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Planeta 9

Menéndez, J. A.

Mercurio, Venus, La Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Cualquier colegial puede recitar la lista del tirón. Son los ocho planetas que forman nuestro sistema solar. Pero desde los ya lejanos albores del siglo XXI hubo indicios de que cabía la posibilidad de la existencia de un noveno planeta. No de las reducidas dimensiones del degradado a planeta enano Plutón, un planeta como es debido. Un gigante gaseoso del estilo de Urano o Neptuno, o algo encuadrable dentro de la categoría de supertierra. Con una órbita tan alejada del Sol que habría impedido ser detectado por los telescopios que escudriñaban la negrura del espacio pero cuya presencia se dejaba notar a través de ciertas alteraciones en la órbita de un conjunto de objetos transneptunianos, que para quien no esté familiarizado con el concepto, no son más que objetos de nuestro sistema solar que orbitan más allá de Neptuno. Lejos de narices, para entendernos.

Tras muchas matemáticas y un no poco de intuición, allá que mandaron a la Daerlys para que localizase el Planeta 9, de haberlo, y resolviese para siempre la duda. La misión regresó a casa hace tres décadas y como no han oído hablar jamás del Planeta 9, darán por sentado que no lo encontraron. Pues déjenme decirles que sí, lo encontraron. Y lo sé porque yo era el comandante de aquella nave. Nuestros hallazgos fueron considerados Alto Secreto y olvidados a pudrir en un cajón junto a los documentos que nos aseguran poco menos que una ejecución sumaria si decidimos hablar de lo que allí encontramos. Pero cuando tu esperanza de vida se extiende a no más de un puñado de días, la amenaza de la muerte deja de ejercer el contrapeso necesario en la balanza de la conciencia. Así que para quien pueda interesar, esto fue lo que nos encontramos en el Planeta 9.

Dimos con él en la zona aproximada en la que los matemáticos habían predicho que estaría, a unos cincuenta mil millones de kilómetros de la Tierra, o lo que viene siendo unas siete veces la distancia media del Sol a Neptuno. Tan lejos que la luz del astro rey apenas creaba una diferencia medible entre las mitades iluminada y oscura de su superficie. Porque tenía superficie. Era una supertierra y no un gigante gaseoso. Una vez y cuarto el tamaño de la Tierra, para que se hagan una idea, pero con algo menos de masa. No poseía rotación propia, siempre ofreciendo la misma cara a la lejana estrella en torno a la que orbitamos todos en este sistema. Sin atmósfera, ni agua, ni un triste campo magnético a su alrededor, no era más que una roca muerta y olvidada.

Las primeras órbitas que completamos en torno a él desvelaron profundos cañones, signos claros de erosión que indicaban que en otro tiempo el agua, o alguna masa líquida, había recorrido su superficie el tiempo suficiente como para ser relevante en términos geológicos, lo que en la práctica significa una barbaridad de tiempo del estilo de millones de años. Aquel fue el primer hecho desconcertante que encontramos. Para que el agua estuviese presente en forma líquida y no cristalizada en hielo, el planeta debió encontrarse durante aquella época no en su situación actual si no muchísimo más cerca del Sol, o de alguna otra estrella de cuya órbita fuese posteriormente expulsada. Que un planeta se desplace tales distancias es algo que nunca hemos visto en nuestros siglos de contemplación del espacio.

Su superficie también presentaba cráteres, abundantes, algunos de ellos más grandes que Australia, lo que llevaba a pensar en uno o varios eventos catastróficos de nivel extintivo. Pero lo más llamativo de su orografía era sin duda lo que dimos en llamar el Ombligo. Llamarlo cráter sería como llamar gatito a un tigre de Bengala. Estaba situado cerca de lo debería ser el Polo Sur geográfico y su diámetro era de casi un cuarto del diámetro total del planeta. Oscuro como el mismo espacio que lo rodeaba, era imposible determinar con exactitud su profundidad real. Nuestras mediciones desde órbita escupían datos absurdos que iban desde los cientos a los miles de kilómetros. En la Tierra, la sima más profunda se encuentra en la Fosa de las Marianas y está a once kilómetros de profundidad, para que se hagan una idea de la magnitud del descomunal agujero allí perpetrado. Enviamos una sonda de reconocimiento a su interior y lo único que envío fue oscuridad y nada. Ni cambios en la gélida temperatura, ni campos electromagnéticos, ni variaciones gravitatorias, hasta que a algo más de seiscientos kilómetros de profundidad simplemente dejó de transmitir. Su alcance era superior, por lo que dedujimos que debía de haber colisionado con algo, aunque era evidente en la grabación que la interrupción de la señal era limpia y no la propia de un choque, más como si la fuente de alimentación hubiese muerto de forma súbita.

No soy científico y para mi mente militar el Ombligo no era más que un disparo a bocajarro sobre el planeta. Como en el Polo Norte no había un orificio de salida, significaba que la bala aún estaba dentro. Compartí la impresión a modo de broma con los especialistas científicos, que no se la tomaron como tal. Aunque para ellos la explicación más plausible era la contraria: el Ombligo no había sido producido por un objeto entrante sino como medio para extraer algo del interior del planeta, alguno de ellos decían que incluso el mismísimo núcleo. Cómo o para qué les parecían minucias sin importancia ante la mera posibilidad. Las peticiones para que autorizase una expedición al interior de aquella oscuridad insondable no tardaron en materializarse. Denegué todas y cada una de ellas. Seiscientos kilómetros en el interior de un pozo oscuro era un rango operativo que garantizaba la pérdida de miembros de la tripulación sin siquiera la probabilidad de obtener algo valioso a cambio.

Pero por inquietante que resultase, no fue el Ombligo lo que llevó a la clasificación de Alto Secreto. Fue, en comparación, algo diminuto que hallamos por pura suerte, si buena o mala no sabría decirlo aún a día de hoy.

Durante un mes despachamos misiones de reconocimiento a puntos estratégicos de la superficie para que los especialistas científicos recogiesen muestras, buscasen lo que les diese la gana y se ganasen el sueldo. No había nada salvo roca y más roca y, ante mi insistente negativa a adentrarse en el ombligo, solicitaron descender al menos a las profundidades de alguno de los cañones en busca de alguna cueva en la que pudieran quedar vestigios fosilizados de algún tipo de vida primitiva que habitase el planeta cuando el agua lo recorría o, con suerte, algún minúsculo reducto de hielo que poder estudiar en profundidad. La petición entraba dentro de los parámetros operacionales de la misión y la autoricé. Se enviaron sondas a varios de los cañones y en tres de ellos se localizaron cuevas en niveles cercanos al fondo. Escogieron una de las cuevas en uno de los cañones y enviamos un equipo a inspeccionarla.

Por lo general no solía participar en los despliegues de superficie. Sí lo hice en el primero de ellos porque la vieja idea de ser el primer ser humano en pisar un nuevo planeta sigue pulsando con fuerza en cada comandante de misión. Una vez superado el momento, pasearme por roca y más roca en una gravedad un doce por ciento de media inferior a la terrestre no ofrecía mayor aliciente que el de estirar las piernas. Las tareas científicas pueden resultar de lo más aburridas para alguien con mi perfil y pastorear miembros de la tripulación se le daba mejor a la teniente. Así que no solía bajar. Pero a la exploración de la cueva fui.

La elección del cañón pudo ser casual o pudo no serlo. Había que ser muy ingenuo para no ver que con un rover se podía llegar desde allí hasta el borde del Ombligo. Se tardaría día y medio pero no había accidentes del terreno significativos entre los dos puntos. Podría haberme negado a enviar la expedición a aquel cañón en concreto pero los ánimos ya estaban caldeados por la negativa a inspeccionar el interior del Ombligo y no había necesidad de tensar más la cuerda, aunque no era descartable la posibilidad de un motín científico. Que un comandante intentase impedirla gritando en el sistema de comunicación desde la órbita no tendría el mismo efecto disuasorio que estando in situ. Si le ordenas por radio a un marine que le vuele la cabeza a un miembro de la tripulación con la que lleva conviviendo años, lo más probable es que como mínimo dude. Y la duda conduce al desastre en situaciones críticas. Mejor que la máxima autoridad estuviese presente y ejecutase las acciones necesarias para mantener los parámetros de la misión donde debían estar. Así que bajé con ellos y con un destacamento de seguridad formado por la teniente y los tres marines de la tripulación, para igualar el número de especialistas científicos de la expedición en caso de que surgiese algún conflicto sobre el terreno.

Nuestro destino resultó no ser una cueva en realidad, era todo un sistema de ellas interconectadas. La tosquedad de su trazado y superficie no parecían sugerir nada fuera de una formación natural. Un centenar de metros en su interior encontramos algo diferente a la omnipresente roca: grava. O arena gruesa o como quieran llamarlo. La superficie exterior del planeta era de sólida roca, con algún pedrusco suelto aquí y allá de dimensiones considerables, y la presencia de aquella grava revolucionó a los científicos. No tanto a los marines, que se mofaban en el canal de comunicaciones propio del alboroto formado por encontrar una piscina de piedra triturada. La grava se extendía ante nosotros en una sección pseudocircular de unos diez metros de diámetro en la que desembocaban otras dos cuevas además de  por la que habíamos llegado.

Moverse sobre aquellos guijarros irregulares era complicado, como lo es moverse sobre cualquier superficie que cede ante tu peso. Los científicos se detuvieron más o menos en el centro de la sección y comenzaron a tomar muestras y hacer sus cosas de científicos. Los marines y yo aprovechamos para comprobar los accesos de las dos otras cuevas, tan vacías y oscuras como la que nos había llevado allí. Si alguna vez hubo algo vivo en aquel lugar, hacía mucho que había desaparecido.

Regresando al centro de la sección, uno de mis pasos dio con algo en lo que pudo hacer pie con más agarre que en la grava. Removí la superficie con la bota del traje y algo blancuzco rompió el interminable gris de la roca. Supongo que debería haber llamado a los científicos, que para eso les pagaban, pero me agaché yo mismo para apartar los guijarros hasta que quedó a la vista una especie de piedra blanquecina de acabado mate y poroso. La extraje de entre la grava y creo que debí soltar algún improperio en el canal de comunicaciones de los marines porque convergieron hacia mi posición a la carrera. Cuando llegaron junto a mí, fueron ellos mismos los que maldijeron al ver lo que estaba sujetando en mi mano: un cráneo humano.

Ni se imaginan el alboroto que el hallazgo causó entre el equipo científico. Al cráneo le faltaba la mandíbula y se pusieron como locos a buscarla, junto al resto de huesos que formarían un esqueleto completo. Cualquier plan relacionado con el Ombligo que hubiesen podido tener preparado quedó abortado ante el extravagante hallazgo. La búsqueda se extendió durante dos semanas y no quedó guijarro sin remover en aquella piscina de grava. Pero no apareció ni un solo fragmento de hueso más, ni nada que fuese roca y más roca.

El cráneo no mostraba signos de traumatismos y el estado de decoloración del hueso sugería un largo período de tiempo desde el fallecimiento. Quizá perteneciese al tripulante de alguna expedición previa, todo el mundo sabe que China y la India se cansaron de lanzar misiones secretas durante el siglo XXI. Pero el verdadero interrogante, el detalle que terminó por clasificar como Alto Secreto toda nuestra misión en el planeta 9, fue la datación del cráneo. Las pruebas, repetidas y tripitidas hasta la nausea por inverosímiles, arrojaron por sistema una datación aproximada de cuatro millones de años. Y aquello era un problema porque el cráneo era perfectamente humano y podría haber sido el de cualquiera de nosotros, según aseguraban por consenso tanto los especialistas en biología de la misión como los oficiales médicos de a bordo. Pero hacía cuatro millones de años faltaban como tres largos para poder llamar homo sapiens a ningún homínido que anduviese por La Tierra, ni hablar de que aquellos antepasados nuestros pudiesen haber enviado una misión espacial al último confín del Sistema Solar.

Durante todo un año ampliamos la búsqueda a tantas cuevas como nos fue posible. Encontramos media docena más de piscinas de guijarros pero ni en ellas ni en ninguna otra parte volvimos a dar con nada que no fuese la omnipresente roca. Ni huesos, ni fósiles, ni hielo, ni nada. Roca, roca y más roca de todos los tamaños y formas imaginables. Dudé, de verdad lo hice, en autorizar la exploración del Ombligo. Pero si en un año las sondas no habían detectado nada, y algunas consiguieron llegar a cinco mil kilómetros de profundidad en el interior de aquel abismo, enviar gente allí dentro no iba a suponer ninguna diferencia.

Siempre me he preguntado cuál era la probabilidad de encontrar aquel cráneo, aquel único elemento fuera de lugar en un planeta muerto, olvidado y apartado. De haber escogido otro cañón, otra cueva, para aquella primera exploración, no habríamos dado con él. Quizá tampoco si yo no hubiese bajado con la expedición. O si llego a pisar medio metro antes o medio después. Me obsesiona desde entonces la sensación de que quizá fuera la mota de polvo olvidada en  una esquina después de una limpieza exhaustiva. Y, no puedo quitármelo de la cabeza, quizá estuvo esperando cuatro millones de años a que yo pisase sobre él y pusiese en cuestión todo lo que creíamos saber.