Las extensiones del campo y las casas lejanas desfilaban sin cesar por la ventanilla del tren. Allí había calles de tierra, alambrados...; el ganado que parecía estar pastando durante toda la eternidad y allí había también algunos pueblos como oasis en el desierto. Las nubes competían con perdidas bandadas de aves que escapaban hacia el horizonte, persiguiendo al Sol. Y cuando el tren atravesaba un pueblo, uno podía ver a los campesinos, tomando el mate en silencio a la puerta de sus casas; se podía ver a las jóvenes que iban al encuentro de sus novios en alguna soñadora esquina; y se podía ver algún auto levantando nubecillas de polvo por los caminos que torcían entre los cultivos.
Pero pronto oscureció y Eduardo y Guillermo dejaron atrás todo eso. Ahora sólo había pálidas luces, muy distantes en la noche, velando la tierra dormida. El cielo era como el techo de un enorme teatro, fuera del cual sólo estaba el abismo.
Sin embargo, más tarde surgieron poco a poco otras luces, muchas luces, multicolores, intermitentes, y los galpones oscuros y (más allá) los edificios se perfilaron a sus ojos, entre la escarcha que cubría el vidrio de las ventanillas. Estaban llegando y ahora la gente se levantaba de sus asientos, a lo largo del vagón y en todos los vagones, y tomaba las valijas ordenando por última vez todas sus cosas.
El tren se detuvo. Podría haber sido Roma, París o cualquier ciudad, aún de otro planeta, pues sólo entreveían un movimiento confuso, el latido de una ciudad que no conocían.
Salieron a la estación y el frío los aguijoneó despiadadamente. ¡Adentro estaba tan caliente! Pero este frío, casi polar, resultaba intolerable.
En cuanto pudieron tomaron un taxi y así se lanzaron a recorrer sendas nocturnas, calles luminosas pero gélidas, donde la gente iba y venía. No podían ir a otro lado que no fueran sus casas, seguramente. A ellos también los esperaba una casa, aunque vacía.
Una visión fugaz del mar, la costa, las boîtes y, al fin, llegaron. Ahí debía ser. No conocían el edificio pero sí la dirección. El pasillo de entrada, quizá a una temperatura bajo cero, estaba suavemente iluminado por tubos fluorescentes ocultos entre unas plantas de plástico, lo que llenaba el lugar de tonalidades verdes. Una vieja alfombra invitaba hasta los ascensores.
— Sí, esto es Mar del Plata, no cabe duda –comentó Eduardo.
— Sí –dijo su compañero distraídamente– ¿Por qué lo dices?
— No sé, nunca traté de imaginarme cómo sería Mar del Plata, pero debe ser así. Este pasillo habla verdaderamente de los turistas que han pasado por aquí, de los que han vivido en el edificio.
Apretaron el botón y la luz roja comenzó a bajar de numeración hasta detenerse en la planta baja. Abrieron la sombría puerta del ascensor y subieron. Dos pisos más arriba salieron a un nuevo pasillo. Buscaron el departamento. Una bombilla desnuda hería la vista desde la pared de la escalera, pero frente a ella estaba la puerta con letra “C”. Volvieron a revisar las llaves y entraron, encendiendo la luz.
Había muebles desconocidos, luces desconocidas, un piso desconocido, todo era nuevo. El departamento era más o menos la mitad en tamaño del de Eduardo en Buenos Aires, pero eso no importaba; lo que sí importaba era que, a pesar de su modernidad, era un poco húmedo y hacía casi tanto frío como afuera, no obstante ser interno. El aire helado lastimaba la nariz y los pulmones al respirar.
Del techo del dormitorio pendía una curiosa lámpara en forma de canasta que proporcionaba una iluminación al cuarto más bien íntima. Las mantas de colores oscuros, parecían delatar antiguas presencias.
— Voy a encender una estufa, todas las que hagan falta para calentar esto.
— Como quieras. Yo voy a preparar algo.
Cenaron unas hamburguesas humeantes cambiando algunas impresiones sobre el viaje y su llegada. Era una linda aventura.
Al fin, poco después, hacia la medianoche, se dirigieron a sus respectivas camas. La de Eduardo, el dueño de la casa – aunque se empeñara en compartirla, – era la del dormitorio, y estaba cerca de la ventana que daba a un patio y al contrafrente de los otros departamentos, todos vacíos, del mismo piso. Guillermo, en cambio, dormiría en el living, junto a la puerta de entrada, lo cual, por otra parte, prefería.
Temblequeando un poco aún, se fueron durmiendo imperceptiblemente mientras la suave voz de la radio de Eduardo dejaba oír alguna melodía de ensueño.
La mañana estaba llena de proyectos y vitalidad. Antes del mediodía salieron a conocer la calle y el centro y, especialmente, la rambla. Esta verdaderamente hacía honor a la canción, porque caminando por allí, sobre la arena, junto a las olas del mar, la ciudad tiritaba. Estaba también el edificio de los deportes, cerca de la playa, y adonde a todas horas se jugaba. Pero a Eduardo, una de las cosas que más le gustaban era cenar allí, en el Bowling Club porque, además, se parecía a los viejos restaurantes de Buenos Aires; claro que este era muy moderno y familiar y, al fondo, tenía las hermosas canchas de bowling electrónico, en las que todos ansiaban competir. Ahora bien; como ellos sólo podían estar unos días, en esta ocasión, era preciso saber aprovecharlo todo, por lo que decidieron separarse. Guillermo conocía algunas personas y optó por ir a visitarlas, en tanto Eduardo continuaría explorando lo que hubiera de interesante.
Así conoció a Elizabeth, al regresar al departamento una noche y varias noches, en que siempre se encontraban casualmente al entrar y al salir. Fue una de esas simpatías que tan fácilmente surgen entre los jóvenes, sin que hagan nada por ocultarla, y pronto comenzaron a verse más seguido y conversaban de muchas cosas, hasta que un día Eduardo la invito y desde entonces siempre salieron juntos para ir a sus lugares preferidos.
Desde luego que a los quince años cualquier enamoramiento parece la cosa más hermosa del mundo y a él le pareció que Elizabeth, en verdad, estaba hecha a su medida; tenía un encanto muy especial al hablar y dejaba traslucir entonces una gran ternura. Al igual que él vivía en Buenos Aires pero estaba pasando unos meses de vacaciones.
Un día en que Eduardo regresaba de comprar algunas cosas, encontró a la muchacha con su madre.
— Eduardo, ¿no es cierto? –dijo con una sonrisa.
El se mostró sorprendido pero no tuvo tiempo de decir nada porque ella continuó:
— Elizabeth me ha hablado mucho de ti. Creo que te hubiera reconocido en cualquier parte.
— Bueno, es que no tengo nada de anormal como para llamar la atención– replicó de buen humor.
La mujer tenía unos cuarenta años y era sumamente elegante y atractiva; no era de extrañar que fuese la madre de Elizabeth. Tenía la misma alegría en el rostro y también la misma inteligencia en su mirada.
Todo sucedió muy rápidamente pero del modo que Eduardo consideró lo más correcto. Al día siguiente lo invitaron a recorrer la ciudad en el auto del padre de ella. Pasaron una tarde espléndida. El y Elizabeth iban cambiando de impresiones en el asiento trasero, en tanto los padres de ella iban adelante, escuchando muy satisfechos e interviniendo de vez en cuando en la conversación. ¡Qué linda familia que había conocido! El señor Acosta – tal su nombre – era uno de esos hombres simultáneamente juveniles, instruidos y comprensivos que Eduardo consideraba como esencial en un padre. Salía mucho pero no era vanidoso, hablaba sin llegar a cansar nunca.
En realidad, los Acosta eran gente muy semejante a él mismo, en particular, debido a las posibilidades que les daba una ventajosa situación económica. Su residencia permanente en Buenos Aires la tenían en plena avenida Santa Fe – no muy lejos de su propia casa – y también poseían una casa de verano en Olivos, de la que parecían tener muy agradables recuerdos. Eduardo se dijo que sería hermoso poder visitarlos, tanto en un sitio como en otro, a su regreso. No es que le diera verdaderamente valor al dinero pero sí apreciaba el confort que sólo él brindaba y al que, por suerte, estaba acostumbrado.
Además... bueno, algunas veces había salido con chicas que no conocían ningún lujo y no eran como él, porque estaban acostumbradas a otra vida, y estas habían sido, para Eduardo, experiencias tristes en las que la imaginación no podía realizarse. Pero ahora, al fin, conocía a otros iguales a él. Y dado que sus relaciones con Elizabeth fueron cada vez mejores, la señora Acosta lo invitó un día a cenar con ellos en su casa, a la noche siguiente.
Eduardo estaba muy feliz; sentía como si finalmente hubiese hallado su destino. Guillermo volvió esa misma noche al departamento a quedarse otra vez; era una buena ocasión para comentarle lo ocurrido, pues él también lo había pasado muy bien. Mientras terminaban de cenar en el living, su compañero le relató lo sucedido desde su alejamiento unos días atrás.
— ¿Y cuántos años tiene? –le preguntó interesado.
— Hum, es un poco menor que yo pero la verdad es que no se le nota.
— ¿Enserio te invitaron a la casa? –dijo Guillermo entre incrédulo y admirado a la vez.
— Por supuesto, no te iba a mentir en eso.
— ¡Qué suerte que tuviste!
— Es una lástima que tengamos que regresar tan pronto pues ellos lo harán más tarde. Pero de todas formas creo que nos podremos encontrar en Buenos Aires.
— Sí, mañana tengo que ir a sacar los pasajes. ¿En qué volvemos? ¿En tren o en micro?
— ¿Qué te parece hacerlo en micro? Nunca viajé en uno para un viaje así.
Eduardo terminó de vestirse pero estaba un poco nervioso. Había dormido mal esa noche pensando en el compromiso que se le presentaba. El hecho de que todo fuera tan formal no importaba porque tenía algo de encantador el practicar con mentalidad moderna algunas de las viejas costumbres. Y era que nadie lo había dicho, pero esta noche se consolidaría cuanto hubiese entre él y Elizabeth. Se querían, desde luego que se querían, y a los padres les había gustado, no había ningún inconveniente para confirmar un buen noviazgo. Pero Eduardo tenía sus habituales temores: decir algo inconveniente, no actuar como se esperaba de él, resultar cansador para los demás... Pero en el fondo estaba feliz de tener que pasar por todo eso.
Se vistió con algunas de sus ropas más elegantes y que no fuesen muy llamativas –no le gustaba lo exagerado – mientras se hablaba a sí mismo entre dientes dándose ánimo. Cuando ya estaba oscureciendo decidió, a último momento, comprar bombones para llevar de regalo, estimando que sería lo más correcto. Caminó dos cuadras, hasta la esquina de la estación terminal de ómnibus, para realizar su compra. Se sentía mejor que nunca aunque un poco impaciente. Ya iba a regresar cuando lo encontró por casualidad a su amigo que realizaba lo propio.
— Ya está, ya saqué los pasajes –le dijo.
— ¿Adónde ibas ahora?
— Al departamento. Voy a guardar todas mis cosas. ¿Ya están listas tus valijas?
— Sí, esta tarde las cerré. ¿A qué hora salimos?
— Esta madrugada, a las dos –y le dio su pasaje– ¿Te espero en el andén?
— Sí, en cuanto salga iré para allá.
Llegaron a la entrada del edificio.
— Okey, te dijo –dijo Guillermo– tengo que hacer algunas cosas. ¡Qué tengas suerte!
— ¡Gracias! Hasta luego.
Eduardo oprimió el botón del ascensor pensando en la hora de partida. Estaba muy bien, porque suponía que la reunión habría de prolongarse un poco más allá de la medianoche. “Siete horas de viaje”, se dijo. “Llegaré a Buenos Aires a las nueve y entonces iré a casa a dormir otro rato. Será bueno despertar allá con tantos recuerdos ya avanzado el día”. Y a la noche seguramente iría con Guillermo al Bar Americano a festejar lo bien que les había ido en el viaje.
Una vez dentro del elevador se sorprendió a sí mismo apretando el número 4 en lugar del 2 de su piso. En los pasillos llenos de frío se escuchaba un tenue pero incesante zumbido de algunas maquinarias.
Lo recibieron en el departamento “B”, que daba a la calle y era mayor que el otro – el “C” – idéntico al suyo propio, y que también pertenecía a ellos. La casa estaba llena de cordialidad y simpatía, como sus residentes; la cocina y cada una de las habitaciones dejaban oír muchas voces que se atenuaron al llegar él. Elizabeth lo presentó a toda su familia y le hizo conocer su habitación, donde había muebles muy modernos y confortables, una pequeña biblioteca y una bien seleccionada pila de discos junto a un lujoso combinado. Por cierto que estos detalles le hicieron recordar su propia casa de Buenos Aires, pero no dijo nada.
La madre – al igual que su hija – quedó encantada con los bombones, tanto por la gentileza del regalo como por lo mucho que le gustaban.
Poco después, ya de regreso en el living, apareció el señor Acosta muy sonriente y amable y Eduardo se encontró sumamente tranquilo conversando con él, en tanto una tía y una hermana de Elizabeth preparaban la mesa.
De pronto todos parecieron muy interesados en conocer las actividades del muchacho y así se lo preguntaron. Era lo que más le preocupaba. No tenía ninguna ocupación, no al menos una que fuese común, pero precisamente en ello podía tener ventaja sobre otros, por cuanto la singularidad de sus temas preferidos podía dar tema de conversación para rato.
— Tal vez le llame la atención, señor Acosta, pero mi interés son los objetos voladores no identificados –todos los miraban en silencio– y también suelo escribir ciencia-ficción –concluyó rogando porque no les pareciera muy extraño.
Y entonces todos estallaron en una exclamación de genuino asombro.
— ¡Pero cómo! ¡Tenemos a un científico entre nosotros! ¡Y a un escritor! –exclamó el padre.
Eduardo sonrió como queriendo significar que no tenía importancia aunque por dentro estaba orgulloso de su éxito. Pero después toda la familia quería preguntarle un sinnúmero de cosas sobre los extraterrestres y los libros y las diversas teorías, e incluso la misma Elizabeth demostró sentir un gran interés por lo que él pudiera saber, así que se puso a contestar una y otra vez, intentando mencionar aquello que más les pudiera interesar, y les relató algunas de sus experiencias con los testigos de algunas apariciones misteriosas, y les habló de literatura y del papel que la ciencia-ficción cumplía dentro de ella, hasta que llegó la hora de comer. Entonces se atenuó un poco el bombardeo de preguntas, en tanto cambiaban entre ellos, las impresiones sobre lo escuchado. Eduardo, sentado junto a Elizabeth y frente a sus padres, estaba radiante de alegría y ya consideraba a cuantos lo rodeaban como verdaderos amigos. Sería maravilloso seguir viéndolos a su respectivo regreso.
Más tarde, a los postres, el señor Acosta volvió a comentar y a indagarle sobre los mismos temas, demostrando que estaba muy satisfecho del novio de su hija, de modo que la conversación se alargó más y más, hasta que acabó confesando que él y, en parte, también su familia, se interesaban por cuestiones muy similares que no era posible comentar libremente. Según parecía, desde muy joven, había leído y practicado la magia, el ocultismo, la alquimia, etc. Eduardo escuchó todo esto como en un sueño, pues ya había tomado bastante vino y tenía miedo de ponerse a decir tonterías, pero el señor Acosta habló y habló sobre los extraños conocimientos que obtuviera de sus exploraciones por libros prohibidos, y pronunció nombres de macabra sonoridad y fórmulas para atraer a ciertos seres malignos que habían poblado la Tierra milenios atrás. Y añadió, inclinándose hacia él en tono confidencial con una sonrisa:
— Sabemos que te vas a ir esta noche. Me agradaría poder mostrarte algunas de las cosas que tengo, te agradarán.
Eduardo balbuceó algo por compromiso pero, instantes después, el hombre se marchó al otro departamento. El y Elizabeth quedaron solos, ya que los demás también se habían ido, pero no importaba adónde; la muchacha lo tomó familiarmente de un brazo sonriéndole, como si esperase su opinión sobre la velada.
— ¿Hace falta que te lo diga? –replicó Eduardo intentando aclarar su mente–. Lo he pasado mejor aún de lo que suponía.
— Me alegro.
— Sólo que no quisiera molestar a tu padre, ni a los demás, ya que es un poco tarde.
— Al contrario, para él será un gusto hacerte conocer sus cosas; por mí no te preocupes, pues me duermo siempre alrededor de las dos. Muchas veces me quedo leyendo largo rato. A mí también me interesan los mismos libros que a mi padre.
— ¿Sí? Pero en tu habitación no casi ninguno. ¿Dónde están?
— Los tenemos guardados.
— ¡Qué raro! ¡Nunca me imaginé que ustedes se interesaran también por estas cosas extrañas! ¡Parece increíble!
— ¿Conoces realmente algo sobre magia?
— No, creo que no mucho. ¿Qué es exactamente? –inquirió tomando otro trago de vino.
— Ven, te lo mostraré.
Inútilmente Eduardo trató de despejarse; todo aquello le parecía irreal, extravagante, no era posible que le estuviera ocurriendo de veras. ¡Oh, no, no era eso! Quería recordar pero no podía. ¿Realmente en una hora tenía que ir a la estación terminal a tomar el micro o era al día siguiente? Le dolía la cabeza. Ese vino estaba ejerciendo un poderoso efecto sobre él. ¿Por qué le resultaba ahora tan fuerte?
Se dejó conducir por Elizabeth como si fuera un niño a través del pasillo, hasta el otro departamento. ¿Qué habría allí? ¿Dónde estaban los demás? Cuando entraron todo estaba oscuro. La puerta se cerró bruscamente tras ellos.
— ¿Qué pasó? –dijo Eduardo estirando los brazos para encontrar a Elizabeth que debía estar al lado suyo.
Permaneció en silencio aguzando el oído por si se escuchaba algo, y entonces su cuerpo se cubrió de un sudor frío y tuvo temor de lo que pasaba. En esa profunda oscuridad nada se distinguía pero... ¡se oía!, ¡se sentía... la presencia de alguien, una persona o varias en la oscuridad!
— ¿Quién hay ahí? –dijo temblándole la voz.
Entonces, un par de vetustos candelabros que colgaban de las paredes, se encendieron con una luz mortecina que cayó brutalmente sobre una escena de pesadilla. A todo lo largo de la habitación había una serie de grotescas figuras encapuchadas que vestían hábitos negros y lo observaban con ojos brillantes desde el fondo de sus máscaras.
— Bienvenido, Eduardo –dijo una voz gutural pero que poseía un timbre vagamente familiar– Llegas justo para nuestra reunión semanal.
El muchacho quiso hablar algo pero no pudo, el terror lo tenía paralizado. Al fin, haciendo un esfuerzo sobrehumano, logró darse vuelta buscando la puerta. ¿Adónde estaba? Detrás suyo había un abismo sin fin.
— Es inútil –atajó la misma voz en tanto efectuaba unos extraños pases ante un misterios altar.
Eduardo se volvió con desesperación tratando de encontrar a Elizabeth, y fue entonces que, del grupo de encapuchados, se acercó a él una figura más pequeña con algunos bultos entre las manos.
— Aquí tienes tu ropa, querido –le indicó con una familiaridad que resultaba aberrante.
Eduardo quiso retroceder al ver frente a sí el horrible hábito.
— ¡No! ¡No! ¡No me vestiré así! –gritó dándole vueltas la cabeza.
— ¿Por qué pones esa cara? ¡Oh, papá se enojará contigo, él que estaba orgulloso de tu inteligencia! No debes afligirte por nada. ¿Es que acaso no te gustaba nuestra familia? Tu vida va a cambiar, ahora serás una más de nosotros.
— ¡Nooo....! ¡Nooo...!