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Cazador de Samael

Sánchez Nevarez, Krsna


 


 


Gaspar bebió el último trago de la cerveza. Aplastó la lata e indolente la lanzó al agua. Se puso de pie a mitad del bote con dificultad para mantener el equilibrio. Apoyó el rifle sobre su hombro y apuntó directo a las nubes. Mantuvo esa postura con la rigidez de una estatua. Miró de reojo el cielo reflejado en la laguna. Luego presionó el gatillo. BBBFFFFMMMM. El arma entró en funcionamiento con un fuerte bufido. Nada surgió de la punta del cañón, aparentemente. Pero instantes después el firmamento se iluminó con un telón de colores danzantes. El rifle había emitido un pulso de energía más allá del espectro visible. La aurora indicaba que el tiro terminó impactado contra la ionosfera. Al cazador no le sorprendió fallar de nuevo. Un tiro errado no representaba ninguna novedad para él. Llevaba una década enfrascado en esa cacería y jamás había acertado ni un solo disparo. Su pésimo récord era lo más normal cuando se andaba en busca de Samael.


Tomó asiento, dejó el rifle junto a una hielera, cogió los remos e impulsó despacio el bote. La laguna se encontraba en el fondo de una cañada. El borde dorado del sol comenzaba a insinuarse detrás de los montes. Soplaba una briza cargada con los aromas de las plantas de la ribera. No se escuchaba más que el bullicio de las ranas escondidas entre los lirios. El cazador lamentaba no ir ahí con la frecuencia que hubiera deseado. La mayor parte de su tiempo estaba dedicado al trabajo en la fundidora. Únicamente dos o tres veces por año recibía un fin de semana libre. Aprovechaba esos días para vestir el atuendo de cazador que compró en el supermercado. Luego rentaba el bote más barato posible y visitaba la laguna. El espejo acuático en medio de las colinas y el trozo de cielo encima componían el coto de cacería de Gaspar. Era el único sitio a campo abierto en donde podía hacer uso del rifle sin provocar problemas.


Remó hacia el interior del cuerpo de agua. Su pequeña embarcación contaba con motor, pero prefería no batir demasiado la superficie cristalina, porque disminuiría la efectividad del método con que pretendía derribar a Samael. Existían muchas formas distintas para intentar atinarle. La mayoría de los cazadores se dejaban guiar por la simple suerte y apostaban a disparar al zar hacia arriba. Otros cazadores pensaban que los animales tenían la capacidad de detectar pequeños cambios ambientales que delataban la presencia de Samael. Ellos prestaban atención  al comportamiento de los animales antes de jalar el gatillo. Una minoría de cazadores con muchos recursos optaba por apuntar la mayor cantidad de armas sincronizadas para cubrir la porción más amplia del cielo con una ráfaga al unísono.  Por su parte, Gaspar creía que aunque Samael fuera imperceptible a simple vista, su reflejo aparecería reproducido en la laguna. No existía una forma de señalar que su método fuera menos eficiente respecto a otros estilos,  ya que todos resultaban igualmente infructuosos contra la creación más elusiva del ser humano.


El nombre de Samael resultaba muy adecuado para una amenaza que se cernía sobre el mundo sin que nadie fuera capaz de encontrarla. Sin embargo, únicamente era el nombre con que cobró fama. Se ignoraba cómo fue llamado por quienes lo  crearon. Su historia comenzó a circular a finales de la segunda guerra fría y atrajo el interés de quienes se dedicaban a la cacería de tecnología. Se suponía que era un prototipo militar fuera de control.  Los rumores decían que fue el resultado del proyecto secreto de alguna avanzada potencia armamentista. Cuando el tema se discutía no había acuerdo en atribuir su fabricación a una potencia militar. Se le relacionaba con los países de mayor capacidad bélica, como Estados Unidos, Rusia y China. También llegaron a adjudicarse a otras naciones de avanzada tecnología, como India, Israel o Japón. Tampoco existía consenso en cuanto a las capacidades ofensivas de Samael. Según consideraciones halagüeñas, era un modelo de reconocimiento que apenas contaba con armamento para hacer frente a un avión de combate.  En opiniones menos alentadoras, se trataría de un bombardero con suficiente poder atómico para destruir una ciudad pequeña. A pesar de las discrepancias, todas las versiones coincidían al momento de exagerar la capacidad de Samael para pasar desapercibido.  


En el centro de la laguna el cazador apartó los remos del agua. Levantó la tapa de la hielera y sacó la lata que nadaba entre los hielos a medio derretir. Era la última cerveza. En ese momento once latas descansaban en el fondo de la laguna. Gaspar rondó durante toda la noche entretenido en beber cervezas y en disparar contra el cielo. No tuvo éxito de realizar un avistamiento de su objetivo. Pero precisamente allí radicaba la clave del juego: nunca nadie vio a Samael. La leyenda de su existencia cobraba prestigio en la medida que no existían testigos que la comprobaran o la desmintieran. Debido a su naturaleza elusiva, si su presencia no era descubierta en un lugar, entonces resultaba más factible que estuviera justo ahí. O quién sabe, tal vez anda volando sobre los témpanos de la Antártida, pensó el cazador al destapar la última cerveza.


Entre sus colegas había muchos ancianos que decían que los jóvenes  disparaban al firmamento vacío. Relataban historias en que aseguraban haber acabado con Samael en algún oscuro episodio del pasado. Esa clase de testimonios delirantes siempre finalizaban  con los restos de la presa cayendo a un sitio inaccesible, como dentro de un barranco o del otro lado de una frontera. De tal forma que no poseían pruebas para sustentar el relato. Claro que nadie daba crédito a esas viejas historias. La cacería de Samael seguía vigente y ganaba nuevos adeptos al paso de los años. Unos cuantos cientos de personas daban búsqueda a la misma presa por todos los rincones del mundo. La mayoría de los cazadores deseaban únicamente la recompensa de revender los componentes que  pudieran recuperar de los despojos. En cambio a Gaspar ya poco le importaba el dinero. Era cierto que al principio sí iba en busca de la riqueza. Pero ahora ejercía la caza movido por una pasión auténtica. Cualquiera que hubiera acechado a Samael por tanto tiempo y con tanto empeño ya no sentiría interés por ninguna otra práctica.


Estuvo sentado por un rato muy largo. Sorbía con calma de la lata de cerveza mientras que el bote se mecía suavemente. Para enfrentar al esquivo rival se necesitaba una enorme paciencia. Salir de cacería consistía en pasar varias horas flotando ociosamente en la laguna hasta que apareciera la oportunidad de realizar un disparo. Por eso los amigos de Gaspar creían que su afición sólo servía como pretexto para perder el tiempo. No obstante, esa clase de opiniones demostraban una gran ignorancia acerca de cómo eran las cosas. Desde la perspectiva del cazador, ninguna experiencia se parecía a ir tras de Samael. Significaba ir al campo para enfrentar con una personificación de la absoluta incertidumbre. No cabía duda de que la aventura tenía cierto carácter romántico. Aunque para salir vencedor del reto se requería un frío intelecto. Y por supuesto una enorme paciencia.


Samael era un avión equipado con la mejor tecnología furtiva de su época. Se controlaba a sí mismo por medio de un sistema experto de pilotaje. Según los rumores, tenía la capacidad de navegar a lo largo de rutas no predecibles. Presuntamente gozaba de una independencia casi perpetua en el aire, gracias a una batería nuclear o a celdas solares. Fuera lo que fuera, su fuente de poder le permitió  mantenerse en continuo viaje por todo el mundo, similar a un espíritu errante. En teoría poseía un revestimiento de algún material más eficaz que los conocidos para absorber las ondas de radar. Así que la máquina pasaba desapercibida ante las antenas detectoras. Además se suponía que su fuselaje contaba con un camuflaje óptico que lo volvía invisible a una gran gama de receptores de imágenes, incluido el ojo humano. Y por si parecía poco, sus propulsores de plasma le brindaban capacidad de vuelo supersónico sin dejar rastro de calor, ni generar ruido. En definitiva, Samael era totalmente imperceptible.


Una rama sobresalía del agua a unos pocos metros del bote. Un viejo árbol quedó sumergido cuando subió el nivel del líquido. Llegó aleteando con pesadez un pájaro que se posó en la punta de la rama. Un denso plumaje moteado disimulaba su silueta y le cubría por completo las patas, asemejándolo a un jirón de bruma. Cerca del pico lucía unos largos bigotes que le daban un semblante más de roedor que de pájaro. Era un chotacabras que salió a perseguir insectos durante los últimos minutos antes del amanecer. Posado en la rama estiró el pescuezo e infló la pechuga con una plasticidad grotesca, como si fuera una masa de carne sin huesos. Su aspecto fantasmagórico resultaba apropiado para un emisario de la oscuridad en retirada. El cazador intercambió miradas con el animal de ojillos redondos y almendrados. El pajarraco abrió su pico chato, presumiendo un buche de tamaño descomunal, y produjo un canto macabro:


— UOOAAA UUOOOAAAA UUUOOOOAAAAA


— ¡Epa! ¡Vete de aquí! — gritó el hombre y meneó los brazos. — ¡Lárgate! ¡Lárgate!


El ave insectívora salió volando de la rama de mala gana. La figura alada se perdió en las sombras. Avergonzado, Gaspar tuvo que admitir que el grito del ave le dio un susto que no esperaba.


Un poco más tranquilo se acomodó en el asiento dentro del bote. Agarró el rifle y lo observó con devoción durante unos minutos. Lucía un aspecto amenazante y soberbio, como un automóvil de carreras. Dentro del armazón se guardaba un generador de pulsos electromagnéticos. Bastaría con atinar uno solo de sus disparos para freír los circuitos de Samael. Varios cazadores usaban armas similares, muchas de ellas de elaboración casera. En cambio, Gaspar prefirió comprar un rifle auténtico, aunque tuvo que ahorrar varios meses de su sueldo para pagar el precio que tenía en el mercado negro. Seguramente el arma procedía del robo a un almacén militar. El cazador miró el indicador de carga junto a la cacha. Apenas quedaba potencia para efectuar otro disparo. Sería el disparo final de la sesión de cacería. Quizás eso lo convierta en el disparo de la suerte, pensó gustoso el cazador.


Por un rato se complació fantaseando con que tumbaba a Samael. Imaginó las fotografías que sacaría junto al despojo de la aeronave, como si fuera un tiburón recién pescado. Pensó en guardar un pedazo de fuselaje a manera de recuerdo, igual que las personas que iban de safari y regresaban con una cabeza de león para colgarla como adorno en la sala. No podría conseguir un trofeo de mayor prestigio que el avión furtivo. Durante el resto de su vida los otros cazadores acudirían a admirar el galardón y él les relataría orgulloso cómo consiguió ejecutar su gran hazaña. Pasaría a la historia como el vencedor de Samael, el hombre que triunfó contra un auténtico enemigo invencible.


Bebió el resto de la última cerveza. Aplastó la lata e indolente la lanzó hacia el agua. Vio cómo se hundía el pedazo de aluminio. Ahora doce latas descansaban al fondo de la laguna. La mirada vidriosa del cazador recorrió la extensión del cielo que la laguna replicaba. Entró en dudas acerca de las verdadera posibilidad que tenía de atinar a un objetivo imperceptible en el vasto espacio aéreo. Por otro lado, sus chances se reducían si tomaba en cuenta que se valía de un procedimiento que no pasaba de ser una elaborada superstición. Pensó que quizás fuera un imbécil por suponer que haría caer a Samael de un solo tiro. Pero cambió de parecer rápidamente. A lo mejor la aeronave le jugaba la broma de sobrevolar rasante por encima de su cabeza en ese exacto   momento.


Se puso de pie con mayor dificultad para mantener el equilibrio. Los primeros rayos de sol empeoraron su ebriedad.


— ¡Hey, tú, allá arriba! ¡Te estoy hablando a ti, cabron!— vociferó de cara al cielo— Te paseas a tus anchas como el puto dueño del mundo porque crees que nadie puede derribarte ¿cierto? Pues yo voy hacer que caigas, hijo de puta. Tú no crees que sea capaz de tumbarte pero  vas a caer de un tiro. Eso es todo, un solo tiro y muerdes el polvo.  ¿No me crees capaz? Te ríes de mí ¿cierto? Eres una jodida máquina tan lista que se ríe de mí, un idiota borracho. Pero si un hombre fue capaz de crearte, ¡yo soy capaz de derribarte!


Levantó el rifle sobre su cabeza, dirigido recto a la bóveda celeste. Contuvo la respiración cargada de alcohol, se abstuvo de parpadear y colocó el dedo sobre el gatillo. Con el rabillo del ojo atendió el duplicado del cielo en la superficie del agua. Súbitamente una estela oscura cruzó por las nubes. Era menos que la insinuación de una sombra afilada, incluso pudo ser una ilusión fugaz. El cazador presionó el gatillo. Sintió que la energía nacía desde su propio cuerpo y fluía a través de las manos hacia la punta del arma. BBBFFFFMMMM. El haz invisible ascendió por la línea del meridiano en dirección de un objetivo igualmente invisible. 


En esta ocasión no se desencadenó una aurora. Eso significaba que el disparo acertó en el blanco. Gaspar escudriñó las alturas con ingenuo entusiasmo. Un pequeño punto apareció de pronto en la cúspide del cielo. RRRGGGGOOOO. El aire fue rebanado por un fuerte rugido. ¡Samuel estaba cayendo a tierra! Gaspar fue invadido por una emoción como nunca antes sintió. Comprendió que se encontraba en el momento más importante de toda su vida. Casi escuchó los halagos que recibiría de sus colegas dentro de poco. Se puso a bailar de alegría pero por poco volcó el bote.


Conforme el bólido se precipitaba, su imagen aparecía y desaparecía por breves lapsos. Durante uno de los intervalos, Gaspar creyó divisar la figura que se venía a pique. Mostraba una silueta poligonal y estilizada, semejante a una grulla de origami.  A mitad de la caída libre, la aeronave recuperó el camuflaje óptico y volvió a desaparecer de su vista. No obstante, la capacidad de vuelo se encontraba comprometida. El estruendo del desplome estremeció las colinas cada vez más recio. Gaspar temió que su presa fuera a parar a las laderas, donde tendría que rastrearlo en la espesura boscosa. Siguió con atención el rastro de humo que iba dejando detrás de sí. La estela describió un pronunciado tirabuzón que enfiló amenazante hacia el corazón de la laguna. Al cazador aún le tomó unos segundos darse cuenta de la clase de peligro que corría. Se hallaba debajo de una aeronave en picada que no podía ser vista. Soltó el rifle a prisa e hizo torpes intentos de encender el motor del bote. Las aspas echaron a andar en el instante que sintió un aura caliente sobre su nuca. El impacto produjo una fuerte explosión que levantó una columna de agua. Al aquietarse el oleaje salieron a flote algunos maderos del bote, mientras los restos metálicos de Samael se hundieron  indolentes.