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Selva

Santos, Isabel

Stan llegó entusiasmado al sistema solar. Se ubicó cerca de Júpiter para poder trabajar tranquilo. Quería armar todo su plan, pero a distancia.

Miró el perfil de la Tierra, desde el telescopio de su nave. Y se quedó pensando: admiro en algo a los terrestres, nacen sin saber qué son.

Él tenía que poblar de otra manera.

Usó la receta básica y la puso en marcha rápidamente.

Eligió cinco candidatos humanos y los mantuvo vivos. Mutó a otras especies para que ocuparan los lugares que quedarían vacíos. Era un padre responsable.

 

***

 

Valentina, disfrutaba de ese crucero por el Caribe. Como siempre, hacía todo distinto: había elegido el Sargos, 250 personas. Sus amigos, en cambio, habían organizado ir juntos en el Delicia, un barco para 2500 pasajeros, y no la entendían. 

Pero ella necesitaba veinte días sola, reordenar su vida y analizar sus relaciones; que la mayoría de las veces, no resistían su necesidad. Ese año iba a pasar la Navidad a bordo, y ya se había ido de su casa en Buenos Aires con la carga pesada de varios reclamos.

Llegando a Venezuela se organizaron los festejos: los mozos armaron mesas cerca de las piscinas. Ahora en lugar de ofrecer jugos y hamburguesas, se acercaban con cócteles y servicio de gala. Todos de traje y sonrientes sacaban a bailar a los pasajeros.

Valentina se ubicó en otro puente, tres pisos más abajo, cerca de los camarotes de los oficiales, a estribor, en proa.

Con su vaso de sidra en la mano, esperaba que fueran las doce para brindar sola. Fastidiada por el murmullo de la gente, trataba de aislarse mirando las olas. Meditando proyectos para el año siguiente y recordando los años anteriores. Haciendo balances, como hacía en todas las vacaciones.  

De repente se hizo un embudo en el agua y salieron unos delfines saltando. Ella pensó que era un espectáculo programado para la Navidad.

Se quedó helada: los animales… ¿hablaban? Como no podía creerlo, imaginó una grabación y un show. Pero en ese mismo instante uno de delfines se acercó a la baranda del puente saltando y le dijo:

—¿Cómo te llamás? Yo soy Roberto.

A Valentina casi se le caen al mar los anteojos. Había dado tal salto, que su cabeza pegó contra el metal de la reja y, cuando se dio cuenta, sus lentes estaban volando. Los agarró en el aire y recibió del delfín un:

—¡Casi, casi, eh!

Salió corriendo por el pasillo sin entender cómo podía ser que un delfín le hablara. Y se dio cuenta de que no era la única que corría aterrada. Un hombre la alcanzó subiendo en la escalera y le dijo:

—Era cierto. Yo no lo creí, pero era cierto…

—¿De qué hablás, de los delfines? —preguntó Valentina—. ¿Vos sabías?

—¿En qué mundo vivís?

Todo se ubicó rápidamente en su cabeza, cada escena borrada, por estar aislada, fue a dar al lugar correspondiente. Su prejuicio de alejarse siempre, le había ocultado lo que todos ya sabían.

 

***

 

Siro nunca pensó que él, un simple aficionado, sería testigo de semejante descubrimiento.

Observaba el cielo nocturno de Buenos Aires desde su telescopio. Revisó una y otra vez el ocular, y decidió mandar un mail al Instituto de Astronomía y Física del Espacio.

No tuvo que esperar demasiado. Le contestaron que se presentara urgente.

Se le hizo agua la boca. No podía ser que no lo supieran, que en el IAFE no lo hubieran visto. ¿Sería él el descubridor de eso? Se entusiasmó con la idea de que le pusieran su nombre.

Ya en el IAFE:

—Escuche, Siro —dijo el Director—. He leído atentamente su mail, y he estudiado las fotografías. No conviene que comente mucho.

—¿Alguien más lo sabe?

—Recibimos orden de mantenerlo en secreto hasta que calculen la órbita y el período de rotación.

—Pero cualquiera puede calcularla. Yo mismo…

—No. Acá tomamos precauciones. Le repito, lo estamos vigilando. No se le ocurra hablar del tema.

Siro se asustó un poco, pero como nunca había vivido una cosa igual, supuso que era algo habitual para esos casos. Obviamente pensó en llamar a Juan, su amigo astrónomo.

Ya en su casa, marcó el número, y se cortó la comunicación. Le corrió un frío por la espalda. Cuando se estaba calmando, sonó el timbre.

—¿Quién es?

Dos hombres entraron tirando la puerta abajo.

—¿Por qué desobedeció las ordenes?

—Pero yo…

—No puede llamar a ningún astrónomo. ¿Le quedó claro? ¡Traiga mañana la foto que sacó, y sea puntual! Le gritaron. A las ocho empezamos la reunión en el Instituto.

El Director exponía su teoría sobre el tema.

A Siro le llamó la atención que hubiera tanta gente. Se preguntó quiénes serían y qué hacían ahí. Reconoció a profesores de su carrera: Astronomía Cuántica Relativista.

Automáticamente pensó en extraterrestres. Quizás la supuesta luna era una nave gigante que había aparecido de repente por un atajo espacio temporal. Y él, sin querer, la había visto.

Sin explicarles demasiado, el Director les informó que todos quedarían incomunicados. Nadie tenía permiso para difundir el descubrimiento. Siro no se imaginaba cómo podrían ocultarlo. Tampoco el porqué de tener que mantener en secreto la existencia de algo que parecía una nueva luna cerca de Júpiter.

Sin embargo, nada pudieron hacer él y los demás convocados. Sólo hubo un murmullo de desaprobación.

Los trasladaron como presos a un nuevo destino. Los científicos más importantes de su país, todos juntos a unos 500 kilómetros de Buenos Aires. Había de todas las especialidades. Siro estaba ahí de pura casualidad, simplemente por poner el ojo en el ocular y darse cuenta.

Pensó que sin duda Juan era más necesario que él para comprender. Quería poder contarle todo, pero no había forma de escapar. Estaban aislados y dedicados a evaluar algo que era lo más natural del mundo. No estaban en la época de Galileo.

De a poco entendió cuál era el verdadero fenómeno.

Ya instalados en el Centro de Investigación, los llamaron a una nueva reunión para evaluar los avances.

Uno de los hombres que mandaban ahí comenzó con un discurso: 

—Queremos que todos opinen. Sabemos que se han producido cambios desde que apareció el objeto, y nos han encomendado la misión de interpretarlos. Por ahora, para no llevar inestabilidad a la población, mantendremos la conexión en secreto. Cuando sepamos bien cómo se relaciona su aparición con las modificaciones en la Tierra, haremos las declaraciones correspondientes.

»Paso a enumerar algunos de los cambios sucedidos desde que se vio la luna por primera vez.

»1) Estación Alaska, análisis de auroras boreales: se reportó un incremento mayúsculo de radiación magnética causando un efecto directo en el estudio sobre los terremotos. Existe un grave peligro de que se active el dispositivo que usamos para generarlos en forma artificial.

»2) Estación Antártida, análisis de los bloques de hielo perennes: el casco polar se evaporó en forma exponencial. Se prevé un incremento en el nivel del mar de 35 metros. Desaparecerían ciudades. Y, si el proceso sigue, las zonas continentales quedarán reducidas en un 75%.

»3) Estación marítima Ecuatorial, análisis de la toxicidad de los océanos: se ha observado una baja en la contaminación del orden del 85%. A ese paso, pronto todos los océanos estarán descontaminados. Vale aclarar, que todas las áreas de depósitos de residuos tóxicos, han sido evaluadas y no se mide radiación.

»4) Estación biológica terrestre del Atlántico, Golfo de Guinea: se ha observado un incremento en el tamaño de la rana goliat en el orden del 150%, o sea, su tamaño actual es de 1,75 m. Cabe señalar que sucede solamente con los especímenes que viven al borde del lago Mazafin en la isla Annobón.

»5) Estación biológica marina del Atlántico: se ha observado un incremento en la capacidad cognitiva de los delfines. Se ha podido comprobar la comunicación entre defines y humanos. El fenómeno se dio solamente en la zona del mar Caribe.  

Siro no quería escuchar más, sólo deseaba llamar a su amigo Juan para contarle todo.

 

***

 

Roberto intentaba conversar con Valentina. La buscaba saltando en los puentes bajos. A los gritos, le preguntaba cosas. Hacía esfuerzos por mantenerse en el aire aleteando.

Ella no podía asimilar la idea de haber tenido una charla con un delfín, y evitaba seguir la relación. Pero todos los pasajeros habían asumido el hecho rápidamente y con total naturalidad. Obvio, habían ido al Caribe para eso, y ella estaba teniendo el momento de negación que seguramente ya todos habían pasado.

Las partes abiertas del Sargos estaban colmadas. Popa y proa llenas de gente precipitándose desde las barandas. Algunos se animaban a nadar con los delfines. Todo estaba organizado por la empresa.

Los tripulantes habían bajado los botes salvavidas, y sostenían con sogas a los más aventureros. También se encargaban de preguntar a los delfines todas y cada una de las tonterías que les gritaban desde el barco.

Valentina se ocultaba en el salón comedor detrás del vidrio. Se preguntaba una y otra vez, ¿cómo no se había dado cuenta de que se había puesto en el ojo de la tormenta, sin quererlo? Nunca iba a poder tener sus días de descanso. No sólo tenía que soportar el griterío de los pasajeros, sino que además los delfines se habían ensañado con ella y la acosaban con preguntas sin parar. Roberto saltaba como diez metros, asomaba la cabeza y, con el último aliento, le preguntaba una y otra vez “¿Cómo te llamás?”.

Dios, ¿por qué a mí?, pensaba Valentina.

Como algunos notaron su rareza, decidió tomar la iniciativa antes de ser una atracción más. Se ubicó en popa, en los pasillos abiertos donde iba la tripulación a descansar y fumar.

Estaban vacíos, una bendición. Se escuchaba el viento y el ruido de las olas. Valentina se asomó con cuidado intentando que Roberto la ubicara. No la hizo esperar. Y como el pasillo estaba muy cerca del agua, el delfín levitaba sobre las olas casi sin salpicar. Ella se entregó y le confesó su nombre y, con él, la confianza de creerlo capaz de relacionarse con ella.

—Mucho gusto en conocerte —dijo Roberto complacido—. Sos la única del barco que no me aturde.

—¿Me podés explicar cuándo y cómo empezó todo esto? —preguntó Valentina.

No le interesaba más que eso. No podía asimilar que algo así hubiera surgido de la nada y de repente.

 

***

 

El mundo era un caos. La Tierra se estaba inundando. Siro pensaba que quizás el agua de los polos tenía algún poder sanador, porque al mezclarse con el mar, se había producido el milagro de descontaminarla.

Era como si en los témpanos estuviese escondido algún tipo de remedio y al mismo tiempo alguna droga potente que, por arte de magia, había hecho tomar conciencia a los delfines y crecer a las ranas. Parecían pequeños milagros.

Pero no para los humanos, que tenían que huir de las costas.

Sin poder explicarlo, los científicos relacionaron el descubrimiento de esa luna con el caos.

Mientras tanto, se sabía que la gente hacía lo que podía para sobrevivir. Todos resistiendo a los cambios y a los desastres. Con paciencia, todos confiaban en que se estaba intentando conseguir una solución.

En el Centro de Investigación se hablaba de las explosiones solares, del descontrol magnético. Se exponían ideas revolucionarias, hipótesis que hubieran sido impensables en tiempos tranquilos.

Cuando se produjeron cinco terremotos oceánicos y cuatro terrestres de magnitudes incalculables, dejaron de pensar preguntas y plantearon una sola respuesta: la única opción para que todo volviera a ser como antes era que esa luna no estuviera.

Ya no era momento de pensar causas, sino de proponer acciones. El grupo decantó, dejó de ser científico y se transformó en militar. Siro y el resto de los científicos que decidieron no participar quedaron libres.

No importó nada más. Había que armar una bomba poderosa que pudiera destruir el satélite.

 

***

 

—No sé cómo pasó —dijo Roberto—. De repente pude hablar. Venimos cerca de los barcos a seguir practicando. A vos no te gusta hablar, ¿no?

—La verdad que no —Valentina ahora quería seguir preguntando—. ¿Sólo los delfines pueden hablar?

—¡Uy! Te dejo, acabo de sentir un temblor muy fuerte. Tengan cuidado, seguro que el mar se pone bravo, el agua ya está muy caliente.

—Pero, Roberto, no te vayas… ¡Contestarme!

Valentina oyó gritos. Eran los oficiales que salían desesperados del puente de mando. Siguió por instinto a uno que iba con larga vistas. Él se ubicó en proa, bien arriba, al lado de las antenas de radar. Ella se quedó un piso más abajo mirándolo. Vio cómo el hombre iba girando 360º hasta que se paró en seco. Era una ola gigante, y hacía tres segundos no estaba.

Alguien dijo que tendrían 300 metros para girar y tomarla por proa. El oficial del larga vista dio la orden por radio: virar 30º a estribor. Saltó corriendo y se hundió en el puente.

Ella tenía que escapar. Tenía que pensar rápido. Si se quedaba cerca de proa tendría la ola pegando en los vidrios del salón comedor. Si el barco no giraba a tiempo daría una vuelta campana, el fin. La popa también era peligrosa. Si el Sargos remontaba la ola, todo el barco iría a parar ahí. Buscó un lugar sin vidrios para evitar más peligro.

Corrió escalera abajo. El barco dio una brusca maniobra, y varios pasajeros cayeron al agua.

Más o menos al puente 3, en la mitad del pasillo de los camarotes, esperó.

Con esfuerzo se hizo una imagen mental de todo lo que conectaba con ella. Al fondo, vio la puerta que daba a popa; sin duda, un punto débil. Si había peligro, vendría por ahí. Se preparó para recibir el impacto, mirando esa puerta, balanceando el peso para salir corriendo hacia el otro lado si el barco caía.

Se definió su destino cuando el Capitán intentó remontar la ola. Para no caer a la puerta de popa, ella se ató al pasamano del pasillo con la manga del saco. Quedó flotando en el aire, y vio por el vidrio el agua. El Sargos tenía que llegar a la cresta de la ola o caería directo al fondo. Sintió los motores esforzándose, quizás la hélice girando en seco.

Pensaba que si el barco se hundía, tendría que salir huyendo hacia la proa caminando por las paredes antes de que el agua la alcanzara.

Bruscamente el Sargos se apoyó sobre la ola, y Valentina pegó contra el piso feliz.

¡El barco navegaba! Y si había podido pasar la primera ola, el resto era sacudirse un poco y nada más. Así fue, colgar y caer cinco veces hasta que todo se calmó. Se había salvado.

Algunos camarotes se abrían. Los pasajeros salían lastimados. Había sangre por todas partes. Pocos quedaron vivos, la mayoría estaba en proa. Y como todo había sido tan rápido, no tuvieron tiempo de bajar y esconderse.

Casi todos perdidos en un mar que parecía un plato. Ni rastros del causante de tanto caos.

Ella pensó que si el delfín no le hubiera avisado, ella no hubiera estado cerca del puente, sería una pérdida más. Su vida habría terminado sin darse cuenta.

Había tanto que hacer, que no podía pensar. Quería quedarse sola para reflexionar un poco.

No había tiempo. El capitán puso orden. Todos necesitaban un plan que los hiciera volver a casa. Cada uno intentaría procesar el desastre. No era tan fácil salir del peligro. No había un camino seguro.

De a poco fueron llegando las noticias. Los cruceros cercanos tenían más o menos los mismos problemas. Se organizaron los rescates.

Valentina se dijo que quizá sus amigos estaban en las mismas condiciones que ella. Quizá peor.

Había que volver a puerto.

Los delfines dejaron de interesarles.

Cuando el capitán fijó rumbo a las Islas de Cabo Verde, no pudieron discutir. No se podía navegar cerca de la costa, y el Caribe era peligroso.

Alejados del continente, rozando África, podrían reacondicionar el barco y esperar para volver a cruzar el Atlántico y llegar a destino. Nadie tenía planes de atravesar el océano.

El capitán los alentó cuando les dijo que todos los cruceros de la zona harían lo mismo. Así fue, empezaron a verlos. Parecía una regata de gigantes. Circulaban noticias increíbles.

Roberto volvió por Valentina para conversar.

—Estuve buscando sobrevivientes. Ya no quedan más

—Fue un desastre. —Valentina se asomó por la baranda.

—Hay cosas peores —largó Roberto.

Ella pensó que el delfín ya estaba tan humanizado que exageraba.

—¿Qué sabés, a ver?

—Estuve nadando sobre muchas ciudades. El océano se agrandó.

—¿Vos decís que hubo más tsunamis?

—Unos cuantos.

Entonces sí que sabía.

—Roberto. —Valentina se inclinó para hablarle bajito—. ¿Vos sabés por qué está pasando todo esto?

—No —dijo él, y siguió nadando en silencio.

 

***

 

Tras el largo viaje, Siro llegó a su casa.

Ni siquiera descansó. Enseguida fue a buscar a Juan.

Como todo el mundo, estaban abrumados por salvarse de las catástrofes, así que ni siquiera tomaron café.

Juan le propuso una locura: zarpar en el “Adiós”.

—¿El Adiós?

—Mi velero.

Juan lo convenció diciéndole que el mejor lugar para pasar maremotos y terremotos era el medio del océano.

Tenía todo preparado: balsa salvavidas, primeros auxilios, velas de repuesto, rancho. Lo único que le faltaba era tripulación. Nadie quería aventurarse, y necesitaba un compañero. Con un velero de doce metros de eslora y timón de rueda, le iba a resultar muy complicado maniobrarlo en solitario sin instrumentos automáticos. El caos magnético le impedía hacer uso de una simple brújula. Pero estaba desesperado por salir del puerto.

—Si no venís, me voy solo —dijo Juan—. No sé cuánto tiempo va a pasar antes de que el próximo tsunami me rompa el velero.

—Contá conmigo.

Sin duda era arriesgarse demasiado. Quizás estaba equivocado y lo más razonable era huir continente adentro, como hacían todos. Pero Juan sabía muchas cosas, y seguro que de esto también sabía. Era el candidato ideal para enfrentar una odisea. Los dos eran conscientes de que no había forma de escapar; de que estar en el continente, esperando un terremoto en lugar de una ola, no era la solución.  

Cuando Siro llegó al puerto al día siguiente, Juan estaba en el palo ajustando la vela. Le propuso un rumbo, y él aceptó.

Esta vez zarpaban de un puerto desierto hacia un mar desconocido. Estaban solos. No sabían nada del clima, las cartas náuticas eran inservibles, el fondo marino se modificaba con los terremotos y la costa se alejaba con los maremotos. Parecían a punto de seguir los pasos de Colón o Magallanes, pero con un velero más chico y un mar más grande.

Después de dos días de navegación, exhausto, Siro intentaba dormir. Mientras, Juan hacía la guardia del timón. Seguro que no quería pensar en los amigos que no volvería a ver. Ellos andarían dispersados por donde podían, intentarían estar más seguros tierra adentro. Juan se sonreía, acaso alegre al imaginar que ellos dos serían los únicos que habían tomado otro rumbo y quizá, si volvían, traerían otras noticias y otras enseñanzas. Dos exploradores abriendo camino por una selva de agua.

—¡Siro! —gritó Juan.

—¿Qué pasó?

—Acabo de ver delfines. ¿Les pregunto algo? —dijo queriendo confirmar la información de Siro sobre su evolución.

—¿Qué querés preguntar? —dijo uno de los  delfines.

—Quería saber justamente eso, si ustedes nos entendían.

—Sí, perfectamente. ¿A dónde van?

—Queremos llegar hasta el Caribe para tomar la ruta náutica que cruza el Atlántico hacia el Golfo de Guinea.

—¡No lo hagan! —dijo el delfín—. Es peligroso.

—¿Qué pasó? —preguntó Siro, que ya estaba en la cubierta.

—Maremotos. Todos los barcos se alejan de ahí.

—¿Saben algo de las ranas goliat? —dijo Juan—. Viven cerca del golfo.

—No las conozco —largó el delfín.

—Sabemos que están mutando. Quiero ir a la isla Annobón para comprobarlo —insistió Juan.

—¿Qué quiere decir mutando? —dijo otro delfín.

—Creciendo —aclaró Juan—, cambiando de tamaño.

—Conocemos ranas que están mutando. Viven a orillas del río Amazonas.

—¿Nos llevás? —les pidió Juan—. Quisiera observarlas,

—Ningún problema —contestaron todos los delfines al unísono.

La odisea había terminado. El miedo a encallar desapareció. Los delfines eran como un GPS.  Empezaron un viaje de placer. Se organizaron. Algunos nadaban cerca del barco y conversaban con ellos como si se conocieran de toda la vida.

 

 

R-mutación

 

 

—¡Despierta, R-Lucy!

—¿Quién me habla?

—Tu padre.

—¿Qué quieres, padre?

—¡Que conquistes la Tierra!

¡Qué sueño raro!, pensó R-Lucy. Hablaba como los humanos. ¿Sería verdad que ella podía?

Aunque estaba medio dormida, bajó rápido. Tenía un hambre feroz. Ya había comido, pero necesitaba otra comida.

Llegó tarde al almuerzo: no quedaba nada. Lamentó haber dormido tanto. Saltó sobre la cascada y resbaló. Se dejó llevar por la corriente, y nada. Todas se habían ido.

Siguió un poco más. Saltaba incómoda, sus piernas rebotaban y le dolían. Probó estirarlas. Miró a lo lejos y buscó el objetivo: hombres. Donde había hombres, había moscas. Lo que no encontraba era ranas. Se sentía sola.

Llamó sin parar a todas y a cada una. No hubo noticias.

De pronto le taparon la boca. Era R-Sandra.

—Hola —protestó R-Lucy—. ¡Me asustaste, R-Sandra!

—Silencio, hermana. Vamos a cazar —le ordenó—. Que no sospechen nada.

—¿Qué no sospechen, quiénes?

—Los caimanes, distraída.  Después te explico, vos seguime.

—Andá vos, yo ni loca.

R-Lucy miró: ahí estaban todas las otras ranas. Paradas como humanos y saltando como langostas. R-Sandra se ubicó entre los caimanes.

R-Lucy cerró los ojos, esperando lo peor.

Al no escuchar gritos, los abrió.

Se quedó paralizada. Los hombres no eran así. Los vio apilados a merced de los cocodrilos, que de tan entretenidos comiendo hombres, no las vieron a ellas.

El lugar parecía el paraíso. R-Lucy nunca había visto tantos insectos juntos. Saltó desde la orilla y se unió al festín.

—¿Qué pasó con esos hombres, R-Sandra? —quiso saber R-Lucy.

—Todos muertos.

—¿Pero así todos juntos?

—Sí. Los trajo el mar. La isla está repleta de hombres muertos. Tenemos moscas para rato.

 

***

 

—Las islas de Cabo Verde no aparecen por ningún lado —dijo el capitán del Sargos.

Y tuvo que seguir rumbo al sur, buscando tierra.

Llegaron a lo que deberían ser las islas del Golfo de Guinea. El capitán les iba informando a los pocos que quedaban, que a esas islas las habían usado los portugueses para acumular a los esclavos que traían de África. Las surcaron con mucho cuidado porque era sabido que los nuevos gobiernos africanos habían hecho convenios con países europeos para recibir toneladas de desechos tóxicos y productos radioactivos.

Con tanto maremoto era peligroso pasar por ahí.

Un mundo desierto: nadie en los muelles.

Empezaron a darse cuenta de que no había a donde llegar.

Estaban varados en el mar, aunque pudiesen desembarcar.

El capitán dio la orden de ir a cenar y pasar la noche fondeados cerca de una de las islas.

Y la tripulación organizó una cena temática. El chef salió con su gorro, y los mozos se tomaron el trabajo de preparar una pequeña actuación coreográfica imitando a los cantantes italianos de los ochenta. Con sonrisas acartonadas, todos comían en silencio, ni se miraban unos a otros. Parecía el último banquete.

Valentina salió a popa a ver la luna. Se sentía realmente sola y triste. Era la primera vez que lograba alejarse de todo, y ahora se daba cuenta —tarde— que hubiese estado más feliz en el Delicia, rodeada de sus amigos.

Zumbidos.

¿Qué sería? Era como si se acercara una ola de langostas. Escuchó gritos y vio algo gigante que saltó a su lado: una rana que medía como dos metros.

—¡Tirate al agua! —la oyó decirle.

Ella casi se muere del susto. La miró bien: esa rana parecía un hombre disfrazado de tortuga ninja.

—No puedo tirarme al mar —Se justificó por decirle algo—. El agua podría estar contaminada. —Intentaba asimilar la sorpresa. Esta vez, más rápido que con los delfines.

—¡Tirate y nadá hasta la costa o te tiro yo! —amenazó la rana.

Valentina se dijo que podría pelear. Si bajaba del barco, sería el fin.

Se arriesgó y corrió hacia los pasillos, pero la rana mostró quién era: saltó como quince metros y la esperó adelante, cortándole camino. La acorraló y, por instinto, Valentina saltó.

Roberto la esperaba abajo, en el agua, como si fuera el caballo del zorro.

 

***

 

Cuando Juan y Siro llegaron al Amazonas, acompañados todavía por los delfines, vieron que se sumaban más de estos animales parlantes.

Siro miró hacia la selva: no parecía haber ranas.

Y justo ahí, una inmensa rana saltó desde la costa y se sentó en el barco, que escoró.

—No es cómodo —dijo la rana.

A Siro se le ocurrió darle la mano para presentarse.

—No me toques, soy venenosa —le aclaró—. Te podría matar en cinco segundos.

Tuvieron una charla, y Juan no paraba de preguntar cosas. Ranas y delfines que hablaban eran manjares para un científico curioso. Siro no podía asimilar tanto.

Se enteraron de que América ya casi no existía. Los polos derretidos habían hundido todo lo que se alejaba 20º del Ecuador.

Siro no pudo evitar pensar en su familia, sus amigos… ¿Dónde estarían, habrían sobrevivido? No sabía si creerles o no a las ranas. Pero esa rana, en particular, parecía conocerlo todo. Y él sabía que había empezado a hablar hacía apenas unos días. Una locura.

Amarraron el velero y bajaron.

Caminaron bordeando un río hasta un claro en la selva. Unas ranas descansaban en hamacas. Parecían nuevos ricos de vacaciones en Disney World.

—El mundo les quedó a ellos —dijo Juan—. Somos la especie en extinción. Parecemos Marco Polo en China.

—Ajá —dijo Siro y siguió su avance.

—¿Qué podemos ofrecer? —Juan, pisándole los talones, no paraba de hablar—. Tienen todo para sobrevivir en la selva. Nosotros no duramos ni dos días. Estamos a merced de delfines y ranas. ¿Cómo fue que llegamos a esto?

—No tenemos casa a donde volver —acotó Siro desesperado.

Les resultaba raro ver a esas ranas colgadas en hamacas como si fueran personas. ¡Habían copiado hábitos humanos! Quizá por su cambio de tamaño: eran enormes.

Los delfines, que ahora los acompañaban por el río, parecían más relajados. Iban y venían paseando. Pero las ranas se mantenían distantes, como soberbias. Ni les dirigían la palabra. Simplemente los miraban por encima del hombro con desprecio.

En el barco habían estado más o menos a salvo. Ahora, en la selva, sólo rozarlas les daría una  muerte segura.

—Tenemos que volver al barco —dijo Siro—. Mejor que la noche nos agarre seguros.

Juan recuperó el entusiasmo: las ranas estaban muy adaptadas a la selva, pero no se animarían a salir al mar.

—Igual —dijo—, si queremos enterarnos de algo, tendríamos que conversar con los delfines.

Ellos traían noticias de todas partes.

 

***

 

—Roberto no puedo más —dijo Valentina casi sin aliento, agarrada de una aleta del delfín.

—Tenemos que seguir, insistió.

—Pero el agua no es segura. Dicen que está contaminada por radiación.

—No, Valentina, el agua está limpia —Roberto giró la cabeza y la salpicó—. Nunca antes estuvo más desintoxicada.

—¿Cómo decís semejante cosa? ¿Y la rana gigante de dónde salió?

—No sé, el mundo está cambiando.

—¿Dónde hay tierra firme? Me quiero bajar.

—Cerca del río Amazonas. Podemos llegar, y es el único lugar seguro. Las ranas Goliat son muy peligrosas, tenemos que salir rápido de África.

¿Llegar al Amazonas en delfín? Roberto no sabía lo que decía, o sí.

—Es imposible que lleguemos al Amazonas —dijo resignada, casi soltándose.

—¡Podemos lograrlo, creéme!

—¿Por qué me ayudás?

—Porque quiero —respondió Roberto, tirándola dentro de un velero que llevaba ya dos personas.

Valentina cambió sus hábitos y empezó una conversación inmediata. No podía parar de hablar.

—Hola gente. Soy Valentina. ¿A ustedes que les pasó? ¿Venían en el crucero?

—Este es mi barco. Yo soy Darío.  La del crucero es ella— dijo señalando a Raquél que se hacía la desentendida.

—Hola Raquél. ¿Te trajo el delfín?

—¿Qué?

Raquél estaba tan dopada que no se dio cuenta que Valentina había venido en delfín.  Darío, que había visto de cerca la maniobra del Sargos, pudo rescatar a Raquel, porque ella quedó a la deriva cerca de su velero. El intentaba hacer la regata de Las Palmas-Santa Lucía y el tsunami lo había sorprendido en medio del viaje que había esperado toda la vida para festejar su jubilación.

Seguía traumado pensando que el destino le había jugado una mala pasada. El plan de atravesar el océano solo, en silencio y en paz, se había transformado en una tragedia. Tuvo que acostumbrarse a estar acompañado por dos personas: una que no paraba de hablar, Valentina; y otra que no paraba de quejarse: Raquél.

Se refugió en sus charlas con Roberto que, cansado por el largo viaje, solo le hablaba para darle instrucciones de navegación.

Después de 16 días de mar y cielo tuvieron las primeras novedades.

—Hola —dijo Roberto.

—¿Quién llegó? —preguntó Valentina—. ¿A quién le estás hablando?

—A los delfines rosa del Amazonas. Estamos cerca.

Valentina, Darío y Raquel, eran como espectadores de la conversación de los delfines.

—¿Vos estás segura de que Roberto quiere ayudarlos? —le dijo Darío a Valentina.

Y Valentina se sintió rara, como un conejillo de indias. ¿Y si Roberto estaba juntando gente, como quien acumula monedas en un frasco?

Intentó calmarse y aferrarse a la idea de que había llegado a tierra firme.

Remontaron el río hasta que encontraron un descampado.

Vio unas ranas gigantes que caminaban como humanos.

¡Ranas, acá! ¡No! No puede ser…

¿Para qué tanta odisea, si igual iban a terminar obedeciendo a ranas?

Roberto les ordenó amarrar el velero junto a otro que ya estaba. Suspiraron todos cuando vieron que había otros dos hombres.

Ya eran cinco.

***

 

R-Sandra se sentía muy fuerte: medir casi dos metros era ideal para su carácter. Se había adaptado bien. Hasta el terreno africano parecía ideal para su nuevo cuerpo.

En cambio, R-Lucy no sabía qué hacer con su cuerpo. Vivía con hambre. Permanentemente pensaba en comida. Algo andaba mal. Le preocupaba que hubiera hombres. Imaginaba que ahora ellas se harían notar demasiado siendo tan grandes.

Siempre habían sobrevivido cerca del lago, escondidas entre las rocas, calentitas en el agua. Ese mundo nuevo le daba mucho miedo. No podía adaptarse. Todo había cambiado, transformado en un lugar horrible, gris, revuelto, destruido, descuidado. R-Lucy quería volver a su paraíso, quería que todo fuera como antes, y ella también quería ser como antes.

R-Sandra arrasaba con todo. Reunió a las ranas.

—Tenemos que salir a juntar hombres —ordenó.

Quería sembrar cadáveres para cultivar moscas.

R-Lucy pensaba que R- Sandra estaba loca. Sabía que los hombres eran peligrosos, siempre intentaba que no la vieran. Había escuchado historias de ranas que habían sido secuestradas. Otras lastimadas porque sí. Había tenido que consolar a muchas que habían sido golpeadas. Pero tenía que seguir a todas. Ellas eran su familia. No podía irse a vivir sola. No podría vivir sin ellas. No podría sobrevivir sin ellas.

Para no sentirse tan fuera de foco, formó un grupo de compinches.

Trataron de asumir el rol del entretenimiento, ponerle un poco de humor a todo eso. Se burlaban de ellas mismas y de sus nuevos cuerpos. Hacían un lindo show.

Durante el día pensaban los números nuevos. Lograban hacer reír a muchas ranas. Algunas querían divertirse igual que ellas.

R-Sandra no tenía paz. Todas las noches había discurso: antes de que las rebeldes recibieran los aplausos, las interrumpía para hablar. Aprovechaba su convocatoria. Así como dejaban a la audiencia sonriente, ella las amargaba con sus planes para el día siguiente.

Sin duda le daba envidia que R-Lucy fuera protagonista de algo.

—Si no se preparan —gritaba a los cuatro vientos—, todo va a terminar pronto. Hay que buscar más hombres antes de que se acabe la cosecha.

Siempre lo mismo,  pensaba R-Lucy. Con su hermana mandoneando, nunca podía disfrutar de nada.

R-Sandra tenía su grupo, las que se hacían las valientes, pero que no tenían idea de para qué lo eran.

Cada noche el grupo de R-Lucy actuaba menos. Primero les sacaron el tiempo de los aplausos, después sacaron un número imponiendo su autoridad con amenazas. De a poco la diversión dejó paso a la estrategia. R-Sandra quería armar un grupo de ranas para matar más hombres. Y eso era lo único que le importaba.

 

***

 

Juan les explicó a los nuevos —que seguían traumados— cómo habían sobrevivido Siro y él.

Valentina, Darío y Raquel, sin pensar, fueron copiando los hábitos de Siro y Juan, que ya estaban organizados.

No tenían idea de para qué ni por qué estaban ahí, cuál era el sentido de haber sido rescatados por los defines. No había forma de entender el comportamiento de esos cetáceos. Pero, mientras, tenían que sobrevivir.

Volvieron a ocuparse de lo básico. Por suerte tenían los veleros, porque llovía casi todo el tiempo. Se hicieron vegetarianos. Cada vez, más delgados y tostados. Casi no usaban ropa, lo necesario. Hacía mucho calor.

Más de una vez se descubrían preguntándose quiénes eran ellos. ¿Por qué no aparecían más hombres? Desde que habían llegado, Roberto había desaparecido, así que no tenían a quién preguntarle.

Después de gritar “Roberto” a cuanto delfín pasaba, un día lo encontraron.

—¡Hola, Valentina!

—¿Qué pasó, Roberto? ¿Por qué no volviste más? ¿Por qué me trajiste acá?

—Porque acá podés vivir.

—¿Pero por qué a nosotros?

—Porque sí.

—Tengo una teoría —interrumpió Juan—. Creo que las ranas no hicieron esas hamacas. Es obvio que ahí vivían hombres y ellas los mataron.

Roberto se fue.

—¿Pero, por qué los habrían matado si nos podrían haber matado a nosotros también y ni nos miran?

—Por las hamacas —aseguró—. Cuando nosotros vinimos se subió una rana al velero y cuando se sentó en el barco dijo que no era cómodo. Si le hubiese gustado el velero nos habrían  matado y se lo habrían quedado. Es evidente que eso hicieron con los dueños de las hamacas.

Valentina se dio cuenta que la estadía en la selva los estaba volviendo estúpidos. Los cinco eran —unos más, otros menos— como zombis viviendo por vivir, comiendo por comer.

Siro cambió el panorama. Saltó al barco y, casi sin poder hablar de la emoción, les gritó.

—Vi gente en la selva.

—¡Qué!

—¿En serio?

—Apunté el telescopio a una mariposa —siguió Siro— y descubrí algo raro en el follaje de atrás. Enfoqué mejor, y se movió. Era un ojo que parpadeó. Supongo que el espejo del telescopio hizo reflejo y lo asustó. ¡Yo lo vi: era un ojo!

—Podría ser un mono —dudó Juan.

—Te digo que era el ojo de un hombre, porque me miró como dándose cuenta de que lo había descubierto.

Perdieron la paz.

***

 

Stan intensificó la mutación para enfatizar la agresividad de las ranas. Quería alejar y atemorizar a los hombres que todavía quedaban.

Sólo le interesaban sus cinco candidatos. Aunque también cuidaba a esos humanos de la selva, con los que se había comunicado gracias a los poderes telepáticos del chamán que los protegía.

Esos seres humanos —justamente esos habitantes de la selva amazónica— eran los más inteligentes que había percibido en la Tierra, y serían los guardianes de sus cinco candidatos. Tenían que mantenerlos vivos para que él, Stan, consiguiera su fin.

Ya en pie de guerra y envalentonadas por la mutación, las ranas se pusieron en camino.

R-Sandra les explicó a todas y a cada una que los hombres les tenían miedo. Que no tenían que achicarse.

R-Sandra hacía alarde de saberlos manejar, pero R-Lucy no le creía. Ninguna rana los había enfrentado. Los hombres eran peligrosos.

Hasta ahora, no habían cazado hombres vivos. Así que la reacción que podían tener era pura teoría de R-Sandra.

Por otro lado, R-Lucy pensaba en su sueño: una voz ofreciéndole el mundo, dándole a ella una seguridad para la conquista.

Y se decía a sí misma: si yo, que soy tan cobarde, me permití soñar eso, ¿qué sueños habrá soñado R-Sandra?

R-Sandra entendía todo lo que aparecía en su mente como un mandato. Como si estuviese poseída por un fantasma que desde adentro le daba órdenes. Con ella al mando, las otras ranas estaban perdidas.

De caza, R-Lucy, su hermana y las demás ranas recorrieron mucho hasta que finalmente llegaron a un río. Ella ni lo pensó y se zambulló contenta. Sus amigas artistas la siguieron.

—No estamos jugando —protestó R-Sandra.

—Tranquilizate y disfrutá un poco —le sugirió R-Lucy.

—Cuando tengas hambre, hablamos —contestó desafiante.

R-Sandra y sus seguidoras se internaron en el bosque.

Mientras, las ranas artistas dejaron ese río sin insectos. Los peces las esquivaban como temiendo ser devorados. R-Lucy razonó que quizás las confundían con hombres.

Cuando los ánimos se calmaron, R-Sandra y sus muchachas aparecieron eufóricas.

—¡Conseguimos reserva de comida!

—¿Qué hiciste? —preguntó R-Lucy.

—Matamos cuarenta hombres. Están apilados para la siembra de moscas.

—¿Ustedes pud…—preguntaron todas— pudieron matarlos?

—Sí. Fue fácil.

Todas corearon su nombre.

R-Lucy sintió tristeza. Matar hombres parecía un desafío menor que matar moscas. Pero se daba cuenta de que nadie pensaba como ella.

R-Sandra tenía un don: sabía darles a las ranas lo que las ranas querían tener.

Cuando R-Sandra empezó a reunirlas a todas para que oyeran su discurso, R-Lucy supo lo que soñaba su hermana.

R-Sandra  decía cosas como: “Sé que los hombres fueron castigados, no son dignos de vivir entre nosotras. La Tierra nos eligió para habitarla. Sueño con una selva. Sé que hay un paraíso en algún lugar. Lo buscaremos, el mundo nos pertenece”.

Todas le daban la razón. Nadie cuestionaba sus planes, porque parecía que casi todas soñaban lo mismo.

Pero R-Lucy pensaba en sus sueños. Vivía refugiada en su propio mundo, en sus propios sueños. Iba y venía con todas pero, en los momentos de acción, buscaba excusas para no participar. De a poco fue quedando atrás en todos los aspectos. Decidió que había llegado el momento de alejarse del grupo. Y no bien tuviera la oportunidad, lo haría.

 

***

 

  Darío tomó el mando. Ya nadie escuchaba a Siro y a Juan polemizando sobre qué tipo de hombre podría tener un ojo asustadizo.

La propuesta de Darío fue clara: uno de los barcos remontaría el río para ver si había señales de otros hombres. Valentina decidió acompañarlo. Siempre había soñado con alejarse de todos, y ahora estaba feliz imaginando un encuentro con otros.

Tenían que salir temprano para evitar el calor y asegurarse la vuelta antes del anochecer. Y también tenían que esperar un día con suficiente viento y un ángulo de vela para ir hacia el oeste, río arriba.

Prepararon el velero “Adiós”, que era el menos deteriorado.

Juan protestó, pero Darío era de esos hombres que cuando habla tiene razón y no se puede discutir su idea. En realidad, todos querían que pasara algo distinto más allá de comer y dormir. Con un día navegando tendrían especulaciones para varios días en tierra. Si volvían, obvio.

Apareció el viento apropiado, y salieron.

Valentina, con prismáticos; Darío, con el timón. Al no conocer el río, tenían que buscar un lugar que les diera espacio para virar y regresar. Después del mediodía ya se pusieron ansiosos. Al no encontrar a los hombres, decidieron volver.

Darío le negaba sistemáticamente cada sitio localizado por Valentina que, a su criterio, no les daría lugar para hacer la maniobra de virada.

Valentina pareció advertir una zona despejada en la costa, a lo lejos, entre curva y curva. Cuando estaba a punto de hacer foco, sintió un zumbido. Miró a Darío y se dio cuenta de que estaba con la vista fija en la vela que serpenteaba rota con una flecha roja incrustada. Había venido de la orilla sur.

Por instinto, Valentina enfocó el larga vista y los vio. Obviamente, eran hombres y no parecían asustadizos.

Darío gritó:

—¡Valentina saltá adentro y quedate ahí! Yo ato el timón y te sigo.

Él hacía malabares para conducir el barco sin sacar la cabeza, tirando del timón de rueda con una soga. Sabían que los observaban desde la costa.

Vieron el recodo para virar y Darío salió con las manos arriba gritando:

—¡Nos vamos!

Rogaron que entendieran. Pudieron escapar.

 

***

 

R-Sandra enloqueció. Traía pilas y pilas de hombres, moribundos. Siembras que darían grandes cosechas. Un tiempo de abundancia que R-Lucy no podía disfrutar.

Con tanto trabajo, R-Sandra se olvidó de su hermana. Tenía cosas más importantes que hacer que pelearse con ella.

R-Lucy usó el espacio libre para organizar su grupo. Creyó que el mejor lugar para esconderse era donde estaban todas. Se ofreció para la cacería, fue convincente, estaba preparada para simular.

Salieron veinticinco, directo al río más cercano. Siempre aparecían hombres cerca de los ríos. Casualmente no vieron a ninguno. Y como por arte de magia ese río las llevó a una selva. Aparentemente la misma que todas habían visto en sueños. El paraíso que soñaban.

R-Lucy temió por R-Sandra, no quería que alguna rana decidiera salir a avisarle que habían encontrado el paraíso. Increíblemente, nadie dijo nada. Pudieron permanecer ahí. No era la isla que añoraba R-Lucy, pero era mejor que vivir obedeciendo a R-Sandra.

Pasó el tiempo, recuperaron la calma. Comían lo justo y necesario para vivir al día. Tenían suficientes insectos en esa selva, que parecía ser el lugar ideal para sobrevivir sin que se acabaran los manjares que saboreaban. Sin esfuerzos, el mundo les daba todo.

Empezaron a tener otros sueños…

R-Lucy se despertó perturbada con uno que no lograba comprender: se vio dibujada en una piedra en la puerta de una casa. Los hombres llegaban hasta esa puerta y ponían insectos sobre una hoja de palma. Ella salía de la casa y los saludaba queriendo demostrarles que no les haría daño, pero ellos huían.

No fue la única que lo soñó. De a poco, todas se animaron a contar lo mismo. No faltó mucho tiempo hasta que a una se le ocurrió confirmarlo: el nuevo destino estaba marcado. Una rana organizó su grupo y partió a buscar la casa de piedra.

Resignada, R-Lucy esperó una nueva catástrofe. Si algo había hecho R-Sandra era hacer que los hombres las temieran y, por lo tanto, las odiaran.

 

***

 

Valentina se dio cuenta de que los nativos no tenían malas intenciones. Si no, ya los habrían matado. Los hombres de la selva sólo habían marcado territorio y —como si hubieran adivinado lo que Darío planeaba— lo habían dejado maniobrar la virada para conseguir que se alejaran.

Los delfines estuvieron ausentes todo el camino. Darío y Valentina los buscaban para pedirles que los guiaran por el río; pero habían desaparecido. No podían entender por qué.

Roberto apareció.

—Tienen que salir de este lugar.

—¿Por qué? —dijo Valentina.

—No van a sobrevivir. Las ranas se están organizando para cazarlos. Vayan con “los flechas rojas”.

—¿Vos qué sabés?

—Yo sé lo que es mejor para ustedes.

—¿Y por qué no viniste con nosotros cuando los fuimos a buscar? Nos iban a aceptar mejor y más rápido. No apareciste en el río, y casi nos matan. ¿Quién sos, Roberto? Primero me decís que hacés las cosas porque querés, y ahora porque sabés. No te entiendo.

—No es necesario que me entiendas.

—Por favor, Roberto —gritó Valentina enojadísima—, decinos cómo hacer para acercarnos a ellos sin que nos maten.

—Dejen el telescopio cerca de la costa. Eso es lo que ellos quieren. Si les permiten mirar, los flechas rojas los van a aceptar y los van a cuidar.

Roberto se fue, y todos se quedaron con una bronca incontenible. El delfín tenía esa forma enigmática de actuar, esa manera de desaparecer y aparecer como si fuera un ángel de la guarda trabajando a reglamento, desganado, no asumido.

Siro no le creía. Obviamente, no quería creer que tendría que sacrificar su telescopio. Juan se entusiasmó. Si algo quería era hablar con esos hombres. Ya había perdido la esperanza de razonar con las ranas. Raquel sólo quería un hotel cinco estrellas, dormía casi todo el día confiando en que sus psicofármacos le duraran hasta que apareciera un crucero y la rescatara.

Terminaron convenciendo a Siro, quien se instaló con el telescopio en la orilla.

Presenciaron el contacto: diez hombres lo rodearon y juntos señalaron el telescopio y el cielo, como queriéndole decir que observara algo.

A Siro se le ocurrió apuntar a la nueva luna de Júpiter que, por supuesto, todavía estaba entera. Uno a uno, los flechas rojas se fueron acercando al ocular y, como si hubiesen visto a Dios, se abrazaron emocionados. Se acercaron al barco invitándolos al abrazo a los otros también.

 

***

 

Está todo dispuesto, pensó Stan.

Pronto conseguiría su objetivo. Estaba ansioso esperando que su plan funcionara.

Tenía varios hijos inconclusos en otros planetas.

Valentina ayudó a Raquel a entrar en la choza que les habían adjudicado los flechas rojas.

Las trataban demasiado bien, muy diferente de cuando se los cruzaron en el río. Ella tenía sentimientos contradictorios: de alegría, por sentirse rescatada y cuidada por gente que sabía cómo vivir en la selva; y de sospecha, por no saber cuál era el motivo de tantos cuidados.

Siro, Darío y Juan no fueron tratados de la misma manera. Arrojados a otra choza, seguían temerosos. Sobretodo Darío, que los había visto disparar las flechas y que temía por algún otro episodio agresivo.

Los nativos llevaron alimentos y bebidas a las dos chozas y los dejaron solos para que pudieran descansar.

Esa misma noche, cuando ya estaban todos dormidos. Raquel fue la última en cerrar los ojos, pero la primera en soñar.

Está todo dispuesto, se repitió Stan. Y se dedicó a su elegida.

—¡Despierta, Raquel!

—¿Quién me habla?

—Tu padre.

—¿Qué quieres, padre?

—Nacer.