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Mientras madura la cosecha

Guadalupe Ingelmo, Salomé

Il sorriso di Pantera si allargò. Sollevò la pistola e sparò un colpo verso le mitragliatrici. Poi un altro. Poi vuotò l’intero caricatore.

  Valerio Evangelisti, Antracite

 

Durante la próxima semana, el próximo mes y el próximo año vamos a conocer a mucha gente solitaria. Y cuando nos pregunten lo que hacemos, podemos decir: “Estamos recordando”. Ahí es donde venceremos a la larga […]. Vamos, ahora. Ante todo, deberemos construir una fábrica de espejos, y durante el próximo año, sólo fabricaremos espejos y nos miraremos prolongadamente en ellos.

     Ray Bradbury, Fahrenheit 451

 

 

‒¡Eh, me habías prometido media onza de tabaco!

‒No lo recuerdo ‒responde impasible mientras introduce el faldón de su camisa por dentro del pantalón con exasperante parsimonia.

Ella no se resigna. Sin perder un sólo segundo el rictus inescrutable que siempre lo acompaña, da por concluida la conversación extrayendo su revólver. Súbitamente las reclamaciones cesan. La pelirroja comprende que ese día podría perder mucho más que sus honorarios y se aleja maldiciendo al infame cliente. Es una prostituta como tantas otras, como todas las que deambulan por las calles y trapichean en el mercado negro para dar de comer a sus mocosos. No la ha escogido por ningún motivo en particular, sencillamente estaba allí: lo mismo da una que otra. Ni siquiera se ha fijado en su cara; en unos días podría abordarla de nuevo sin recordar que ella ya conoce su juego.

  ‒¿Eres el Mexicano? Vengo a proponerte un negocio.

El extraño lo sobresalta. No ha escuchado cómo llegaba por detrás, y eso lo inquieta. Ha trabajado muchos años como rastreador, persiguiendo a los fugitivos de la Compañía y cobrando sus míseras recompensas: resulta proverbial su buen oído. Además, sería capaz de dar con un hombre guiado únicamente por su olfato. Pero ese tipo no desprende más olor que una sombra. No le ofrece la menor confianza.

‒La chusma trama algo. Murmuran vagas noticias sobre movimientos obreros al otro lado del océano. No sabemos cómo están al corriente. Desde la disolución de la Confederación de Estados la comunicación se perdió definitivamente: por cuanto sabemos, Europa entera podría haber desaparecido bajo las aguas. Deben de ser esos irlandeses; parecen no romper nunca del todo los lazos con su tierra, por muchas generaciones que pasen. De dar crédito a las habladurías, algunos mineros, encontrados culpables de alta traición por pretender crear sindicatos e inducir a la huelga, habrían sido ajusticiados en varios de los Reinos. Se ve que allí no titubean a la hora de sofocar las revueltas. Nosotros hemos de tomar ejemplo. Te infiltrarás entre ellos y nos mantendrás informados. Rodeado de negros, chinos, indios e irlandeses no llamarás la atención. Quiero los nombres de los cabecillas. Necesitamos conocer sus planes para poder abortarlos. Tus servicios serán generosamente recompensados.

Cierran el trato por una suma abultada; los de arriba deben de estar muy preocupados. Al despedirse no le da la mano: es sólo un siervo de la Compañía, pero probablemente nutrirá reparos ante la idea de tocar a un medio sangre. En muchos lugares los matrimonios mixtos están penados con la horca y el infanticidio resulta de obligado cumplimiento cuando esas uniones antinaturales dan sus aberrantes frutos. De haber sido vendida su madre en otro estado, él nunca habría llegado a nacer.

 

***

 

Dicen que en los reinos de la vieja Europa algunos han conseguido huir y hacerse fuertes en los bosques, hasta donde no llegan los tentáculos de las Compañías. Que viven en pequeñas comunidades con sus mujeres e hijos. Que trabajan sólo para sí mismos.

Él observa a esos hombres prematuramente avejentados: los rostros esperanzados, el entusiasmo infantil alrededor de la lumbre en la que calientan la olla de habichuelas. Y mientras la fina loncha de manteca se derrite al fuego, algo que creía perdido hace mucho tiempo se ablanda también dentro del forastero. El mestizo, hombre de pocas palabras, ha sido bien acogido por los miembros de su cuadrilla. No ha hecho esfuerzo alguno por integrarse y, sin embargo, a pesar de la miseria en la que viven, ha encontrado entre sus nuevos compañeros una generosidad a la que no está acostumbrado, que lo desconcierta.

Esa noche, en sueños, lo visita un espíritu del pueblo de su madre. Parece querer decirle algo, pero no habla. Se limita a mirarlo con sus ojos blancos como copos de algodón. El rostro demacrado, excavado, explotado, agotado, lleno de aristas… se confunde con la negra hulla.

 

***

 

‒En realidad nada sé de Europa, salvo que mis antepasados nacieron allí, en Irlanda, hace varios siglos –confiesa el cabecilla una noche mientras todos duermen‒. No hay información privilegiada ni canal de comunicación alguno con nuestros hermanos del otro lado del océano. Cuanto cuento… lo he sacado de un libro. Robin Hood era un tipo al que el poder desposeyó de todo. Pero no se rindió, y al final consiguió reunir un ejército de parias y desheredados como él. Esa historia mantiene vivos a los muchachos. Y luego cada uno la cuenta, a su vez, a su modo.

‒¿Tienes un libro? ‒pregunta perplejo, abandonando su perpetua expresión impasible.

El pistolero no logra entender cómo pudo sobrevivir un libro a las famosas limpiezas del 2025, treinta años atrás. Ésas en las que ardió la última copia de una obra de la que ninguno de ellos ha oído hablar jamás, La otra historia de los Estados Unidos, de Howard Zinn, en la que el autor vaticinaba un movimiento contra la desigualdad social: las revueltas pacíficas de todos los sectores desfavorecidos, las que fueron sofocadas salvajemente por las Compañías, que dejaron de esconderse tras sus estados títere y comenzaron a gobernar, sin pudor, con puño de hierro sobre una sociedad definitivamente dividida, por ley, en castas. Tampoco comprende cómo ese hombre puede haberlo escondido; cómo no ha sido descubierto en cualquiera de los múltiples registros a los que son sometidos sus barracones. Ni cómo es posible que ese pobre diablo haya aprendido a leer.

‒Sí. Lo tengo aquí –explica orgulloso mientras se golpea la sien con el dedo índice‒. El tipo que me lo legó, un antillano que se hacía llamar Guy Montag, me obligó a prometer que viviría hasta encontrar un sustituto. En cuanto te vi comprendí que habías sido enviado por la providencia.

Así que ése es todo el misterio: no preparan una revolución ni pretenden rebelarse contra su suerte. Entre las manos no tienen más que palabras. Palabras que los mantienen vivos, pero que no pueden suponer una amenaza para la Compañía.

Sueña de nuevo. Ha vuelto a casa. El rancho apenas ha cambiado desde su partida, como si nunca se hubiese producido la expropiación. Su padre está cortando leña. Levanta la vista y sonríe ante el regreso del hijo pródigo. Parece haberlo perdonado. Intuyó enseguida quién ganaría la Segunda Guerra Civil. Las Compañías necesitarían hombres capaces de imponer su orden; ninguna profesión sería tan rentable como la de mercenario. Y él era un hombre práctico, inmune frente a los cantos de sirena de la utopía.

 

***

 

‒113, tu rancho –la voz del carcelero lo despierta.

Ha pasado los últimos cinco años encerrado en una celda de cuatro metros cuadrados, sin agua corriente ni más luz que la de una vela. Nunca volverá a disparar: le seccionaron los tendones entre el pulgar y el índice con una navaja de barbero. Pero no habló. Podría haberles contado la verdad. Habría obtenido un fajo de billetes y quizá habría logrado salvar a su predecesor. O quizá no. A menudo se consuela pensando que probablemente, una vez hecho el trabajo, en lugar de la prometida recompensa habría recibido una bala entre ceja y ceja: las Compañías no tienen palabra ni saben de honor.

“No podréis detenerlos: sus cabecillas ganan adeptos día tras día. Son ya un ejército mimetizado. Donde vosotros sólo veis esclavos, la resistencia duerme agazapada, esperando su momento para asestar el golpe. ¿Ajusticiaréis a todos vuestros peones? Donde uno caiga, se levantarán cientos”. Por la noche, a pesar de los dolores, duerme plácidamente pensando en cómo ellos, en sus blandos lechos, no duermen. Sueña cómo crece la semilla de inquietud que ha plantado en sus mentes y que ya no lograrán extirpar. Porque, por mucho que confíen en su fuerza, en el fondo saben que toda cuerda tiene un límite más allá del cual no parece juicioso estirar. Que toda acción, antes o después, encuentra su justa reacción. También ellos saben, aunque pretendan fingir lo contrario, que será sólo cuestión de tiempo.