Un punto al derecho. Un punto al revés.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
Marisa lleva media vida tejiendo y las agujas se mueven a toda velocidad transformando la lana en tejido.
Atravesar el punto, pasar el hilo, sacar el nuevo punto.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
Así hasta finalizar la hilera y luego, vuelta a empezar.
El clic clic de las agujas y lo repetitivo del proceso siempre la han ayudado a relajarse y sabe Dios que ahora mismo necesita relajarse.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
Marisa alza los ojos sin dejar de tejer, y mira a su marido que, sentado frente al televisor, contempla a unos tertulianos que gritan y gesticulan muy indignados por vete a saber qué. Esa gente siempre está muy indignada por algo, pero nunca por lo realmente importante, piensa Marisa. No sabe si el debate es sobre fútbol, cotilleos o política, son todos tan iguales que no es fácil distinguirlos a menos que les dediques algo de atención y ella, ahora mismo, tiene otras cosas a las que prestar atención.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
Jaime, su marido, mira fijamente a la pantalla, el rostro inexpresivo iluminado por la enorme pantalla plana que se había empeñado en comprar, la más cara que encontró, a pesar de que era demasiado grande para el salón y demasiado cara para su economía. pero es que él, Jaime Sotomayor, no iba a ser menos que el memo de su hermano, que, por supuesto, sí que puede permitírselo.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
Marisa se obliga a dejar de mirar a su marido e intenta concentrarse en su labor, en el sonido de las agujas, en el movimiento del hilo, en la secuencia de puntos.
Un punto al derecho .Un punto al revés.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
De vez en cuando Jaime se levanta de su butaca y comienza a dar vueltas por la casa. Silencioso, recorre todas las habitaciones abriendo cajones y armarios buscando y rebuscando. Al rato parece rendirse u olvidarse de la búsqueda y retorna a su butaca.
Marisa, sin dejar de tejer, lo vigila. Callada, quieta, casi encogida en su asiento, intentando ser parte de la decoración, un mueble más, presente, pero ignorada.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
La tensión comienza a ser insoportable, se nota en las ojeras de Marisa, en el moño mal ajustado de Marisa, en los ojos asustados de Marisa, en las manos temblorosas de Marisa...
Ya son muchas las noches que pasa así, sentada bajo su lámpara, tejiendo una bufanda infinita y vigilando a Jaime, cuya única ocupación es ver la tele y buscar, buscar y ver la tele. Y, de vez en cuando, acercarse donde ella está y quedarse allí, en pie, inmóvil, mientras Marisa, sin levantar los ojos, continúa tejiendo.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
Marisa comienza a sudar cuando ve que Jaime vuelve a levantarse. Toca otra ronda de infructuosa búsqueda. Las agujas resbalan entre sus dedos húmedos y lucha por no dejarlas caer.
Jaime, entonces, se detiene ante ella una vez más. Quieto, mudo. Marisa siente su mirada como un peso, algo sólido que la aplasta y la ahoga. Respira, agitada, está perdiendo la concentración y la poca calma que aún le quedaba.
Un punto al derecho.Un punto al revés.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
Dos lágrimas de terror corren por sus mejillas, indistinguibles del sudor que empapa su cara.
Jaime no se mueve, no habla, no hace otra cosa que estar ahí, parado frente a ella, esperando.
Marisa intenta aguantar esa mirada, pero el cansancio y la tensión pueden con ella.
Finalmente abandona la labor sobre su regazo y alza la vista hacia su marido. Se levanta, temblando, agujas y lana caen al suelo, se yergue todo lo que da de sí su metro sesenta y, casi susurrando, dice:
—De acuerdo —dice—, tú ganas.
Jaime, como si hubiera escuchado unas palabras mágicas, se hace un lado, dejándola pasar.
Ella avanza despacio, las piernas le tiemblan tanto que teme caerse, pero con un poco de esfuerzo logra controlar los temblores lo bastante para poder seguir caminando, aunque sea con el andar indeciso de un borracho. Se dirige a la cocina donde coge una pequeña escalera de tres peldaños y, con ella a cuestas, se dirige a su dormitorio. Abre el armario, sube hasta el último peldaño y, poniéndose de puntillas, estira el brazo hasta el fondo del estante más alto.
Cuando la mano vuelve a aparecer, trae en ella un bote de cristal.
Marisa baja y se acerca a su marido, que la ha seguido y aguarda en la puerta.
Se para ante él, abre el bote y le ofrece su contenido: un par de ojos, los ojos de Jaime. Los ojos que ella, en un arrebato absurdamente sentimental, había guardado en formol tras matarlo y enterrar su cuerpo en el bosque cercano. Los ojos por los que Jaime abandona cada noche su tumba y vuelve a casa desde hace meses.
El muerto coloca los ojos en sus vacías cuencas y ahí quedan, mirando uno hacia arriba y otro hacia abajo, dándole un aspecto cómico que Marisa, por supuesto, no es capaz de ver. A continuación, gruñe, se gira y vuelve al salón, pero, en lugar de seguir hacia la puerta de salida, como ella creía y ansiaba, Jaime vuelve a su butaca y a la ruidosa nada televisiva.
Marisa lo mira, entre asombrada y aliviada, hasta ese instante había estado convencida de que, una vez recuperado sus ojos, él la mataría con esas mismas agujas que ella había usado para acabar con él. Pero nada de eso había ocurrido y ella, ahora, no sabía muy bien si sentirse aliviada o aterrada.
Tras un minuto de indecisión, Marisa se sacude el aturdimiento, se encoge de hombros, recoge su labor y vuelve, ella también, a su butaca y a su inacabada e inacabable labor.
La monotonía cotidiana retorna.
Un punto al derecho. Un punto al revés.
Un punto al derecho. Un punto al revés...