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Veredicto

Suárez, Lisardo

Ochenta y dos segundos es el tiempo estimado de llegada. Mil ciento cuarenta metros hasta el punto de destino y la gente que se manifiesta en las aceras de la gran avenida es una multitud, incluso a esta distancia del Palacio. Reabro la frecuencia del despliegue de seguridad mientras comparto con el vehículo las instrucciones recibidas para el estacionamiento.

Ahmed sigue ensimismado en la documentación; mueve con suavidad las ventanas de la nariz. Me fascina su imagen, ajeno a todo.

Antes de que se detenga el vehículo, ya he liberado mis conexiones y estoy preparado para ejecutar mi labor. Cuando abro la puerta, los gritos entran como una ola con vibraciones tan intensas que son casi palpables. Las palabras tienen vida, dice siempre Ahmed. Los gritos arrecian cuando salgo. Varios Guardias de la Revolución se aproximan desplegados en semicírculo entre nosotros y las escaleras del Palacio. Los encargados del control y vigilancia directa de los manifestantes no se mueven ni un milímetro; tienen los datos del despliegue, por lo que su atención está enfocada en la multitud. Los gritos aumentan. En pocos pasos, el colink me ha permitido compartir las medidas con el oficial al mando. Abro la puerta de Ahmed. Levanta la mirada, me dedica una sonrisa algo apagada y suspira. Tomo su maletín.

Parece cansado, pero apenas vacila un instante ante el espectáculo de la enorme cantidad de personas que se manifiestan a la entrada del Palacio de Justicia y cuya masa enfervorecida está separada en dos, frente a nosotros, por las amplias escaleras de acceso. Podría ser el profeta Musa ante el mar Rojo. Hoy quizá se pueda abrir algo más profundo que un mar.

No deberíamos temer ningún contratiempo porque el operativo incluye equipo militar; cualquier cosa fuera de lo normal dentro del alcance de sus sistemas será neutralizada de inmediato y para siempre. Pero no sé descuidarme, no estoy hecho para eso. Mientras subimos los escalones de acceso resulta imposible ignorar la división de pareceres entre los manifestantes, merced a los insultos y apoyos que braman entre chillidos de rabia o de pasión. Los jourdrones zumban para cambiar las posiciones de enfoque mientras registran el evento para los espectadores. Las cámaras me dan más confianza en la seguridad de Ahmed porque los poderes de la República no permitirán ningún tipo de incidente, ni aquí ni ahora.

Cuando entramos en el enorme vestíbulo abovedado del edificio, el sonido de nuestros pasos sobre el mármol se confunde con los ecos del griterío exterior. El colink me confirma que Abda y Amelia ya están en camino hacia la zona especial de la sala que las ha albergado, protegidas, durante todo el proceso. Aunque solo se permite la presencia de visitantes autorizados para esta sesión final, la seguridad es férrea. Los bots de Securtech se encargan de revisar a todos los presentes; noto cierta intensidad en el brillo de los sensores de la unidad que nos inspecciona, rigurosa pero cordial a su manera.

Se ha evitado cualquier riesgo y el lugar está bajo el control de la Guardia, la élite de nuestra amada República Panarábica Unida, su mano amiga, su puño ejecutor. En el acceso a los elevadores, por un instante, somos el objetivo del haz marcador balístico de un Efrit-As. El presagio electrónico de muerte desaparece antes de que gire para enfrentar al gólem de metal. Prefiero valorarlo como una interferencia mientras entro con Ahmed en el ascensor, aunque me aseguro de colocarme entre él y la posible fuente hostil. Bloqueo el acceso de llamadas, correos y mensajes al terminal de Ahmed porque ya es el momento. Mientras subimos, nuestras miradas se encuentran.

Sus profundos ojos verdes transmiten tensión, aunque también confianza; su amplia sonrisa no puede ocultar ninguna de las dos cosas. Conozco esos ojos, me he perdido en ellos muchas veces. El grupo que nos acompaña impide la menor intimidad, por lo que me limito a bajar poco a poco la cabeza para que vea reflejado en mi rostro lo decidido de su gesto; asiento con rapidez. Estoy contigo, Ahmed. Siempre lo he estado.

Al salir del ascensor, giramos por el pasillo de techos altos hacia la sala. Nuestra escolta queda fuera, pero el colink me muestra con claridad la disposición de otros operativos en el interior. La RPU no quiere que nada empañe la imagen de férrea seguridad y cuidado de sus ciudadanos frente a espectadores de todo el planeta.

Abda y Amelia están en la zona adaptada; Ahmed sonríe en su dirección. Cuando se sienta en la banca de los demandantes, un servibot le sirve té negro cargado, su favorito. Le doy los medicamentos que debe tomar a esta hora, saco los documentos del maletín y los dejo a su alcance. Repaso el colink mientras entran los miembros del personal de sala, los de fiscalía y los periodistas acreditados. Informes de pequeños incidentes en el exterior. Entran los tres jueces para la sesión final, todos nos ponemos en pie y volvemos a sentarnos cuando han ocupado sus sillones de madera antigua y tejido acolchado rojo. El jefe de sala nos recuerda que las disputas se resuelven de conformidad con los preceptos de la ley de nuestro Estado de derecho, bajo la iluminación del Corán y la Sunna.

Cuando comienzan las intervenciones de la sesión definitiva, miro a Amelia y Abda. Mientras repaso el momento en que se presentaron en el despacho de Ahmed, llaman al fiscal para que comience su alegato final. Lo que más me sorprendió entonces fue que, al ser Amelia de Suecia, no hubiesen ido allí para contraer matrimonio. Muchos lo hacen. Fuera de la RPU hay bastantes lugares que han legalizado la figura. El fiscal continúa con sus alegaciones.   

Tuvo más sentido luego, cuando conocí bien a la pareja. La razón principal era Abda, súbdita de la Gran República y que conocía igual que yo cómo eran las cosas aquí. Había pasado por muchas situaciones desagradables y la decisión de luchar por el derecho a casarse era definitiva. Quería poner su granito de arena para conseguir los cambios que demandaba buena parte de nuestra sociedad. No era un tema de occidentalización, como algunos trataron de insinuar. Pagaba impuestos, votaba, podía ser elegida para cargos públicos, pero impedían que se casara con Amelia. Y estaba dispuesta a luchar para hacerlo, a cualquier precio.

El fiscal habla de tradición. El colink reporta más incidentes en el exterior, todos bajo control. Sé que Ahmed dudó varios días antes de aceptar el caso. Jamás me consultó ni habló de sus preocupaciones y de lo que podría implicar; sin embargo, lo notaba en su mirada que me rehuía hasta que decidió tomar la representación legal de la pareja en su demanda contra el Estado.

El tiempo del fiscal termina y ninguno de los tres jueces tiene preguntas. Según las estadísticas, es un hecho que coincide con un fallo en contra de los intereses de la fiscalía el 58,61 % de las veces. Comienza el turno de Ahmed. Amelia trabajaba para una empresa de prospección holandesa y no tuvo ningún problema laboral, aunque los sociales abundaron y renunció a su puesto. Abda los tuvo, de toda clase, pero aguantó con entereza. La voz de Ahmed es segura, llena de convicción. Cree en lo que dice; siempre ha sido así.

En el exterior hay intervenciones aisladas de las fuerzas de seguridad. Cuando termina su alegato, dos de los tres jueces hacen preguntas sobre temas que lo he oído preparar durante semanas. Gestiono la agenda de Ahmed y acepto entrevistas con las principales agencias. Dejo libre la tarde del jueves porque Ali y Yusuf celebran ese día su aniversario de boda y Ahmed nunca ha faltado a la fiesta. Tras las respuestas de Ahmed los jueces no tienen más preguntas, lo que se traduce en un 62,01 % de fallos a favor del demandante según los registros.

Los jueces no se retiran a deliberar, sino que desconectan los sistemas auvi mientras conversan protegidos por una barrera de distorsión. Un 82,37 % de probabilidades de veredicto en menos de seis minutos. La sesión es líder de pantalla en el país y en la mayoría del resto de naciones emiten algún tipo de programa especial. La tensión entre los asistentes es obvia por su lenguaje corporal y temperatura. Dejo dos días libres en la agenda de Ahmed porque necesitará un pequeño descanso cuando todo esto termine. Los jueces retiran la barrera. Han pasado doscientos noventa y dos segundos. Repaso la lista de la compra en función de los últimos datos compartidos por el refrigerador y la despensa. El decano toma la palabra.

Consulto previsiones meteorológicas y planifico el guardarropa de Ahmed durante los próximos días. La voz del juez es firme. Clasifico mensajes profesionales para Ahmed pero dejo sin tocar los personales, aunque reviso los remitentes. El decano falla a favor de la parte demandante. Gestiono las citas del bufete. El griterío estalla en la sala, con júbilo y enfado a partes casi iguales por el veredicto. Reviso el caudal del riego por goteo del jardín de nuestra residencia. Ahmed sonríe a sus clientes con la alegría del éxito. Informe de altercados en el exterior que la Guardia ataja sin contemplaciones. El tribunal da por cerrada la sesión y ordena despejar la sala. Selecciono prendas de Ahmed que deben ir a la tintorería. Los asistentes comenzamos a salir. Dirijo en remoto la berlina hasta la zona subterránea de carga, por donde será más seguro que salgamos según la apreciación del responsable del operativo. Voy con Ahmed hacia el ascensor y reabro los accesos a su terminal.

Busco en su rostro algún signo de esperanza. La mía. La suya. Pero está concentrado en responder los mensajes de felicitación. Fuera del edificio, la Guardia ha impuesto la calma y hoy habrá más trabajo en los hospitales de lo habitual.

Cuando accedemos a la segunda planta subterránea, Abda y Amelia ya han llegado por su propio acceso. Ahmed las felicita y ellas se deshacen en agradecimientos. Amelia tiene cuidado de que su robusto sistema de orugas y perforadores hidráulicos no llegue a dañar a Ahmed, mientras Abda mueve con gracia sus finos brazos multiarticulados para abrazar a su abogado, su amigo, su Mose, mi Ahmed. Se despiden hasta el próximo martes, cuando nos reuniremos para tramitar papeleo y honorarios.

La berlina espera en el área sur. Estamos a menos de quince metros y nos fija el haz balístico de uno de los Efrit-As desplegados en la zona de carga. Puede vaporizarnos en un instante, pero hago mi trabajo: me interpongo entre las armas y Ahmed. Activo contramedidas mientras preparo opciones ofensivas para abortar su acción, aunque con pocas posibilidades de éxito. Otro Efrit-As hace lo propio con la unidad que está saltándose las órdenes. El oficial al mando inunda el espectro con todo tipo de instrucciones de mando y control. El haz se interrumpe, aunque veo la luz de sus sistemas enfocada en nosotros; fría, implacable, intensa, cargada. Ha pasado menos de un segundo. Ahmed nunca sabrá nada. El colink arde con imprecaciones. Deber, RPU, imagen mundial, traición, compañerismo, consejo de guerra, órdenes, mártir y camaradería son los nueve conceptos más compartidos mediante los enlaces durante el incidente.

Entramos en la berlina. Ahmed suspira con un tono de cansancio y alivio que contrasta con su sonrisa. Me integro con todos los sistemas y comienzo mi propia recarga; todo son luces verdes tras el diagnóstico. El vehículo arranca con suavidad. Sigo callado, pero vuelvo a escanear el rostro de Ahmed en busca de esperanza para nosotros. Cuando salimos al exterior del Palacio de Justicia, la luz del sol reverbera en los cristales ahumados. Ahmed toma mis manos forjadas en acero táctico entre las suyas; me mira mientras pasa sus finos dedos por los míos, sólidos y fríos. Debe estar viendo su reflejo en el cromo reforzado de mi placa facial. Espero que hable, que diga que tenemos una oportunidad, que me haga confiar en que nosotros sigamos el mismo camino algún día; pronto, porque Ahmed se hace mayor. Mis procesadores saben que ahora no es el momento, por la tensión social que el veredicto causará entre algunas facciones y porque la RPU da en un sitio y quita en otro, pero podríamos intentarlo. Ahmed aprieta sus manos sobre mis dedos hidráulicos, sonríe y sus ojos se llenan de lo que tantas veces me ha hecho perderme en su mirada. Empieza a hablar.