Si no bailo, me muero.
Carmen Amaya
Llevo años y años bailando flamenco, intentando aprender la tercera copla de la sevillana sin conseguirlo. La aprendí mal, y el giro de espalda me sale como el culo. Para disimular, en el careo, cuando se me pone la mente en blanco y giro al revés, digo siempre el mismo chiste estúpido.
El sábado siete de marzo fue diferente. Todo distinto. Ya desde que entré al Rincón Familiar Andaluz de Buenos Aires. O, mejor dicho, ya desde antes, porque el chino de mitad de cuadra estaba cerrado y tuve que comprar el agua en el quiosco. No pude conseguir galletitas, porque como el quiosco tiene una reja y no hay góndolas como en el chino, no me decidí cuáles quería comer. Siempre voy a bailar sabiendo que compro galletitas en el chino. Así que estaba molesta porque me iba a cagar de hambre —mi nieto me dice que a mi edad decir “cagarse” suena ordinario.
Al tener que retroceder dos cuadras para caminar hasta el quiosco, llegué diez minutos tarde a la clase. Pero eso me favoreció: me encontré cara a cara con Cristina Hoyos; sí, la bailaora flamenca. Aunque después me di cuenta de que era ella, por supuesto; porque en la puerta, cuando me la choqué, para mí era una viejita de rodete que venía del brazo de un señor mayor y parecía una vieja más. Estaba irreconocible: canosa, escuálida y bastante encorvada. Cuando subimos la escalera y llegamos a la recepción, ahí caí: porque todas las chicas de la comisión de jóvenes corrieron en malón a buscarla y le ofrecieron un ramo de flores como si fuera la reina Sofía. O Leticia, creo. Bueno, nunca me acuerdo quién es la reina. Nunca estuve a favor de la realeza.
El caso es que ver tantas alabanzas me dejó dura de la envidia. O, mejor dicho, de la admiración, digamos. Yo la veía en la televisión española bailando sevillanas, y siempre me comparaba. Si ella podía, yo tenía que poder. Casi tenemos la misma edad. Quizás yo sea cinco años más grande. No me puedo quejar. Hay viejas de ochenta, como yo, que se quedan todo el sábado mirando la televisión. Bastante que vengo, subo las escaleras, bailo. Como el culo, pero bailo. Ella baila mejor. Supongo que se merecía el ágape.
Las profesoras pusieron música para que se luciera, y las demás miráramos. Yo la observaba como diciendo espero que valga la pena haber venido hasta acá y no tener mi clase. Las chicas, no. Todas querían bailar una copla con ella haciendo uso de sus brazos largos y flacos, con la piel pegada a los huesos. Todas sobreactuaban los giros y hacían desplantes como se usa en las sevillanas. Intentaban demostrarle lo que podían bailar, no sé para qué. Tampoco es que ella tuviera una compañía de baile en España y buscara contratarlas.
El caso es que se le ocurrió que yo bailara con ella, como si supiera que no bailo bien sevillanas y quisiera hacerme pasar vergüenza. Justo me sacó a bailar en la tercera copla. Justo en la copla que menos sabía, la que nunca había aprendido. Bueno, no creo que lo haya hecho de maldad. Se reía como diciendo las viejas podemos dar lecciones. ¿Pero justo la tercera copla…?
Yo estaba tan nerviosa, que se me olvidaron los chistes que tenía que decir para no sentirme tan de madera. Encima toda la escuela nos hizo una rueda. Aplaudían para arengarnos. Creí que me moría.
Y se me infló la encía de las muelas de arriba, en la mejilla derecha. ¡Qué momento! Yo tratando de concentrarme en el baile y sintiendo que la cara me iba a explotar. Toqué una punta con la lengua, una aguja entre las únicas dos muelas que tengo arriba. Tan filosa esa aguja, que ya no tenía lugar para mover la lengua sin lastimarme. Oía las palmas de las chicas. Me hipnotizaban las miradas. La Hoyos me toreaba con los brazos en alto, haciendo cuernos con las manos y girando las muñecas. Todo el mundo viendo mi cara, y yo imaginando que se me iba a reventar el cachete. Tenía que decir algo. Siempre creo que tengo que decir algo para salir del papelón. Tenía que ser corto porque ni siquiera podía revolver la lengua adentro de la boca. Entonces grité:
—¡Amaya, Cristina!
Lo grité como intentando desviar las miradas hacia ella, diciéndole con ese grito que bailaba igual que Carmen Amaya, la mejor bailaora flamenca de todos los tiempos.
Supongo que no le gustó la comparación, porque me miró como queriéndome decir “Que te recontra”. Y así, de la nada, como un milagro, el flemón se me reventó. Y yo bailé la tercera copla sin equivocarme. Levantando el brazo, conté cinco giros de muñera en el marcaje hacia atrás y metí los dos zapateos en los careos: el del tiempo y el del contratiempo. Como diciéndole “Que te recontra”. A mí me salió bien gitana. Otro estilo. La Hoyos se la da de clásica. Se cree que porque bailó en Carmen con Antonio Gades, tiene la vaca atada.
Igual debo confesar que salí de la ronda con taquicardia. Me quedó una sensación, un gusto en la boca, a viejo, a metal, a sal. Ella también hizo un gesto como si sintiera un gusto raro. Después se tocó el cachete y sacudió algo que parecía un moco pegado. Me lo tiró en la blusa, la maleducada; y yo —que me di cuenta de que aquello no era un moco, sino el contenido de mi flemón— actué como si no tuviera nada que ver. Hasta le puse cara de sorpresa, para disimular. Cuando miré la mancha, todavía estaba húmeda, vi que era azul, espesa, y que chorreaba.
Me corrí a un costado. Me quedé pensando.
Me acordé de los dibujos del cuerpo humano que le hacía a mi nietito cuando iba a la primaria y yo lo ayudaba con la tarea. Siempre salían dos venas del corazón: una azul y otra roja. Me dio miedo darme cuenta de que quizás se me había reventado la vena azul. Pero me entró la duda, porque no hay sangre azul. Quería llegar a casa para averiguarlo en la enciclopedia que usaba Oscarcito.
Como me sentía muy bien y parecía que todo estaba normal y en su lugar, fui a buscar a Adriana, la profesora de avanzados, para seguir bailando la cuarta copla.
Me lucí, porque la cuarta copla es fácil. Me di el lujo de hacer los panaderos girando la cabeza en cada cambio de frente. Sin pensar en la cervical que, por cierto, ni me dolió.
Cuando volví a casa fui directo a la biblioteca. Busqué en la enciclopedia el tomo de la “C”. Leí todo lo que explicaba del corazón. No podía haber tenido una gota de sangre azul en la blusa, tenía que haber sido roja. Pero no pude comprobarlo, porque cuando fui a buscarla al lavadero, ya la había puesto a lavar. Sí, soy muy maniática con la ropa. Tengo poca y la cuido. No bien llego de la calle, me la saco y me quedo en batón.
Antes de dormir, llamé a mi amiga Eugenia. Le conté todo, y lo que me dijo me asustó. Para ella lo que nos pasa a las viejas es porque ya no nos sirve más el cuerpo. Entonces desvié la conversación para el baile: mi cuerpo todavía me hacía bailar.
Terminamos como siempre hablando de los nietos. Ella me decía que nuestros nietos se aburren con nosotras y que por eso no nos dan bolilla. Me dijo:
—Sara, olvídate de los nietos. No están de moda los abuelos.
Corté pensando que no la iba a llamar nunca más. Otra vez me dijo lo que no quiero escuchar.
Para no irme a dormir deprimida, pensé en llamar a mi nieto. Me había pasado algo tan raro que, contárselo, lo iba a entretener en el teléfono. No tenemos muchos temas de conversación. Él siempre está muy ocupado. Tener una conversación interesante con él, sería la única manera de irme a dormir tranquila.
Agarré una hoja y anoté con letra mayúscula —para ver bien— todo lo que quería decirle. Es que cada vez que corto me acuerdo de cosas que no le dije y me pongo de mal humor.
Miré la hora. Uf, me dije, ya es tarde para llamarlo. Pero igual me fui a dormir contenta, porque sabía que a la mañana siguiente iba a hablar con él.
A las siete ya estaba despierta. Demasiado temprano para llamarlo. Fui a comprar el diario y las facturas. Por si aceptaba una merienda, se me ocurrió ir a Bonafide para comprarle los bombones que le gustaban cuando era chiquito. Llegué después de caminar cinco cuadras, y me di cuenta de que el domingo está todo cerrado. Por suerte había un Havanna abierto en la esquina de Caseros y La Rioja; esos que son como bares, pero ahora también tienen alfajores. Compré una caja, y pedí que fueran todos de chocolate, como le gustan a él.
Serían como las once y ya no sabía más que hacer. El diario, una mierda, como siempre. La revista, horrible, pura propaganda.
A las doce llamé.
—Hola —gritó Oscarcito, como enojado. Casi corto, pero tenía el papel en la mano y leí los primeros tres renglones de corrido, sin respirar:
—HOLA, MI AMOR, ¿CÓMO ESTÁS? QUERÍA HABLAR CON VOS, QUE SOS TAN INTELIGENTE Y VAS A LA FACULTAD. NECESITO CONTARTE ALGO QUE ME PASÓ AYER EN MI CLASE DE FLAMENCO. ¿TENÉS DOS SEGUNDITOS?
Ya sentí que él respiraba raro, como cuando suspirás por rabia, o porque te aburrís. Entonces me arriesgué, salteé los siguientes cinco renglones y fui directo a la pregunta.
—¿Vos pensás que podemos aprender cosas de los que ya están muertos?
Fue escucharme a mí misma y pensar: ¡La cagué! ¡Qué boludez que dije!
—Obvio, abuela —Oscarcito me sorprendió y me contestó—: Yo estoy todo el día aprendiendo fórmulas que inventaron tipos que ya están muertos.
—¡Ah, claro! —Respiré y me animé a preguntar más—. Oscarcito, yo digo aprender algo al instante.
—Tan al instante…, no. Lleva su tiempo aprender. ¿Vos que querés aprender tan rápido?
Emocionada por tanto interés, le conté todo. Así como me salió en el momento. Le dije que yo creía que Carmen Amaya me había enseñado la tercera copla de la sevillana, comunicándose conmigo desde el más allá. Y todo para joder a La Hoyos que no quiso que la comparara con ella.
Oscarcito hizo un silencio largo. Pero me dijo: ¿querés que vaya a tu casa, abu, y me contás bien? ¿Merendamos juntos?
Primero me alegré. Pero me di cuenta de que él estaba preocupado. Por ahí había pensado que yo estaba medio loca, y por eso quería verme. Quizás tenía que haberle leído los renglones que explicaban cómo Carmen Amaya se había metido en mis venas. Y que yo creía, que la emoción de querer imitar su baile gitano me había roto las de mi corazón.
Sin embargo, antes de que me cortara, sólo dije:
—Sí, Oscarcito, vení. Y como el sí me salió ahogado, porque le grité “Oscarcito” muy fuerte. Le dije si, otra vez, como cinco veces, por las dudas. Para que quedara bien claro que lo iba a estar esperando.
Como ya tenía la merienda lista, preparé la casa. Estaba todo hecho un lío.
Fui al chino a comprar esos palos con esencias. Los había visto cerca de la caja registradora, al lado de los parches para los dolores de espalda que siempre me compro. Elegí palo santo que saca todo el olor a grasa. Es que yo no uso el horno, pongo todo en la sartén, como todo frito; pero con fritolín, que hace bien para el colesterol. Tampoco es que Oscarcito fuera a ir a la cocina, pero si quería calentar la pava para tomarse un mate y veía los lamparones de aceite, me iba a decir algo.
Limpié un poco por arriba, para disimular la roña. Es que él es muy ordenado, por eso estudia para ingeniero. Tiré perfume en aerosol y abrí las ventanas. Me saqué el batón de vieja que uso en casa, pero tampoco me cambié como para salir. Busqué una muda de ropa cómoda, limpia y planchada. Me pinté los labios para estar presentable. Me peiné el flequillo para atrás para disimular las canas y me enchufé la peineta para que no se me caiga el pelo en la cara.
Lo esperé sentada en el sillón.
Cuando sonó el timbre, le tiré la llave desde el balcón, como siempre.
Desde arriba, lo vi sonriente. ¡Qué felicidad!
Conversamos un rato, y supongo que se quedó tranquilo con lo de mi locura. La hice bien. Saqué temas variados: cosas del país, noticias que había escuchado en la televisión, chismes de las artistas. Le pregunté por la facultad. De lo del moco, hablamos bastante poco. Quizás no era tan interesante para él.
De golpe no sé qué dije, y empezó a mirar el teléfono. Pensé para mí: ¡ya lo perdí! Se ponen tan tontos los chicos con eso. Se ríen solos, como bobos.
Para sacarle más tema, se me ocurrió darle el mio. Uno que me había regalado mi hija y lo tenía en la caja sin usar. Le pedí que me explicara cómo funcionaba.
Dio resultado, se puso más contento y lo empezó a manejar. Lo enchufó y lo dejó ahí un rato.
Traje el café con leche, los alfajores y me empezó a enseñar con el suyo. Para mí era chino básico. Qué macana, pensé. Voy a quedar como una tonta. Entonces me concentré bien. Casi busco una hoja para anotar: botón de la derecha, salta al paso anterior; para llamar, apretar un cuadradito con un tubo de teléfono adentro; para llamar con mensajes, un tubo de teléfono en un globo de historieta.
El sinvergüenza me tomó una prueba. Quería que le escribiera un mensaje a su mamá.
No me salían las letras que quería apretar. Era muy chiquito, una mierda. Me puse furiosa: no quería dar el brazo a torcer. Tenía que poder, tenía que poder. Apretaba los botones con tanta bronca que sentí que se me hinchaba el dedo. Se me puso azul, parecía que se me iba a reventar. No era momento para demostraciones dramáticas con mi nieto en casa. Entonces vi que él se dio cuenta, porque me miró con la boca abierta. Yo de los nervios intenté escribir rápido para disimular. No me dio tiempo. El teléfono de Oscarcito se puso azul, con la pantalla en blanco y enseguida hizo un ruido fuerte. Mi dedo se había reventado en una punta, y el bendito moco lo había salpicado.
—¿Abu, que le pasó a tu dedo? ¿Me llenaste el teléfono de sangre? ¿Estás bien?
—¿Eh? —Me hice la que no entendía—. ¿Qué sangre?
—¡Y mi teléfono! Abuela, se hizo mierda. No anda.
Entonces yo me calmé, y mi dedo se calmó. Toqué su teléfono y se prendió. Y como si de adentro mío hubiesen salido todos los difuntos flamencos, aparecieron en la pantalla Paco de Lucía y Camarón de la Isla cantando “Volando voy, volando vengo”.
Oscarcito me miró, acusándome. Yo lo encaré levantando las cejas y los hombros para disimular.
—Nene, ¡qué bueno! ¡Se arregló!
Tocó la pantalla él y me hizo un hombrito. Parecido al que hace nuestro profesor de flamenco, Marcos, cuando sale a bailar una patada de bulería en las muestras.
Revolee los ojos sin saber qué hacer.
Escuchamos el tema y vimos el video. Oscarcito se aprendió el estribillo. ¡Y lo cantaba ronco como El camarón! Y se corría el pelo de la cara, como hacía el artista cuando quería entonar.
Antes de irse a su casa, me preguntó dónde quedaba el Rincón Andaluz. Pensé que quería disimular el episodio del video de flamenco. Pero no pasó de ahí.
Cuando lo miré desde el balcón para saludarlo, me pareció que le hacía cuernos y toreaba a un perro callejero. Ya está exagerando, pensé. O yo le habría contagiado algo.
Al sábado siguiente hice mi rutina de siempre. El chino estaba abierto. Elegí las galletitas, compré el agua. A la salida, el hijo del chino, el que sabe hablar castellano, estaba sentado en la puerta. Siempre le charlo de lo que me pasó en la semana. Es tan modosito que me escucha. Le conté lo del moco azul o la sangre roja, no sé. Le prestó más atención que mi nieto. Los chinos saben de esas cosas. Me dijo algo sobre un golpe de viento de fuego. No le entendí.
No bien llegué al Rincón Andaluz, escuché murmullo desde la escalera. El hall estaba lleno de gente. Aldana, la secretaria, me atajó para agradecerme.
—¿Por qué? —dije sorprendida.
—Se llenó la escuela, Sara. Y todos vinieron por vos.
—¿Qué?
—Dicen que conocen a tu nieto, y quieren aprender a bailar flamenco como él.
—¿¡Qué!?
En ese momento me di cuenta de que Oscarcito estaba en la clase. Y también, Martincito, su amigo; su novia, Sabrina, y su hermana. Había muchos jóvenes amigos de él también. Estaban zapateando, como si quisieran precalentar los músculos. Oscarcito tenía botas Britto nuevas, una pequeña fortuna. Le brillaban los clavos de la suela recién estrenada.
La profe Adriana vino a saludarme y me pidió que les mostrara un baile.
¡Todos querían verme bailar!
Pusieron una sevillana. Una lenta, aburrida, para principiantes. Me puse en pose y le dije:
—Adrianita, ¡esa no! Poneme “A la puerta de Toledo”, que puedo girar rápido.
Toda la escuela hacía palmas. Miraban contentos como yo bailaba. Me sentí Lola Flores, la faraona. Hasta me pareció ver al hijo del chino de la mitad de cuadra, el que me había charlado recién: saltaba en la ronda mientras hacía el marcaje a destiempo.
Adrianita me miró en los careos de la cuarta copla y me dijo:
—Sara, bailás cada día mejor y te veo más joven.
—¿Sí, Adrianita? Es que el baile rejuvenece y yo quiero bailar. Yo si no bailo, me muero.