Azzam apartó los adornos que ocultaban una caja fuerte, giró la rueda a velocidad de vértigo y sacó un libro enorme que depositó reverencialmente sobre la mesita. Roberto observó con interés la cubierta negra, que parecía de metal, en la que destacaba el título en relieve. Hizo ademán de abrirlo, pero el propietario frenó su mano y le señaló unos guantes. Ambos se los pusieron y, esta vez sí, Roberto pudo abrir el libro.
Al tocar su portada metálica sintió un escalofrío. Las gruesas páginas aguantaban bien el paso del tiempo. Estaban escritas con una letra curvada, había numerosos dibujos, esquemas y símbolos. No los reconoció, pero eran fascinantes. Llevaría un montón de trabajo aquella traducción y quizá fuera baldío.
Para mí ya no hay esperanza. Sin embargo, eso no es lo que me desconsuela, sino pensar que el mundo entero pueda estar condenado por culpa de la tozuda negación de aquello que no comprendemos. Y es que no hay mayor peligro que el enemigo invisible, el poder que se gesta en la sombra y ataca en silencio.
Este relato será mi último intento de hacer llegar mi mensaje de alarma.