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Socorro

Santos, Isabel

“Nuestras investigaciones nos llevan a afirmar que la epidemia que produjo la mutación del primer bio-plus surgió gracias a una bacteria, cuyo hábitat natural eran los quirófanos.”

Fragmento del artículo “En la búsqueda del primer bio-plus”.

Revista Nature. Pag 125. Vol. 15.058. Año 2254.

 

Socorro despertó creyendo que su abuela aún vivía, pero la pena volvió. La casa estaba vacía.

Los toques de campana por el cabo de año eran una letanía monótona, un llamado a la misa: ese era el día. Y su dolor estaba intacto.

Toda de negro, bajó las viejas escaleras. Cada paso un crujido, tal cual lo recordaba.

Hacía un año que había huido del horror, no aguantaba estar sola en este pueblo al que acababa de regresar.  

Miró la leña apagada, la silla y la almohada de hacer encaje sin palillos. Suspirando, se escuchó decir:

—¡Ayyy, abuela!

Antes de subir al auto, para desayunar afuera, Clarisa, la vecina le preguntó:

—¿Te vas?

—Vuelvo a las doce, señora Clarisa. La veo en la misa al mediodía.

Socorro pasó tres pueblos carretera arriba. Cuando se creyó invisible, paró a desayunar. Intentó comunicarse con su padre. Quería recriminarle la angustia de tener que enfrentar sola la misa. Pero él usaba la misma excusa:

—Estoy embarcado —decía cada vez que ella lo necesitaba.   

Socorro había vuelto para cumplir. A presenciar la misa. Quizás a buscar el coraje para quedarse ahí, en Galicia.

Tenía contrato renovado para otra temporada en Suiza. Pero ya no iría a ciegas, como había ido el año anterior, pensando que un contrato de limpieza era la salvación.

Se hundió en los recuerdos de su primer día de trabajo, cuando le dijeron que por ser la nueva le tocaba el quirófano. Y su abuela, ya muerta, le había dado la fuerza para entrar a recoger esas sábanas manchadas.

Cada vez que alzaba la mirada y veía sangre, se decía:

—¡Ayúdame, abuela!

 

Entrar en la iglesia le aplastó más el ánimo. Cada palma en la espalda la hundía un poco más. El dolor seguía intacto.

Clarisa le sostenía el cuerpo en cada inclinación para recibir los besos. Todas las personas sabían cómo actuar en ese rito ancestral.  

Saliendo de la iglesia, le llamó la atención una persona.

—Quién es esa, Clarisa —preguntó Socorro. Y la señaló girando la cabeza hacia ella.

—¿La de los perros?

—Sí. Esa, Clarisa.

—Es Mercedes, la hija de Ernesta. ¿No terminó la escuela contigo?

—Pero, ¿qué le pasa? —dijo Socorro. La miró al pasar más de cerca. Todos los perros gruñeron—. No la reconocí.

—Se puso en la droga —dijo Clarisa—. Murió Ernesta y fue peor. Vive con esos perros en la casa. No sabemos cómo consigue la droga, porque no hace nada. Cerró el local de puntilla de su madre.

Los perros se acercaron ladrando, y Clarisa los ahuyentó.

—Sí, era rara —dijo Socorro en voz bajísima—. Siempre fue rara.

—¡Vamos! —gritó Mercedes. Y los perros la siguieron obedientes.

 

Socorro volvió a su vieja casa pensando que podría buscar trabajo en el pueblo, o en los pueblos cercanos.

Y sola se respondía: No hay trabajo en Camariñas. Y ya no está la abuela para calmarme repitiendo que podíamos vivir de su pensión.

Su abuela le ofrecía trabajos que inventaba para mantenerla útil. Y las dos se acompañaban diciéndose:

—Llévame esta puntilla a vender a lo de Ernesta, mi niña hermosa.

—Coge el coche de tu padre y vete a Vimianzo a vender estos dos juegos de ganapán, Socorro.

—Que haría yo sin ti, mi niña.

—Eres mi ángel, Socorro mío.

Y ella:

—Tus filloas son chulísimas, abuela.

—Siempre me despiertan tus palillos, abuela. No hagas la puntilla por la mañana.

—No quiero que me enseñes a palillar. ¡No me gusta palillar, abuela!

—Te quiero, abuela.

Socorro todavía estaba cavilando en la cocina, cuando entró Clarisa como hacía siempre sin golpear.

—Te traje huevos, patatas y verdura, Socorro. —Y apilaba todo cerca del horno.

—No quiero caldo, Clarisa.

—Tortilla, niña. Que te gusta.

Después del almuerzo, Clarisa la dejó sola.

Socorro salió de la casa. A caminar, como hacía siempre cuando tenía un problema. Directo a la ruta de los faros. Del muelle de Camariñas hasta el faro Vilán. Una larga caminata por el filo de la costa. Casi entre las piedras, al lado de las olas. Un peligro que siempre la hacía reaccionar.  

El primer tramo, tranquilo: todo el pueblo de siesta.

Dejando atrás las casas, el monte.

Dejando el monte, la costa.

Y de cara al mar, el viento. El rugido y la fuerza que buscaba.  

Se acercó a tocar el agua. Resbaló por las piedras y cayó.

Un olor conocido.

Imposible. No estaba en el quirófano. Chillidos, voces, gritos agudos, imágenes de conocidos retumbaron dentro de su cabeza. Y no sólo eso, sino que oía y entendía los pensamientos de esos conocidos, les veía las caras tan claramente: eran algunas de las personas que le habían dado el pésame en la iglesia.

Los dientes le temblaron de frío, y reaccionó.

La marea subía salpicando espuma. Algunas algas se quedaron adheridas a su cara. Una gota salada entró en uno de sus ojos y la trajo de vuelta.  

Intentó pararse. Oyó ladridos. Y, cuando miró hacia arriba, estaba ella otra vez. Mercedes la miraba fijo desde lo alto del camino. Rodeada por esos perros que parecían bestias, y ladraban.

Socorro, acorralada. Mercedes, dispuesta a cortarle el paso.

—¿Qué pasa, Mercedes? —gritó primero Socorro.

—¡Vamos! —dijo Mercedes—. Y los perros obedecieron.

—¡Joder! —dijo Socorro.

Dudó en salir rápido de ahí. Seguía mareada.

Volvieron sus miedos.

¿Y si aprendo a hacer puntilla y la vendo?

¿Y si busco un contrato de limpieza, pero en Canarias, como Silvita?

Bastante mojada subió, más por el frío que por otra cosa. Llegó al camino. Miró hacia el faro, hacia el pueblo, hacia el monte. Nadie a la vista. Estaba congelada por el viento y la ropa mojada. Sin embargo, el sol le dio más paseo. Rumbeó para el faro.

—¡Socorro! —oyó un grito desde lo alto. Era Mercedes, que estaba en el monte. Le pareció raro verla sin los perros.

Socorro se animó. Subió por el camino y la encaró.

—¿Qué quieres, Mercedes? ¿Por qué me sigues?

—Ven conmigo. Tengo algo de tu abuela para ti.

Caminaron juntas. Cruzaron el monte.

Cuando Mercedes encaró el desvío para la cetaria abandonada, Socorro se inquietó.

—¿Y los perros, Mercedes?

—Están en la cetaria —dijo. Y cuando Socorro puso cara de miedo, aclaró—: atados.

—Dime que tienes tú de mi abuela, Mercedes. ¿Por qué tanto misterio?

—Ya verás.

Por suerte, ya casi estaban llegando a la cetaria. Pero Mercedes giró para tomar el camino que llevaba al viejo faro.

—¿A dónde vamos? —insistió Socorro.

—Ya llegamos.

Mercedes se acercó a la base del faro, corrió dos piedras y de un pozo dentro de una caja sacó una bolsa donde se traslucían fajos de dinero.

—Todo tuyo —dijo Mercedes.

—¿Y esto?

Socorro contó los fajos y calculó. Si fueran todos de... ¡Una fortuna!

—Tu abuela lo ganó con la puntilla. Se lo guardó mi madre. Para dártelo cuando ella no estuviera más.

—¿Mi abuela ganó todo este dinero? —Seguía mirando los fajos y contando mentalmente.

—Ya cumplí mi parte —dijo Mercedes. Puso las piedras en su lugar, llevándose la caja—. Adiós, Socorro.

—¡Gracias, Mercedes! Eres muy honesta. Podrías habértelo guardado para ti.

—No lo necesito, Socorro.

—¿De qué vives?

—Sigo con la puntilla. Tejo y vendo.  

Ya volvían para la cetaria. Mercedes iba por sus perros. Y como queriendo ayudar a Mercedes en algo, o compensar su gran acto de generosidad, Socorro le dijo:

—Tengo el coche de mi padre, si necesitas vender la puntilla, avísame y te llevo a donde quieras.

—Tengo mi coche —dijo Mercedes.

Ya estaban muy cerca de la cetaria, les llegaba el ladrido de los perros.

Socorro quería alejarse.

—Adiós, Mercedes. Gracias. Muchas gracias.

 

Cuando llegó a su casa, Socorro cerró la puerta con la llave. No entraba en razón. No podía entender. Contó el dinero y lo escondió. Respiró tranquila. Podía quedarse en Galicia. Su abuela la seguía cuidando.

Cenó lo que le quedaba de tortilla, y se fue a dormir.

A la mañana siguiente, no se podía despertar. Flotaba en un limbo de recuerdos y vivencias extrañas. ¿Otra vez el quirófano? ¿Ese olor a amargura? Pero, no eran sus vivencias. Eran recuerdos de otra persona. Ella era otra persona. ¿Ella se veía como Mercedes? ¿Era un sueño de Mercedes? ¿Ernesta estaba con Mercedes? Casi estaba por develarse un misterio. Casi llegaba a escuchar esa conversación que parecía ser un secreto. Pero terminó despertando por unos golpes en la puerta.

—¡Socorro! ¡Socorro! —Era Clarisa, intentando abrir—. ¿Estás bien, niña?

Socorro bajó las escaleras como pudo. Mareada, sin poder despertar del todo. Quería llegar a la puerta para abrirle a Clarisa y contarle lo que le estaba pasando.

¿Me habrá drogado Mercedes?, pensaba y bajaba escalón por escalón sosteniéndose de la baranda.

—Ya bajo —gritó con toda su fuerza.

Cuando logró abrir la puerta, se dejó caer en la primera silla de la cocina.

Clarisa se preocupó.

—¿Qué cenaste anoche?

Socorro se agarraba la cabeza para aplacar el mareo. Intentaba mirar un punto fijo.

—Si te duele la cabeza, es el hígado. —Clarisa mojó una servilleta y se la puso en la frente. Siguió preguntándole donde había estado—. Te insolaste en la ruta del faro. Caminaste mucho, Socorro. No estás acostumbrada. Hace mucho que no haces toda la ruta.

Y Socorro, medio drogada por ese olor metálico que la enloquecía, vio algo. Clarisa estaba con un hombre. A los besos, en un lugar conocido. ¿El dormitorio de su casa? Y el hombre, ¿era su padre?

—¿Estás saliendo con mi padre? ¿Desde cuándo?

Clarisa no supo qué decir. Volvió a mojar la servilleta y seguía pasándosela sin decir una palabra.

—¿Quién te lo contó?

—Lo supe. Pero no sé cómo pude saberlo. Lo vi recién adentro de mi cabeza. Igual que vi a Mercedes, a los de la iglesia. ¿Qué me está pasando?

Clarisa se sentó a su lado y habló sin parar durante una hora. Contó su historia y trató de que Socorro aceptara la relación.

—No me digas nada más —dijo Socorro cerrando el tema—. Déjame sola que quiero estar tranquila. Estaba enojadísima con Clarisa.

Y Clarisa la dejó sola.

Seguía mareada y, al mismo tiempo, seguía absorbiendo imágenes de Clarisa, como si alguien quisiera darle más información, o ella tuviera acceso a lo que quería saber de la vida de esa mujer.

Ya con hambre, se puso a cocinar. Y sin darse cuenta de cómo sabía cocinar, se preparó un caldo ella sola.

Almorzó tratando de digerir todo lo que le había ocurrido.

Se volvió a la cama: la cabeza le seguía explotando.

Gritos cercanos.

Saltó de la cama y bajó las escaleras.

Salió afuera y vio tres personas entrando a las corridas a la casa de Clarisa.

Corrió, y entró ella también. Vio que Clarisa estaba tirada en el suelo retorciéndose. Con temblores corporales y gritos ahogados por la espuma que le salía por la boca. Con los ojos abiertos, en blanco.

Un vecino la cargó en el coche, y la llevaron a urgencias.

A las dos horas, trajo la noticia al pueblo:

—Coma profundo. Cerebro quemado y vacío.

 

Socorro se encerró en su casa. Tenía una certeza: la culpa de lo que le había pasado a Clarisa era de ella. Pero no sabía de qué manera era culpable.

¿Sería su abuela desde el más allá? ¿Una venganza divina?

Volvió a respirar ese aire turbio, y apareció una imagen: Ernesta y Mercedes. Y otra noticia desde el más allá.

¡Qué noticia!

Tenía que transmitirla y comprobarla.

Volvió a salir de casa. Esta vez iría a visitar a Mercedes.

Bajó hasta el puerto y llegó a la casa. Encaró la puerta y se animó a entrar.

Antes de saludar ya le confesó a Mercedes:

—Somos hermanas. Hermanas de padre. Lo sé.  

—¿Qué dices, Socorro?

—Las vi.  

Socorro actuó la escena que había visto en trance: ella misma encarnó el papel de Mercedes, y obligó a Mercedes a ponerse en el lugar de Ernesta, su madre.

—¡Estás loca, Socorro!

—Traje el móvil para llamar a mi padre. Se lo vamos a preguntar juntas.

—No lo llames. Es verdad. Me lo confesó mi madre antes de morir.

Socorro se quedó más tranquila: eso era exactamente lo que había visualizado. Pero sintió un frío en el cuerpo.

—¡Joder, Mercedes! Tenía la esperanza de que no fuera cierto. ¿Por qué coño sé tantas cosas? ¿Desde cuándo puedo saber cosas?

Le había sacado secretos a Clarisa, y de la misma manera parecía habérselos sacado a Mercedes.

Otro mareo, gusto picante. Cerró los ojos para observar mejor lo que ya se imaginaba que vería. ¿Sería Mercedes? ¿Sería Ernesta? ¿Sería su abuela? 

Eran mensajeras, cabezas que se abrían para ella cada vez que alucinaba. Le mostraban una catarata de visiones intensas, como si alguien dentro de ella fuera hacia el pasado, hacia la memoria de esas personas a buscar tesoros escondidos.

Visualizó a una mujer —Mercedes— haciendo su labor de puntilla, en la cocina donde también estaba ella misma. También había una gran ventana, que daba a la huerta de maíz recién sembrado; una mesa gigante pegada a la ventana; la almohada de labor apoyada contra la mesa. Girando la cabeza, Socorro veía la vajilla en el mueble, la cocina económica. Del otro lado, la nevera.

¿Y en su regazo? Algo pesado. Pero no era la almohada la que pesaba. Entre la almohada y ella había un… ¿un perro dormido?

La almohada de puntilla era la que había visto hacía un momento, antes del trance. El mismo juego lila pinchado con los alfileres de colores en la almohada de Mercedes. Alguien estaba haciendo la puntilla. Se movían los hilos y los palillos.

¿Soy yo la que está tejiendo? ¿O… es Mercedes? ¿Estoy viendo por los ojos de Mercedes?

Entonces, creyendo que tenía los párpados cerrados, hizo un esfuerzo para abrirlos. Pero, no: estaba viendo todo.

Era ella, Socorro, la que hacía el juego de puntilla. Y Mercedes estaba a su lado asombrada y preguntándole, una y otra vez tocándole el hombro, si se sentía bien.

Los cinco perros de Mercedes también estaban ahí, la rodeaban a ella, y el más pequeño era el que tenía en su regazo casi dormido.

—¿Qué me pasó?

—Estuviste tejiendo media hora sin parar. Estabas hipnotizada, Socorro.

—No sé tejer. ¿De qué hablas, Mercedes?

—Pues aprendiste, porque lo hiciste muy bien. Es como si lo hubiese tejido yo misma.

—Creí que te veía a ti. Que eras tú la que tejías.

—Pues, no. Tejiste tú Socorro. Ven a lavarte la cara.

Socorro intentó seguir el tejido para comprobar si sabía tejer. Estaba segura de que no podía tejer. Nunca había querido aprender.

Y pudo. Lo hizo igual que Mercedes.

Entonces tuvo miedo. ¿Y si ahora Mercedes lo había olvidado? ¿Y si ella le había robado ese conocimiento a Mercedes, así como le había borrado los recuerdos a Clarisa?

—Siéntate, Mercedes. Prueba tú. ¿Todavía sabes tejer?

Mercedes lo intentó y lo hizo muy bien, como siempre.

—Creí que te había robado lo que sabes. Me tranquiliza saber que no te hice daño.

—¿Qué locura es esa?

—Mi cabeza tiene algo. Me traje algo de Suiza… Algo que roba.

Mercedes salió de la silla de labor y miró la grifería de la cocina. Arrugó la frente para focalizar en las gotas secas en las canillas. Se quedó con esa imagen. Se acercó. Y dijo:

—¿Quién limpió aquí?

Socorro creyó escuchar la voz de su jefa del hospital suizo, esa entonación autoritaria. El reto inexplicable. Su jefa veía suciedad siempre. No había manera de dejarla contenta. Y las griferías eran su especialidad.

Mercedes hizo un gesto con la nariz. Parecía estar buscando algún olor. Tomó la esponja y el pulidor de vajilla. Refregó todo con tanta fuerza que se notaba su agitación. Igual que en la primera demostración de su jefa, Socorro vio cómo vino el paso del secado. Y la misma frase:

—El secreto está en el secado —dijo Mercedes—. Si no secas bien la grifería, las gotas malditas que quedan pegadas le sacan brillo. Y una canilla limpia tiene que brillar. —Con la misma cara de búsqueda, miró el baño—: ¿Y ese váter? ¿Por qué huele a sucio? —Se acercó a la puerta del baño. Entró caminando medio coja, igual que la jefa de Socorro. Seguía más por olfato que por la vista—. No alcanza con pasarle la escobilla. —Tomó una esponja del mueble de debajo de la pileta, y esponja en mano y sin guantes se puso a relatar lo que hacía—: Bien hasta el fondo. —Mercedes sonaba  de la misma manera que la jefa de Socorro—. Hay que raspar el sarro todos los días, con las manos. Siente la mierda. Hay que sacar la mierda de cada día. Que no penetre en la losa, ¿entiendes? El inodoro tiene que estar blanco siempre. —Y seguía raspando el fondo del inodoro sin guantes. Salpicaba el líquido por la fuerza que hacía para lavarlo. Y cuando quedó conforme dijo las palabras que le dieron a Socorro la confirmación de que Mercedes tenía sus mismos poderes—. ¡Como que me llamo Úrsula que te voy a sacar buena, Socorro!

Y Mercedes volvió en sí.

—Esto es contagioso —dijo Socorro.

—¿De qué hablas?

Mercedes se miraba las manos mojadas y frías sin entender porqué le dolían.

—Sabes cosas mías —dijo Socorro queriendo explicar.

Y Mercedes salió del baño pensativa.

—¿Qué me pasó?

—Lo mismo que a mí. Yo sé cosas de ti y tú de mí.

—¿Qué puede causar algo así? —dijo Mercedes.

Los perros estaban alejados, observando desde el pasillo.

Mercedes se dio cuenta de que no querían entrar a la cocina. Los llamó y recularon temerosos. Los llamó a cada uno, y nada.

—Algo me ha pasado, Socorro. Cuéntame que me pasó. No me acuerdo que hacía en el baño.

Socorro le contó.

—Yo no pude haber limpiado así. Me da asco. Siento ganas de vomitar.

—No eras tú, Mercedes. Eras mi jefa Úrsula. Tienes mis mismos poderes. Alégrate. Al menos no quedaste descerebrada como Clarisa.

—¡Qué poderes de mierda, Socorro! Para qué me sirven.

Las dos razonaban juntas todo lo que se les ocurría sobre lo que había pasado, hasta que Socorro preguntó:

—Tú entraste al baño por un olor, Mercedes. Movías la nariz buscando un olor. Son los olores. Yo siento olor al quirófano cada vez que me pasa algo así. Metálico, picante. El olor a quirófano me debe haber dado esos poderes.

—¿Poderes? —dijo Mercedes—. Llamas poderes a rascar la mierda del váter. —Hizo arcadas otra vez.

 —¡Salgamos de aquí, Mercedes! Vayamos al pueblo. Caminemos por ahí. A ver si podemos descubrir algo de la gente.

—¿Vamos oliendo a quirófano por ahí? —dijo Mercedes incrédula y burlona—. Se tocaba la nariz.

—El olor está en nuestras cabezas. Creo que cuando sentimos ese olor, es olor que sale de nuestras narices. ¿Tú qué dices?

—Pues, nada. La que trajo los poderes de Suiza eres tú. Vaya poderes, Socorro. —Y murmuró—. Lavar un váter.  

 

Socorro y Mercedes salieron juntas a recorrer el pueblo. Hicieron una caminata por el paseo marítimo.

Se acercaban a algunas personas y se quedaban cerca. Intentaban tener alguna experiencia de videncia. Cuanto más cerca estaban, más vivencias robadas.

Por potenciarse entre ellas, dejaron un reguero de gente convulsionada. Algunas personas caían desmayadas, igual que Clarisa, con el cerebro vacío y quemado. Otras se acercaban a ayudar a las convulsionadas.

Para evitar más desastres, huyeron al viejo faro. Los perros de Mercedes las seguían, pero a distancia. Parecían ser los únicos que entendían el fenómeno.

—Los perros saben qué hacer—dijo Socorro.

Y Mercedes insistía en tener a los perros más cerca. Los llamaba, pero ellos no obedecían.

—No les insistas, Mercedes.

Siguieron por el camino de la ermita y se sentaron al lado de la iglesia, en la piedra que hacía de banco. Mirando el mar. Arriba del acantilado. La bruma sólo les dejaba a la vista escasos metros de camino. Habían dejado el paseo marítimo lleno de cuerpos retorciéndose a los gritos. Ellas tampoco estaban bien.

—¿Qué vamos a hacer, Socorro?

Tantas vivencias ajenas las hacía sentirse embotadas. ¿Qué hacer con tanto en la cabeza?

Los perros ladraban hacia el camino. Ellas se escondieron detrás de la iglesia.

Socorro miró. Sacó media cabeza, y vio la procesión: venían en fila, más o menos diez personas.

Los perros se alejaron del camino para dejar pasar a la gente. Llorisqueaban como cachorros, y aullaban. Seguían juntos a cierta distancia.

—¡Corre, Mercedes! —gritó Socorro.

—Supimos que estaban aquí —dijo una mujer, cortándoles el paso.

—Nosotras no hicimos nada —dijo Mercedes. El olor amargo la desmintió.

—¡Son hermanas! —dijo una viejita abrazándolas—. Ya me parecía.

Una gritó con una risita:

 —¿Clarisa también? ¡Su padre es un semental, niñas!

Un chico de unos veinte años vino directo a Socorro. La descolgó del abrazo, la arrinconó contra la pared de la iglesia y le intentó sacar otra información.

—¡Dime donde guardas el dinero, Socorro! —Se le acercó a la cara. Y el olor metálico los invadió a los dos. Él la zamarreó.

El chico se puso tan agresivo, que Mercedes intervino:

—¡Déjala en paz, chico! ¡Búscate la vida por ahí!

El chico agarró a Mercedes por el cuello. La ahogaba.

Los siete perros, venciendo su temor y su instinto de supervivencia, se acercaron a salvarla. Uno mordió al muchacho, y los otros seis tomaron un camino al borde del acantilado. Parecían recular dando señales para que las dos chicas los siguieran.

Socorro entendió todo, y trató de arrastrar a Mercedes, que todavía no podía respirar bien. El perro rezagado dejó al chico medio muerto por un tajo en el cuello, y se sumó al grupo que huía: Mercedes, Socorro y los otros perros.

El oxígeno se nubló de nuevo.

Las exhalaciones del grupo fugitivo cambiaban el aire del monte.

Delante de todo iba el perro guía, por senderos desconocidos y apretados.

Ellas corrían detrás de los perros. Uno se paró en dos patas. Miró más alto, apoyándose en una piedra. Giró la cabeza hacia un lado, hacia el otro, y ladró distinto. Parecía estar usando otro lenguaje, otra actitud. Parecía que los perros también se habían contagiado.

Llegaron hasta lo más alto del monte.

Cuando ellas los alcanzaron, vieron una cueva.

Uno de los perros se hundió en la cueva.

Expectantes, Socorro y Mercedes observaban: parecía el escondite perfecto. Los perros sabían lo que hacían. Seguramente el perro iba a testear el peligro. Ellas notaron que el olfato les iba cambiando, percibían como animales.  

Un olor muy fuerte venía de la cueva. Y una manada de lobos salió con el perro.

Miradas.

Aullidos.

Los lobos y los perros rodearon a las chicas, y ellas ni se inmutaron. Un festín de evolución rápida y compartida.

El grupo arrasó el pueblo.

Gente contagiada.

Animales contagiados.

Peleas. Gritos.

Personas y animales, cada uno a lo suyo.

Un pueblo mutante.

Y el siguiente.

Y el otro.

Kilómetros y kilómetros de cambio sin contención. La epidemia y la muerte se extendían.

La mutación era insoportable para algunas personas. Una droga maravillosa para otras.

El aire contagioso era exhalado por tantos seres vivos, que una nube tóxica precedía las invasiones.

Olor a amargura y miedo. Olor a saberes compartidos.

Cara o seca. Matar o morir.

Los poderes vencían cada intento de control, y la epidemia se expandió.

Un país mutante.

Y el siguiente.

Y el otro.