La tarde transcurre cansina y lenta. Por la ventana se asoma la rama seca de un árbol. Los rasguños y marcas de agua de lluvia permanecen inalterables sobre el cristal. En el ordenador se activa el salva pantallas. Mi cabeza sigue fuera, distraído con la tranquilidad. Abro la maleta, saco un pedido, introduzco datos. La gráfica se hunde en el fondo de la pantalla. Soy un pésimo comercial y no sé cómo mejorar las ventas.
Mañana tengo una entrevista de trabajo, hacía tiempo que no tenía una oportunidad de cambiar de empleo. Espero que mi estado de ánimo no influya negativamente. No puedo depender de mi exigua nómina y necesito encontrar otro piso de alquiler.
Las agujas de los relojes parecen detenidas sobre la realidad. La gente entra y sale por los pasillos de la oficina. Las puertas de los despachos se abren y cierran a ritmo de marcapasos. El teléfono suena sobre el escritorio para que atienda algún lamento. Paso. Ya tengo suficiente con los míos.
El logo de la empresa salta a un lado y otro de la pantalla. El teclado muerto suplica a mis dedos. El bolígrafo salpica de palabras las hojas de una libreta. Oscurece lentamente, como si el atardecer cerrara un tupido velo sobre el cielo contaminado. El cristal parece más sucio que antes, ya no se aprecian los rasguños o las gotas de agua. Enciendo la lámpara del techo. La luz incide sobre el reflejo anaranjado de los tubos de neón, que proviene de la tienda cercana.
Apago el ordenador, pongo la funda del plástico al cadáver y cierro la puerta del pequeño despacho.
Mañana será otro agotador día.
Me cruzo por la calle con gafas de miope, corbatas arrugadas y maletas. Espero al autobús en la parada con la misma camarilla de todos los días. Los coches pasan. Una pareja se besa con pasión bajo los efectos de la luna llena. Los semáforos se declaran la guerra. El bullicio aumenta en la plaza. Los locales de comida rápida no dan abasto con los noctámbulos. El autobús arriba con retraso, la cola aumenta. Una andanada de bocinas barre el murmullo. Aguanto impasible por el desaliento, con el hombro apoyado en una farola.
Los semáforos firman el armisticio. Las cuerdas vocales de los conductores se relajan. Los dedos se retiran del claxon. Los noctámbulos se mueven como hormigas y exploran las rutas de las calles en pequeñas oleadas. Los garitos nocturnos se desperezan.
El autobús se detiene. Subo la rampa y me siento en la cola. La cabeza me duele por la tensión y el ruido. El conductor arranca, conduce al ritmo de las viejas arterias de la ciudad milenaria; se forman los primeros coágulos y retruena, otra vez, la sinfonía desafinada de cláxones. El autobús se aleja del centro urbano, a trompicones, y transita a mayor velocidad por la carretera. Más paradas, más acelerones y frenazos. Pasajeros que desfilan por el asiento contiguo entre cabezada y cabezada. Pasa la última curva, la última recta y arriba a mi parada. Desencajo el asiento de mi torcida espalda y las puertas corredizas me escupen hasta la acera.
Camino hasta mi edificio: un punto perdido en una esquina del mapa urbano de la ciudad. El silencio se rompe por el ronroneo del motor de un coche. Cada diez metros, la luz de las farolas es una forma de contornos difusos. Un par de pasos largos sobre la acera de cemento áspero e irregular. Un chasquido de la suela de mis zapatos. Un parpadeo de mis ojos claros. Un bostezo continúo por el cansancio.
Subo las escaleras hasta mi casa de tercera o cuarta mano, una ganga, según el comercial que me timó. Al poco tiempo de firmar el contrato de alquiler, declararon el edificio en ruina. Suspiro profundamente antes de abrir la puerta. Sé lo que me espera en el interior. Hay algo más que la fatiga y conseguir que salgan las cuentas. Introduzco la llave en la cerradura, puedo percibir el aura de la casa, esa energía que encrespa el vello de mi cuerpo. Un halo rodea mi mano. Los primeros días solo pensaba en huir, ahora ya estoy acostumbrado y durará poco tiempo: el rato que tarde en dormirme.
La puerta se cierra. Corro el pestillo y tiro las maletas de muestras en un rincón. Me duelen las piernas de patear la ciudad en busca de clientes. Ha pasado un día más y espera mi rutina.
Solo faltan cinco minutos. Me quito la americana y me pongo el mandil. Abro una lata de albóndigas en la cocina y las caliento en el microondas. Salgo al comedor con la comida caliente y pongo la mesa: un tenedor, un plato y una servilleta. No necesito más. Simulo que enciendo la televisión con el mando a distancia, pero solo es una excusa. Son las nueve en mi reloj de pulsera y miro de soslayo el gran cuadro que preside una pared de la sala.
La mujer pintada en el interior pasea por la arena desierta. Una mujer menuda, con finos rasgos que dibujan una belleza salvaje, de pelo oscuro y rizado, de piel morena y suave, de ojos verdes que cambian de tono según la claridad de la luna.
Anochece y el faro del acantilado se enciende. La mujer sin nombre mira hacia el comedor con cierta timidez y prosigue con su paso entre las hogueras. Yo, disimulo con la mirada perdida en la pantalla inane.
Una débil racha de aire roza la suave tela de su blusa. Como siempre, se desabrocha los primeros botones lentamente. Estira del vuelo y arranca los últimos de un tirón. Esclava de un impulso que no entiendo. Trago la comida sin masticar. La brisa le arrulla, entorna los párpados y su piel se eriza. Humedece los dedos con saliva y se acaricia la aureola de los senos para aumentar la placentera sensación. Se descalza y salta sobre las rocas para desprenderse de la prisión de sus pantalones. La ropa se desperdiga por la arena
La mujer se tumba en la orilla de la playa e inclina la cabeza hacia atrás. Las olas rompen en su Monte de Venus. La melena se contornea con el viento y cierra los ojos para deleitarse con una sacudida de su sexo.
Como si fuera una señal, suena el teléfono. Con el primer tono, recoge la ropa; con el segundo, la mujer se viste, camina lentamente y se aleja de la orilla. El espectáculo ha finalizado y coincide con el último trozo de albóndiga que mastico en mi boca. Ahora, solo tengo un pensamiento en mi cabeza que no puede esperar. Me quito la corbata y me arremango la camisa.
Entro en mi habitación, los relojes gruñen su infidelidad con el tiempo, algunos más deprisa que otros y, sin querer, envejezco.
Coloco la mano sobre el ratón y desactivo el salva pantallas. Repaso minuciosamente cada apartado del Currículum Vitae en el procesador de textos. Mañana tengo que bordar la entrevista y conseguir el trabajo. Podré despedirme de las paredes de esta maldita casa, incluso antes de que derriben el edificio. Es bueno soñar, te relaja. El ordenador solo me sirve como potente máquina de escribir. Renuncio a jugar y, sobre todo, a que siempre me derrote. En cuanto me entretengo con las musarañas, se enciende y los juegos cobran vida en sus circuitos integrados. Practica durante todo el día, mientras trabajo o busco un puesto laboral alternativo. Más tarde o más temprano, desafiaré a la máquina con nuevos bríos. Por ahora, desisto y me limito a imprimir una impecable copia de mi Currículum. Grapo las hojas y las coloco en una carpeta junto a las cartas de recomendación.
El escritorio es una verdadera jungla de caos. Si sintonizo en la radio alguna emisora musical, una marioneta surge del desorden. Un arlequín hierático y circunspecto representa una sesión de sombras chinescas sobre las paredes tiznadas por el tabaco. El humo no sigue el camino de la ventana, aunque permanezca abierta de par en par. Me divertía con las imitaciones de reptiles, avestruces y conejos. Ahora, solo imita guadañas, calaveras y esqueletos. Mi pesimismo es contagioso. Me hago viejo y los relojes no paran de gruñir con su extraño ritmo.
Los otrora desérticos estantes fueron poblados por cómics, con sus tapas alegres y coloridas. Los huecos restantes fueron ocupados por otros libros, más cultos, que miraron con desprecio a los primeros. Me irritan sobremanera, cuando conversan de temas que no vienen al caso con palabras rimbombantes. La mayoría conserva el plástico protector, pero mi mesa siempre baila al son de su cojera y de algo sirven.
El ambiente se turba con una pelea entre libros y cómics; también absorben mi ansiedad. Parece una guerra de clases. Un bando destroza las hojas de los otros. Solo espero que no me embosquen y se abalancen sobre mí. Huyo al comedor. Procuraré relajarme con los anuncios de algún programa de televisión.
En los estantes del mueble, el San Pancracio increpa a la Dama del Paraguas, a las pequeñas brujas montadas en escobas de mimbre, a los pequeños duendes de gorros rojos, al músico de jazz amordazado, al Gordo y al Flaco que no cesan de burlarse del Buda de la suerte y de la cohorte de deidades.
El Santo les inculpa sobre la desaparición de la moneda insertada en su brazo extendido. Prosigue con las quejas, como si fuera una letanía. Todos sabemos que aguarda a la noche, para introducir su tesoro en la hucha con apariencia de cerdito y comprarse otro aro celestial más enlucido.
Busco otra pieza en el bolsillo de mi pantalón. Coloco la moneda con cuidado y me voy a dormir. Me desagradan las peleas y más que relajarme, me crisparía los nervios.
Me visto con el pijama corto de verano. Abro la ventana de par en par para mitigar el calor. Coloco una botella de agua sobre la cómoda junto al despertador digital. Un sueño reparador me proporcionará la dosis de tranquilidad y don de gentes necesarios para afrontar la entrevista con garantías. Falta un pequeño detalle: soy supersticioso y he olvidado ofrendar una rama de perejil al San Pancracio. Siempre estornuda cuando le acerco la hierba; es alérgico. Desconozco el motivo. ¿Quizás por qué lo compré en el mercado de ocasión o se impregnó del aura de la casa? Nunca lo sabré.
En cuanto abro la puerta, contemplo otra bronca por el nuevo hurto de moneda y cambio de idea. Si el santo supiera, que la calderilla sale del falso fondo de la hucha, no sé qué pasaría… Algún día se lo confesaré, en cuanto recobre un poco de tranquilidad.
Cierro la puerta de la habitación para ahogar el ruido. Me siento sobre la cama. Repaso mentalmente mi plan. Dudo un instante: falta algo para sentirme seguro. Será mejor que saque del cajón mi otro y fiel despertador de relucientes campanillas. Hombre prevenido, vale por dos y nunca se sabe lo que puede pasar: si un fallo de corriente eléctrica, una avería o cualquier insospechado suceso que pueda alterar mi ceremonial.
Saco la llave con un giro de muñeca y le doy cuerda. Las saetas miden de nuevo el paso del insidioso tiempo. Ubico el reloj al lado del despertador digital, apago la luz y me extasío con el conjunto: La luminiscencia verde con su poderoso tic, tac y el parpadeo implacable de los dígitos rojos.
Agarro el marco de plata de la mesita de noche y enciendo un cigarrillo. A través del patio de luces, escucho la disputa de los recién casados. Conozco la historia familiar, más bien por los innumerables detalles que se cuelan a través de la ventana, que por el roce diario en la escalera de saludos, gestos e indiferencia.
En la casa del matrimonio argelino, unos pasos rápidos retumban en el suelo. Los platos vuelan por el aire, el bebé despierta, mi paz regresa.
El silencio reina en el nido de amor. El primer amante aguarda hasta que se escucha un portazo e irrumpe su pareja (por esta noche). El deseo se desata sin apenas preámbulos. El cabecero de la cama golpea rítmicamente la pared contigua.
Los gritos de placer se mezclan, por un lado, con los reproches y, por otro, con exclamaciones en árabe. El tono aumenta, todas y cada una de las parejas vomita su irritabilidad. El insoportable ruido de fondo se convierte en un agradable rumor, como el relajante sonido que emana de una caracola de mar. No me entero de ningún chismorreo. La ventana se convierte en un sumidero de palabras y en la salida de humos de mi cenicero.
También hay pausas en el escenario y la joven esposa se convierte en protagonista del serial radiado. Destacan los reniegos de amor; de sentirse desgraciada; de querer largarse con su madre porque ya se lo decía, pero aún no desea que se lo restriegue por la cara. Tiene la esperanza de que todo pueda cambiar, pero es un sentimiento, un deseo que se diluye cada día que pasa. Concluye el monólogo sin convicción, con una última frase: algún día dará un paso hacia atrás, para saltar con fuerza hacia adelante. No sabe cuándo, aunque todo el vecindario intuye la cercanía de la fecha.
En la casa de los amantes, los fuertes jadeos son coronados por un profundo grito de placer. Prosigue un corto silencio y se suceden susurros, sentimientos de culpa, planes de mañana sin futuro y la despedida hasta la semana siguiente. El silencio lo deja todo atrás.
Mis vecinos son así: intercambian opiniones en voz alta. Los tabiques son transparentes y el barrio es un sitio de paso a ninguna parte; mi edificio, un trampolín.
El marco descansa sobre mi pecho. El ruido de fondo se difumina en la oscuridad rota por la luna llena. Expelo volutas de humo, unos aros entran dentro de otros. Enciendo la luz de la mesita de noche. Abro el cajón y agarro un lápiz. El vecindario ya sabe que es hora de dormir y no prosiguen con las discusiones, ante el peligro de alguna denuncia a la policía.
Entre la sábana y mi pecho, el marco ya ha tomado mi calor. En el interior no descansa ninguna fotografía, solo unos rasgos dibujados sobre una cartulina: una melena con reflejos; unos grandes ojos, negros y brillantes; una nariz respingona; el perfil de unos pómulos; una barbilla. La imagen pestañea y me mira con delicia.
Solo me falta perfilar unos labios de color rojo fuego intenso, o finos, o carnosos, o yo qué sé. Nunca me aclaro; la pregunta me reconcome y la duda atenaza mi mano: ¿Para qué dibujarlo? ¿Para qué? En el fondo no los necesita para nada. Apago el cigarrillo en medio de una especie de niebla. Quizás solo fumo para emboscar a algún hada despistada y que me ayude en mi tarea. Como cada noche, no se presenta.
Me levanto, aparto la cortina y me asomo por la ventana. Los fluorescentes de los anuncios alumbran la calle. Bajo la persiana. El resplandor se cuela por los agujeros y pespuntean el suelo.
A través de la pared, escucho al atareado vecino, el grifo de la cocina abierto, el rumor del agua sobre los platos, el molesto tañido de las cacerolas y, por fin, el chasquido del interruptor de la luz. El calor inunda la penumbra. El taconeo de una transeúnte encuentra un eco sobre el adoquinado, como si la noche sensibilizara la resonancia. Las luces de neón del teatro de la esquina se apagan. Los empleados abren las puertas de salida de par en par. Los espectadores emprenden el camino a sus casas. Los coches salen del aparcamiento subterráneo.
Cojo la almohada y salgo al comedor. Estoy demasiado nervioso y no podría soportar otra andanada de bocinazos. Mullo los cojines del sofá, extiendo una sábana y me tumbo. Las olas me arrullan, como si fuera una nana. En la oscuridad, puedo escuchar como respira el bosque. La manada de lobos aúlla continuamente a la luna llena. El viento arrecia, el mar se encrespa, el agua me salpica la cara. La luz intermitente del faro barre el comedor. Un murciélago bate las alas y se aleja antes de chocar contra la lámpara del techo. Me levanto por el frío y regreso a la habitación.
No ha sido buena idea.
Subo la persiana, me tiendo en la cama boca abajo y abrazo la almohada. La cortina baila con la brisa y refresca mi piel desnuda. Duermo como un lirón y el drama estalla sobre la cómoda, entre ceniceros repletos de colillas, de mecheros, de bolígrafos y mil artilugios inútiles.
—¿Intentas hipnotizarme? —pregunta el viejo reloj con voz altiva.
—No —responde el rival con indiferencia—. ¿Y tú, pretendes que me duelan mis circuitos integrados con tu monótono: "tic, tac"?
—Mira, vamos a llevarnos bien. Los dos tenemos una misma función que, además, compartimos: despertar. ¿Vale, jovencito?
—Sí, vamos a llevarnos bien. Además, en cuanto pase esta noche, volverá a guardarte en el cajón para que duermas el sueño del olvido. ¡Vale, viejo!
Una arrogante sonrisa aparece en la visera del reloj digital. Acto seguido, se gira y le da la espalda de sus cables eléctricos.
—¡Yo, durante años, le he prestado el mejor de mis servicios! —Grita el viejo reloj mientras le sigue sin prisas—. ¡Pedazo de linterna roja!
Todos los adornos de la habitación cruzan las correspondientes apuestas. Los libros apoyan al viejo, amparados por la sabiduría de la experiencia. Los cómics, el ordenador y la impresora se reafirman por la modernidad. La algarabía se acrecienta. El cuadro ladeado del rincón reclama silencio para escuchar la disputa con nitidez. El reloj de pared se abstiene con una mueca de desagrado. El reloj de cuco permanece mudo, ha agotado la pila de larga duración.
—Le habrás prestado un gran servicio, pero deficiente. ¿Por qué crees que te deja encerrado en el cajón? ¿No te has dado cuenta aún de que te has atrasado doce segundos? Mira como centellean los minutos en mi estilizada carcasa y los segundos son tan felices... Carcamal que eres un carcamal.
El despertador de cuerda abre la visera de cristal con un clic y amenaza al reloj digital con las afiladas saetas; éste se aparta y recula. El ordenador pausa la frenética partida que disputa. Los diferentes artilugios se separan y conforman una especie de cuadrilátero para los dos combatientes. La cadena de música radia la pelea.
Otra embestida con las saetas erguidas. El moderno reloj no puede esquivar la manecilla del segundero. El plástico protector se agrieta. Los dígitos se transforman en una cara sonriente. El viejo despertador se asombra por la inquietante alegría, pero asaetea con furia. Una parte metálica roza las entrañas del destripado reloj digital. Una chispa ilumina la penumbra y ambos permanecen inmóviles por la terrible descarga eléctrica. El silencio domina la habitación.
—¡3, 2, 1! —suena la cuenta atrás por los altavoces. La cadena de música arrastra las sílabas y emite su veredicto: —¡Combate nulo!
El reloj de pared se entristece. El cuclillo se lanza al vacío por la puertecilla atrancada. El muelle se retrae, golpea el péndulo y vuelve a su posición original en el interior de la caja.
La estruendosa ovación, por parte del respetable público, me despierta de mi profundo sueño reparador. Con el dios Morfeo girando rápidamente sobre mi cabeza, me apercibo de la frustrante situación. Me levanto y llamo por teléfono al servicio de despertador matutino. También despertará a la mujer sin nombre. Me da igual que pueda enfadarse y no aparezca durante días por la playa. No puedo llegar tarde a la entrevista.
Vuelvo a acostarme, pero doy vueltas sobre el colchón sin poder conciliar el sueño. Me he desvelado. Unas palabras comienzan a rimar en mi cabeza. No puedo más y me levanto. Necesito una pluma y una hoja para escribir una ristra de frases. Ahora, es el mejor momento para escribir un poema a la mujer. La sábana arropa el marco. Si la imagen de la cartulina adivinara mis intenciones, frunciría los labios. Los grandes ojos se compungirían y las lágrimas borrarían partes de mi trazo inseguro. Tendría que recomponer el dibujo.
La musa hace días que vaga por mi cabeza y no deseo que se escabulla. El silencio de la madrugada es ideal para plasmar la idea y atemperar los nervios, aunque no sea el momento adecuado. De un paquete saco una hoja con su marca de agua. Con la pluma en la mano, la idea se convertirá en palabras. Pongo el tocadiscos para que me envuelva la música a través de los auriculares. Me abalanzo sobre la hoja, pero se dobla con gran agilidad y se escurre por debajo de mi mano con un hábil quiebro. Agarro la hoja en el vuelo y la coloco sobre su emplazamiento en la mesa, sobre la que intento expresar la ronda de mi musa.
De la pluma se ha desparramado una gota de tinta. Noto los efectos del aura, se rebela caóticamente con mis creativos deseos, pero no me amilano. Escribo un par de frases. La idea continúa conmigo, aunque se torna esquiva. Una letra mayúscula se levanta de su blanco lecho, corre entre las líneas y permanece en el borde inferior de la hoja. La intento trasladar a su sitio con el plumín y se esconde en el dorso. Una serie de minúsculas gotas secundan el alzamiento. Giro la hoja. Los juguetones caracteres vuelven al dorso o al reverso; ya no me aclaro. Grito. Las letras se asustan, tiritan y regresan a su lugar original.
Examino el borrador. No fluyen palabras, sino líneas que galopan de izquierda a derecha, y yo, imbécil de mí, leo. Descubro carencias y giros que, en un primer momento, no había encontrado. Me froto los ojos. En el fondo, los avatares no deseaban que compusiera nada esta noche. Miro al techo para concentrarme. La musa se escabulle. Mis ojeras regresan a la hoja. La idea se ha fugado con un pensamiento y me han escrito una escueta nota al margen, con sus siniestros planes. Las aspiraciones serán cortas, aquel pensamiento era bastante obsceno y nació de un exabrupto.
Me levanto de la silla. Paseo arriba y abajo. Miro hacia el cuadro. No desisto. La idea retorna al redil y descansa entre las cuatro paredes. Embadurno la hoja con ella. Pero la idea, por efecto del calor, se licua en el cauce de la marca de agua. Como si fuera un río tumultuoso, la tinta desemboca en la gran mar de caos del escritorio y se tamiza a través de la rendija de la mesa. Recojo la hoja, la coloco debajo y se estampa contra el colchón de papel en forma de gran mancha.
Tomo la hoja y sacudo el borrador en el aire. La idea insiste en fugarse. Mi pensamiento, ya domado, engendra más pensamientos y la encierra para siempre, transformada en frases, en lo que es y será su cárcel.
Otro día la pasaré a limpio, con o sin ayuda del ordenador y la colgaré del marco con celo. Como otras veces, encontraré una bola de papel arrugada en el fondo de la papelera. El aura de la casa tiene una peculiar forma de decirme, que no persista en mi actitud: No desea que seduzca a la anterior inquilina y regrese a la vida real. Nunca sabré si le gustan mis versos desesperados.
De repente, el cansancio se me viene encima. No logro mantener los párpados abiertos, me pesan. Bostezo. El sopor me invade al fin y me traslado a la habitación. El pijama huele a sudor y desaliento. Mañana será un día duro, si logro despertarme a tiempo. Cierro la luz, me tapo con la sábana. A los pocos segundos, duermo profundamente. El tiempo pasa. El reloj de pared suena monótono, irreductible. Las saetas corren y se burlan cuando coinciden. La ciudad despierta a un nuevo día.
Suena el teléfono. Con el segundo tono me levanto y descuelgo el auricular.
—Son las cinco de la mañana —me anuncia una voz enlatada.
Cuelgo con una nube en los ojos y la cabeza embotada. Solo he dormido un par de horas. Ni siquiera he soñado. Entrecierro los párpados y convierto la luminosidad de la playa en una sombra. La farola del acantilado se apaga. La mujer me espía con sus ojos oscuros, con los brazos apoyados sobre el tronco de una palmera. La claridad de la playa inunda el comedor. Mi sombra se alarga. No puedo evitarlo, sé qué pasará, pero me giro. La mujer corre, se adentra en el bosque y desaparecerá hasta que anochezca o, quizás, en un par de días. Siempre ha reaccionado así. Apoyo la mano en el marco. El frío amanecer golpea mi cara. Algunas veces pienso en saltar a la playa. Esperaría a la mujer, sentado en la arena o cerca de una hoguera, pero desconozco si existe un camino de retorno. Temo los secretos de las profundidades del bosque.
En el exterior, aún no ha amanecido. Abro las persianas para ventilar el ambiente. La casa permanece en paz, en silencio, sin peleas de ningún tipo. Los vecinos duermen o se preparan para salir; como yo.
Me afeito la cara con parsimonia. Me aclaro la cara con agua fresca. El espejo muestra mi rostro cansado. Tras una ducha fría, me visto con mi mejor traje, con prisas. La voracidad del tiempo me atosiga.
Contemplo la imagen del marco. Me guiña un ojo y parpadea suavemente, como si fuera el aleteo de una mariposa. Tras cerrar la puerta de mi casa, en mi pensamiento, empieza mi particular pelea: Dibujar unos labios para que sonría, pero solo temo una cosa: que comience a hablar y nos unamos a los vecinos, en esta particular torre de Babel, con alguna eterna discusión.
Salgo disparado. Bajo los escalones de dos en dos, araño los cantos de la maleta con las paredes. Antes de que la idea tome forma, la arrincono en el olvido con todas mis fuerzas. Soy parco en palabras, un mal vendedor y prefiero vivir como un romántico platónico.
Camino por el portal. Una carta se desliza del buzón abollado y cae al suelo. No es publicidad. El ayuntamiento me avisa con antelación: el derribo del edificio se demora otros treinta días. Ni siquiera me acordaba por las prisas, pero no se puede estar en todo. Creo que ya sé quién es el culpable de este tercer retraso consecutivo. Aprieto las asas con fuerza y resoplo. Solo espero superar la entrevista y que me contraten, aunque solo sea un par de meses. Podré recuperarme del estrés, sin que me acose el extraño aura del apartamento.
Doy grandes zancadas por la acera hasta la parada de autobús. La ciudad se pone en movimiento, como si fuera una sinfonía en la que la mayoría de instrumentos desafina. Necesito fichar en la oficina, llenar la maleta con algún muestrario e iniciar el trance del nuevo día: mi otra insoportable rutina. Después, ya veré si logro atrapar la suerte que busco desde hace meses.
Necesito un cambio.