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Mariposa nocturna

Dolo Espinosa


Llega la noche y, con ella, la hora de quitarse el disfraz. Con el último rayo de sol cae la máscara tras la que se oculta y se prepara para salir de su capullo.


Comienza el ritual nocturno con un largo y relajante baño. Unas velas perfumadas, una penumbra protectora, la cálida voz de Aretha. Al salir del baño, la esponjosa toalla le ayuda a arrastrar los últimos vestigios del ser que no quiere ser y la crema corporal le acerca a ser el ser que sí desea ser.


Elige la ropa con cuidado mientras piensa en el sufrimiento de vivir esa mentira, de vivir una vida que no es la suya, en un cuerpo que no es el suyo y con un rostro que no desea.


Se pone las ligeras medias con deleite, regodeándose en su tacto, estirándolas con mimo, adaptándolas a sus piernas con delicadeza. Deja que el vestido caiga sobre su cuerpo con suavidad de caricia, lo huele, lo siente, disfruta la sensación del tejido sobre su piel.


Se peina con esmero, se maquilla con arte y se calza sus mejores zapatos.


Cuando acaba se contempla en el espejo, al fin, sin disfraz, la mariposa que contempla en el cristal ha dejado atrás su capullo y comienza su vuelo de libertad.


Es medianoche, Pablo ha dejado de existir y Paola, abriendo sus alas, pisa con fuerza la calle, taconea alegre y va, feliz, al encuentro de su vida como la mujer que es y no como el hombre que no quiere ser.


La noche le pertenece y quiere exprimirla hasta la última gota. Todo brilla para ella, mariposa de medianoche, liberada del pesado lastre de ese otro yo que no quiere ser.


Cegada por su propio brillo tarda un rato en percatarse de que unas sombras se desgajan de la oscuridad y comienzan a seguirla. Son dos hombres, probablemente con más de una copa, probablemente con egos sobredimensionados, probablemente aburridos y más que probablemente agresivos.


Paola acelera el paso intentando dejarlos atrás, pero los borrachos también aceleran, e, incluso, uno de ellos intenta sujetar su brazo mientras balbucea a saber qué insulto, pero, con un quiebro de cadera, ella logra evitarlo y continuar su camino con el corazón bombeando sangre a ritmo desbocado.


Ellos, como perros aferrados a su presa, también aceleran. No están tan borrachos como para no poder andar y la siguen sin problemas ahora, ya, lanzando hacia ella insulto tras insulto.


Paola está acostumbrada a este tipo de situaciones y tiene claro que las intenciones de aquel par de energúmenos van más allá del improperio y el acoso. Tanto ellos como ella saben que esa persecución sólo tiene dos posibles finales: o ella logra huir, o ellos le darán una paliza de muerte.


En la calle sólo se oye el toctoctoc de sus tacones y los groseros insultos de los agresores. Los muy escasos transeúntes con los que se cruzan prefieren hacerse los locos, mirar para otro lado, cambiar de acera.


No parece haber ningún lugar en el que meterse, ni forma de despistarlos. El corazón de Paola late cada vez con más fuerza.


Los hombres, en cualquier momento, cansados del juego del acoso, se lanzarán sobre ella.


Paola gira una esquina y se da de bruces con un callejón sin salida, oscuro y sucio.


Se da la vuelta y allí están ellos, con la sonrisa torcida del que se siente triunfante.


Paola retrocede despacio.


Los hombres dan un paso adelante.


La tienen donde quieren.


Y ella, entonces, puesta en jarras, erguida y retadora, les devuelve la sonrisa.


Los agresores se miran, desconcertados:


     —Mira, Nacho, creo que el “travelo” quiere ligar contigo —y ambos ríen con la risa nerviosa del que siente que hay algo que se le escapa.


La sonrisa de Paola se torna más amplia y deja al descubierto unos enormes, afilados y blancos colmillos entre los que asoma una lengua roja que, despacio y llena de sensualidad, recorre sus labios.


Los hombres se quedan paralizados, aturdidos por la visión de esos brillantes caninos.


Paola, la voluptuosa mariposa nocturna, extiende sus negras alas.


Los depredadores, transformados en temblorosas víctimas, intentan huir, pero ya es tarde.


Paola, Pablo, la hermosa mariposa de medianoche, se abalanza sobre ellos, rompe sus cuellos de un zarpazo, arranca sus cabezas casi con remilgo y disfruta, con gula casi lujuriosa, de su merecida cena.


Al acabar arregla como puede el desaguisado cometido en su ropa y en su maquillaje. Podría regresar volando, pero, ¿quién sabe?, quizás, con un poco de suerte, de vuelta a casa se tope con un buen postre.


La mariposa nocturna taconea, feliz y satisfecha, saboreando la libertad de ser quién siempre ha sido.