Soy Adriano Litta Fernández, piloto de la astronave Wells-Einstein y acabo de destruir la Tierra.
Grabo esta confesión a sabiendas que es difícil, por no decir imposible, que nadie la vea o la oiga, en realidad la grabo en honor a mi abuelo, que sin ser padre de mi madre fue el mio nonno.
He tenido que matar al comandante John Smith, ya que se oponía a que irradiáramos la energía que la Wells-Einstein ha acumulado en su viaje hiperlumínico sobre las Rocosas. Que es exactamente lo que estoy haciendo en estos momentos, con ello destruiré la vida presente y futura, superficial y la refugiada en bunkers antinucleares o grutas naturales. Erradico la vida por siempre en esas montañas.
Y eso que todo iba maravillosamente bien. La nave, la Wells-Einstein, Westein como la llamamos cariñosamente, es en realidad un prototipo de batería, una bien grande, eso sí, y funcionó a la perfección. Estuve escribiendo y reescribiendo el mensaje de felicitación para el equipo de ingenieros y técnicos (bueno, para sus sucesores, pues todos estarían jubilados sino muertos, a nuestro regreso) que la desarrollaron en tierra y fíjate, en lugar de radiar un mensaje de esperanza para la superpoblada Tierra, estoy irradiando a la Parca 2.0 para erradicar toda esperanza.
Es bien sabido que el viaje a velocidades cercanas a la luz aumenta la masa de la nave hasta alcanzar el infinito, imposibilitando la aceleración necesaria de la nave para alcanzar esa velocidad de la luz. Pues eso, masa casi infinita es lo que necesitaba el colector Kondrátiev-Taleb para acumular energía, grandes cantidades de energía, en su forma nuclear fuerte: acumulando nucleones y otras partículas subatómicas a átomos de Helio convirtiéndolos en constructos atómicos, mastodónticos e inestables. Y por eso mismo, por su facilidad para liberar la energía que acumulan, se convirtieron en la mayor esperanza de una humanidad sobre dimensionada, atada a un planeta esquilmado, sobreexplotado. La máxima eficiencia de recolección de energía se alcanza concretamente cuando la Westein, la nave-batería, alcanza exactamente la velocidad de la luz. No es barato en términos energéticos llegar a esas velocidades, pero la reducida masa inicial de la Westein ayuda, haciendo rentable la operación en términos energético. Ahora bien el proceso genera tres efectos indeseados: el primero es que acelera la entropía, vaya que acerca el fin del universo, el segundo es que genera efectos relativistas en el tiempo[i] y el tercero, que imposibilita las comunicaciones entre la nave y el resto del universo.
Perdonad si esta grabación es tan larga y detallada: es que no tengo nada mejor que hacer mientras siembro la muerte en la Tierra, luego me estrellaré con mi querida Westein.
Efectos secundarios de velocidades relativistas, que en nuestro caso se concretan en catorce meses de viaje a la velocidad del Halcón Milenario cuando salta al hiperespacio (más o menos), sin nada que hacer salvo recopilar datos y vigilar los controles de los brutales campos electromagnéticos, que evitan que el constructo atómico de Helio libere la energía que acumula, justo lo contrario de lo que estoy haciendo ahora. Los catorce meses pasaron lentos, muy lentos en la Westein, mantuve muchas y ricas conversaciones con el comandante. Era un gran tipo, inteligente, con sus cositas, pero buena gente en el fondo. Me he sentido fatal cuando le he abierto el cráneo con el reposacabezas de su asiento. Chapoteo en su sangre, mientras estabilizo la evacuación de la energía de la Westein. Pero en la Tierra tuvo que ser peor, al menos treinta años y este es el efecto relativista del que hablaba.
Treinta años en la Tierra, con carestía de recursos, con superpoblación y terribles gobernantes (bueno como siempre: Nihil novum sub sole). Lo que seguramente habrá generados constantes conflictos por el agua, por el petróleo… con millones de personas desfilando tras trapos de cocina con ínfulas, que es lo que son las banderas, atacando a otros por estar bajo otro trapo de distintos colores.
En cualquier caso John y yo éramos ajenos a todo lo que ocurría en esos días en la Tierra. Yo le explicaba cómo había planificado mi acceso al club de los ricos. Había dejado ordenado a la agencia espacial que me ingresaran mis catorce nóminas mensuales en mi cuenta corriente. Eso ocurría cada mes según el tiempo de la nave, pero cada dos años y dos meses según el tiempo terrestre[ii]. Había acordado con mi banco que mis nóminas se depositaran en un producto financiero: concretamente en Imposiciones a Plazo Fijo con un tipo de interés nominal anual (TIN, pagadero mensualmente en tiempo de la Tierra, obviamente), indexado a la inflación anual más un 3% anual de spread[iii], lo que tras 30 años iba a aumentar en términos reales (en poder adquisitivo, ya que estaba protegido de la inflación fuese la que fuese en todos esos años) un 145,68% mi salario, es decir contaría con un poco más de 2,5 veces mis nóminas cuando aterrizara y con el poder de compra de hace 30 años actualizado a los precios de hoy (bueno, del día de nuestra vuelta).
Cuanta ingenuidad la mía, ahora lo veo claro, pero entonces jamás lo habría sospechado. John sonreía y me felicitaba cuando le demostraba con orgullo mis proyecciones. Muy pocas veces me refirió el teorema de la autopista, como él lo llamaba. Me explicaba que el problema de la Tierra era como el del tráfico de Los Ángeles. Las autoridades angelinas para reducir las colas, el tiempo de espera de los automovilistas, construían nuevas autopistas, con más carriles, más eficientes. Esto, efectivamente, reducía el tiempo de las colas de los automovilistas, pero atraía a nuevos usuarios que hasta entonces no habían usado su coche para ir a Los Ángeles, ahora si lo hacían, dado que gracias a la nueva autopista se tardaba mucho menos que antes. Habían abaratados los costes de usarla en términos de tiempo, incrementado su demanda, es decir aumentado el tráfico de las autopistas. Y en cuestión de meses las autopistas se volvían a colapsar aumentado el tiempo de espera de los conductores, volviendo al punto de partida. Yo le rebatía que sí, que eso era cierto, pero que los conductores estaban mejor, porque ahora eran más, muchos más conductores. Lo argumentaba con el aumento del excedente del consumidor total. John, con ironía, me contestaba que ni mis rosáceos unicornios, ni el creciente excedente del consumidor, ni los miles de yottavatios[iv] que llevábamos en nuestra nave iban a paliar las necesidades de energía de la Tierra. Los humanos somos insaciables e inmediatamente aumentaríamos el consumo de energía agotándola instantáneamente, como hacen los conductores angelinos cuanto tienen disponibles nuevas autopistas, por muy grandes que estas sean. Lo mismo hará la humanidad con nuestra energía, aumentará drásticamente el consumo, trayendo incluso más criaturas al mundo, volviendo a dejarnos a las puertas del colapso energético. Yo no sabía que contestar ante ese argumento.
Por fin llegamos a la Tierra, es decir, la desaceleración de la Westein nos permitió captar emisiones terrícolas. El problema es que no captamos nada, el silencio de la Tierra era total, nadie respondió a nuestros mensajes. De todas formas cumplimos el protocolo y emitimos las teras de información que habíamos recabado y comenzamos a orbitar la Tierra para culminar nuestro frenado e iniciar nuestro aterrizaje tal y como teníamos programado. Cuando la superficie de la Tierra fue visible desde la Westein, ambos nos quedamos mudos, desde el espacio se podía ver los rastros de la destrucción de las grandes conurbaciones terrestres. La humanidad, la civilización moderna, había sido borrada de la faz de la Tierra. Me sentí como el Coronel George Taylor del planeta de los simios:
“… ¡Maniáticos! ¡La habéis destruido! ¡Yo os maldigo a todos! ¡Maldigo las guerras! ¡¡Os maldigo!! ...”
Sin embargo al orbitar sobre lo que fue Sudáfrica encontramos rastros de actividad humana, incluso personas vivas, concretamente en los alrededores de Lesoto (ese país reconvertido en reserva de negros cuando Sudáfrica era racista, allá por los años 60’s). Pero John no me permitió establecer contacto por radio de onda corta o de cualquier otra forma. Explícitamente me prohibió revelar nuestro regreso. Y fue tajante, extremadamente explícito, no me explicó el porqué, algo que nunca había hecho. Acaté sus órdenes.
Todo se aclaró cuando orbitamos Las Rocosas, el comandante, ahora sí, radió un mensaje de llegada por onda corta anunciado nuestra presencia. Cuál fue mi sorpresa cuando recibimos inmediata respuesta. En nombre de la Autoridad Mundial nos daban nuevas coordenadas para aterrizar y descargar nuestras inmensas reservas de energía. A lo que se avino inmediatamente el comandante. Tuvimos que replantear nuestra reentrada en la Tierra, lo que nos llevaría a dar un par de orbitas extras al globo, que un día fue azul y verde y ahora negro y sin futuro. Durante todo el tiempo mantuvimos el contacto, nos radiaron y visualizaron lo que había pasado en estos 30 años de nuestra ausencia. Nada que no fuera previsible: guerras por los recursos, revoluciones, golpes de Estado, el auge y victoria de la ultraderecha en Europa y su extensión como la pólvora a los países desarrollados de Occidente. Y finalmente la guerra nuclear entre los herederos fascistas de la OTAN renombrados como Autoridad Mundial contra el resto del mundo. Las bombas nucleares de EE.UU., Reino Unido y Francia contra las de: China, Afganistán, India, Israel y Rusia y como tenían armas nucleares para destruir varias veces la Tierra; la aniquilaron completamente. ¿Completamente? Pues no, como ese pueblito de la Bretaña francesa que se resistía al imperio romano, dejaron intacto Lesoto, aunque el pulso electromagnético que generó la aniquilación total habrá quemado cualquier cacharro moderno, condenado a sus habitantes a la edad media en unas horas de caos primigenio destructivo y a un largo invierno nuclear. Y los dejaron vivos porque alguien tendrá que limpiar las casas de los ricos, trabajar en las fábricas, recolectar las cosechas en los campos y limpiar de restos radiactivos el planeta.
Los dirigentes y oligarcas de la Autoridad Mundial se habían refugiado en gigantescos bunkers en las Rocosas para sobrevivir a la destrucción nuclear. Y tranquilamente esperaron nuestro regreso exitoso, que un genio de la astrofísica había detectado pues había medido la leve, pero significativa aceleración de la entropía cósmica: señal inequívoca de nuestro éxito, pero no de nuestra supervivencia. Pero la ausencia de una explosión como nunca antes haya visto el universo, garantizó que la Westein estaba operativa. Y ella solita, sin John y sin mí, era muy capaz de volver a la Tierra. Ahora con la energía sin límites que les íbamos a proporcionar y dado que la nave era reutilizable, iban a iniciar la reconquista de la Tierra y el sometimiento de cualquier superviviente, sobre todo los de Lesoto.
No iba a darles a esos fascistas supremacistas la caja de Pandora que es la Wells-Einstein. El comandante estaba encantado de que las cosas se hubieran desarrollado así. Y no debí sorprenderme, en nuestras agradables conversaciones tras el teorema de las autopistas, John argumentaba la necesidad de un cambio de paradigma, de una fuerte reducción de la población humana. Pero nunca pensé que tras esos argumentos se escondiera una reducción traumática e involuntaria. Nada más traumático y menos voluntario que el exterminio, que el genocidio. Una reducción de la población de cuyas consecuencias positivas sólo iban a beneficiarse unos pocos: las elites de tez clara del hemisferio norte. Eso sí, con el coste adicional de descontaminar el planeta y padecer un invierno nuclear, pero con energía sin límites, voluntad y mano de obra prescindible (la de los nativos de Lesoto) sería más fácil asumirlo.
No lo dudé, tomé mi decisión, desencajé el reposacabezas del asiento del comandante, y le golpeé hasta que su cráneo se resquebrajó coma una sandia madura.
Inicié la eliminación de los campos de contención del constructo atómico del Helio, en esta última orbita sobre las Rocosas, comencé esta grabación mientras sembraba con energía las montañas. Yo estoy condenado, los altísimos niveles de radiación me habrán generados decenas de cánceres. Prefiero estrellarme con la Westein cerrando la única salida del bunker, que morir de decenas de cánceres en unos meses. He regado con tal cantidad de energía las entrañas de las Rocosas que nada a decenas de kilómetros bajo las rocas puede sobrevivir. He exterminado todo lo que quedaba de la vieja Tierra.
Es poco probable que los nativos de Lesoto, anclados en la edad media y con un planeta contaminado puedan sobrevivir. Pero la humanidad nunca lo ha tenido fácil, en su mano está que los humanos perduremos. Les deseo la mejor de las suertes.
Aquí y ahora yo: Adriano Litta Fernández me inmolo y garantizo el exterminio de los últimos fascistas supremacistas de la Tierra. Olvidadnos, no nos recordéis: no lo merecemos.
[i] Esos efectos que cualquier novela de Ciencia Ficción que se precie explica, se dan cuando se viaja a velocidades cercanas a la luz. El famoso caso de dos gemelos, donde uno se queda en la Tierra, mientras el otro se da un garbeo por el universo a todo mecha. Para volver a la Tierra y encontrarse que su hermano es un anciano y él sigue siendo un jovencito imprudente.
[ii] No es cierto, porque el tiempo no transcurre de forma homogénea entre dos objetos cuando sufren aceleraciones relativistas. Pero estuve bien asesorado por un físico teórico experto en transformadas de Fourier, con las que hacer los cálculos y responsable del calibrado del viaje para la agencia (él hizo la estimación de los 30 años) y un economista experto en descuento de flujos monetarios, vaya un bancario o lo que es lo mismo un moderno chupasangre: la adaptación perfecta a esta sociedad capitalista de los tradicionales vampiros como el Conde Drácula.
Sin embargo no es una mala aproximación: un mes de la nave por cada 25,7 meses de la Tierra, pues el periodo de aceleración se tienden a compensar con el periodo de desaceleración.
[iii] Aproximadamente el tipo de interés real anual (r) es el tipo de interés nominal anual (i) menos la inflación anual (π). Es decir r = i – π. Pero sólo es cierto para valores bajos de inflación y tipo de interés nominal. La relación correcta la da la ecuación de Fisher, en honor del economista estadounidense Irving Fisher(1867-1947) es:
Por lo tanto, para garantizar un tipo de interés real del 3% (r = 0,03) es necesario fijar el tipo de interés nominal en función de la inflación: i = (1+0,03)(1+ π) – 1 = 0,03 + π + 0,03 π. Siendo este tercer sumando el que hace que la aproximación inicial deje de ser cierta para valores altos de inflación y/o tipos de interés nominal.
[iv] Yetta es una unidad de medida equivalente a un cuatrillón, pero continental no anglosajón. Ejemplo: un billón continental es un millón de millones, para los anglosajones un billón son sólo mil millones.