Marisa odiaba la niebla.
Por eso, al menor indicio de bruma, se encerraba en casa, comprobaba que puertas y ventanas estuvieran perfectamente cerradas, bajaba todas las persianas, se encerraba en nuestro dormitorio y, aterrorizada, permanecía en él hasta estar absolutamente segura de que la niebla se había levantado y no quedaba ni el más leve jirón de nube arrastrándose por las calles. Entonces, y sólo entonces, Marisa volvía a ser la mujer alegre y segura de siempre.
Esa extraña fobia me resultaba incomprensible y me exasperaba. Me parecía absurda e infantil. Un rasgo de inusitada inmadurez e irracionalidad en una mujer toda sensatez y equilibrio. Nunca se me ocurrió que pudiera necesitar ayuda de ningún tipo y me limitaba a presionarla para que se esforzara en superar lo que, a mi estúpido entender, era un miedo sin fundamento.
Tenía que haber sido más tolerante y comprensivo, pero me podía mi carácter impaciente y autoritario.
No sabe cuánto lo lamento.
Si yo hubiera sabido lo que sé ahora...
Aquella tarde regresábamos de celebrar nuestro décimoquinto aniversario con un agradable fin de semana en un maravilloso hotel rural. Habían sido tres días de románticos paseos, amenas cenas, noches deliciosas… Volvíamos felices y con fuerzas renovadas. Después de tantos años, y a pesar de todos nuestros problemas, seguíamos amándonos y disfrutando de la mutua compañía. No nos podía ir mejor.
Pero cuando llevábamos una hora de viaje todo se torció.
Una espesa niebla comenzó a bajar de las montañas. Marisa se removió inquieta en su asiento y miró con nerviosismo cómo las nubes iban bajando hasta llegar a la carretera por la que transitábamos. Su respiración se volvió agitada, sus manos comenzaron a temblar de manera incontrolable.
Intenté calmarla, distraerla, hacer que pensara en otra cosa, pero era imposible.
En cuanto la niebla aparecía, mi mujer caía en los brazos del miedo.
Mientras el automóvil avanzaba, Marisa pudo controlar, aunque a duras penas, sus temores, pero, como las desgracias nunca llegan solas, cuando más espesa era la niebla, nuestro automóvil decidió que era el momento apropiado para estropearse. No sé qué le ocurrió. Sencillamente se detuvo, sin más y, cuando todo hubo acabado, volvió a ponerse en marcha, también sin más.
Marisa no pudo resistir verse allí, sentada en mitad de una niebla tan densa que casi parecía sólida y que hacía imposible ver algo a más dos palmos. La respiración se le aceleró aún más, las lágrimas formaban riachuelos de rimmel en sus mejillas. Estaba cada vez más fuera de sí. Me pedía que arrancara el coche como fuera; me rogaba que saliera a ver qué había pasado y, en la misma frase, me suplicaba que no la dejara sola. Lloraba y gritaba. Parecía estar volviéndose loca por momentos.
Nunca la había visto en tal estado de pánico.
Yo, estúpido de mí, llevado de este maldito carácter mío, reaccioné con enfado, le grité y llegué a abofetearla pensando que así dejaría de gritar. Lo sé, lo sé, ni mis nervios ni su ataque de terror no son excusa para semejante acto, pero póngase en mi situación. En mitad de la nada, rodeados de niebla, con un coche inmovilizado y una mujer histérica que me gritaba incoherencias sobre la niebla y no sé quién que la llamaba...
El caso es que el bofetón pareció surtir efecto y, Marisa, repentinamente, dejó de gritar, cesó su llanto y comenzó a gemir como un animal herido. Aparte de eso, el silencio era tan espeso como la niebla que nos envolvía; sin embargo, Marisa seguía murmurando:
—Me llaman, Javier, me llaman. ¿No los oyes? Quieren que vaya con ellos.
La miré, incrédulo.
Mi mujer se había vuelto loca. Eso es lo que pensé. Que mi pobre Marisa se había vuelto loca de terror. Yo no podía decir nada, no sabía cómo reaccionar. Y ella seguía:
—Me llaman. Escucha. Me están llamando y ya no me quedan fuerzas para seguir luchando, Javier. Si no nos vamos ahora, tendré que irme con ellos. Por favor, arranca el coche, por favor, por favor…
Pero yo no podía hacer nada ¿me entiende? Absolutamente nada. No sabía qué le ocurría al puñetero coche. El móvil no tenía cobertura y, por tanto, no podía pedir ayuda. Si no fuera por la niebla podía haber regresado andando al hotel, pero en aquellas circunstancias no podía ni pensar en salir del coche, me perdería con sólo alejarme dos pasos.
De pronto, Marisa pareció cambiar. Dejó de llorar y su cara de angustia dio paso a un gesto, más que plácido, resignado.
Murmuró un:
—Es la hora.
Se giró hacia mí aún con las mejillas húmedas, rozó mis labios con los suyos, me dijo que lo sentía y, a continuación, hizo lo último que hubiera esperado: abrió la puerta y salió a la niebla.
Sorprendido, salí tras ella. La vi dar uno, dos pasos hacia el interior de la bruma, que comenzó a rodearla. No, no, a rodearla no, más bien a abrazarla. La niebla la acogía, la recogía, la reconocía y la aceptaba como algo suyo.
Sé que parece una locura, pero sólo le cuento lo que vi y lo que sentí.
La llamé, llamé a mi Marisa. Le pedí que regresara al coche.
Ella me miró con tristeza y susurró:
—Te quiero, perdóname.
Y, mientras pronunciaba estas palabras, Marisa, me crea o no, se iba difuminando, se iba volviendo transparente, sutil como un retal de leve gasa blanca. Se deshacía en tenues jirones de niebla.
Nunca me creerán, pero no me importa. Yo sé lo que pasó. Sé lo que vi.
Marisa, mi dulce Marisa, se fundió con la niebla.
Se volvió bruma y aire.
Se fue con ellos para nunca regresar.