Ingresé en el shopping a las tres. La senda central de la puerta de Avenida Italia no transporta al holocorredor de cosméticos, por lo que me desvié y tomé la escalera mecánica que comienza hacia la derecha. Luego volví a conectar con la senda que desciende y fui bajando niveles mientras desactivaba mis receptores de retina con cierta dificultad. Ya no soy buena recordando los nombres de las cosas, ya sabes por lo que he pasado, y espero que disculpes tanto la falta de referencias exactas como por otro lado la insistente descripción de cómo dar con ellas.
Tenía la idea de comprar un pequeño necesaire de jewelinas que sabía que promocionaban desde hacía un buen tempo en la penúltima tienda y cuya referencia me había entrado en la sien derecha durante la tarde del domingo, en el correr de la teletienda de canal 12. Había pensado en conservar el labial número 5, o el 3, y el resto de la delicada cajita guardarla para regalarla en algún cumpleaños. Hoy en día, creo que como siempre, no es bueno aceptar cosas lujosas a través de las tiendas virtuales o de los oleotransmisores. Sobre todo de parte de los más refinados, esos que se pasan todo el día contactándote para venderte algo casi siempre innecesario. Bordox de hormonas para combatir la calvicie en un gel iridiscente, cómo si a algún hombre le interesara hoy en día algo relacionado con el pelo. Alsacia: siete días en dos minutos, como si todavía intrigara una virtualidad que no esté relacionada con otras estrellas. Chips de manuales de supervivencia para el inminente apocalipsis; de espiritualismo tibetano; de lo último que nadie se pone en París. Actualizaciones baratas; versiones paraguayas traídas de contrabando y que se venden por poco en la feria de Tristán Narvaja o en el mercado de techitos blancos del Obelisco porque en realidad nadie las compra si no es para un regalo. Yo creo que buscan en alguna lista a las jubiladas como nosotras para atomizarnos con todas las promociones habidas y por haber, como si estuviéramos obsesionadas con esa frivolidad. Raúl se resistió toda la vida a los sistemas holográficos y virtuales; él nunca hubiera comprado algo a no ser en persona. Y no es que una no intente, y que la idea no permanezca intacta, sino que con el tiempo todo se vuelve costumbre, y es difícil no verse arrastrada por el último grito de la moda, la ciencia o la medicina, más aún si la memoria ha comenzado a fallar por el paso inexorable de los años. De cualquier forma, una joya debe comprarse en persona.
De modo que llegué al corredor de las holotiendas cosméticas. El final de la senda parece una cascada natural y sentí cierto vértigo. Durante un instante creí que podía llegar a caerme desde una altura impensada. Nadie se ha dado cuenta de esto. En lugar de poner el paisaje de un bosque o una playa serena, se les da por la reproducción de una catarata justo donde termina una senda. Yo no me considero anticuada, pero alguien que lo sea puede llegar a alarmarse y a confundirse. No todo el mundo se acostumbra a los campos relativos de virtualidad objetiva. Mucho menos a los de virtualidad subjetiva, de la cual desconozco alguna otra cosa más que el chisme de que los chiquilines que se hacen los rebeldes mirándose entre ellos durante horas en la plaza como si fueran tarados, se intercambian los chips y sus actualizaciones a través de los puertos de conexiones pulgares de una forma por completo ilegal. Cuando alguno de estos muchachos es detenido por alguna cosa, las autoridades siempre comprueban que los chips han sido tan alterados que no se corresponden con nada que circule en el mercado. Y muchas veces, al tener que resetearlos, se pierde información que podía haber significado algo para alguien. Es triste ver cómo se degeneran esos muchachos. Sé del nieto de Irma, que fue detenido por incendiar sus libros de curso frente a su parentela. Dicen que había pasado sesenta días de corrido conectado. He escuchado de otros que se arrancan las visuopantallas y que luego apenas ven, o que rechazan los sensores telemétricos y luego no saben cómo sentir nada. Se corre un rumor hace tiempo de un grupo que ha alcanzado el absurdo extremo de carecer de chip. No de tener uno en blanco o alterado, sino de no tenerlo. Como si fueran los salvajes en Groenlandia. Esto por supuesto no responde a una situación socioeconómica, al fin y al cabo hace décadas que los chips y los receptores se han implementado. Responde a una ideología, a un derivado asombroso del nihilismo robótico que a su vez fue un subproducto del nihilismo filosófico de hace medio siglo, a comienzos del milenio. Al fin y al cabo yo no sé si no son los padres los responsables de que la juventud esté tan perdida.
El frente de la tienda brillaba en un intenso tono azulado. Hace tiempo me han explicado que es incorrecto expresarse en términos de frente y fondo, arriba y abajo cuando uno habla de un espacio holográfico-virtual. Más correcto es referirse a los niveles, subsecciones y yo qué sé. Así, el frente brillaba en azul.
Pero antes de irme de tema otra vez te voy a contar la razón de este telemensaje, el meollo del asunto. Porque no te mando este mensaje para contarte sobre mi tarde de shopping, aunque parezca que eso estoy haciendo.
Cuando estaba a punto de entrar a la tienda me frené en seco. Fue una especie de presentimiento. No un telemensaje perdido, o un doble-spam, sino un auténtico presentimiento. Esa sensación que teníamos cuando éramos chicos y sabíamos que en el otro canal había empezado algo que queríamos ver, o que alguien estaba por llamar al celu. La tienda es bastante nueva. Esta atendida por cuatro muchachos atléticos, que por supuesto no son muchachos reales; como mucho uno de ellos, el que oficia de encargado, sea un autobot pasado de moda. Me asomé y miré desconfiada. Entonces adentro vi a Delia, la hija de Albertito, aquél hombre tan bueno que se pegó un tiro. Y no estaba sola. Me pareció fantástico verla acompañada, ya sabes las dificultades que ha atravesado en su matrimonio. Pero sentí un asombro profundo cuando di dos pasos al frente, su compañía se asomó desde detrás de un escaparate, y al final pude verla. Era Natalia, Natalia Zelmann. Giré sobre mí misma y caminé nerviosa hasta el final del corredor. Me hice la distraída mirando un escaparate con cremas biogenéticas. No lograba analizar lo que había visto. ¿Cómo era posible que Delia, la misma que creció con nosotros desde que éramos niños, caminara junto a esa mujer tan infame? Hace un año casi se matan, y ahora se hacen comentarios hilarantes al oído mientras escarban en los muestrarios de gemas imitación de diamante de Ceres. No podía ser. Pensé que me había equivocado, que debía tratarse de alguien muy parecido, que ya estoy vieja y que no sólo a veces no recuerdo sino que me fallan las actualizaciones, que me han estafado con eso de “larga vida”, y que eso es culpa mía por confiar en repuestos chinos de segunda mano. En resumen, que es más probable que me equivoque en cualquier forma imaginable a que esa sea Natalia Zelmann.
Regresé hacia el frente, sector 1, de la tienda. Pensé que en otros lugares personalizan las presentaciones, pero que aquí se opta por ese monocorde azul brillante. También que había hecho bien en apagar mis receptores visuales, de otra forma me hubieran enloquecido desde el momento en que había entrado en el shopping con las propagandas y promociones personalizadas. Siempre me aburrieron esos hologramas de muchachos de piel cetrina, como si fueran selenitas o habitantes de la India, intentando venderme algo. Me sentí un tanto contrariada. Pero ahí estaba, mirando a Natalia Zelmann que le mostraba a Delia un collar con pequeñas piedras violetas que se suponía provenían del asteroide Eros; traídas por esa máquina minera que liberaron hace diez años al espacio y que ha evolucionado por sí misma y que ahora cada vez cobra más caro. Delia le sonreía y afirmaba con un movimiento de la cabeza. En un momento Natalia dejó la joya en el muestrario, pero antes la tocó con el pulgar. Su dedo se iluminó de un delicado tono rosado. Lo había comprado. Debería armar de nuevo la frase para que entiendas mi asombro. Delia le compraba un diamante de Eros a la muy atorranta de Natalia Zelmann. Yo, desde que se han encrudecido mis achaques, cuento con la actualización médica original en forma permanente en mi visuopantalla. Si no confiara en estos datos, hubiera dudado en ese momento de la precisión de mis percepciones. Pero podía comprobar los datos. Nada de eso estaba ocurriendo. Todo lo que veía era real desde una perspectiva estadística.
Me sentí intrigada, como lo estarás tú a estas alturas, Me pregunté qué podía hacer, cómo actuar en una situación como esa. Pensé: ¿Qué haría si aún fuera Raúl? ¿Cómo llegar hasta el inusual dúo y averiguar las razones de tal asociación? Podría pagarle a una persona para que preguntara de forma distraída. Claro, si es que alguien más que una vieja conservadora y anticuada estuviera dispuesta a caminar los treinta o cincuenta metros hasta una senda y después los diez o quince hasta una tienda desierta atendida por robots holográficos. Miré a lo largo del corredor, y el borde que se veía de los niveles superiores e inferiores: nada se movía que no fuera el tintineo de las luces de algún escaparate. Recordé que apenas me había cruzado con el autobot que oficiaba de recepcionista, cuya función seguro era inútil y que mantenían por alguna sentimental costumbre de un humano implicado. Entonces se me ocurrió una idea, una iluminación genial digna de Raúl mismo. Reconozco que en ocasiones, volver a pensar en masculino resuelve ciertos inconvenientes. Allí debajo, en el subnivel 3, las luces rojas y azules parpadeantes anunciaban la presencia de la mejor tienda de autobots de todo Montevideo. Y si bien mi intención no era adquirir una de esas tostadoras, y creo que aunque quisiera no me habilitarían por un acuerdo de exclusividad con la aseguradora, bien podría alquilarla por una o dos horas. Me habían quedado seis cómputos libres de la promoción de actualización obligatoria de oleotransmisores hipofísicos anual, de modo que podría no gastar ni un céntimo extra.
El autobot abrió los ojos.
—Buenos días, señora. Mi nombre es…
—Tu nombre es Lucía Ergwood.
—¿Lucía Ergwood? ¿Cómo la actriz robótica?
—Sí... Poco importa. Debes simular por unos minutos que eres humana.
—Debo decirle que esta identidad podrá advertir sobre mi naturaleza robótica.
Lo pensé.
—Entonces, Lucía… Gómez.
—Gómez. ¿Debo hablar con acento europeo o…?
—No. Lucía a secas. Eso sólo. Si se da que necesita decir un apellido, improvise.
—Perfecto.
Le di las instrucciones en forma detallada. Siempre recuerdo las lecciones que me daba mi nieto mayor cuando venía a verme. Él decía que las actividades automatizadas debían programarse paso a paso, y que un autobot al fin y al cabo sólo era una máquina estúpida. Era lo mismo programar uno que describirle las tareas automatizadas a los sistemas mecánicos de la casa, como hace un siglo programar un lavarropas. Paso a paso le dije lo que debía hacer. Temí en un momento no poder recordar las primeras instrucciones de tener que repetírselas, pero esto no ocurrió. Lucía se despidió de mí en el subnivel 2. Seguimos caminos separados pero convergentes.
Vi como ingresaba en la tienda desde encima de la senda del pasillo holográfico. No me quise arriesgar en la entrada de la tienda por lo que crucé el descanso central, ascendí un nivel en una escalera mecánica y me situé justo enfrente, desde donde con un pequeño aumento en mi visuopantalla que no llegaría a costarme un crédito, tendría una excelente panorámica. Lucía se dirigió de inmediato al muestrario de joyas espaciales. Tenía instrucciones de disimular, pero también de actuar con celeridad. Todos los sensores automáticos dentro de la tienda ya estaban al tanto de su condición robótica e interpretarían que el humano dueño debía estar cerca. Pero esto no duraría por siempre. En pocos minutos, con seguridad cuando el encargado autobot se desocupara, interceptaría a Lucía y le preguntaría por sus asignaciones. Estas no estaban a la vista en la pantalla del robot, por lo que el funcionario intentaría en primer lugar una conexión electrónica. Cuando no consiguiera nada con esto tendría que comunicarse en forma verbal, lo cual ya era casi un escándalo entre artificiales. Lucía no podía mentir, por lo que la estratagema no duraría mucho. De todas formas le había dicho que de llegar a este extremo saliera de la tienda y se encontrara conmigo en el nivel intermedio. Prefería hacerme la desvariada y tener que darles explicaciones a las autoridades, que a Delia y a Natalia Zelmann juntas. Se fue acercando poco a poco y en un instante ya estaba hablando con Natalia. Debía decirle: Que increíble cómo nos estafan con estos diamantes imitación que dicen que traen desde el espacio. La otra le respondería que sí, que es un atropello, pero que los auténticos son inaccesibles. En ese momento Delia se vuelve la mejor cómplice, girando sobre sí misma y enfrentándose al encargado. ¿Por qué es que paga todo Delia? ¿Será que la otra la está chantajeando? ¿La ha amenazado que finja, que se haga la contenta, que actúe como si fueran amigas de toda la vida? En ese momento Lucía pregunta, lo veo perfecto en el movimiento de sus labios: ¿Ustedes son amigas? Natalia se explaya, hace gestos mientras habla de espaldas a la entrada. Lucía afirma con la cabeza. El encargado sonríe a Delia pero mira con insistencia a Lucía. Seguro ya la ha interrogado en forma electrónica y la mira pues no entiende la nula respuesta. Delia vuelve a girar, su compañera le habla y ella le estrecha la mano a Lucía. El encargado comienza a caminar para darle la vuelta al mostrador. Lucía saluda con cortesía y sale de la tienda.
Me apresuré a través del corredor y tomé la escalera mecánica que comunica los niveles. Vi cómo Lucía llegaba al corredor intermedio. Pensé que no habían pasado ni quince minutos, y que podría conseguir un descuento por devolverla antes de la hora. La interrogué con rapidez y entonces, en un instante entendí todo. Te pido prestes especial atención a la siguiente explicación. Si te ha costado seguirme, o si a estas alturas no entiendes de dónde viene mi peripecia ni a dónde va, atiende sólo al siguiente párrafo; el que te enviaré como telemensaje apenas termine de redactarlo, pues quiero que conste por escrito. Así podrás repasarlo en tu visuopantalla todas las veces que pienses necesario.
La compañera de Delia creía en efecto ser Natalia Zelmann. La misma que fue la secretaria de su marido durante doce años. Hasta que los encontró juntos en un hotelucho de mala muerte y casi los mata a ambos. Esa mujer había estado a punto de arruinarle el matrimonio y por eso, más que nada, era que no entendía cómo ahora parecían tan vinculadas. La confirmación de su identidad por parte de Lucía no hizo en el momento más que avivar cualquier disparatada teoría conspirativa que me pudiera imaginar. Me lamenté en no haber podido descubrir lo que se me presentaba como un verdadero enigma. ¿Qué hace que una persona adulta, resuelva sus más insoportables diferencias con otra que es la personificación de sus más temidas pesadillas? ¿Sería que a Delia le habían lavado la cabeza en algún centro religioso? ¿Sería una víctima más de la estupidizada moda cíclica de la paz y el amor? Con todo este barullo en la cabeza nos fuimos dirigiendo hacia la tienda de autobots. Yo repetía en voz alta: No entiendo, no entiendo, no entiendo. Entonces, a último momento, cuando iba a entrar en la tienda, Lucía me detuvo y me dijo:
—Creo entender algo de lo que usted no.
Supongo que la miré con gesto de poco, pues estaba casi mareada de tanto pensamiento.
Lucía continuó.
—En muchas ocasiones, más de las que usted quisiera admitir, las personas alquilan autobots para tareas impensadas en parámetros humanos. Temo que esta sea una de esas ocasiones
—Continúa —le di aliento.
—Apenas usted terminó de darme mis instrucciones yo creí deducirlo. Pero luego, cuando ingresé en el establecimiento pude comprobarlo.
—¿Qué cosa? —pregunté ansiosa.
—La acompañante de su amiga no es una persona real, es un autobot; una como yo. ¿Entiende? Un robot de alquiler, y ni siquiera uno de los mejores o más actualizados. Tan sólo un robot que ya conoce demasiado lo que es ser alquilado para representar a alguien y que ha aprendido muy bien cómo hacerlo.
—No entiendo.
—Parece obvio —agregó y se puso en marcha hacia el interior de la tienda—. Le sorprendería descubrir cuán poco los seres humanos se comportan de forma lógica como los robots. Eso los vuelve impredecibles. Es una de las razones de que ya no fabriquen analistas robóticos.
Dejé que se marchara y me dirigí hacia la escalera mecánica, tan distraída que olvidé reclamar el descuento por haberla tenido menos de una hora.
Al llegar a la puerta de entrada, con el aire de mar dándome en el rostro, reflexioné: ¿Qué oscuros sentimientos movilizan el alma humana? ¿Sería posible que una buena mujer como Delia se haya valido de una sutil forma de venganza, ofreciéndole al destinatario de su desdén una constante pero asexuada fuente de tentación? ¿Sería este tormento suficiente para Delia y su orgullo herido?
Decidí no darle más vueltas al asunto. Desde hace medio siglo, cuando éramos dos apuestos muchachos con mucho tiempo para perder en lo que fuera, que no escuchaba un suceso tan disparatado.
Miro la playa enrojecida que ha dejado la inundación donde antes estaba la avenida y pienso en mi padre. ¿No tenía razón ya él cuando decía que el mundo entero se había vuelto loco?