Y sucedió que Tore Q’om ingresó en la atmósfera de Oov, la gran estrella absolutamente blanca, más de 1800 veces más grande que una estrella tipo Sol (Oov era el huevo blanco que incubaba la sabiduría en secreto).
Y al entrar en ella, cargaba consigo a Quimera.
Llevó, pues, al pequeño Quimera a los mares de plasma de la atmósfera interior de la estrella, y lo sostuvo expuesto a sus corrientes, seguro de su naturaleza. Y Quimera nadó en el plasma del sol ardentísimo, como si fuese agua fresca.
Fue así, entonces, que entraron en los negros templos perdidos de Atolón —más allá de la Puerta de Tannhäuser—, las islas de materia extraña que flotan dentro del plasma de la estrella a miles de miles de grados de temperatura.
Y desde su interior veían, como luz en luz, como oro en marfil, la figura de la hermana gemela estelar de Oov: la hipergigante Luminosa, con su faz de ámbar.
Sí, desde las islas de negra protopiedra observaron a Luminosa pasar febril por el cielo, en su danza acompasada; pues el tiempo dentro de Oov era más rápido que fuera de ella y hacía que todo luciese acelerado en su exterior.
Allí, Tore Q’om le enseñó a Quimera que, en torno de aquella megaestrella ámbar, estaba el Panóptico “Mundo de luz”, el plano planeta artificial, hogar de los neutrales. Y en la plataforma 85, un barrio. Y en el barrio, un edificio. Y en el edificio, una esperanza para todos: Mārama.
Mārama era en parte su hermano, en parte su enemigo y en parte su aliado. Pero, por sobre todo, era la única esperanza de la humanidad. Con él debería formar un nido, con él debería generar un huevo, y de ese huevo debería nacer un hombre puro.
Así instruyó Tore Q’om a su hijo Quimera.
Y también le enseñó otras muchas cosas.
Pero nunca imaginó cuánto podría aprender de él.
Y resultó que Oov le habló a Quimera. Y Quimera lo escuchó.
En los templos perdidos de Atolón, en las mismas narices de quienes lo declaraban perdidos, moraba la verdad de la raza humana, de las formas gríficas y del cosmos mismo.
Y todo esto lo aprendió Quimera.
Quimera fue, entonces, el primer y último Gran Profeta. Aprendió a nadar en el blanco plasma de la estrella porque había nacido de una estrella, y supo entender el lenguaje de Oov porque un púlsar latía en sus genes.
Y los negros templos de materia extraña le hablaron y él escuchó y comprendió, y sus ojos rocosos y uniformes comenzaron a ver el universo como nadie antes lo había visto jamás.
Y llamó a las estrellas sus hermanas y sus instrumentos.
Así comenzó la transformación final de la humanidad.
* * *
Cada vez que Tore Q’om entraba en los templos de Atolón, cruzando la atmósfera interior de Oov, cerca del Centro Galáctico, le oprimía el pecho el averiguar cuánto habría crecido en soledad Quimera.
El tiempo en los templos era algo muy delicado. A veces, cuando el goshe entraba, se encontraba con un Quimera de cinco o siete años de edad estándar, y descubría que, mientras él había estado buscando provisiones o atendiendo otros asuntos en el exterior, habían pasado cuatro años dentro de la megaestrella.
Otras, Quimera tenía quince años y estaba en plena potencia. A veces, hallaba un bebé recién nacido y otras, un anciano de escamas oxidadas en verde.
El terror cedió cuando vio a su hijo nadando junto a la “Itzal Zuria”. Un muchacho de unos veinte años se deslizaba en piruetas imposibles, una saeta broncínea junto a la sombra blanca.
Sí, el tiempo era algo delicado en Atolón de Oov; podía fluir hacia delante o hacia atrás. Y en poco tiempo había averiguado que, sin importar la edad que su hijo tuviese, éste atesoraba la experiencia de milenios de sabiduría.
Cuando aterrizó en las islas negras, Quimera ya estaba esperándolo. Tenía el ramaje de su cabeza desplegado y hacía que desprendiesen flores de almendro para su padre.
Cuando por fin se encontraron, el muchacho cerró sus agallas y las guardó en su cuerpo, y ambos se fundieron en un abrazo cálido y fuerte.
—¿Qué alquimia es esa que haces con tu cabello de ramas?
Q’om admiraba esa capacidad de producir cosas que tenía el follaje de la cabeza de su hijo.
—No lo sé aún, pero puedo vivir de ella. Frutas, agua, sea lo que sea, vivo de mí mismo el tiempo que necesite.
—Algo muy bueno para un guerrero.
—E invaluable para un profeta.
Q’om entrecerró los ojos y tensó sus tentáculos ante la propuesta; pero el joven Quimera estiró una mano y tironeó de uno de los apéndices faciales de su padre, tal y como lo hacía cuando era un bebé.
Ambos rieron estruendosamente.
—Sin embargo eso no es lo mejor. No sé si es mi cuerpo lo que altero o tal vez el tiempo mismo, pero mira.
Y ante sus ojos, el goshe vio a Quimera envejecer y arquearse por la edad, para luego empequeñecer hasta el tamaño de un niño de 3 años, para luego volver a su primer aspecto veinteañero.
El tanalahy cayó de rodillas ante su hijo, pero Quimera estaba acostumbrado a esto, a la cuasi-adoración de su propio padre.
—Ya, ya, padre, no es necesario. Ven, hablemos de lo que me cuentan el templo negro y la estrella blanca, y de lo que me susurra la estrella ámbar. A veces quiero gritar lo que sé. Pero debo hablarte tranquilo y explicártelo suavemente, porque eres, de entre todos los padres que he tenido, mi más verdadero padre.
—Bello como un neutro, radical como un macho, misterioso como una hembra… ¡Déjame adorarte, hijo!
—Más tarde lo harás, padre; cuando todos me adoren y me odien al mismo tiempo. No más temor, padre, sólo escucha y atesora.
Ambos se sentaron en una de las protopiedras que hacían temblar la sangre y el corazón con su solo contacto, y que creaban esa extraña atmósfera dentro de la atmósfera de la megaestrella. Entonces Quimera comenzó uno de sus largos sermones, Tore Q’om escuchándolo como su primer y fiel discípulo, y la estrella, a su alrededor, dictándole el contenido.
—En el huevo blanquísimo de fuego está el embrión de bronce y, el en el embrión de bronce, otro huevo rojo y negro. Cuando se abra ese huevo, ¿qué sucederá con el embrión y con el huevo y con la orla de ámbar que flota sobre su cabeza y alberga toda la humanidad y su semilla más preciada?
»Soy el contenedor-contenido, padre; soy razón e imaginación. Soy las estrellas y su hijo, y las estrellas son mis instrumentos, mis máquinas, nada más. Yo soy su enviado. El huevo rojo y negro espera paciente, solo, asustado. Llegó la hora padre, es tiempo de que me una al mundo y traiga al hombre a la vida.
El goshe entendió perfectamente todo, aunque no sabía cómo.
Se agachó, besó los pies de su hijo (un dios nacido de sus entrañas más genuinas, de su odio y de su amor), y se dispuso a traerle lo que le estaba pidiendo.
¿En qué posición lo colocaba eso a él?
Pero Quimera lo detuvo.
—Espera. Primero necesito que comas de mí… Quiero que lo hagas.
Q’om giró sobre sí y estiró las manos. El muchacho agachó la cabeza y dejó caer de su ramaje una extraña fruta sobre las manos de su padre. Ésta parecía podrida, arrugada y mohosa. El tanalahy miró a su hijo, perplejo. La sombra de la duda se desvaneció en un instante en esos ojos como de madera rugosa y mordió el fruto con decisión.
La dulzura de su sabor lo sorprendió; era jugosa e intensa.
Sonrió y salió a cumplir su cometido.
* * *
El pequeño Mārama se hallaba sentado en los estrados externos del parvulario. No se sentía del todo solo, pero tampoco estaba a gusto en aquel sitio. Sus padres (su padre-padre, Simeón, y su padre-hermano, Chaske) se habían ausentado para buscarle una solución. Pero él no deseaba ninguna solución.
A Mārama no le importaba que la familia Irará terminase con él, sólo le interesaba estar junto a su familia.
Supo lo que había sucedido antes de que los acontecimientos pasaran. Aquello era normal. Apenas partió la nave, llegó el último mensaje, luego el segundo y por fin el primero; deconstruyendo la historia de la aventura de Simeón, Chaske y ese hermano-tío suyo al que quizás nunca conocería, Sarraillarotz (o incluso al hijo de éste).
Los mensajes habían llegado por estricto orden contra-cronológico: en primer lugar, el último y, finalmente, el inicial. Eso era lógico por el modo en que la nave enviaba sus mensajes: durante el viaje; lo cual implicaba hacerlo mientras plegaba, contraía y revertía el tiempo mismo.
De manera que supo de la batalla, y del inminente hundimiento de la plataforma y sus ocupantes en un foso de lava, mucho antes de saber que sus padres seguirían las predicciones de un pulsar.
La mayoría de sus compañeros y maestros ya le habían expresado sus condolencias, pero Mārama no podía terminar de comprender en su totalidad aquella pérdida, la profunda soledad a la que había sido arrojado de un día para el otro.
La luz de Luminosa, ambarina y cegadora, obligaba a casi todo el mundo a mantenerse en la ciudad propiamente dicha; o sea, bajo los cristales y muros de contención que evitaban que el día eterno irradiara y quemara los tejidos vivos de los habitantes del Panóptico. Pero Mārama estaba preparado para sobrevivir bajo la luz de la estrella. Sus ojos, absolutamente planos y negros, como cuatro círculos dibujados en su rostro, filtraban cualquier radiación a elección suya; y su piel era una coraza rojo oscura, rugosa pero flexible. La boca, enorme, aunque apenas si una ranura, se sellaba como una cremallera en la intemperie.
El calor abrasador del núcleo galáctico lo tenía sin cuidado. Sus pies se mecían en el borde del bloque de mármol blanco y gris sobre el que se hallaba sentado, mientras dos de sus manos acariciaban los escalones inferiores, y las otras dos los superiores.
Estaba ensimismado. Los ojos clavados en la blancura teñida de bronce, y aun así irresistiblemente luminosa, que le devolvía el espejo del mármol de la Escalera de los Gigantes, la entrada del parvulario superior al que asistía.
Sus suspiros eran internos en la atmósfera calcinante. Su temperatura corporal, la de un hierro incandescente. Pero nada de eso podía quitarle el frío de la soledad que lo helaba por dentro.
De haber podido llorar, lo hubiera hecho.
Una figura trasparente y movediza, como si el aire se condensara en una gelatina translúcida, se agitó frente a sus ojos. Mārama estaba acostumbrado a los “fantasmas del calor”, los espejismos casi tangibles que se formaban en el aire supercalentado, mantenidos a nivel de superficie gracias a la increíble presión que ejercía el domo atmosférico del Panóptico. De niño solía jugar con ellos, correr tras esas figuras de aire extra-caliente y bailar en sus giros y remolinos, o desgarrarlos con sus enormes brazos hasta deshacerlos como si estuvieran formados por dientes de león etéreos.
Así que no le prestó atención, ensimismado como estaba en su extraña pena sin dolor, cuando el fantasma le habló:
—¿Quieres un amigo?
La voz surgía de la masa de aire semoviente. Aquello era tan indudable como imposible.
El muchacho recordó los consejos de Simeón, y un olor a té de vainilla llenó su mente: “Nunca aceptes nada como aparenta ser”… y la contra-propuesta de su otro padre, Chaske, que tanto lo mimaba: “Pero no descartes las primeras impresiones demasiado rápidamente”.
Dejó que sus ojos escanearan la figura invisible, y pronto halló una sección del espectro luminoso que le permitió verlo: ¡no era un fantasma del calor, era un tanalahy camuflado! Aunque, pensándolo bien, resultaba desconcertante que un ser de esa familia pudiese soportar la incandescente presencia de Luminosa sin ninguna protección.
El hombre supo que lo estaba viendo (tal vez por el sutil cambio en las poco demostrativas facciones del chico) y se sentó a su lado, sin ninguna ceremonia de presentación o respeto alguno por las formas tradicionales del Panóptico.
Se decía que los tanalahy mezclaban genes y sangre como quien mezcla un mazo de cartas: al azar… pero no tanto.
Mārama se acomodó mejor en el rellano de la escalera y lo contempló con detenimiento: dos ojos claros, uno oscuro, uno faltante, una masa de tentáculos en su rostro. Y luego esbozó una sonrisa suave y genuina.
Finalmente, afirmó con la cabeza como respuesta a su pregunta.
La voz del tanalahy salió de nuevo de la bruma de calor que lo componía:
—¿Quieres que yo sea tu amigo?
Mārama volvió a asentir, con su boca de cremallera estirada de lado a lado en el ancho rostro.
—Pero debo ser honesto contigo —prosiguió la voz—. Yo no debería serlo. Tus padres no me lo permitirían; no después de cómo me llevé a su vástago y de cómo posiblemente causé sus muertes de modo indirecto.
Mārama no parpadeaba, no podía hacerlo, sus cuatro ojos permanecían abiertos día y noche; pero podía desenfocarlos. Hizo esto por un instante. Dejó que el mundo salvajemente dorado que lo rodeaba brillara en toda su furia ante sus ojos-pupilas, y permitió que éstas se perdieran dentro de la luz como en el interior de una niebla.
Solo. Así es como estaba.
Quizás el niño que sus padres habían llamado Kóoklol fuera todo lo que le quedase del viejo clan Irará. Un niño que era en parte Chaske y Simeón y Sarraillarotz e incluso él, Mārama mismo. Pero que también era este ser que lo invitaba engañosamente a ser su amigo. O tal vez no tan engañosamente.
La sangre pedía sangre. Venganza. Y era posible que un día la cumpliese. Pero ahora su alma imploraba cariño, un poco de compañía; la no-soledad.
Mārama estiró uno de sus larguísimos brazos y sostuvo la mano perfectamente humana de ese extraño, ese asesino, el semipadre de su hermano.
Un sutil chasquido de asombro emergió de la garganta del tanalahy, y finalmente cerró su mano sobre la del chico.
—Mi nombre es Tore Q’om —se presentó con voz dubitativa.
Su joven interlocutor asintió como dando a conocer que ya lo sabía.
Mārama comprendía que, de ser mayor, o de haber pasado más tiempo con sus padres, éste comportamiento sería inaceptable para él mismo. Pero ahora… ahora únicamente quería dejar de estar solo.
—Voy a llevarte con mi hijo —prosiguió el asesino—. Él mandó a pedir por ti. Y sé que tu bravo padre así lo hubiera querido.
Mārama volvió a asentir y se puso en marcha junto a la vibrante figura transparente hecha como de aire tórrido. Su mano larga parecía asirse a la nada cuando cruzó la plaza desierta, el puente vacío y la explanada desolada.
Finalmente, recordó que sus padres habían mezclado en él sus esencias, y que él podría revivirlos si lograba encontrar aunque sea una brizna de piel en las cercanías del pozo de lava de aquel mundo; pero también sabía que aún no tenía ni la edad ni las fuerzas como para hacerlo o como para luchar contra un ser como éste, un verdadero “perro de la guerra”, tal como contaban las leyendas de los libros de niños en el parvulario: un goshe.
De modo que mientras la nave los izaba, Mārama pensó que no sería tan descabellado después de todo, irse así, tan mansamente, con su enemigo.
* * *
La nave era un manojo de basura y deshechos, pero era rápida, y abandonó el Panóptico antes de que las autoridades pudieran darle alcance.
Cuando Mārama se dio cuenta a dónde se estaban dirigiendo, supo que jamás lo encontrarían.
La “Itzal Zuria” se introdujo limpiamente en la estrella hipergigante. Una sombra blanca hundiéndose en medio de un horno de fusión cuya magnitud y escala escapaban a cualquier mente.
Estaban dentro de Oov, la hermana estelar de Luminosa.
Había un algo de intranquilidad en el goshe a medida que horadaban la corona estelar, hasta que de pronto aflojó todos sus músculos. Mārama observó por el visor delantero y vio la fuente de su tranquilidad. Delante de ellos, brillante como una pequeña estrella dorada, un ser de escamas de bronce nadaba en las corrientes del plasma solar. Un ser esbelto y joven, apenas más grande que el propio Mārama.
“Kóoklol”, pensó éste, arrobado ante la visión.
—Quimera —explicó la voz de Tore Q’om, rompiendo el silencio y el ensimismamiento del muchachito—, mi hijo.
Por primera vez la cremallera de la boca de Mārama se abrió, y la fina línea en que se convirtió su boca expresó con una tonalidad tan musical como embelesadora:
—Mi hermano.
* * *
Cuando aterrizaron en los templos negros, Quimera ya estaba esperándolos allí. Parecía mayor de como había lucido al nadar en el plasma solar, pero aún se veía joven. Tal vez unos pocos años más adulto que el Irará.
Apenas Tore se le acercó, llevando de la mano a Mārama tal como si éste fuese un niño pequeño, el habitante de la estrella tomó la iniciativa.
Se dirigió hasta el muchachito, apoyó una rodilla en el suelo junto a él, aferrando la mano que hasta ese momento había estado sosteniendo su padre y la acarició entre las suyas. Entonces aproximó su rostro a Mārama y aspiró hondamente:
—Delicado, dulce, casi ácido, como la pimienta rosada; e igual que ella, ni seca ni húmeda, ni macho ni hembra —volvió a tomar otra gran bocanada de aire—. Hay flores en tu ser, antiguas memorias de plantas olvidadas: peonias, fresias, rosas y violetas —luego acercó aún más su rostro y olisqueó con recato—. ¡Ah, y la eterna seducción del exótico ámbar gris, como un musgoso polvo hecho de océano! Y… y… ¿qué es eso, hermanito? —pegó su nariz a la mano del jovencito y la olió con deleite— ¡Sí! ¡Cuero!
Mārama se sentía extraño pero no disgustado. A medida que Kóoklol (o “Quimera”, como lo llamaba el goshe) iba olfateando su esencia, él se sentía más y más intrigado por ese ser de escamas de bronce bruñido y ojos de madera de almendro, tan similares a los de Chaske.
—¿Acaso soy un aroma para mi hermano? —murmuró Mārama con voz melodiosa.
Quimera alzó la cabeza de pronto, como golpeado por la armonía inesperada de aquella voz. Miró los cuatro ojos planos, opacos e inescrutables del Irará, y replicó en un rapto de arrobo:
—Un perfume exquisito que he estado extrañando aún antes de conocerlo.
Luego se puso de pie y lo juzgó por largo rato, dando silenciosas vueltas a su alrededor.
—¿Has estado sin protección bajo la luz de Luminosa? —preguntó finalmente.
El muchachito respondió con un dejo de orgullo:
—Y bajo el de Oov también.
Quimera ponderó aquello unos instantes más. Tomó carrera, recogió al muchacho, y, saltando desde las rocas negras, se lanzó a bucear con él dentro del plasma de la estrella.
Tore Q’om lanzó un grito a medio camino entre el terror y el triunfo cuando su hijo se sumergió en las corrientes térmicas con algo más que un puñado de cenizas entre sus brazos.
Luego, lentamente, volvió a subir a ese caos de nervios, tendones y deseos que era el “Itzal Zuria” y, tal y como se esperaba que hiciese, salió de la estrella con el rumbo que su hijo le había dado previamente.
* * *
Al aterrizar en los templos perdidos de Atolón, Quimera llevaba una brasa ardiente pero aún viva en sus brazos.
Se internó en los infinitos recovecos hechos de plegamientos en el tiempo, y llegó hasta un punto indeterminado que él conocía bien. Allí había un agua celeste y pura, imposible de existir, y a su frescura extrema le entregó el cuerpo de Mārama.
Quimera evitó que ni una sola gota lo tocara; aquello era un destilado puro de cronología caótica. Las fuentes primordiales de un mito ancestral, como las aguas de la creación o de un inconcebible diluvio estelar.
El jovencito, quieto y aterido del dolor de las quemaduras, comenzó a moverse en el agua a medida que su piel se desprendía de él como una corteza quemada. Parecía enrollarse y desenrollarse conforme envejecía y rejuvenecía al antojo de la fuente. Poco a poco sus gruñidos fueron gritos de dolor y, luego, tibios ayes.
Cuando todo su cuerpo se hubo regenerado, dejándolo intacto pero mucho más adulto, el ser de bronce extendió una mano hacia él.
El Irará se aferró a su hermano y dejó que éste lo sacara de ese lago de locura.
Una vez en la orilla, el líquido desapareció de su cuerpo, dejando a un Mārama adulto y perfectamente sano.
Quimera miró la mano con la que había asido al chico: ahora era notablemente más vieja que la otra. Sonrió. Bien valía el sacrificio y sería un buen recordatorio.
Muy despacio, el hijo del tanalahy y de la estirpe Irará condujo a Mārama por pasajes inverosímiles hasta una cámara amplia en la que, evidentemente, solía morar.
El chico entendía lo que le había sucedido, pero aún no podía comprenderlo. Había sido empujado a la vida adulta en un rito de iniciación literalizado, y ahora estaba a la altura de su hermano-mediohermano.
Mārama se tendió, exhausto, en el primer sitio que halló confortable y que resultó ser la cama de Quimera.
Él se sentó a prudente distancia y lo observó mientras se adormecía. Volvió a aspirar los mismos aromas que había captado cuando lo viese por primera vez, pero ahora condensados e intensificados como en un perfume precioso.
De pronto, la voz de campana de cristal de Mārama dijo algo antes de quedarse profundamente dormido:
—Sabes que tu verdadero nombre es “Kóoklol” y no “Quimera”, ¿verdad?
El ser broncíneo sonrió con la experiencia de mil vidas en una, y replicó en un susurro lo suficienteme bajo como para ser incapaz de despertar a su recién iniciado:
—¡Claro que sí, hermanito! ¡Pero ambos significan lo mismo para mí!
* * *
Cuando Mārama despertó, estaba solo.
Se sentía definitivamente diferente. No sólo había crecido, había cambiado por dentro.
Pensaba de modo extraño, pensaba de modo adulto. O al menos eso creía él.
Durante varios días recorrió la estancia y hasta se aventuró por algunos pasillos de los templos, pero desistió de hacerlo cuando unos pocos metros dentro de uno de ellos significaron casi tres días para dar con el cuarto principal nuevamente.
Aquel era un laberinto que cambiaba en el tiempo, no en el espacio, y Mārama se propuso respetarlo hasta aprender más de él. O hasta sentir la necesidad de ser encontrado.
Finalmente, Quimera regresó; y lo hizo cargado de frutos. Mārama sabía que provenían de su ser, el mismo Kóoklol se lo había explicado antes de dejarlo con una ración sustanciosa de aquellos, los cuales había extraído de un frondoso ramaje desplegado en su cabeza.
—¿Dónde has estado? —inquirió receloso el Irará apenas lo vio entrar por la puerta.
Quimera se rió estruendosamente. Por unos segundos pareció un anciano, luego adoptó la esencia del joven que su hermano conocía.
—¿Tanto me has extrañado, hermanito?
Mārama torció el gesto. ¿Debía negarlo? No lo sabía. Realmente no sabía si aquello había sido miedo o necesidad de compañía, o si en verdad lo había echado de menos en ese tiempo indefinible en que había estado solo.
—He estado perdido aquí.
Quimera se sentó a su lado y apoyó una mano en la rodilla del muchacho:
—Eso es bueno a veces.
Luego se levantó y volvió a salir hacia el plasma incandescente de la estrella de nácar. Cuando regresó (¿segundos, horas, siglos después?) traía una burbuja en sus manos: la típica burbuja viviente de una nave-plataforma. Ésta era pequeña y su superficie estaba surcada por volutas iridiscentes que cambiaban de forma a cada instante.
—No quise que esta vez me extrañases —explicó Quimera misteriosamente mientras depositaba la burbuja sobre la cama.
Con un ademán invitó a Mārama a sentarse en un lado, mientras él se arrebujaba en el otro. La burbuja parecía latir en medio de ambos.
Mārama la miró con detenimiento. Era muy similar a la de la plataforma de sus padres. Casi como una hija de ésta.
—¿Pudiste rescatarlos? —preguntó con esperanza trémula.
Quimera lo miró con algo de compasión.
—No lo sé. Mi padre Tore es quién me la trajo. Aún tiene la marca mnémica de Chaske y Simeón, incluso hay algo de mi padre-padre en ella. Supongo que pudo haberlo hecho… No sé si lo hizo.
Mārama comenzó a llorar. Su llanto era desesperado, como el de un niño pequeño.
Kóoklol cruzó la extensión de la enorme cama y tomó una de sus cuatro manos:
—Si tanto te importa, veré qué ha sucedido con ellos. Pero debes prometerme que, si lo hago, me ayudarás a cerrar el círculo.
El Irará lo observó con curiosidad y algo de renuencia.
—¿Ayudarte?
Quimera levantó con sumo cuidado la burbuja y la puso frente a los ojos de Mārama; tenía el tamaño de un puño grande.
—Ésta es la respuesta que tus padres buscaban. La tenían frente a sus ojos pero nunca pudieron verla. Esta burbuja y tú y yo somos el cumplimiento de la profecía… Nosotros tres somos el hombre original, porque todos los son… ¡Nunca hubo que crearlo, sólo sacarlo a la luz!
Mārama pasó otra de sus manos por la superficie de la burbuja y apretó más la que le sostenía Quimera. Algo extraño y atractivo yacía en esa esfera. Algo que lo atraía hacia ella, y también hacia su hermano-mediohermano, y hacia la posibilidad de cumplir con la tan añorada búsqueda de su familia.
Pero sobre todo, hacia la posibilidad de volver a ver a sus padres.
Quimera-Kóoklol señaló con su cabeza una de las frutas que también yacían en la cama.
—Ahora, hermanito, es hora de que comas de mis frutos. Sólo hay un modo de cosechar, y es sembrando las semillas.
Con la tercera mano libre, y sin dejar de mirar los ojos de madera de Quimera o de acariciar la superficie sedosa de la esfera, Mārama recogió uno de los dulces frutos que su hermano le estaba indicando, y comenzó a comerlo con verdadero gozo.
Mientras lo hacía, un pensamiento cruzó por su cabeza embargada de sensaciones encontradas: el goshe había tenido razón; él sí había deseado un amigo.
Y, en su corazón, sabía que Quimera era ese amigo.
* * *
Tore Q’om llegó al foso de lava y observó.
Las texturas rojas y verdes se mezclaban rabiosamente en la gigantesca laguna.
Metió la mano en su morral y tomó los suaves pétalos de flor de membrillar que su hijo le había ofrecido (pétalos pertenecientes a las flores que luego fructificaban en el ramaje de su cabellera) y los arrojó a la corriente viscosa.
En lugar de ser incinerados, los delicados tegumentos de suave tono cremoso intensificaron el color rosado de sus nervaduras; desarrollaron branquias, aletas y colas; y como peces de gasa nadaron de aquí para allá. Los pétalos eran ahora criaturas resistentes, delicadas y dulces, que buscaban algo en las corrientes ígneas; y una tras otra se fueron sumergiendo en la lava.
El descendiente de Nga Whetu se sentó en las piedras como un tanalahy, como un camaleón humano, y esperó durante horas. Era una piedra más y difícilmente algún ojo podría haberlo detectado, así que cuando la burbuja ascendió, nadie supo que él estaba allí.
La plataforma se hallaba desmembrada en su mayor parte, sin embargo algunas piezas vivientes habían sobrevivido dentro de la maltrecha burbuja marchita y cuarteada, cuya superficie opaca tenía el color blancuzco de un ojo cuajado y ciego. Semejaba un huevo que se empecinaba en preservar la vida dentro de su fragilidad.
Apenas salió a flote, sostenida por las flores-peces, el cascarón se abrió en dos y dejó al descubierto tres cuerpos maltrechos que ya habían comenzado a revivir, pero que todavía estaban hundidos en el sopor de la reanimación.
El ondrión se arrastraba por entre los escombros nauseabundos y agonizantes de la plataforma buscando despertar a sus ocupantes, sin lograrlo.
En ese momento, como atraídos por un frenesí caníbal, los propios componentes de la nave comenzaron a intentar fagocitar a sus ocupantes. Fue entonces que los peces-flor saltaron sobre la plataforma y se ofrecieron como comida a la propia nave.
Tore miraba todo esto asombrado y en silencio, hasta que se dio cuenta quién era aquél que no se movía en lo absoluto.
Allí estaba él, el muchacho que infectara con su sangre. Un virus personal que logró unirse a la sangre Irará para dar un vástago nacido de su muslo. Sarraillarotz parecía estar muriendo.
El goshe se puso de pie y corrió, vadeando el pozo de lava a toda carrera. Subió de un salto a la plataforma maltrecha, y con sus manos y tentáculos aferró al jovencito de alabastro.
Puso toda su fuerza y su deseo en aquel acto y logró llevarlo a la superficie de piedra. Entonces, desestabilizada y sin burbuja que la protegiera, la plataforma comenzó nuevamente a ser arrastrada hacia la lava candente.
El grito del ondrión fue tan terrible que despertó a los tres durmientes.
A pesar de su condición, Sarraillarotz corrió hacia Chaske para intentar ayudarlo, pero lo único que logró fue hundirse en el líquido caliente. Su cuerpo cuasi pétreo lo protegía de la lava, pero hasta la roca cede finalmente ante la sangre de las entrañas de un planeta.
Con sus dedos finos y ahusados enganchó la plataforma, para que ésta y sus aturdidos ocupantes no se hundiesen; y comenzó a tirar hacia la orilla.
Tore comprendió su intención y arrojó lo que quedaba de las flores de Quimera, las cuales nadaron presurosas a empujar y alimentar el instinto de autoconservación de los componentes de la nave. Sin embargo, aquello no parecía ser suficiente.
El tanalahy saltó entonces al río de fuego, se colocó junto a los peces-flores, y empujó la plataforma hasta que ésta estuvo afianzada entre las piedras.
Los gritos desesperados de Chaske y sus manos cubiertas de pelos chamuscados sacaron de la lava lo que quedaba de Sarraillarotz. Y fue Simeón quién izó a bordo al goshe.
—¿Acaso crees que yo, que resisto la luz del centro galáctico —farfulló el descendiente de Nga Whetu a su salvador—, no podría soportar el calor de un poco de piedra fundida?
Pero era obvio que el tanalahy estaba muy malherido.
Igual que lo estaba Sarraillarotz.
—¿Por qué? —fue la única pregunta de Simeón.
Tore señaló con un dedo muy humano y ennegrecido la figura que se retorcía de dolor bajo los inútiles cuidados de Chaske.
—Porque ése era su mayor deseo. Y él es el mío.
Simeón ponderó aquello y volvió a preguntar, con tono grave:
—¿Qué te trajo a salvar a quienes ya habías matado?
Tore Q’om se enderezó lo mejor que pudo sobre sus piernas semi-consumidas y respondió con orgullo:
—¡La voluntad de mi hijo!
Simeón volvió a mirar al agonizante Sarraillarotz y a Chaske hundido en lágrimas y caricias imposibles, y supo que el goshe estaba hablando del bastardo.
—¿Y cuál es esa voluntad?
El tanalahy comenzó a reírse. Su risa era profunda y atroz. Pero también oportuna. Había más sabiduría en esos estertores que en toda su infructuosa búsqueda; entonces Simeón lo supo: ¡el bastardo tenía la respuesta!
—Quimera, mi hijo, es sangre Nga Whetu pero más que nada es savia Irará. Es una mezcla que ni tú ni él —dijo señalando a Chaske con asco— entenderán jamás. La pureza de lo variado —volvió a mirar a Chaske, hundido en su llanto, y dejó que sus propias lágrimas cayeran de sus ojos: él también extrañaría al hermoso ser que yacía exánime en los brazos del neanderthaloide—. Aunque tal vez él haya comprendido —agregó en un susurro—. Pero la fuerza de la búsqueda, de tu búsqueda, anima al corazón de mi hijo tanto como al tuyo.
Volvió a mirar a Chaske en su momento de dolor y se dejó llevar por el suyo propio. Él también lloraba a Sarraillarotz, a su modo.
—Supongo que es la segunda vez que perdonas mi vida —interrumpió Simeón—, ¿qué quieres?
Tore lo miró. Había un dejo de tristeza en la voz del Irará. Había algo de sus ademanes que le recordaban a su propio hijo. ¡Su hijo!
—Quiero un retoño de la burbuja —exigió inflexible.
Simeón asintió en silencio. Caminó unos pocos pasos y cortó un trozo de burbuja derruida y mustia. Luego de elevarla ante los ojos de su interlocutor, dijo:
—Puedes criarla de esta cepa, tal como lo hacemos nosotros.
Tore recogió el frágil tejido viviente y comenzó a caminar de forma lenta y costosa hasta la zona donde su nave lo esperaba para recogerlo. La piel se le caía a girones con cada movimiento.
—¿Mārama está contigo? —gritó Simeón.
El tanalahy giró y asintió.
Entonces Chaske dejó el cuerpo exánime de su hermano tan amado y corrió con el cuchillo desenvainado hacia Tore Q’om. El goshe lo esperó resignado; no tenía fuerzas ni vida suficiente como para hacerle frente a aquella mole de furia.
—¡Él nos salvó… Y a Sarraillarotz… Y tal vez a todos los Irará! —el grito de su padre detuvo en seco a Chaske. Simeón continuó—. Su cuerpo no se regenerará como el nuestro. Por eso está muriendo, por eso nuestro muchacho no pudo reponerse de la lava. Recuerda que su sangre habita en él.
Tore dio un paso en dirección a Chaske y susurró:
—Quimera… Kóoklol… está con tu Mārama. Juntos cumplirán el destino que ni tú ni yo pudimos completar. Pero creo que lo que piensan hacer requerirá de tu ayuda y la de tu padre… Yo —agregó mirando su propio cuerpo semidestrozado—, no tengo mucho más que ofrecerle ya.
Chaske le entregó el cuchillo de obsidiana al goshe y dijo:
—Dáselo. Dile que nosotros iremos a donde nos llame.
Con el cuchillo en una mano y la cepa de burbuja en la otra, Tore Q’om dejó que la nave lo alzara hasta su interior y dio órdenes para que cultivaran la burbuja mientras regresaba a los templos perdidos.
Allá abajo, mientras los motores de arcoíris del “Itzal Zuria” teñían el cielo, Chaske y Simeón comenzaron los ritos funerarios de su hijo común.
* * *
Cuando la nave, errática y atormentada, penetró la corona de Oov, Quimera supo que la misión que le había encomendado a su padre había sido cumplida; pero que el costo había resultado demasiado alto.
Entró en la “Sombra Blanca” y halló a la lanza de oro enroscada alrededor de una burbuja multicolor recién formada, mientras el hacha de obsidiana deshacía lenta y ritualmente el cuerpo semicalcinado de su padre muerto.
Un cuchillo, propio de un místico, estaba entre lo que quedaba de sus manos; y Quimera lo tomó, seguro de saber de dónde provenía: las señales de la estrella habían sido claras incluso antes de que él naciera, y Chaske siempre las había sabido leer. Podría confiar en él para terminar su encomienda.
Acarició los remanentes de la cabeza de su padre, y con un beso suave depositó una gota de néctar en los labios del único ser que había conocido… aparte de aquel muchacho Irará que ahora lo esperaba en el interior de unos imposibles edificios de piedras negras.
La lanza Kerren, abrió la boca en una ofrenda final. Quimera dejó que el ente serpentino se tragara la frágil burbuja; su cuerpo la protegería del calor de Oov, así como alguna vez lo había protegido y transportado a él mismo, recién nacido, dentro de su cuerpo.
La alzó y acarició como al más fiel de los servidores de su padre.
Antes de salir, dio una última mirada a la locura de los instrumentos y los aparatos vivientes que lloraban, en su caos enajenado, a su amo muerto. Entonces dejó que la nave decidiera du destino por sí misma. Se lo merecía.
Mientras nadaba en las corrientes de la corona solar hacia Atolón, pudo ver cómo la “Itzal Zuria”, blanco sobre blanco, se hundía más y más dentro de la estrella, camino de su núcleo, hacia las últimas consecuencias de ese sol. Era una carrera final. Una aceleración postrera que dejaba una estela de gases multicolores como despedida. Un sueño de tiempos entrecruzados que, por un breve instante, lograron alterar infinitesimalmente la colosal templanza de Oov.
* * *
Cuando llegó a los templos, lo hizo de modo que no hubiesen transcurrido más que unos pocos minutos desde su partida. Sabía que Mārama lo extrañaría, aunque no lo admitiese.
Apenas dio unos pasos cuando las escamas de Kerren salieron volando en el tórrido viento y se dispersaron en cenizas a su alrededor. Pero la lanza, fiel al goshe hasta el final, había cumplido su cometido: la burbuja estaba intacta.
Con un suspiro de dolor y de esperanza, Quimera entró a los aposentos donde lo esperaba el dulce Mārama. Al verlo, apretó aún más fuertemente la burbuja entre sus manos, y cruzando la estancia en tres grandes zancadas, la depositó sobre la cama. Entonces, mirando a su amigo dijo:
—No quise que esta vez me extrañases.
Continuará