Tabernero, ¿se encuentra usted bien? —dijo una leyendo el nombre en la tarjeta.

Marta miró a las tripulantes. No podía creer lo que le contaron que le había pasado.

—¿Convulsiones? —dijo—. Nunca tuve convulsiones.

Las dos tripulantes se aseguraron de que Marta estuviera bien. Dieron las instrucciones que faltaban para que el grupo pudiera irse, y cada uno se fue. Las tripulantes tomaron nota de su nombre y del número de su suite, pero Marta parecía estar perfectamente sana. José permaneció a su lado.

—Te acompaño a la terraza de popa, para tomar aire y comer algo dulce.

Ella aceptó y se fueron juntos.

—¿De dónde sos, Marta? —preguntó José.

—De Avellaneda. Vivo en Avellaneda y me tomé el crucero para tener unas vacaciones. En Barcelona tengo primos y me quedo quince días más. Vuelvo en avión. —Estaba nerviosa y al mismo tiempo verborrágica.

—Yo voy de Barcelona a Galicia, en tren. Mi familia está en Galicia. Soy de Capital.

—Contame bien qué dije esta vez. —Marta hizo un gesto con la mano hacia abajo—. ¿A qué barco hundí?

Ya estaban cerca de las máquinas de café del bar de popa. Ella, tan repuesta, que saltó sobre la bandeja de las galletitas recién horneadas para el buffet de merienda.

José notó que tenía otra mirada. Lo seducía inclinando la cabeza y sonriendo, se acomodaba el flequillo sobre la frente y se tocaba el pelo. Los dos con las bandejas de café y galletitas buscaron la mesa más cercana a la baranda de popa, donde se escuchaba el ruido de las hélices del barco agitando el mar. Apoyaron las bandejas en la mesa y, antes de sentarse, se asomaron. Ella rodeó el horizonte que envolvía al barco, navegando solo, sobre esa inmensidad. Esa tarde soleada y calurosa les dio cierta intimidad. Todo el barco estaba cerca de las piscinas. Cuando José le dijo lo que había pasado, Marta se puso roja y después sonrió.

—¿Es una broma?

—¿Conocés a personas con esos nombres? —insistió José.

—A nadie.

—¿Sabés que el barco que vos dijiste que se hundía, se hundió? Se hundió en 1958.

—No puede ser.

Siguieron conversando.

Los dos tratando de armar alguna historia, alguna idea lógica con lo que había pasado. José no se animó a decirle la manera en que ella había hecho esa declaración de amor. Tenía que hacer un esfuerzo para evitar la tentación de tomar las manos de Marta, y que esas manos le hicieran sentir el amor de esa caricia sobre su cara.

Se despidieron con una cita para el día siguiente. Un paseo por Copacabana, en Río de Janeiro.

—Gracias por acompañarme —dijo Marta—. No iba a bajar en el puerto de Río. Me asustaron tanto…

—No pasa nada. Nos vemos en el desayuno, antes de salir del barco. ¿Dónde desayunás, Marta?

—A las 9 en el buffet del Puente 10.

—Hasta mañana.

 

En Río, José logró tener conexión a internet. Ya en el puerto, su teléfono revivió gracias a la WiFi gratuita. Le llovieron los mensajes. Antes de tomarse un taxi hacia la playa de Copacabana, los dos aprovecharon para comunicarse.

—Hay un Cándido en mi familia —dijo ella no bien subieron al taxi—. Le pregunté a mi mamá.

—Dame detalles. —José sonrió para desdramatizar—. ¿Estás poseída?

—Es el hermano de mi abuelo español.

—¿Vive en Barcelona con tus primos?

José vio que el taxi hacía un recorrido distinto al que él había mirado en el mapa que le ofreció la recepcionista de los alquileres de taxi.

—¿No toma por la avenida que sale del puerto? —preguntó, haciéndose el que sabía por dónde iban.

—Les hago precio por una pequeña guía turística —dijo el chofer.

—¡No! ¡No! ¡No! —dijo Marta.

—Pueden conocer la catedral —insistió el taxista.

—Directo a Copacabana, señor —dijo José, tratando de sonar autoritario.

Siguieron la conversación atentos al camino que tomaba el taxi.

—Mi abuelo era de Castilla. Le contó a mi mamá que su hermano se llamaba Cándido.

—¿Le contaste que a lo mejor Cándido estaba enamorado de un tal Francisco?

—Llegamos —dijo el taxista cortante.

José y Marta bajaron del taxi con lo poco que llevaban. Había que evitar los posibles robos tan advertidos por todos los pasajeros argentinos.

Copacabana, imponente.

Los dos dejaron la charla para apreciar el paisaje. Tenían hasta las cinco de la tarde, cuando debían retornar al barco.

Ya almorzando. José volvió a preguntar:

—¿Te dijeron algo más sobre Cándido?

—Nada más. Después vuelvo a comunicarme en el puerto, antes de salir de Río.

Y así fue. Ella tuvo más detalles sobre Cándido. Y esos datos nuevos cerraron el círculo de las confesiones por sus convulsiones.

Cándido había muerto en el hundimiento del Cabo Touriñán. El único tripulante muerto, con 28 años, sin hijos, sin mujer.

Marta supuso que algo de todo eso había llegado a sus oídos, quizá cuando era chica. Y que ahora había salido de su cabeza con la fuerza de las convulsiones. Alucinó situaciones.

Lo que Marta no sabía era lo que había experimentado José.

Ella resolvió su dilema, se dijo que sólo tendría que hacerse un chequeo médico al regresar.

Él no tenía paz. Esa visión del barco, el nombre en el casco, todas esas imágenes y el portazo no entraban en la lógica de un recuerdo vivencial de Marta. No creía posible tanta potencia alucinatoria que involucrara a más personas. Ni que lo involucrara a él mismo en el incidente.

—¿Y el te amo Francisco? —insistió José.

Lo había conmovido esa declaración de amor. Esos ojos, que no eran los que veía en Marta, le habían dado el calor que buscaba. Y ese calor había transformado su corazón dolido.

—Más que claro, ¿no te parece? —Marta hizo un gesto con la muñeca—. Sin hijos, sin mujer, amaba a un hombre. Algo habré escuchado sobre Cándido y algún candidato que tendría llamado… Francisco. —Y guiñó un ojo con ironía.

Esa frase horrible arrancó la pequeña esperanza que tenía José en seguir compartiendo su viaje con Marta. Había seguido a su lado intentando volver a ser visto por esa mirada enamorada. Esa que Marta tuvo en las convulsiones. Hasta la advertencia de hundimiento tenía otra vida. Marta no era esa persona.

Y, a partir de ese momento, José se fue alejando de ella.

Para cuando el barco encaró el cruce del océano y tenían que estar sin tocar puerto por siete días, Marta ya tenía su grupo. Las clases de bachata que ofrecían los tripulantes de animación le habían dado lo que ella quería.

José volvió a estar solo.

Esa caricia en la cara durante el simulacro le había dado un salto a su círculo vicioso de furia. Ya no se escuchó rumiando bronca. Estaba en paz, iniciando otro círculo. Había pasado a un engranaje nuevo.

Y así llegó al encuentro de su familia gallega.

Ver a su abuelo fue una impresión inolvidable. No había forma de explicarse lo que sentía, esa sensación, el darse cuenta de cuál era el origen de toda la familia. De sí mismo.

En Buenos Aires había pocos parientes, estaban todos en ese pueblo gallego y sus alrededores.

Cada familiar, una fiesta. Cada uno quería homenajear al recién llegado. Unas vacaciones tan emotivas, que José no podía evitar pasar días y días de bar en bar, disfrutando las charlas de cada primo, de cada tío.

Pero lo que más disfrutaba eran las charlas con su abuelo. Ese hombre, tan mayor y tan vital, seguía conservando esa sonrisa, esas ganas de vivir. José quería llevarse algo de esas ganas. Y su abuelo, sorprendido por su parecido con él, lo elegió como confidente.

En una tarde de anécdotas, José le mostró la foto marinera que tenía guardada en su teléfono.

Su abuelo Paco puso una cara triste. Como si añorara su juventud.

—¿De dónde sacaste esa foto? Tanto tiempo buscándola…

Tomó el teléfono y lo acercó para verla bien. José le explicó dónde estaba la foto original.

—Tu padre la llevó sin mi permiso —dijo enojado.

—La habrá querido guardar de recuerdo, abuelo.

Paco se quedó pensativo. Contó varias anécdotas de esos viajes. De la dura vida marinera, los peligros del mar. Pero, más que nada, las aventuras. Aquella época de las aventuras de la juventud.

—Fue el mejor trabajo —dijo Paco, intentando hablar sin usar palabras gallegas. —Y sin dejar de sonreír, como si recordara lo bueno de esas épocas, dijo volviendo a mirar la foto—: Me la sacó un amigo que era fotógrafo. Yo estaba en la borda del Cabo Touriñán. Tenía un amigo de Castilla, un señorito de Castilla… —Sacó su pañuelo—. El me llamaba Francisco. —Secó unas lágrimas.

José tuvo un escalofrío. Un ahogo repentino hizo que tardara unos minutos en preguntar el nombre del amigo.

Y antes de que José hiciera la pregunta, Paco suspiró el nombre.

—¡Cándido! Cándido. —Paco cerró los ojos y los apretó desde adentro, como si la persona que había suspirado ese nombre se hubiese ido hacia su interior.