Se aburría. Mucho. Y cuando se aburría, pensaba. Y cuando pensaba, tenía ideas. No grandes ideas. No ideas novedosas. Sólo... ideas. Absurdas, mayormente. Como aquella vez que se dejó retar a una partida de ajedrez por un caballero, o aquella otra que decidió tomarse unas pequeñas vacaciones, sin olvidar cuando se le antojó tener descendencia... Es lo que tiene el aburrimiento, que te hace ser creativo. Y si alguien sabía de aburrimiento esa era, sin duda, la Muerte.
Con crujir de huesos, la Parca se estiró, bostezó y, apoyando el huesudo cráneo sobre su huesuda mano, esparció la vista más allá del gigantesco escritorio y contempló, entre hastiada y disgustada, los más de siete mil millones de relojes de arena que descansaban llenando hilera tras hilera de estanterías, entre el siseo de los granos al caer, el “plop” de los que iban apareciendo y el “pfff” de los que desaparecían.
Shhhh.... Plop... Pffff.... Esa era la banda sonora de su vida... Pfff... Plop... Shhh... una y otra vez, de forma ininterrumpida, siglo tras siglo...
Shhh... Plop... Pfff...
Pfff... Plop... Shhh...
Tres sonidos y todas sus posibles combinaciones, repitiéndose de manera constante y monótona, sin variar en una nota. No era humana y, por tanto, no podía enloquecer, pero el monótono soniquete la ponía todo lo cerca de la locura que una personificación antropomórfica puede llegar a estarlo.
Y fue en este estado de aburrimiento y disgusto que tuvo la ocurrencia de modernizar los relojes. Durante un rato estuvo valorando las diversas posibilidades: los relojes de sol tenían su encanto, pero en aquel no-lugar resultaban inútiles, las clepsidras no tenían mala pinta, pero resultaban demasiado húmedas para sus viejos huesos, los relojes de cuerda también tenían su aquel, pero dudaba que pudiera resistir durante mucho tiempo más de siete mil millones de tictacs sonando al unísono.
Entonces fue cuando llegó la “idea”, esa idea producto del aburrimiento que tan genial parece en el momento, pero cuyos resultados suelen estar bastante alejados de lo previsto. Y la “idea”, en esta ocasión, fue sustituir todos los antiquísimos, preciosos y delicados relojes de arena por modernos, prácticos y delicados relojes “inteligentes” de esos que empezaban a estar de moda entre los humanos. Así que atravesó la fina barrera entre nuestro humano universo y su para-humano mundo, y dirigió sus huesudos pasos hacia una importante tienda de productos electrónicos donde, bajo la inocente apariencia de un jubilado, compró el último y más avanzado modelo de reloj inteligente, llamado smartwatch por el dependiente con un recién adquirido acento londinense que resultaba extremadamente sexy a su última novia y extremadamente incomprensible a los londinenses.
De vuelta a su universo, la Muerte se preparó una taza de chocolate y se sentó con ella y el reloj ante su escritorio dispuesta a descubrir cómo funcionaba aquel misterioso artefacto mientras los relojes de arena continuaban con su monótono “Shhh... Plop.. Pfff...”.
Durante un rato anduvo dando vueltas al reloj sin saber muy bien qué hacer, hasta que, sin saber cómo, el aparato pareció despertar. La pantalla se iluminó, llena de curiosos símbolos llenos de colorines cuya función ignoraba y, como lo ignoraba, se dispuso a hacer desaparecer su ignorancia por el antiquísimo método de dejar de lado el libro de instrucciones y ponerse a toquetear todo lo toqueteable. Los dibujitos aparecían y desaparecían, algunas cosas parpadeaban, otras dejaban de parpadear, había palabras extrañas como wifi, bluetooth o gps pero, al cabo de una hora de toqueteos, la Muerte seguía tan ignorante del funcionamiento del reloj como al principio.
A pesar de todo, siguió en su empeño y continuó tocando aquí y allá, totalmente perdida en el laberinto tecnológico pero sin querer rendirse hasta que, sin saber por qué, el estúpido aparato se puso a silbar una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, casi sin pausa, tres o cuatro notas repetidas hasta el hartazgo. Un silbido tan agudo, cansino y molesto que, a su lado, el "Shhh... Plop... Pfff" que siempre la acompañaba parecía una deliciosa obra musical.
La Muerte se desesperaba tratando de acallar el monstruoso son sin conseguirlo hasta que no le quedó más remedio que acudir a la solución definitiva: lanzarlo contra el suelo y pisoteado hasta que el reloj, con lastimero estertor, calló para siempre.
La Parca se regodeó, durante unos segundos, en el recién recuperado nivel sonoro habitual. Si hubiera tenido ojos, los habría cerrado con deleite y, si hubiera tenido labios, habría sonreído de placer. Se sentó, de nuevo, tras su escritorio. Contempló los antiguos relojes de arena y dijo para sí:
—¡Dónde estén unos buenos relojes de arena con su “Shhh... Plop... Pfff...” que se quiten todos los adelantos tecnológicos!
Al cabo de escasos minutos la Muerte volvía a aburrirse, a pensar y a tener ideas...