Los fantasmas que atraviesan este libro han tomado forma de historias. Habitan en un avejentado hotel de carretera o en el cuerpo de una gata embarazada, se enredan en una trenza atada por una cinta azul, explotan con estruendo en el aire y se ocultan entre los dientes de una minúscula mujer desnuda. Cruzan plácidamente de un relato a otro y por momentos se vuelven una presencia tangible que se cuela en la vida de cada día, engañándonos y seduciéndonos para que intimemos con ellos. La lectura de La primera vez que vi un fantasma nos deja con la sensación de haber experimentado algo extraordinario: una aparición terrorífica, un futuro inquietante, un recuerdo entrañable.
La escritora ecuatoriana , hábil para suponer tramas perturbadoras que dejan huellas hondas, parece haber venido para expulsarnos de la realidad y empujarnos fatalmente a la incertidumbre y a la extrañeza.