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Salir antes de entrar

Díaz Marcos, José Luis


1


Nada ni nadie es infalible. La tecnología, por ende, tampoco. Ni siquiera en el avanzado siglo XXII. Ni mucho menos. Una clara muestra de ello fue el curioso incidente protagonizado por Lucas-JB37 en su propio hogar. Con su cabina teletransportadora.


Dominado ya el proceso cuántico del desplazamiento a distancia, la cabina creada ad hoc se había convertido en un electrodoméstico de uso común. Imposible llegar tarde a cualquier lugar civilizado. Imposible, también por culpa de los trayectos y sus vicisitudes, la demora o la pérdida de cualquier elemento que cupiese en aquella. A efectos prácticos, el espacio terrestre, aéreo o cósmico entre dos unidades teletransportadoras había sido, literalmente, eliminado.


Por fortuna.


Casi siempre.


 


2


Metido en el telecilindro de su empresa al cabo de la jornada, Lucas pulsó «Star» dispuesto a sentir el hormigueo previo a la materialización en su lejano domicilio, a más de setecientos kilómetros al oeste de allí.


El destino quiso que otro «Star» simultáneo, el de Telepescadería, remitiera el besugo que aquel, aficionado a manchar la cocina, pensaba convertir en su cena.


En circunstancias de normal funcionamiento, la cabina de Lucas, dotada, como todas, con un lógico y sofisticado mecanismo de «Salir antes de entrar», habría impedido la coincidente recepción. Pero las circunstancias y el normal funcionamiento de cualquier cosa no siempre van de la mano. Como ahora. Como entonces.


A algún sistema electrónico se le debieron cruzar los cables o fundir los plomos, y el prudente «Salir antes de entrar» acabó convertido en un despreocupado «Vosotros mismos». De esta forma, y como si de un acelerador de partículas circular se tratase, los átomos de Lucas y del pez fueron recibidos, respectiva y simultáneamente, a derecha e izquierda, colisión frontal sin airbag, en la cabina teletransportadora del primero.


El resultado del choque cuántico fue equiparable a patear sendos y vastísimos puzles ya montados y todavía sin encolar: sus quintillones de piezas saltaron por los aires mezclándose sin orden ni concierto para fusionarse, cóctel mixto de ADN, un nanosegundo después.

 


3


La imposibilidad fue instantánea: no podía respirar. Lucas boqueaba, se asfixiaba, como un pez fuera del agua. Como un pez cualquiera idéntico, o no, al besugo («¡¿Con orejas?! ¡¿Mis orejas?!») tirado en el suelo junto a una burbuja-envase de Telepescadería.


Y Lucas comprendió. Había oído cosas parecidas. No en vano, su cabina teletransportadora también provenía de Thanty-Mao, colonia industrial ubicada en Marte cuya mayor preocupación productiva no era, precisamente, la calidad. De hecho, y según la industria basurera, los artículos «Made in Thanty-Mao» no servían ni para tirarlos.


Acuciado por el ahogo, y más movido por el instinto que por el entendimiento, corrió hacia la fuente más cercana que manó en su cerebro.

 


4


La tapa permanecía, como siempre, levantada. Ello evitó perder un tiempo precioso al congestionado JB37 antes de meter la cabeza en el váter y accionar el mecanismo de la cisterna: un ruidoso chorreo oxigenó sus «¡¿Branquias?!» atenuando, además, la peste del «¡Buf!» asomado desde el fondo de la taza.


El trago, nada gourmet, le resultó… insuficiente: estaba soso. Y el cuerpo le pedía, además de oxígeno, sal. Lucas lamentó que los besugos no fueran peces de río: «¡Si salgo de esta, y por si las moscas, la próxima vez pido una trucha!».

 


5


En la cocina, al borde del colapso, puso el tapón del fregadero y abrió el grifo, frenético. «¡¡Sal!! ¡¿Dónde está la sal?!». Por suerte para él, la encontró cerca.


Vertido el contenido del salero en el agua y hundida la cabeza en esta, Lucas, «¡Por fin!», pudo respirar. «¡Uf…! ¡No hay nada más asfixiante que la falta de aire! ¡¿Qué hago?! Piensa,… piensa… ¡Ya está: el servicio técnico! ¡Ellos sabrán qué hacer!».


Tanteó a su alrededor. En el segundo seno del fregadero encontró lo que buscaba. O algo parecido: una cacerola con residuos de lentejas. La llenó de agua salada y metió la cabeza dentro. Provisto con semejante reserva portátil de aliento, Lucas se dirigió al salón tropezando con esquinas y muebles en busca de su webphone.

 


6


—Servicio técnico de teletransporte Thanty-Mao. ¿En qué puedo servirle? –ofreció una atenta señorita a través de la pantalla.


Lucas sacó la cabeza, chorreante.


—¡Una emergencia! ¡La cabina! ¡El besugo! ¡¡Yo!!


Volvió a sumergirse en el agua.


—Deje que se lo pregunte, señor: su cabina es una Thanty-Mao. ¿Estoy en lo cierto?


Lucas asintió desde el interior del acero inoxidable.


—Entiendo. Su problema es un fallo en el secuenciador de transferencias, ¿verdad?


Aquel volvió a asentir.


—No se preocupe. Bastará con introducirse nuevamente en la cabina y pulsar la opción «Reverse». Ello hará que las transmisiones y sus respectivos contenidos, completos y ordenados, vuelvan también a sus respectivos lugares de emisión.


—G, gracias… —barboteó Lucas antes de salir corriendo y estrellarse, amorrado en el agua de la cacerola, contra la vidriera repleta de porcelanas. 

 

7


Medio conmocionado por el golpe y la repentina apnea, Lucas trastabilló sobre los trozos de su maltrecho legado familiar hasta la cocina. Otra vez.  «¡Atento: has vaciado el salero y la vecina no está!», se dijo ya con la cabeza metida de nuevo en remojo.


«¿Seguro que…?». ¿Era así de fácil? ¿De verdad bastaba con revertir el proceso teletransportador para que todo volviese a la normalidad? ¿Podía fiarse de un servicio técnico cuyo producto low cost no valía ni el importe de sus piezas?


Y lo más importante: ¿Tenía otra alternativa? Que a él se le ocurriese, no. «Pues eso… Y rapidito, además. No sea que la posibilidad de cambio caduque y me quede así para siempre. ¡Qué miedo! ¡Ni en broma!».


Presa del pánico, huyó, ahora tanteando con el pie ante sí, hacia la maldita («¡En qué hora se me ocurriría comprarla!») cabina.

 


8


Centímetro a centímetro, vísteme despacio que tengo prisa, Lucas buceó en su pecera metálica con restos de lentejas hasta la Thanty-Mao.


Un turbio vistazo reveló que la entrada de aquella, curvatura de supuesto cierre automático, permanecía abierta. «¡Ay, madre! ¡No se le cierra ni la puerta y se supone que va a dejarme tan feo como era!».


Pero no fue esta eventualidad, sin embargo, la que provocó su mayor asombro: dentro del artefacto, el besugo de Telepescadería, el único de la historia con orejas humanas, ¡las suyas!, había desaparecido dejando la mera y brillante humedad de su silueta.

 


9


«¡P, pero…! ¡¿Por qué me pasa esto a mí?!».


¿Qué había ocurrido? ¿Se había activado, vete tú a saber cómo, el mecanismo teletransportador enviando así al quimérico pez hacia… hacia…? Imposible: el funcionamiento de la máquina sin clausurar era negado tajantemente por las… instrucciones…


«¡Sí, claro: las instrucciones de una cafetera! Aunque… ¿Y si…?».


Una vez más, sacó la cabeza del agua y buscó a su alrededor. Acababa de recordar algo de vital importancia para sus circunstancias: no vivía solo. Y a su compañero de piso, además, le chiflaba la carne escamosa. 


«¡Ojalá haya sido él! Aún estaría a tiempo…». Sabía que esta hipótesis, remota o no, podría haberse materializado con absoluta normalidad. De hecho, y para más señas, su colega de sofá lucía un sedoso color negro, tenía cuatro patas y era, antes que cualquier otra cosa, un gato.

 


10


—¡B, bigotes! ¿D, dónde estás? ¡Ven,… bonito,… ven…!


No era nada sencillo, en absoluto, la simple, o ya no tan simple para él, tarea de hablar. Y no solo por su recién adquirida insuficiencia para asumir el oxígeno del aire, sino por el hecho mismo de expresar las palabras. Sin duda, el genoma piscícola, poco dado a las conversaciones, tenía mucho que ver con el problema.


«No puede haber ido muy lejos. No cargando, espero, con un besugo de casi dos kilos». 


Lucas recorrió la habitación, cacerola en mano, sin encontrar al felino. Pero tuvo más suerte, o no, según se mire, poco después. En uno de los dormitorios. Debajo de la cama. Tras dejar el recipiente en el suelo, lo descubrió relamiéndose de gusto mientras daba buena del pez.


—¡F, fuera! ¡Vete! —soltó braceando.


Por su parte, Bigotes, nada contento con la desabrida interrupción, tragó el bocado que degustaba y mordió, sañudo, la mano de quien siempre le había dado de comer y ahora, sorpresas te da la vida, pretendía robarle el alimento. Así las cosas, el futuro inmediato no pintaba nada bien y el minino, suspicaz por naturaleza, exhibió una envidiable agilidad para desaparecer sin decir ni miau.

 


11


—¡¿P, pero qué has hecho, animal?!


Arrancada de cuajo, al besugo le faltaba la oreja derecha. ¡Su oreja derecha!


Lucas recordó a Bigotes masticando solo unos segundos antes y se le revolvió el estómago. «¡¿Y ahora, qué?! Suponiendo que la inversión del teletransporte funcione, que igual es mucho suponer,… ¡¿Me voy a quedar mocho?!». En su atribulada mente apareció una súbita luz, esperanza real o inventada, que vino a disolver las sombras del temor: en alguna parte había leído, o alguien le había dicho, o él quería creer, que todo el ADN de los seres vivos se encuentra en todas y cada una de sus células. Por tanto, dedujo, los «planos» para recomponer su pabellón auditivo derecho también estaban almacenados en el izquierdo. «¡Más me vale!».


«¡¿Y cómo llevo…?! », se dijo ante la dificultad logística que se le planteaba a continuación. ¿Cómo trasladaba hasta la Thanty-Mao un besugo de casi dos kilos de peso sin soltar el líquido salino que le permitía seguir respirando?


«¡Si esto es el karma, el mío también está roto!».

 


12


«Empujando con el pie. No es el summum de las ocurrencias, pero funciona». De nuevo, centímetro a centímetro, «¡No metas la pata, nunca mejor dicho, que la diñas!», y amorrado en el líquido elemento, se dirigió hacia el calvario de su particular vía crucis. «Me fastidia decírtelo, sí, pero es la pura verdad: Lucas-JB37, no podrías ser más patético».

 


13


«Ha llegado el momento. Por fin y también por qué. ¡Ay, madre! ¡Que me quede como estaba! ¡Que tampoco es que sea mucho, pero sí es mucho más que este poco!». Ya en el interior de la Thanty-Mao, con el besugo a sus pies, Lucas pulsó el botón «Open» para provocar alguna reacción preliminar, puro tanteo, y la curvada puerta, paradójicamente, se cerró: una ola de ardiente claustrofobia lo invadió al instante. Creyó posible, incluso, hacer hervir el contenido de la cacerola con el rubor de sus mejillas.


«¡Venga, ánimo!»


Alargó la mano, tembloroso, hacia el botón «Reverse».


«¡No, espera! ¿Y si… y si mando el trasto y su servicio técnico a freír monas y me arriesgo a seguir buscando otra opción? Claro… ¡¿Y si te quedas así pa´ siempre,… gallina?!», se recriminó, implacable. «¡Desde luego, qué mala idea tienes contigo mismo algunos días! Pero también tienes razón: el riesgo es demasiado grande para correrlo».


Dudó unos segundos más, inspiró profundamente dentro del agua, ya demasiado viciada, y en su fuero interno atajó por lo derecho, «¡Qué sea lo que tenga que ser!», antes de invertir su ¿último? teletransporte. «¡Ups!».

 


14


«Parece que sigo vivo…», pensó tras experimentar el proverbial hormigueo del viaje cuántico. «Al menos, eso parece, empezamos bien». Sacó la cabeza del agua y, para su infinita alegría, comprobó que respiraba con absoluta regularidad.


—¡Sí! ¡Sí! ¡Sííí…! —gritó ya sin branquias en el cuello, a pleno pulmón, eufórico.


Se abrió la puerta de la cabina y…


—¡¿Dónde estoy?! ¡Este sitio no es mi oficina!


La visión del pescado y, sobre todo, de su característico tufo, lo invadieron al instante. Para su sorpresa, ambos le resultaron tremendamente seductores, muy, muy apetecibles y comenzó a salivar de manera incontrolable.


—¿Q, qué me pasa…?


Miró sus manos, confuso, y quedó estupefacto: aquellas ya no eran tales, sino garras, auténticas y felinas garras. Desnudó entonces sus brazos y los descubrió cubiertos por una abundante y sedosa pelambrera de color negro. Y sus orejas, ¡ambas y muy puntiagudas!, se habían desplazado hasta la parte superior de su cabeza. «¡Thanty-Mao, Lucas! ¡Thanty-Mao por segunda vez!».


Y entonces cayó en la cuenta. La máquina había repetido y agravado el desastre inicial añadiendo el ADN felino, presente en la saliva de Bigotes, al primer cóctel genético intercambiando, además, los orígenes de los teletransportes. Por esa razón, él estaba ahora en Telepescadería convertido en hombre-gato y el besugo había acabado, supuso, en su oficina convertido en… «¡No! ¡No quiero saberlo!».


Un grito animal, repentino y estruendoso, le heló la sangre. Alerta como nunca lo había estado, se le erizó el vello de la espalda y la nuca. Las uñas de sus garras se desenfundaron, «¡Fiu!», como navajas automáticas. Acto seguido, trepó con pasmosa ligereza hasta la parte superior de una estantería próxima.


El autor del grito, del ladrido, había sido un enorme rottweiler, todo músculos y dientes, que apareció a la carrera con el rostro desencajado por la furia.


—El guardián del castillo… ¡Lárgate! —ordenó Lucas arrojándole un pulpo.


El perro ignoró el mandato.


—Si es lo que quieres… —concedió aquel disponiéndose a devorar una sabrosa lubina recién pescada.