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Salor y Agente Naranja

Decurgez, Alejandra

“Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías…”

(Jorge Luis Borges, La Trama)

 

En Naizar la vida es simple: el trabajo empieza al amanecer y se interrumpe para el almuerzo, luego continúa hasta que anochece. Después de la cena, algunos se juntan a jugar cartas o hacen ronda de destilado de flores de Wani, los que consiguen ahorrar se van a la Pagoda de Ming a alquilar chicas-animé. En Naizar no importan las llamadas “conquistas interestelares”, ese lío de planetas aliados y enemigos, de las razas que se creen importantes y las que todos desprecian, las amenazas de invasión, los tratados comerciales, tantas estupideces. En Naizar tampoco se toma partido por las disputas entre Distritos, las veces que llegaron los Defensores de la Libertad Climática, esos enfermitos nenes bien, los sacaron a puro láser. En Naizar no hay tiempo para fantasías y revoluciones, carajo, acá se trabaja.

  Desde que llenaron el cielo con los satélites que controlan el clima, no sorprenden las tormentas, no hay sequías, no cae granizo. Los viejos dicen que extrañan la incertidumbre de antes, pero a nadie le importa lo que piensen los viejos. En Naizar siempre hay mucho que hacer, los vigilantes supervisan que la cosa funcione bien, que todo se haga en tiempo y forma y, especialmente, que nadie se quede con lo que no le corresponde. Si no te mantenés a ritmo o si te mandás alguna, te echan y listo. Siempre hay tipos esperando la oportunidad para entrar en las colonias de zoobots, muchos piensan que el trabajo es fácil porque es monótono.

  Y sí, eso es cierto, el que busca emoción o aventura mejor se enlista como Centinela o se mete a detective en la Estación. En Naizar la cosa es rutinaria y cada cual tiene su lugar y su tarea: están los que ensamblan el tejido orgánico con los circuitos y los que engarzan las neuronas en las planchas de metal y plástico, esos se la dan de cirujanos. Están los que testean los modelos recién armados, que se creen mecánicos de naves espaciales, igual que los que reparan las piezas y hacen la puesta a punto de los bots. Los que reciben los cargamentos de las granjas de tejido animal son palurdos, es un trabajo para retrasados, sólo hay que mandar cada tejido al sector correspondiente: el cerebro de águila y el de rata va para los zoobots de rastreo, el de elefante para demolición, neuronas de murciélago para el patrullaje nocturno. En el laboratorio, otros que también se la dan de grandes biólogos ponen en condiciones la materia orgánica. Todos son pobres tipos creídos de que hacen un trabajo importantísimo, que sin ellos se cae Naizar, el Distrito y hasta la Ciudadela entera. Pero son solo engranajes, como dicen los viejos, son ladrillitos que pueden intercambiarse por otros en cualquier momento, en eso sí los viejos tienen razón, en Naizar nadie es imprescindible.

  Salor, como el resto, tiene su quintita: es coach de zoobots-topo. No es un trabajo tan peligroso como ser coach de águilas, ni tan excitante, por supuesto, pero tampoco es aburrido como ocuparse de las abejas o de los peces limpia-ríos. Los topo-bots son curiosos y un poco destructivos, pero en general son imbéciles. Necesitan un coach con autoridad, alguien que sepa tenerlos cortitos, que les enseñe a concentrarse y a cavar organizadamente porque si no, se dispersan. Y no se puede tener a una banda de zoobots-topo suelta por ahí, en las minas del cuadrante planetario Epsilon, por ejemplo, eso sería un desastre. Para trabajar con topos hay que ser firme.

  Salor recibe el clan de diez topos recién ensamblado del laboratorio, llegan en cajones reforzados. Los topos apenas saben moverse en sus carcasas metalizadas porque son tan pesadas que emiten chirridos cada vez que intentan desplazarse y eso los asusta, la mayoría prefiere permanecer inmóvil tratando de procesar y catalogar los millones de olores que son capaces de percibir. Salor los saca de los cajones y los acomoda en la tierra húmeda de las zanjas, se asegura de que estén separados porque en sus cerebros todavía subsiste la necesidad de mantenerse aislados. Los que se la dan de biólogos no consiguieron, a pesar de todos los experimentos, borrarles los instintos, esa cofradía de idiotas de bata blanca ni siquiera puede depurar las neuronas de unos topos de mierda para que sepan cómo cavar juntos cuando se les indica.

  Bueno, pero al fin y al cabo ése es precisamente el trabajo del coach. Si los topobots, si cualquier otro bot con cerebro de animal, saliera del laboratorio listo para su funcionamiento, muchos en Naizar no tendrían trabajo. Y es un buen trabajo, el de coach, y Naizar es un buen lugar para vivir. En otros Distritos la vida no es fácil y la gente hace cualquier cosa para meterse comida en el buche y pasar la noche a resguardo, así cuentan los viejos.

  Salor entierra a los topobots en el barro y espera a que empiecen a mover sus patas de metal y que escarben con sus garras y sus hocicos. Los primeros días son difíciles, Salor come y bebe lo que algún compañero le trae, ni siquiera abandona la zanja para ir al baño. A los topos, a los cosos esos no les importa cavar en la mierda ni recibir una ducha de pis caliente cada tanto. Sus estructuras están diseñadas para soportar las rocas y la atmósfera densa como una escafandra del cuadrante Epsilon, un chorrito de pis no les hace nada. Salor va y viene, mañana, tarde y noche recorre la zanja con el palo de descarga porque a los topobots hay que tenerlos controlados. Siempre hay alguno defectuoso o un poco lerdo y hay que recordarle que no es, que ya no es, un animalito.

  Ahí va uno, por ejemplo, el CR1009. Mueve las patas como si quisiera nadar en la tierra y apenas se desplaza. No escarba, las patas le rechinan y el ruido lo sobresalta, qué cosa inútil, que cosa imbécil. Salor apoya el palo de descarga sobre el lomo del topo y la punta del palo echa un destello azul que recorre toda la carcasa del bot. El topo emite un sonido agudo, insoportable, y Salor aprieta los dientes y le da una segunda descarga. Salta una chispa del lomo del bot pero esta vez el coso permanece quieto, mudo. Va a estar paralizado por un buen rato, mejor así.

  Salor sigue recorriendo la zanja.

  Otro, el MP2811, escarba, sí, pero está subido encima de otro y parece querer abrirle la carcasa con las zarpas, golpea la nariz contra el metal como un maniático, y el otro está inmóvil, sorprendido o tal vez gozando. Salor le da con el palo al de arriba, el chispazo empieza en un punto del lomo del zbot, se expande y se desliza por la carcasa y luego se contagia al coso que está abajo. Para que aprendan, uno a cavar la tierra, otro a no dejarse destripar. Los dos cosos chillan y el sonido es como una aguja que raya el metal. A Salor le duelen los oídos y se le crispa la quijada. Patea a los zoobots y los separa, al más idiota lo deja en la punta opuesta de la zanja. Amenaza con darle otra descarga pero el coso se pone a escarbar la tierra desesperadamente. Uno o dos topos alrededor alzan los hocicos, intrigados, y enseguida lo imitan. Bueno, ahora sí.

  Todo empezaba a encaminarse. Si el Profeta Chan así lo decretaba, los topobots pronto terminarían de entender que ya no eran bestias y cavarían cada uno su agujero. Más tarde vendría la parte de hacerlos trabajar en equipo, otro dolor de cabeza, pero, por ahora, Salor confiaba que en un par de noches podría sentarse a cenar y hasta podría dormir un rato.

  Entonces uno, el AN1377, refregó su nariz contra la pierna de Salor. Era un coso más pequeño que el resto. Sería por la luz de la tarde pero la carcasa no lucía plateada, sino naranja. Sería por el cansancio, Salor no lo pateó, sino que se lo quedó mirando, no creía haber visto nunca uno tan chico, ¿no les habría alcanzado el tejido orgánico? ¿No habría suficiente metal para el ensamble? AN1377 se restregó en la otra pierna de Salor y emitió ruidos como de clavos sacudiéndose en una lata.

  ‒Andá a cavar, dale –dijo Salor, y lo empujó con el empeine‒. AN1377, ahora sos Agente Naranja.

  Así lo llamó.

 

El cosito tardó más que el resto en aprender a mover las patas para separar los terrones, Salor mismo tuvo que hundir las rodillas en la zanja y tuvo que meter los dedos en el barro para mostrarle cómo escarbar correctamente.

  ‒¿Ves, Agente? ¿Entendés cómo hay que hacer, chango? Ahora probá vos.

Agente Naranja alzó el hocico metálico al aire y pareció que asentía, que comprendía. Después incrustó la nariz en el barro y quedó ahí clavado, con las patas al costado, como muerto. Salor refunfuñó, lo sacó del barro y le volvió a mostrar. Alrededor, los topobots ya estaban cavando agujeros bien proporcionados, prolijos y a prueba de desmoronamientos. Sólo ocasionalmente necesitaban una descarga para no haraganear, o para no desafiarse y pelear por el territorio.

  Una medianoche Salor miraba al cielo, los viejos de Naizar decían que antes de los satélites estabilizadores de la atmósfera había noches completamente negras, noches sin esa bruma plateada que irradiaban los satélites, en las que la luz de las estrellas parecía frágil, como si las galaxias se hubieran retirado. Los viejos decían que antes se escuchaban las hojas de los árboles moviéndose por el viento y que algunos bichos croaban y reptaban en los pastizales. Ahora sólo se oía el zumbido continuo de los satélites y las naves de los Centinelas patrullando los límites de Naizar. Los animales en los criaderos guardaban silencio. Los viejos decían que los animales intuían que les extirparían el cerebro para ponerlo en zoobots y que por eso callaban.

Salor miraba hacia arriba y pensaba en el cielo del Distrito Q, que había visto una sola vez. Aquella medianoche inolvidable los turistas soltaron lámparas de papel encendidas y pidieron un deseo, el cielo se llenó de llamitas rojas que se desplazaron suavemente y se extinguieron de a poco. Salor siempre recordaba cuando había cumplido su primer año en Naizar y el grupo de viejos lo había llevado al Distrito Q, a la Pagoda de Ming, y le había regalado un turno con una chica-animé de pelo corto, tan delgada que ni tetitas tenía. A la medianoche se apagaron las luces de todo el Distrito y los turistas liberaron lámparas y deseos. Salor le preguntó a la chica-animé qué cosa pediría ella pero sonó la campana del final de turno y Salor tuvo que ponerse los pantalones y abotonarse la camisa.

En plena rememoración apareció el vigilante que Salor ya conocía. El tipo era fibroso como todos los vigis, tenía la misma mirada desconfiada y el mismo pelo cortado al ras, caminaba con las manos apoyadas en los neuroláser de su cinto, armas capaces de detener a humanos y bots por igual porque paralizaban el cerebro, o algo parecido. Si te daban un disparo de esos quedabas tirado, duro como una estaca, babeando, algunos no se recuperaban nunca y algunos no podían volver a caminar, pero a los bots directamente les derretía el tejido neuronal. A los bots rebeldes sólo les cabía un destino.

El vigi tenía un nombre de esos que nadie recuerda y, salvo por el injerto en el cuello, era uno más de los que apretaban a los trabajadores de Naizar para que no se pasaran de la raya y para que cumplieran las metas en tiempo y forma. El tipo vino con un recipiente de sobras de comida y una lata de destilado de Wani. Mientras Salor comía, el vigi recorrió la zanja haciendo de cuenta que inspeccionaba el terreno.

  ‒¿Y? ¿Cómo vamos con estos cosos? –preguntó una vez que Salor había terminado su cena. El vigilante hizo un paneo con la linterna a lo largo de la zanja, la luz develó montículos, algunos hoyos, y el resplandor de las carcasas de topobots semienterrados. Ningún topo se movía, percibían la presencia del extraño y, en especial, los neurolásers colgados de su cinto.

El vigilante miró a Salor con una expresión que Salor ya conocía.

‒¿Alguno especial? ‒preguntó.

  Salor se observó las botas enlodadas.

  ‒El que quiera, como siempre –dijo.

  El vigi se rascó la barbilla mientras volvía a apuntar con la linterna a los lomos de los topos que sobresalían del barro. La luz, al moverse, reveló también el injerto en el cuello del tipo, que era como un botón de neuronas ovilladas con tentáculos de silicio que se metían bajo su piel. Injertos como esos servían para montones de cosas, decían en Naizar, desde limpiar lo que había en la sangre después de tomar destilado o consumir sustancias, hasta protegerte de enfermedades y volverte más musculoso. Por eso, decían, quienes los tenían estaban en forma, siempre despiertos, siempre atentos, y eran como invencibles.

  ‒¿Y este? –dijo el vigi, alumbrando a Agente Naranja, que descansaba contra la bota derecha de Salor‒ ¿Por qué es tan chico?

  Algunos, como este vigi, tenían injertos de hipersensibilidad. Salor no entendía exactamente qué era eso de la hipersensibilidad pero en Naizar contaban historias de chicas-animé que habían terminado arruinadas por meterse esos injertos, chicas a las que habían tenido que remendar como a muñecas de trapo y que todavía estaban internadas en un manicomio, gimiendo y llorando en éxtasis. También decían que dos hipersensibles se habían penetrado entre sí y habían explotado de placer, se había logrado reconocerlos por el código de los injertos. Por eso decía la ley que los que tenían injertos de hipersensibilidad debían llevarlos exhibidos, por ejemplo, en el cuello, porque, como aseguraban los viejos, cada cual debía poder decidir su forma de reventar, su manera y el momento de irse de esta vida. Salvo los animales, claro, salvo los zoobots. Como decían los viejos, a los animales sólo les quedaba sumisión y silencio.

  ‒Quiero al chiquito –dijo el vigi, y se agachó para observar a Agente Naranja. El zbot alzó el hocico y olfateó.

  A tipos como el vigilante pocas cosas les daban suficiente placer. Naizar se había llenado de sujetos injertados, los viejos aseguraban que venían a buscar las sensaciones que provocaba el metal de los zoobots al friccionarse con los pitos hipersensibles. En el caso de los topos, lo que buscaban eran las narices largas y metálicas, porque la gente no sólo se ponía injertos en el pene, eso lo sabía todo el mundo.   

  El vigi tendió una mano para agarrar a Agente Naranja pero el zbot se escabulló entre las piernas de Salor. El tipo se sobresaltó, Salor vio cómo el rostro se le ponía blanco y la frente se le fruncía. El vigi apoyó las manos sobre los neuroláseres y lanzó una carcajada tan estruendosa que varios topos salieron de sus agujeros, incluso Salor dio un respingo.

  ‒Me encanta –dijo el vigi ‒Me encanta este.

Intentó atrapar a Agente con una mano mientras con la otra se acomodaba la erección, pero Agente volvió a escabullirse.

  ‒Agarralo, Salor –ordenó el tipo.

  Salor levantó la bota. Miró al vigilante, vio las gordas venas y los tendones de su cuello, pensó en los injertos de placer metidos en su ano, pensó en las palabras de los viejos sobre los injertados y sobre los animales. Los viejos siempre hablaban con bronca pero, si uno sabía escuchar bien, detrás de la nostalgia furiosa había miedo.

Salor bajó la bota y aplastó a Agente Naranja en el barro.

  ‒¡Eso! –dijo el vigi.

  Salor recogió a Agente y lo limpió con su chaqueta. El vigilante extendió los brazos y movió los dedos como un nene que quiere su osito.

  ‒¡Dámelo, que me quedan diez minutos de break!

  Agente lanzó un chillido. Y Salor no avanzó, sino que clavó los dos pies en el barro y se irguió, imitando la posición de firme de los vigilantes.

  ‒¿Está seguro? –dijo.

  ‒¿Seguro de qué? –preguntó el tipo.

  Salor alzó al Agente y lo investigó con detenimiento, críticamente.

  ‒Usted mismo notó lo chico que es. Mire la trompa, tóquela, si quiere. Mire el grosor.

  El tipo observó a Salor con recelo, seguía con los brazos extendidos pero inmóviles, como apoyados en la oscuridad, se pasó la lengua por los labios.

  ‒No me jodas, Salor. Dámelo.

  ‒¿Está seguro de que esta trompa es lo que necesita? –dijo Salor. Encerró el hocico de Agente en su puño como si masturbara un pene insatisfactorio, demasiado corto y delgado.

   El vigilante alzó la linterna y encandiló a Salor.

‒Así que tenés un favorito, vos también ‒masculló, y guiñó un ojo, se dio la vuelta y apagó la linterna. El vigi tomó un topobot cualquiera y desapareció al final de la zanja. El fulgor plateado de los satélites recortaba la sombra de su cuerpo macizo en la negrura.

Salor apretó a Agente contra su pecho.

  ‒Dale, chango, a cavar que se acaba el mundo –dijo. Se sentía liviano, como si su espíritu fuera una de las lámparas encendidas que los turistas liberaban al cielo del Distrito Q.

 

  Pronto los topobots aprendieron a cavar con sinergia. “Sinergia” era la palabra que usaban los Managers de Naizar, tipos que Salor no había visto jamás pero que, cada tanto, daban discursitos matutinos a través de los altoparlantes. Sinergia no significaba nada más que trabajar juntos, formar un equipo, algo que los topos no harían nunca si no fuera porque sus cerebros estaban metidos en carcasas de metal y porque Salor les daba descargas hasta que aprendían. Los viejos decían que la sinergia no estaba en la naturaleza de los topos, ni en la de las águilas, ni en la de los murciélagos. Los viejos siempre meneaban la cabeza para mostrar su descontento. Viejos estúpidos, ¿para qué servían los animales antes de que los metieran en bots?

  Era martes y Salor estaba en la orilla de la zanja, tenía el mentón apoyado en el palo de descarga, bostezaba y observaba a los topos mientras escarbaban cada cual su hoyo. Los cosos habían perdido el instinto de meterse en las madrigueras durante el día y su actividad era constante, hacían largos agujeros, rectos y bien estructurados, una delicia para cualquier coach. Era temprano y el clima en Naizar estaba fresco y algo brumoso. El sol todavía no se elevaba por sobre la línea de satélites estabilizadores que flotaban en la atmósfera y la luz era plateada pero débil, contrastaba con el barro.

  Salor se desperezó. Junto a su bota estaba Agente Naranja, que alzó el hocico y las patas delanteras y chirrió, imitándolo. Salor pasó la palma de la mano sobre el lomo de Agente y le dio un empujoncito para que bajara a la zanja. El bot avanzó unos centímetros, se detuvo y regresó junto a Salor, se restregó contra su pierna, pero Salor lo empujó nuevamente hacia la zanja.

  ‒Cavá un ratito y después volvés, chango, ¿sí? Un ratito, andá.

  Cuando vio que todos los cosos estaban en el barro, Salor tomó el silbato que colgaba de su cuello y sopló con fuerza una vez, luego dio tres pitidos cortos. Agente y los topos que estaban en la superficie levantaron las narices y los que estaban en los hoyos emergieron. Se movían con agilidad, sin rozarse ni competir por el territorio. Se organizaron en varias líneas y, con las garras en punta, arremetieron contra la orilla opuesta de la zanja para cavar enérgicamente, todos a igual ritmo, sin detenerse. Enseguida la zanja se había profundizado tanto que parecía un cráter hecho con cincel.

  Salor contempló, orgulloso, su trabajo, “Ahí tienen su sinergia”, dijo. En unos días, cuando los topos ya no necesitaran el silbato para cavar en equipo, se trasladaría con los cosos a lo que llamaban La Pared, ubicada en el límite norte de Naizar, y una vez que los topos lograran abrir hoyos en la estructura de roca maciza, el entrenamiento estaría completo. Los meterían en una nave y los llevarían al cuadrante Epsilon para excavar grutas y abrir galerías de modo que otros zoobots pudieran extraer las piedras que alimentaban de energía a los Distritos.

  Se llevarían a todos los cosos. Se llevarían, también, a Agente. Y vendrían otros, y todo empezaría de nuevo: los topobots inmóviles, recién sacados cajones, aterrados por el ruido de sus propios engranajes, noches sin dormir y sin comer, sesiones de descarga. Salor se restregó la cara con la manga del saco y miró hacia el cielo.

  Los satélites ahora emitían un fulgor opaco y grisáceo como el de un objeto mal lustrado. No estaban quietos sino que vibraran como aquejados por un calambre interno. A Salor se le cayó el silbato de la boca, quiso llamar al vigilante injertado pero no le salieron las palabras. Sentía la vibración de los satélites en su panza, igual que un retortijón. Escuchó el rechinar como de antiguo motor sin aceite y, luego, un bufido.

Así cayeron, como enormes granizos metálicos, así los satélites se vinieron a pique.

 

  Naizar estaba a oscuras. El ruido y el calor, la humareda, los gritos, todo fundido, todo una misma cosa. Salor tardó en comprender que tenía las piernas hundidas en el barro y que la sangre que le cubría el ojo salía de un tajo en su frente. Sintió algo frío clavado en el brazo, era un hierro y le atravesaba la carne. El humo casi no lo dejaba respirar, apenas podía ver el cielo cubierto de chispas. Escuchaba pedidos de auxilio lejanos.

  ‒¡Chango! –gritó. Trató de incorporarse pero el barro era resbaladizo‒ ¡Agente, vení!

  Salor se deslizó usando sus piernas y el brazo sano, el suelo temblaba bajo su cuerpo como si los satélites caídos siguieran vibrando. Una cadena de estallidos disipó la oscuridad y lo ayudó a llegar al extremo de la zanja que casi no tenía pendiente. Salor logró ponerse de pie y vio que Naizar parecía el lecho seco de un océano, un baldío de objetos chamuscados donde sólo se reconocían las siluetas de los satélites estabilizadores aquí y allá, escupiendo chispas y lanzando descargas eléctricas. 

¡Agente Naranja!

  Rodeó la zanja con pasos inseguros, todavía sentía las piernas adormecidas. Esquivó mampostería incandescente y pedazos del cuerpo del vigi, que reconoció de inmediato: el torso musculoso, un pie con la bota puesta, la mandíbula.  ¿Los injertos de hipersensibilidad le habrían causado una muerte más dolorosa? Salor observó alrededor, vio que el techo del laboratorio estaba hundido bajo un satélite, ahí nadie podía estar vivo. Empezaba a correr una brisa con olor a carne y plástico quemado.

  ‒No hay ni un bot –dijo‒ No puede ser.

Ni siquiera se veían las gigantescas estructuras y las cabezas de hierro de los elefantes en el margen este de Naizar. Estuvo un rato de pie, sintiendo el viento que se arremolinaba y cambiaba de dirección bruscamente porque ya no estaba domesticado por los satélites, y quiso recordar las palabras de los viejos pero ninguna le venía a la mente. Siguió el reborde de la zanja hacia el sur, miraba el barro tratando de detectar los lomos de los topos, miraba al cielo buscando el brillo de las águilas.

El sol subió, la tierra dejó de temblar y el viento empezó a arrastrar las cenizas, era cada vez más difícil respirar. Cuando llegó al extremo de la zanja, Salor vio que, lejos, otros tipos también deambulaban como fantasmas. Muchos cojeaban o se arrastraban, otros caminaban en círculos. Igual que Salor, buscaban zoobots en el cielo y en el piso.

Salor metió las manos en el barro y hurgó. ¿Y si los topos habían sabido resguardarse, si algo en ellos había podido adivinar que los satélites iban a desplomarse? ¿Agente estaría bien?

¿Changuito?

   Salor era un tipo libre, estaba ahí porque pagaban bien y porque domar a los topos era fácil, sólo se necesitaba un palo de descarga. ¿Quién se daría cuenta si se llevaba a Agente? Los vigis que quedaban, si quedaba alguno, no darían abasto, los Managers estarían en sus guaridas preparando un discurso, los Centinelas se dedicarían a cazar a los Defensores de la Libertad Climática, causantes del desastre. ¿Cuánto tardarían en hacer el recuento de pérdidas? ¿Alguien se daría cuenta de que faltaba un zoobot chiquito, apenas capaz de cavar un rato? ¿Se darían cuenta de que Salor no estaba? Quizá, pero pensarían que había reventado como los otros y buscarían un reemplazo, listo. Contarían a los topos y, uno menos, con todo lo que había pasado, les importaría un cuerno. Vendría la siguiente camada y listo.

  ¿Agente?

  Para Salor ya no vendría otra tanda. Ya no pasaría noches sin dormir ni comer, ya no vendrían vigilantes a controlar, tampoco a buscar topos para meterse en el ano. Iría al Distrito Q. Irían, Agente y él, al Distrito Q, y la primera noche soltarían una lámpara de papel para desear que la nueva vida fuera tan buena como había sido la de Naizar.

  Los sobrevivientes dejaron de vagar. Estáticos, señalaron hacia el suelo y hacia arriba. Salor miró fijamente al barro y notó que algo se estaba moviendo. Los topos asomaron sus narices metálicas desde el fondo de los agujeros y olieron la devastación.

Salor bajó a la zanja y caminó entre los topos.

‒¡Chango! ¡Vení, chango! ¡Vení! –dijo, y se palmeó los muslos.

Algunos topos le abrieron paso y otros lo siguieron con los hocicos alzados. Salor se arrodilló al ver el caparazón naranja detrás de un montículo y tendió las manos.

‒¿Estamos jugando a las escondidas, changuito?

Agente retrocedió y sacó las garras.

‒No tengas miedo, chango, soy yo –susurró Salor, y volvió a palmearse los muslos‒. Ya sé que estás asustado, pero soy yo.

Agente Naranja emitió unos chirridos y movió el hocico hacia arriba y hacia abajo, guardó las zarpas y dio unos pasitos hacia adelante. Salor le acarició el lomo y lo alzó, se lo llevó contra el pecho. Irían al Distrito Q y todas las tardes pasearían por la avenida de los cerezos holográficos, Agente viajaría en el bolsillo delantero de la camisa de Salor, olería todo. Cada noche mirarían el cielo iluminado por las lámparas de papel de los turistas.

Salor atravesó la zanja abrazado a Agente, los topos lo seguían tan de cerca que tropezó varias veces con ellos, a algunos los apartó a patadas, otros quisieron subirse por sus pantalones y tuvo que sacudir las piernas, pisó a muchos. Cosos imbéciles, para qué tanto palo de descarga y tanto entrenamiento si al final son una manga de idiotas. Mucho manipular el cerebro de los animales, mucho laboratorio, ¿y para qué? Al final son todos bobos.

Quiso salir de la zanja y los topos se colgaron de sus botamangas.

‒¿Pero qué carajo les pasa, mierdas? –gritó. Apretó a Agente Naranja contra su corazón, allí donde tendría un bolsillo para llevarlo a pasear por el Distrito Q, pero el botcito lo rasguñó, desgarrando la tela del uniforme y también la piel. El hombre lo soltó y Agente cayó en el barro con un splash.

‒¿Qué te pasa? –gritó Salor.

Los topos se apretaron contra él y elevaron sus narices, esta vez no olían sino que apuntaban. Salor retrocedió, miró hacia los costados buscando el palo de descarga. Los cosos se abroquelaron hasta pegarse contra sus piernas, se apretaron tanto que apenas podía moverse, Salor sentía el metal helado de los topos a través del pantalón. Pensó en el neuroláser del vigi. Trató de sacudirse, pateó con todas sus fuerzas, se retorció pero no podía sacárselos de encima. El palo, necesitaba el palo de descarga, ¡necesitaba un maldito neuroláser!

El sol se apagaba tan rápido sin los satélites estabilizadores que era imposible ver más allá de unos pocos metros, el día duraba unas pocas horas. Salor no podría encontrar el palo y, aunque lo encontrara, entendió que no serviría. Sin electricidad no era otra cosa que una rama inútil. ¿Funcionaría el neuroláser sin electricidad? ¿Dónde habría quedado? ¿La explosión lo habría despedazado junto con el cuerpo del vigilante? ¡Por favor, el neuroláser! Las piernas de Salor cedieron por el peso de los topos, y el hombre cayó de espaldas en el barro. Los bots chirriaron, ¿se estaban riendo? Algunos topos permanecieron contra las piernas de Salor, haciendo presión para que no pudiera moverlas, y otros treparon hasta llegar a su torso. Agente observaba. Los topos husmearon la piel de los hombros y del cuello del coach como reconociendo el terreno. Al unísono, sacaron las garras y las apoyaron en la carne de Salor, sus zarpas se sentían como un millón de clavos; le apuntaban con las narices.

Salor miró a Agente Naranja y quiso contarle sobre el Distrito Q, sobre pasear, sobre soltar lámparas y pedir deseos, pero dijo:

‒¡Ayudame, chango!

Agente se acercó bandeándose como un cachorro y trepó por el brazo de Salor, siguió por el hombro, sus patitas le hicieron cosquillas y Salor soltó una risita, por un segundo olvidó a los topos y olvidó las uñas incrustadas en su pecho. Agente rozó la nariz del hombre con su hocico y a Salor se le llenaron los ojos de lágrimas.

Entonces el bot AN1377, Agente Naranja, extrajo sus garras y las enterró en la garganta de Salor. Hubo sorpresa en el rostro del hombre con el primer dolor, confusión, luego espanto, a medida que brotaba la sangre, mientras se atragantaba y se ahogaba con la sangre y, al final, cuando cerró los ojos, tristeza. Al final, silencio.

Agente gritó y los topos chillaron triunfantes, parados sobre las patas traseras, con las narices alzadas, aullaron al cielo. Y después hundieron las zarpas en los muslos y el estómago de Salor y cavaron buscando las tripas. Cavaron ordenados, rápidos, con sinergia perfecta, como el coach les había enseñado.