Le dijeron, pues él nunca salía de la habitación, que la nueva municipalidad, con un robot como Intendente a la cabeza, era muy estricta en cuanto al cuidado del medio ambiente. Don Manuel, hombre de ochenta y cinco años, poco interesado en esta vida, creyó confirmarlo un sábado temprano en la mañana, cuando le llegó el comunicado oficial con el logo de la flor estampado.
– ¡La nota, Laurita! – gritó golpeando el respaldo de la cama con el bastón en préstamo del PAMI. Tenía la voz gastada y su boca era una represa de saliva a punto de estallar. Una joven de quince años, lánguida y despreocupada, apareció en la habitación con el papel en la mano. – Noelia es mi nombre Don – dijo la chica, manteniendo una distancia prudencial con el patrón en cama. Don Manuel Gutiérrez la quedó mirando reflexivo, tratando de recordar día, mes, año, o lugar de contratación de la doméstica desconocida. Noelia, adivinando su dificultad, replicó: – su hijo me contrató hace dos meses –.
La oscuridad creada por la ventana clausurada no le dejaba ver el rostro de la muchacha. A pesar de sus quejas, nadie había terminado de desbloquearla. “Por los robos”, le había dicho su hijo la última vez que lo vio. Inútilmente, Don Manuel le explicó que temía más por el jardín de Nora que por lo que tenía dentro de la casa.
– ¡Leo el comunicado otra vez! – dijo fastidiada la chica. Leyó rápido, sin ocultar cierta diversión:
“Sr. Ciudadano: Es de común acuerdo entre los habitantes de nuestra ciudad que el cuidado de nuestro hábitat ecológico es, hoy día, una prioridad en todas las sociedades del mundo. En este sentido, se redactó la ordenanza Nº 1468/11, que establece como obligatoria la colocación del cesto de basura reglamentario en todos los hogares de la ciudad, respetando la siguiente estipulación: color del cesto: verde, con tres compartimentos: uno para basura orgánica, otro para inorgánica y otro para objetos duros y/o metálicos que sirvan para reciclado de partes biomecánicas. Se le otorga un plazo de 24hs. para su colocación so pena de las consecuencias estipuladas en la carta orgánica de nuestra localidad.”
Luego de leerla, la niña aclaró que la carta estaba firmada por el Intendente Mario Racu. Y destacó, con cierta gracia, que anteponiéndose al nombre y al cargo se había agregado la palabra “ROBOT” con letra mayúscula.
– ¿Reciclado de partes biomecánicas? – interpeló indignado Don Manuel. Un hombre que con el paso del tiempo solo veía en la política corrupción, en el deporte la victoria de los grandes equipos y en las noticias, desgracias. Se sintió mareado, y como en las películas de ciencia ficción en las que los personajes viajan al futuro, se preguntó qué año era ese.
Don Manuel había vivido mucho: dos grandes guerras mundiales, un amor, un funeral y la soledad. Se preocupó de joven por la justicia social, la tecnología y la paz mundial. Pero nunca se preparó para estas dos nuevas preocupaciones: los robots, pero sobre todo, la basura. Al menos, de los robots había visto muchas películas durante la Guerra Fría, aunque siempre los consideró una fantasía. De la basura, sin embargo, siempre se había encargado Nora.
– ¿No tenemos tacho nosotros ya? – preguntó Don Manuel y sintió un profundo olor a podrido que provenía del patio trasero. Tosió dos o tres veces y soltó una saliva que caía y subía por su boca como una goma de mascar. Sintió que la doméstica lo incomodaba con la mirada fija y que se contenía para no reír. “Ya no vienen respetuosas como antes”, pensó el anciano y volvió a formular la misma pregunta, esta vez con la boca seca, ya que la baba se había aflojado sobre la colcha.
– ¡Don, no puedo repetirle ochenta veces lo mismo! – rebatió irritada la jovencita, pero el dueño de casa jamás había escuchado la respuesta, seguro que menos la repetición. – ¿Pero dónde miércoles tiramos la basura acá? – estalló en gritos Don Manuel y notó que hablaba solo, a un cuarto vacío.
Sonó el teléfono bajo la almohada. – José Álvarez, Doctor en Ciencias Jurídicas – se presentó una voz nerviosa que pretendía aparentar seriedad. Don Manuel Gutiérrez, viejo, y ya lento para hablar con fluidez, no logró evitar que el abogado se responda a sí mismo. – Le agradezco que me haya llamado y me haya puesto al tanto de su situación. Me interesó mucho su caso – dijo el abogado utilizando la estrategia de la falsa llamada. Del otro lado de la línea, Don Manuel se quedó preguntando quién había llamado a quién, sin caer del todo en la trampa. – ¿Qué caso? – dijo furioso Don Manuel, dándose cuenta, a través de un arduo razonamiento, que no podía ser él quien había llamado al abogado, pues estaba seguro de no haber usado el teléfono en los últimos meses y además, no estaba todavía claro en su mente cómo funcionaba aquel aparato.
– El que usted se niega a tirar la basura siguiendo las estipulaciones que propone el robot Intendente –.
– Disculpe, pero usted entendió todo mal. Yo ya tengo cesto Sr. Álvarez. No tengo ningún problema con la basura, ni creo que la misma sea tan importante como para hacer de ella un caso judicial o una causa política – Don Manuel apostó que con esa brutal contestación, podría volver a dormirse un rato más.
– Estoy con usted de acuerdo en todo, pero una sugerencia: no vaya a decir eso delante del robot Intendente porque acabaría preso. Los tiempos han cambiado, Don Manuel. La ecología es hoy la preocupación principal de la humanidad. No crea que el Intendente ganó las elecciones solo por ser frío y calculador, o por ser menos corruptible que los otros candidatos. Ganó porque hoy día el robot es el que más defiende los derechos de la naturaleza frente a las agresiones y abusos de los humanos. Eso sí, a costa de nuestros ciudadanos – agregó el abogado con rencor. – Yo no lo voté y seguro que usted tampoco – completó sin respirar, pretendiendo familiarizar al viejo con su causa –, pero tampoco hay que ser ingenuo y creer que solo lo votaron los jardineros o los botánicos del centro de la ciudad.
– ¿Qué? – alcanzó a decir Don Manuel, desistiendo de la difícil tarea de recordar la película en blanco y negro que había sido su última elección municipal. Por más que lo intentase no podía acordarse a quién había elegido. Sin embargo, de tres cosas estaba seguro: no había sido un comunista, ni alienígena y menos un robot; porque los robots, si mal no recordaba, no existían para esa época.
– Tenga cuidado Don Manuel, muchos hacen de la ecología un negocio – aconsejó el Dr. Álvarez con gravedad –. Todo el tiempo se cambia el color de los cestos reglamentarios. Hoy tiene que ser de color verde, mañana rojo, y pasado quién sabe, tal vez naranja, como el cabello artificial del Intendente –. El abogado forzó una risita, que paradójicamente, Don Manuel juzgó bastante artificial.
– Si el pobre ciudadano no cambia el cesto, el Intendente, con su lógica mecánica, no entiende razones y cobra la multa, mete preso; todo por el bien de la naturaleza ¿vio? ¿Y los humanos qué? – terminó por preguntar, pensando que con esas incógnitas el abuelo se engancharía con el asunto inmediatamente –. Don Manuel no respondió, pues estaba sintiendo las primeras señales del sueño. La mano que sostenía el teléfono estaba medio dormida.
– ¿Puedo preguntar qué hace usted con la basura? – insistió el abogado.
Don Manuel alejó un momento el tubo de su oído y descansó su mano. Sin preocuparse mucho, escuchó disminuida la voz del Dr. Álvarez que proseguía su monólogo. Ansió pasear por el jardín de su mujer, sentir el aroma a jazmín, el calor del sol de la siesta, el cielo azul; pero terminó lamentándose por su invalidez, la muerte de Nora, el abandono de la familia, la insolencia de la doméstica y sobre todo por los jazmines; los más lindos de la ciudad.
– ¿Se regaron los jazmines de mi mujer? – gritó a la empleada, pensando que con esos calores no habría planta que aguante. Nadie contestó. Volvió a llamar pero le respondió el ruido del segundero del reloj. Y más al fondo, una música lejana y molesta, una de esas incompresibles para un hombre de su edad.
– ¿Tiene casos parecidos al mío? – volvió a la conversación telefónica, obligándose a interesarse por su caso; sabiendo, no obstante, que su caso era otro. – Sí, claro. – respondió el abogado, recobrando entusiasmo al ver que el anciano se comprometía con la causa – Todos terminaron presos. No los pude salvar – reconoció en voz baja –. Lamentablemente el Sr. Intendente cuenta con una red muy amplia de contactos en el Juzgado Provincial. Imagínese que la mayoría son humanos – agregó con impotencia, aunque Don Manuel percibió resentimiento. – ¿Sabe usted que se hace llamar Mario? Como si con un nombre pudiese ocultar estar hecho de metal y hojalata... ¿sabe que anteponiéndose al nombre y al cargo, se hizo agregar la palabra “ROBOT” con letra mayúscula, como si importase más esa condición que la de funcionario público? ¿Sabe que…
– ¿Qué hicieron? – interrumpió Don Manuel, poco interesado en los acertijos del abogado sobre los detalles biográficos del nuevo Intendente.
– Pastos mal recortados, cestos no reglamentarios, personas que no aceptaron el pago con flores de los sueldos atrasados, cultivo de plantas no estipuladas por la Municipalidad. En definitiva, gente que no aceptó que se ponga por encima la uniformidad de plazas recortadas y flores en extinción, sobre su propia condición de ser humano ¿Usted sabe que como la rosa está en extinción, Mario – y rió burlonamente al decir su nombre – impone la obligación de plantar al menos dos por maceta?
– ¿Está floreciendo la florcita de Nora?– preguntó Don Manuel al abogado, con una voz ida, desvariando. Fue la primera vez que logró callar al Dr. Álvarez, quien por un segundo pareció dudar de su caso. Sin embargo el hombre de leyes obvió el acto de senilidad y no se dio por vencido.
– La prensa dice que lo que pide el robot Intendente es legal pero no ético… o al revés, no me acuerdo –. “¿Qué tiene de especial un robot que no tengan mis jazmines?” reflexionó Don Manuel ensimismado en su mundo, muy distinto de aquél que le describía el abogado, mezcla de robots y basura.
– En todo caso, que el que pida sea un robot, aunque sea el nuevo Intendente, complica las cosas ¿no? – continuó José Álvarez, pero el anciano no lo escuchaba porque el brazo volvió a dormirse y el teléfono cayó sobre las sábanas.
– Dicho sea de paso, me dijeron que lo de su perro es grave – se escuchó en algún lado de la cama – ¿es verdad que transporta basura por toda la ciudad?
Don Manuel levantó el aparato y desorientado preguntó: – ¿Cómo dice? – El abogado se armó de paciencia y volvió a preguntar: – ¿Que si es verdad que transporta basura por toda la ciudad?
– ¡Cómo quiere que lo haga hombre si no puedo moverme de la casa! – respondió ofuscado Don Manuel, convencido ahora, que todo el asunto era una cargada.
– ¿Qué hizo usted todo este tiempo con la basura? – insistió el abogado, ahora él también irritado por las incoherencias del abuelo.
– Adiós – se despidió agotado Don Manuel y colgó el teléfono. Ni bien hecho eso, olfateó nuevamente el hedor nauseabundo que provenía del jardín y con desagrado prorrumpió en chillidos incoherentes, desesperanzados.
– Laura ¿cuántas veces dije, cuántas veces dije…? – repitió tres o cuatro veces, equivocando el nombre, sin terminar la oración. Escuchó risitas y cuchicheos y se preguntó cómo alguien podía interesarse en confabular en su contra a esta altura de su vida.
Quedó solo nuevamente. Llamó dos o tres veces a la doméstica, pero no hubo caso. Trató de recordar si le había ordenado barrer el patio, pero no lo logró. Se durmió consolándose con la idea de que lo había hecho.
Soñó con jazmines, basura y chatarra mecánica. Supuso que había llorado en el sueño pues, ni bien despertó, una voz en la oscuridad del cuarto le susurró al oído:
– Andan todos asustados con el nuevo Intendente robot. Entreabrió los ojos y advirtió una silueta parada frente a él. Medio dormido preguntó: – ¿Hijo…?
– No, Don, soy Raúl, el amigo Raúl. Y surgió una figura inmensa, de cabellera larga y cuerpo bronceado. – Usted no es mi amigo – respondió asustado Don Manuel.
– Como quiera – dijo indiferente el hombre corpulento –. Soy el novio de Noelia. Ella me dijo que necesita ayuda con un cesto de basura –. Don Manuel lo observaba estupefacto, medio dormido. El joven, al notar la lentitud del anciano, trató de acelerar la conversación metiéndole miedo.
– Mejor se apura Don, porque en los barrios comenzó la llamada “guerra de la basura”. Hay robo de cestos y los que no tienen tachos le tiran la basura a los que tienen. Además, mañana a primera hora sale a controlar el mismísimo robot, y usted sabe cómo controla un robot ¿no?
– Los jazmines pibe, ayúdame con eso – suplicó Don Manuel desesperado.
– Necesito gente del barrio, además es tarde. Está bastante feo allá atrás – respondió el novio de la doméstica y mostró la palma abierta de la mano buscando llenarla con dinero.
– ¿Ahí tiramos la basura? – insistió Don Manuel, mientras sacaba plata de debajo de la cama y explicaba sin palabras que eso era todo lo que tenía.
– Al robot Intendente y a su ejército de funcionarios no le va a gustar cómo se ve su patio, hay mucho trabajo por hacer…– dijo el hombre, ahora oculto en las sombras, intentando justificar el dinero invertido en su trabajo.
– ¿Quién habló de robots? – preguntó Don Manuel sorprendido. – Decime cómo están los jazmines – rogó el anciano. Se tapó con la manta e intentó dormirse. Recién pudo lograrlo unas horas más tarde, cuando sintió los rayos de la tormenta y las gotas de agua espesa caer sobre la tierra seca del jardín.
El Intendente Mario, de traje ajustado, tapando con vergüenza las partes mecanizadas a la vista, inició su recorrida por la ciudad, en el extremo opuesto a la casa de Don Manuel; a duras penas, pues estaba lloviendo y sus suelas metálicas se hundían en el barro. Caminó todo el trayecto a desgano y solo, pues el auto de la Municipalidad estaba siendo usado para la organización de las Fiestas Patronales. Los vecinos más antiguos miraron incrédulos, desde las ventanas de sus ranchos, al artefacto de cabellera anaranjada moverse penosamente por el camino de tierra. Los jóvenes, rezagados de última hora, se apuraron en emparejar, con brocha gorda, los frentes de las casas.
El Intendente echó un vistazo a los grotescos intentos de cestos sostenidos con alambres, los compartimentos de inorgánicos y metales duros, hechos de cartón, de colores rimbombantes y anexados con cables, arrancados de las instalaciones eléctricas. Los miró desesperanzado, con los ojitos de hojalata de color azul apagados. Parecía que iba a llorar, ahí solito, rodeado de calles con montañas de basura, cuadras sin árboles, jardines con pastos crecidos y un olor a podrido que brotaba de la ciudad entera.
Marcelo De Lisio Profesor de Historia de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente vive en Apóstoles, Misiones, donde trabaja como docente. Siempre le fascinó la ciencia ficción. “¿Quién habló de robots? y otros cuentos”, es su primer libro publicado. Los escenarios, los personajes, las temáticas y los paisajes del libro son producto de su vida en un pueblito chico, religioso, rural, en el que pensar la ciencia ficción es tener que pensar en la familia, las costumbres del pueblo y los grandes espacios verdes, antes que en los avances tecnológicos o los avances de la modernidad.