Sentado en la abarrotada cafetería, como una isla de silencio en medio de la ruidosa actividad que se desarrolla en todo centro comercial, el hombre aguarda.
Despeinado, haciendo esfuerzos por esconder el temblor nervioso de sus manos, mira hacia todos partes buscando una excusa para cambiar el rumbo de los acontecimientos por venir.
Usa la ropa de buena calidad, aunque un tanto ajada del que, acostumbrado a tener dinero, se ha visto abocado a llevar una vida modesta. Se pasa continuamente la mano por el desordenado cabello, maldiciendo entre dientes las leyes que le impiden sacar el paquete de tabaco que lleva en el bolsillo de su chaqueta y fumar un cigarrillo tras otro para calmar su ansiedad. De modo que, a falta de cigarrillo, juguetea intranquilo con el móvil que tiene sobre la mesa.
Las grandes pantallas de la cafetería pasan el noticiero donde un hombre enteco elegantemente vestido habla, con voz pausada, de las bondades de la Corporación que gobierna la megalópolis, de cuánto se preocupan por sus empleados, de la riqueza que genera y bla, bla, bla...
Siente unos deseos casi irreprimibles de lanzar una silla contra todas esas grandes pantallas desde las que reparten mentiras envueltas en colorines. Le parece increíble que, hasta no hace demasiado tiempo, él se las creyera.
Todas y cada una de ellas.
Pero eso fue antes de caer en desgracia, ser degradado, humillado y transformado en un paria que, junto a su familia, debe abandonar la ciudad en la que nació.
-Lo siento -le dijo el responsable de RRHH encargado de entregarle la carta de despido-, pero ya sabe que si no trabaja para la Corporación no puede usted vivir aquí.
Y le sonrió.
Y él le hizo añicos la sonrisa.
Y ahora está aquí, esperando.
Por momentos siente ganas de echar a correr, salir de allí, ir a casa y olvidarse de todo. A fin de cuentas, el pago todavía no se ha realizado, no se hará hasta que él cumpla su parte y si no la cumple... Pero entonces recuerda todas las deudas que ha acumulado, el rostro de su esposa demacrado por la preocupación, la cara de sus hijos desconcertados y confusos ante su nueva vida, el terror a lo que tiene que venir. ¿Qué vida podían tener sin una Corporación que les protegiera?
No, piensa, no hay vuelta atrás, no puedo condenar a mi familia a malvivir fuera de la sociedad, he aceptado un trabajo y debo llevarlo a cabo.
No sabía si lo habían estado vigilando o si fue un encuentro casual, pero le habían ofrecido aquel “trabajo” en el momento justo. Cuando estás al borde de un puente dispuesto a dar el gran salto por culpa de la desesperación, palabras como “millones” y “fácil” destacan como luces de neón en la oscuridad. Había oído hablar de ellos, por supuesto. Llenaban muchos minutos de los noticieros y de los discursos de los ejecutivos corporativos.
Le habían enseñado que debía odiarlos y él, obediente, los odiaba.
Le habían contado que debía temerlos y él, sumiso, les temía.
Pero eso fue antes de ser lanzado al vacío.
Necesitaban alguien que aún pudiera moverse con cierta libertad por la megalópolis y él, hasta el momento en que desconectaran todos sus chips de la central, era ese alguien.
Tan sólo tenía que esperar una llamada, nada más, y, casi al instante, una cuenta en las islas Caimán se llenaría con una cifra de dinero superpoblada de ceros. Antes de llegar la mañana su familia nadaría en billetes, no tendrían que irse a ninguna parte, tendrían su futuro asegurado... y todo a cambio de llevar encima un móvil.
Ni tan siquiera tenía que responder.
Inquieto, mira su reloj, las manecillas continúan su avance incansable hacia la hora fijada pero aún tiene tiempo de salir fuera del centro comercial y fumarse un par de cigarros. Se levanta y avanza hacia la puerta de salida con la vista fija en algún punto del suelo, sin querer fijarse en los rostros de quienes le rodean. Intentando ignorar al hombre enclenque que, desde cada pantalla del centro comercial, sigue desgranando las maravillosas bondades de sus amos.
Una vez en el exterior vuelve a sentir la tentación de alejarse de allí, sólo tendría que continuar caminando, quitar la batería al móvil y olvidarse de todo... Pero no, esa gente no iba a permitirle marcharse tan fácilmente.
Su mano tiembla mientras intenta encender el cigarrillo y, cuando lo logra, aspira profundamente hasta llenarse los pulmones del acre humo. En estos momentos la posibilidad de un cáncer de pulmón parece muy poco importante, casi risible. El hombre mira al cielo, a los árboles, al suelo, a cualquier lugar donde evite que su mirada se encuentre con la mirada de los otros.
Vuelve a mirar el reloj, apenas faltan unos minutos, lo justo para otro café, apaga su último cigarrillo y regresa al interior del centro, a la misma cafetería de antes. Se sienta, pide una nueva taza. Ya está casi hecho, en un rato, el trabajo habrá acabado. Ahora que falta tan poco los nervios parecen desaparecer sustituidos por una resignada laxitud.
Alguien se ha dejado un periódico en la silla de al lado. Seguramente alguien de la secta neoludita, esos locos que reniegan de la tecnología y siguen leyendo en papel, escribiendo a mano y negándose a conectarse a las redes. Lo mira con curiosidad, lo coge, lo abre y comienza a leerlo a la espera de ganarse el dinero más fácil de su vida.
Una llamada, una simple llamada, y su familia será rica. Y todo sólo por llevar aquel chaleco de explosivos y esperar...
Esto sí que es ganar dinero por nada, piensa segundos antes de que el móvil comience a sonar.