¿Deberé decir acaso que su cabello era rojo como el cobre ardiendo y sus ojos tenían el dulce verdor de un bosque de primavera?
¿Deberé decir que siempre llevaba los labios pintados con finas rayas rojas y naranjas que los atravesaban en una fascinante invitación?
¿Importa el detalle de su piel fragante y dorada como el incienso?
¿Me importa a mí?
Ya no. Tal vez jamás. Eso era sólo el envoltorio de un regalo mucho más valioso: su alma.
Con estas manos grises y llenas de sombras envolví su cintura.
Con estos labios fríos y sin vida recorrí su espalda.
Mis ojos vacíos de toda esperanza se perdieron en el hueco de su cuello.
Ni una gota de su sangre escapó de mi boca.
Jamás había amado nada como a ella. Jamás dejaré de amarla.
¿Le importa a ella eso?
¡Claro que le importa!
Está en mis venas, la oigo, me susurra cuando el sol despunta; se ríe cuando las gotas de rocío se condensan sobre mi piel. Está en mis venas.
¡Bruja!
¡Bruja, sí! Hechizos de belladona y árnica en la punta de sus dedos, la Luna pendiendo de sus pechos. ¡Bruja!
¿Y qué?
Sí, ¿y qué?
¿Y qué si la amo? ¿Y qué si me ha hechizado? Todo amor es un hechizo...
Mi cuerpo condenado e infecundo buscó estérilmente la vida en ella. Ella sabía que ninguna vida podría salir de mí y, sin embargo, se entregaba dócilmente a mi deseo.
Pero ella también me anhelaba. Ella, la vida misma. Sus artes lo sabían todo de la vitalidad naciente y muriente, del poder de lo vegetal y lo nocturno, de la suma de las cosas que menguan y vuelven a renacer. Y un día me susurró: "Bebe", y yo bebí.
Ebrio sin alma, la bebí... a ella, a su sangre, a su alma.
Ni una gota escapó de mis labios. Y me hundí en un sueño sin sueños, negro y profundo.
Ni la culpa, ni el asco me despertaron, sólo la soledad.
La amo, si eso es posible en mí.
Soy un condenado. Mil soles desfilan por mi memoria: he visto imperios, he visto guerras, he visto polillas nocturnas y gusanos en los charcos. ¿Cómo es posible que mil años me permitan aún amar? ¿Cómo es posible que después de todo lo visto y arrebatado y destrozado; de todo el aburrimiento y el tedio; de la desilusión y la nada, aún pueda ver dos ojos verdes como el fresno y amar?
El que vive de la sangre ajena es como quien se devana lentamente: un hilo eterno que jamás se rompe. Las volutas negras de mi cerebro giran entre el deseo y el hambre en una rueda sin fin. El mundo es un eco lejano captado entre las sombras de la noche. Un manto, un trasfondo del ansia.
Todo es insustancial para mí: la carne, la sangre, la vida. Lo único que tiene cuerpo es el dolor.
Y el dolor era mi credo, mi única fe.
Dolor más allá de la esperanza y el sentido. Dolor hasta que nada escapa a sus contornos. Hambre y dolor.
Pero un día el dolor se quebró en una fisura indetectable, por el resquicio de la tensión de mi inexistencia penetró una fragancia taumatúrgica: incienso.
Recuerdos de campanas y altares, de cielos e infiernos perdidos despertaron en mi memoria: la peste, las bombas... sus ojos.
Dos pozos de luz verde me miraban desafiantes y sumisos.
¡Oh, cómo los odié al principio!
¿Qué derecho tenía esa infame bruja a despertarme de mi muerte en vida? ¿Por qué insuflarme calor y luz? ¿Para qué sacarme del pozo de mugre en el que me había escondido?
Estiré mis manos, los dedos como ganchos, las uñas prestas: sólo quería arrancarle esos odiosos, esos terriblemente hermosos ojos verdes.
Pero ella tomó mi mano y la besó. Una mancha de fuego ardió donde su boca había depositado su promesa.
Aún odiándola la seguí, hipnotizado. ¿Hasta dónde llegaría esa muchacha? Mientras me lavaba en el río y desprendía el hedor a letrina y las chinches y el fango de mi piel le dije con mi voz hueca: "Tengo mil años".
Ella sólo me miró y sonrió. Su vida era muy joven, pero una sabiduría antigua se filtraba en su gesto.
Entonces tuve miedo.
Por primera vez en un milenio, tuve miedo, terror, pánico. E hice bien en tenerlo.
No se cómo llegué a su mundo, a su hogar. Me sentó en una silla alta de cuero y me cortó el cabello negro y espeso. Me sentía como un cordero presto para el matadero y ví el anhelado fin. ¡Quizás ella... tal vez...! ¡Morir! ¡Oh, dulce idea! La perspectiva del descanso se filtró en el polvo compacto de mis huesos. ¡Oh esperanza, eres verde como el veneno!
Ella sostuvo en su mano mi mentón y elevó la comisura de mi boca: los colmillos asomaron amarillentos.
"Vampiro", ponderó calmada, y sonrió nuevamente.
Ella sabía que los espejos nos son ajenos, sabía que el agua misma nos ignora; por eso acercó su rostro hasta el mío y abrió sus enormes y perfectos ojos de musgo. En el cristal de su superficie vi un hombre de rostro adulto, con mohín joven y angustia de anciano. ¡Me vi!
Mil años sin verme me habían vuelto extraño ante mí mismo, ella me devolvió la certeza de mi propia existencia.
"¿Cómo?", dije.
Pero ella me silenció con un beso.
Días y noches en sus brazos. Días y noches. ¿Qué buscaba ella en mí?
Yo ya no ansiaba nada, ni la vida ni la muerte, nada que no fuese ella.
Si la dulce bruja hubiese pedido mi cabeza, yo mismo hubiera clavado la hoz de oro en mi garganta. Si me hubiese pedido la vida, me habría arrastrado implorando redención hasta las aguas bautismales de un templo. Todo lo hubiese dado por ella. Toda la nada que yo era le pertenecía. Pero sólo me pidió una cosa. Y esa también se la dí.
"Bebe", me dijo. Expuso su cuello que olía a resina de pino y a tomillo. "Bebe", fue su única orden.
El calor de su sangre roja como el vino me cegó. Era la forma de comunión más maravillosa que hubiese imaginado. El bosque y la Luna y el cielo entraron en mi corazón marchito y lo empujaron rabiosamente hasta la diástole olvidada de mi último latido, mil años atrás. Entonces entró su amor y los recuerdos de su propia vida y su pelo rojo como el cobre y su aroma a humo de cedro y la sístole de mi existencia se cerró como un puño de amargura.
Supe que la estaba matando, lo supe todo el tiempo. Era algo tan sabido en mí, tan antiguo, que seguí adelante.
Ella se convulsionó en mis brazos, como lo hacía en el éxtasis de nuestro sexo. Ahogó un gemido tan dulce como sus orgasmos. Y suspiró levemente como cuando me envolvía entre sus piernas.
Ni una sola simple gota de su alma escapó a mis dientes.
"Bebe", me había dicho...
Y caí en la noche de mi saciedad. Adormilado en el amor de su sangre, apoyé mi cabeza entre sus pechos fríos y me acurruqué en el nuevo aroma ferroso que lo llenaba todo, como un recuerdo siempre presente.
Días y noches dormí sobre su cuerpo helado. El deseo me quemaba. Le hablé quedamente, la acaricié, la besé con dolorosa pasión, intenté poseerla nuevamente.
Días y noches abrazándola, oyendo el lento crepitar de los sueños muertos en su mente.
Y luego la soledad.
Lo quemé todo y me tendí en el claro del bosque, esperando el alba.
Con el primer rayo de sol vino su risa.
Aún no me había dado cuenta del aire que entraba en mis pulmones.
El pulso se aceleró en mis venas sobresaltándome. Corrí aterrado al agua, me lancé en ella, me hundí...
Sus manos en las mías me sacaron a la superficie. Su boca rió en la mía, salvaje como un demonio de la vegetación.
"Tu inmortalidad y mi vida", susurró en mi mente.
Lloré lágrimas de sangre con olor a incienso. Lloré hasta que mi mente quedó en blanco y una sola pregunta comenzó a sobrevolar todas las ideas que pugnaban idiotamente por hacerse entender: "¿Me amas? ¿Me has amado?"
Un frío siniestro se arrastró por mi espalda cuando ella dejó escurrir, pesada y melosa, la respuesta en mi cabeza: "Yo soy el amor".
Miré el sol con lujuria. Miré el día y las flores y las venas del aire de la primavera. Si ella era el amor, yo también lo era.
Me sentí vivo, me sentí feliz, me sentí perdonado.
Entonces comprendí el miedo inicial ante su respuesta: si ella, si yo, era el amor, ¿cómo seguir? ¿Cómo? El amor reclama lo otro, reclama al otro, huye del yo. Y ella, hundida en mí, estaba fuera de mi alcance.
Como si su sangre en mis venas hubiese olido mi comprensión, una tristeza lejana llenó mis fosas nasales con humedad y dolor. "¿Entiendes?", susurró apenada. "Sólo es posible la entrega para mí, pero tú eres captura, apropiación. Yo sólo doy, tú sólo quitas. Esto es cumplimiento."
Volví a la noche con mi primera víctima.
La arrastré suplicante por el pavimento. Tenía el pelo como el bronce al rojo vivo. Sus ojos negros pronto quedaron en la acera: no correspondía que estuvieran allí. Mientras bebía su sangre insípida, oía el llanto y el implorar de mi amada por sobre los gritos de terror. Pero esta sangre de agua no era el vino glorioso de mi bruja. Despedacé el cuerpo impío que no me satisfizo y volví a acechar en las brumas de un invierno lento y tétrico.
Su voz me suplicaba "¡No, basta!", pero yo sólo quería oírla, no me importaba si diciéndome palabras de amor o gritándome que era un monstruo, lo único que yo quería era escucharla, sólo escucharla una y otra vez.
¿Por qué me había hechizado de este modo? ¿Por qué buscar un equilibrio imposible con tanta crueldad? Su amor era cien veces más cruel que todas mis carnicerías... Mil veces más... ¡Millones de veces más!
Aullé de dolor, me sentía traicionado por su candor y su generosidad. "Bebe", me había dicho. ¡Bebe! ¿Cómo había podido hacerme eso?
Pues bien, bebería... Bebería mi furia sin fin hasta que la última gota de sangre sobre la faz de la Tierra estuviera en mis entrañas.
Acunaría la muerte en mí y gestaría antinaturalmente su amor en mi propio vientre reseco y masculino, aunque el mundo entero se condenase conmigo. La haría renacer de mis propias cenizas. La traería de nuevo ante mí para amarla y matarla, una y otra vez. Mi furor no conocía límites.
Mis siguientes víctimas sufrieron tormentos más refinados, suplicios exquisitos, lascivos cilicios. Su voz gritaba en mi corazón y cada golpe que daba, cada desgarro que generaba, era el reaseguro de su presencia en mí.
Una noche, súbitamente, ella calló. Era como si el cosmos hubiese cesado en sus movimientos.
¡No podía ser! ¡No la dejaría! Arremetí con furia, de a decenas masacraba las vanas vidas idiotas de los humanos. La estaba desafiando, probándola, viendo cuánto aguantaría antes de gritarme nuevamente que me detuviese. Pero no lo hizo.
Mi locura me hundió en el silencio.
Una ruina de sopor colmó eso que alguna vez había tenido por espíritu.
Los años desfilaron calladamente, respetuosos, impertérritos. Mataba simple y rápidamente, comía y huía. Hasta que la soledad se volvió intolerable.
Si esto era peor que la muerte, la muerte no podía ser más que bienvenida. Congregué las osamentas, los recuerdos de mil años y reinicié la pira. Sólo cuando hundí mis manos en el fuego ella sollozó que aún me amaba.
Días y noches cumplí mi penitencia. Días y noches me aletargué en los fangales, con las alimañas quitándome lentamente toda la sangre que había tomado.
Días y noches... Años... Siglos.
¿Deberé decir acaso que la sombra de una cabellera roja como el cobre ardiendo rondaba mi vigilia sin sueños? ¿Y que sus ojos tenían la amargura del dulzor perdido?
¿Deberé decir que sus labios se aparecían en mis delirios, pintados con finas rayas negras y grises que los atravesaban como un límite insuperable?
¿Importa el detalle de su piel aromática y blanca como la calígine?
¿Me importa a mí?
Nunca. Porque su alma aún anida en el hueco mohoso de mi pecho: su esencia de muertes y renacimientos, y mi antinatural deseo inmortal de reengendrarla. Ahí está ella, la siento latir como una vida extraña en mi carne reseca.
Con estas manos grises y llenas de tinieblas abro el cofre de mi tórax.
Con estos labios fríos sin su vida, recorro los pliegues de su luz escondida en mí. Mi dulce bruja brilla como un sol, cálido y compasivo, en mi interior manchado de coágulos de odio.
Mis ojos que arden con la esperanza que ella me enseñó, se anclan entre mis costillas y hallan el lugar donde nuestros opuestos se unen y se necesitan, nutriéndose el uno el al otro. El sitio donde ella no puede vivir sin mí, ni yo morir sin ella. ¡Oh, círculo sagrado! ¡El cumplimiento está en el deseo y sólo en él!
Ni una gota de sangre brota de mi cuerpo. La arranco de golpe, con una dentellada, y la deposito en el suelo, frente a mí.
La vida y el sol huyen de mis venas. El martillo de la noche me golpea impasible. Los marfilinos colmillos renacen lentamente.
Ella es pequeña, casi como mi mano. Paso mi lengua sobre su cuerpo cubierto de una leche almibarada y la limpio como a una recién nacida.
Mi corazón se detiene, pero sigo aquí.
Poco a poco la bruja se despliega, como una geometría imposible crece frente a mi vista. Pliegues asombrosos del espacio y el tiempo la devuelven a mí, hermosa y plena, como el día que la conocí.
Ella abre sus ojos, me ve, sonríe entre lágrimas.
Acerco mi boca a sus ojos verdes como un fresno bajo la lluvia, y los beso.
¡Nunca más lejos de mi lado, mi amada bruja! ¡Nunca más, no importa el precio, ni el ansia! ¡La tensión! ¡La tensión entre el ser y la nada, ese es nuestro hogar!
Acerco mis manos a su cuerpo suave como la ilusión, y lo abrazo.
Mi ser se hunde en el suyo, allí mismo, recién renacida, prístina, nueva, mía. La poseo una y otra vez en un preámbulo de eterna entrega y apropiación sin fin.
Acerco mi oído a su boca y escucho atentamente a mi dueña y señora; el espacio que alguna vez fue mi alma está contrito en un espasmo de aterrada expectación.
"Bebe", me dice. Y yo río en mi locura y mi alegría. "Bebe", suplica otra vez.
Y yo grito salvajemente en el paroxismo de mi felicidad: "¡Jamás!"
Teresa P. Mira de Echeverría (Argentina, 1971).
Doctora en Filosofía, trabaja como docente universitaria e investiga acerca de la relación entre ciencia ficción, filosofía y mitología.
Es una de los fundadores del taller literario “Los clanes de luna Dickeana”.
Sus cuentos han aparecido en las revistas Próxima, Axxón, NM y Opera galáctica entre otras publicaciones.
También ha publicado artículos y ensayos en diversos medios especializados como Signos Universitarios (Año I, 2 y Año IV, 6), El hilo de Ariadna, NM y Cuasar.
Con "La trama del vacío" (aparecida en las revistas NM y Cuasar) obtuvo el 2do. accésit en la categoría Ensayo del III Premio Internacional de las Editoriales Electrónicas (el ganador del primer premio fue Pablo Capanna).
Su cuento “Memoria” (candidato al Premio Ignotus 2013), integra la celebrada antología internacional Terra Nova publicada en España y Argentina, tanto en la versión castellana, como en la inglesa.
El cuento "Dextrógiro" fue traducido al francés dentro del proyecto que integran traductores de diversas universidades francesas, encabezados por profesores de la universidad de Poitiers, Francia; y apareció en la antología: Lectures d'Argentine —auteurs argentins du XXIe siècle—.
Su cuento "La tenue lluvia sobre los arces", integra la antología erótica de fantasía y ciencia ficción Psychopomp II: Bunny Love.
El cuento "Vidrio líquido" forma parte de la antología Tiempos Oscuros II —una visión del fantástico internacional—, dedicada a escritores argentinos.
Su cuento "Purgatorio-42" aparece en la antología Erídano, Suplemento Número 24 de Alfa Eridani.
Además, "N. Bs. As.", escrito en colaboración con su esposo, el escritor Guillermo Echeverría, forma parte de la celebrada antología Buenos Aires Próxima.
El cuento "La Terpsícore" resultó ganador de la convocatoria Alucinadas (una antología de relatos de ciencia ficción en español escritos por mujeres) e integra dicha obra junto con otras prestigiosas escritoras y editoras.
Su cuento "Máquina de mi alma" integra la Antología Steampunk. Relatos del retrofuturo, donde participan los escritores del Taller "Los Clanes de la Luna Dickeana".
En Agosto saldrá la primera antología de sus cuentos (se va a llamar: Diez variaciones sobre el amor), de temática estrictamente de ciencia ficción abordando la perspectiva de las relaciones humanas y algunas visiones queer. Y que tiene el plus de que va a estar ilustrada por grabados de una notable grabadora argentina: Inés Saubidet.