La oscuridad se colaba por las pantallas del navío estelar como un alimento espeso y resinoso que lo nutría.
Sabía, saboreaba con deleite su condición: era una anormalidad, una transparencia entre la propia oscuridad. O quizás, la cristalinidad misma de la oscuridad.
Y la oscuridad era caos; pero no un caos amorfo, sino uno multiforme. El espacio negro y profundo no era un vacío, para nada; era un pleno, una nube de posibilidades infinitas.
El espacio profundo era el caos y el caos era una galera de mago de la que todo podía surgir.
Y él tanteaba en esa viscosa oscuridad plena de potencias, en busca de algo que se le pudiera sonsacar a la plana realidad, algo que pudiera tejerse en la rica imaginación o, simplemente, algo que pudiera ser en acto.
Un instante, un microsegundo sería suficiente.
El no-ser del caos espacial era un horizonte tridimensional, límpido e ininterrumpido de posibilidades. Pura y fresca esperanza.
Y quizás hasta sería mejor que continuara así: anticipación pura y simple.
Pero no, no era esa su condición. Cumplimiento. Sí, cumplimiento.
El espacio profundo, interestelar, solía parecerle uno de esos yaguaretés negros de los antiguos grabados electrónicos. Una piel oscura y sin luz que, sin embargo, desde cierto ángulo, translucía dibujos complejos enterrados bajo ese color. Así era el espacio: aparentemente vacío y negro, pero complejamente bordado de luz.
Y él era sencillamente transparente, una apertura constante al medioambiente, una invitación a lo que fuese que resplandeciera u oscureciese.
Translúcido, se desvanecía en cualquier medio, invisible al ojo y al espíritu.
No es que fuese proteico; su poder de camuflaje no consistía en una emulación o un cambio, sino solamente en permear la cultura, la naturaleza o la disposición del sitio en el que se encontraba.
Tore Q’om era su nombre, dios y hombre, leopardo de la cacería y verdadero humano. Hijo de Nga Whetu, las eternamente brillantes. Un tanalahy por derecho propio. Un camaleón humano.
Él era etéreamente transparente gracias al calor y la fluidez, a la fortaleza y a la vitalidad amoldante, y a la electricidad conducente. Él era la elementariedad y la razón.
Un goshe, un perro de la guerra.
* * *
Saltó por encima de una pila de material electrónico a medio ensamblar que olía a cable chamuscado y metal recalentado, y llegó hasta el puesto de observación en donde la oscuridad era viva y no una simple imagen (si es que es posible que algo no lo fuese en la mente humana).
Los biomecanismos se agitaban por entre los retorcidos trozos de metal, ensamblando y curando lo que fuera que estaba causando la detención absoluta de la nave.
Q’om se había colocado la máscara respiratoria para no consumir la atmósfera de la nave y que así sus piezas vivientes tuviesen el suficiente oxígeno como para respirar y trabajar con comodidad.
Las únicas luces eran las de las distantes estrellas y apenas si alumbraban lo suficiente como para saber que no se estaba en medio de la nada.
“Izarbel” era el nombre que le había dado el anterior dueño a esta nave. En La Lengua significaba “planeta” pero también “estrella negra”. Q’om la había rebautizado “Itzal Zuria”, “sombra blanca”.
Se sentó en el puesto de control. A su derecha el nuevo nombre de la nave aparecía grabado a punta de cuchillo sobre el antiguo nombre raspado. Un palimpsesto de luces y sombras.
Y eso parecía él mismo: un palimpsesto de cicatrices y muertes.
Como la nave era antigua, estaba diseñada para tener un capitán en un puesto determinado, y ese puesto estaba configurado para una clase específica de grifo. De modo que había tenido que efectuar ciertas reformas.
Los controles estaban reestructurados para sus dedos tentaculares; y la pantalla de proa había sido remplazada por una burbuja mecánica que permitía ver el exterior sin filtro alguno, un aditamento inútil puesto que los ojos de Q’om podían filtrar lo que fuera necesario.
Sus dos ojos izquierdos brillaban como diamantes en la oscuridad, mientras que el único ojo derecho se hundía en un pozo de negrura. El otro lo había perdido en alguna acechanza que ya no recordaba.
Concentrado en dirigir los parámetros de reparación, su cabeza parecía flotar sobre el tablero con la gracia de un pulpo en plena cacería. Las manchas de ocelote de su cuerpo cambiaban de color a medida que su ánimo se iba crispando o suavizando. Para cuando lo esencial de las reparaciones estuvo finalizado, un suspiro de calma volvió su camaleónico cuerpo a su habitual tonalidad imposible, inexistente: de una casi total transparencia.
Se recostó en el sillón. A excepción de sus dedos y cabeza, era un hombre clásico, original; lo más cerca de un hombre verdadero que el linaje neutro Nga Whetu había podido llegar. Reclinó su cuello hacia atrás y fijó la mente en las estrellas, mientras cerraba sus ojos e imaginaba un juego de luces magenta, azul eléctrico y dorado sobre su faz. Abrió sus fosas nasales y absorbió una dosis gruesa de olor artificial: pino fresco, bosque húmedo en invierno.
Su mente voló por cielos imposibles mientras la droga olfativa lo limpiaba desde la propia alma, dándole una paz que probablemente nunca habría saboreado por sí mismo.
La droga, que siempre flotaba en la atmósfera de la nave, le traía esa reminiscencia de sitios en los que jamás había estado, y hacía que la propia nave trabajara más eficientemente. Claro que cualquier otro ser viviente que ingresase en ella sería presa de alucinaciones espantosas a poco de respirar su aire.
Por un momento olvidó el hacha de obsidiana pendiendo de su cintura y la lanza apoyada en la pared del fondo. Pero sólo bastó ese momento para que su fiel arma, al captar los pensamientos tranquilos de su amo y amigo, se licuara en el piso y reptara hasta su sillón: ¡alguien debía permanecer de guardia! Como un anillo de fuego vivo rodeó a Q’om y se tendió en el suelo a vigilar, la cola bajo su cabeza de diamante, un círculo perfecto.
El hacha, por su parte, ronroneaba en su cintura.
Aquel chico asustado, envuelto en sus orejas, pasó por la mente de Q’om.
Ahora, la semilla que había implantado en su sangre estaría floreciendo y, para cuando Irará lo incorporase a su clan, lo ayudaría a renacer en un bello ejemplar digno de verse.
Sonrió en su semisueño-semivigilia. ¡Ya podía verlo! Enhiesto, ahusado; los dedos largos y blancos, la tersura de su lengua, el amor a flor de piel. Sí, había sido una buena elección. Y para cuando hubiese cumplido con su utilidad, quizá hasta fuese un magnífico consorte para tomar.
El hacha se retorció de lujuria en su funda ante el pensamiento de su dueño.
Sí, después de todo había insertado en él los genes Nga Whetu. Era digno de ser su hermano y su pareja.
La contaminación de los genes Irará lo tenían sin cuidado, él no era un purista.
A estas alturas, probablemente el muchachito ya estaría uniéndose al enorme o al de cuatro piernas.
Q’uom imaginó esa carne fresca como vidrio contra su piel y comenzó a ondular su cuerpo rítmicamente. Kauk'n, el hacha de obsidiana, imitó su ritmo jadeando al compás de los gemidos de su amo. La lanza continuó impertérrita, vigilando.
Sabía que, cuando el muchacho lo mirase a los ojos otra vez, la fuerza de su sangre parecería muda frente al grito de su memoria, y el terror volvería a ellos, como cuando lo vio en plena faena.
Sí, el chico le pertenecía genéticamente; Nga Whetu era su legítimo dueño, pero eso no era suficiente.
Recordó entonces los ojos apagados del consorte de su padre; éste solía decirle que un consorte siempre ha de raptarse a otro dueño: “Todo lo que te pertenezca, hijo, debe ser conquistado, tomado de otro por medio de la lucha para que tenga valor: tu nave, tu arma, tu ropa, tu hermano-pareja. Toda empresa y todo plan debe iniciar con una guerra y terminar engendrando otra. Porque la vida misma es lucha”.
El consorte de su padre, Maola, lo había acunado por las noches cuando era un niño y le había enseñado no pocas tácticas de lucha y el arte de la música fonemática. También él había sido un ser sexuado antes de ser absorbido por el clan Nga Whetu, pero nunca supo de cuál de los sexos había provenido.
Su padre había condicionado genéticamente a Maola para que el deseo fluyese por sus venas con sólo verlo. Así que, día y noche, Maola satisfacía a su obligado hermano-pareja por la voluntad propia de un deseo condicionado y corrompido, pero odiándolo en su espíritu; mientras aún amaba a aquel de quien había sido arrancado en combate. Era un rasgo particularmente sádico el de su padre: tener por amante a alguien que lo odiase y obligarlo a que lo deseara con toda sus fuerzas, sin que por ello dejara de odiarlo.
Un rasgo que él detestaba.
Podía tener perversiones exquisitamente retorcidas, como cualquier otro ser humano, pero jamás había pasado por ese tenebroso lugar.
Por un momento intentó imaginar los horrorizados ojos del jovencito r’liano encendidos de amor y su cuerpo ardiendo de deseos, sólo por él. Ser amado era una extraña forma de dominio mediante la rendición, y eso lo excitaba enormemente.
Pero una y otra vez el rostro de Maola volvía a cruzársele, sus ojos de zafiro —contra los dorados ojos del niño—, su pelo azabache, su piel que parecía aterciopelada pero era áspera como lija al contacto. El roce de esas caricias ríspidas con las que había crecido...
Maola, ¡cuánta paciencia al enseñarle a luchar, a pintar, a acechar, a matar, a amar!
Q’om trató de mantener ambos rostros en su mente, superpuestos: el dulce jovencito r’liano, ahora de cristal, y el esmeril de su Maola tan querido. Entonces soltó la traba de la funda de Kauk'n liberando así a su hacha de obsidiana. Y, en el paroxismo final de sus lucubraciones, el arma se arrastró sobre el cuerpo de su amo y satisfizo sus necesidades de placer.
A sus pies, la fiel Kerren, su lanza amiga, seguía vigilando estoicamente.
* * *
Cuando la nave inició su marcha, mezcla de proceso neural y de ruptura del tiempo, un halo de gases color azul metálico comenzó a separarse lentamente del navío estelar. Grandes ondas y rizos de plasma plateado y dorado la envolvieron: kilómetros de largo de color en movimiento. La “Itzal Zuria” en plena aceleración era un espectáculo digno de verse... E imposible de hacerlo pues, el espectáculo de volutas y corazas de gases incandescentes estaba desfasado del tiempo de la galaxia por unas cuantas décimas de segundo, las suficientes como para sacarla de toda posible realidad visible (a menos que el observador se hallase en el mismo intervalo de desfase).
Ignorada por el resto del universo, la sombra blanca avanzaba envuelta en un cortejo fantástico de colores y energías, como una reina triunfante. Había captado el olor de la nave Irará y ya había fijado el curso de intercepción siguiendo su rastro.
Q’om tenía las terminales nerviosas del puente conectadas a sus tentáculos craneales, intentando mantener el desfase en una proporción constante para no caer en algún universo alterno peligroso. Era sabido —y él lo había comprobado en sus primeros intentos—, que había universos desfasados, en los cuales la cola de pavo real que emitían los motores de la nave hubiese atraído a miles de monstruosas criaturas hambrientas de plasma, metal y carne. Eran mares peligrosos, plagados de engendros.
El tanalahy sostenía, firme pero delicadamente, el timón neurálgico de la nave. Amasaba en sus manos una bola imaginaria de energía que lo ayudaba a mantener su concentración y ritmo constantes.
Entonces algo sucedió justo cuando estaban entrando al sistema al que había arribado la nave Irará.
Primero fueron los rizos de plasma, volviéndose verdes; luego fue el propio espacio ondulando tal como lo haría una ola en un estanque de miel. Finalmente, fue un aroma como a cedros y tuyas, o a cipreses y alerces; un olor tan cautivador, que lo estremeció del miedo a quedar pegado a su resina agridulce.
Con un esfuerzo dolorosísimo sacó la nave de cuajo del desfase y la ancló al tiempo galáctico normal. Toda la estructura sufrió indecibles dolores, al igual que el cuerpo de su capitán, quien permanecía conectado a ella.
Cuando por fin logró restablecer algo de su calma, Q’om sólo podía pensar en una cosa: ¿qué había sido aquello?, ¿qué era aquella fuerza que él podía sentir en su estructura genética y que estaba agitando a la propia galaxia?
Algo inmenso se estaba aproximando y era obvio que los Irará tenían que ver con eso. Abandonando toda precaución, el guerrero decidió dar un paso desesperado —una fuerza instintiva lo estaba empujando a ello—, y se aprestó para tomar la nave enemiga.
* * *
La estrella brillaba gigante y azul como un vientre que se contraía y expandía al respirar. Era un espectáculo apabullante. Habían llegado en el segundo mismo de su partida (tal como el motor temporal les permitía) y estaban frente a Alfa Lupi (ABA).
Al parecer, se mantenían en el mismo grupo estelar, ya que aún eran visibles los pulsos de la estrella de neutrones.
A lo lejos, verde como una lima, se divisaba el gigante planetario We’enai. La célebre cicatriz sobre su superficie era visible incluso desde esa distancia: una enorme cadena de volcanes que cruzaba su territorio de noreste a sudoeste.
—Una estrella variable —susurró Simeón.
Sarraillarotz estaba como hipnotizado por el brillo del sol que se copiaba sobre su vítrea epidermis.
Chaske se acercó a su lado y tomó con delicadeza una de sus alargadas manos entre las suyas.
La escasa tripulación de la plataforma miraba abstraída la estrella profundamente azul, mientras la nave pastaba con indiferencia la energía y las partículas que desprendía ese sol.
Era como contemplar un mar en calma, vasto, profundo y esférico.
We’enai caminaba lentamente por su órbita y era la única isla a la que asirse.
La nave sintió la fuerza del planeta y comenzó a dirigirse hacia allí.
El sacudón hizo que Chaske y Simeón saliesen de su ensimismamiento y se concentraran en el inminente aterrizaje en ese nuevo mundo. Pero Sarraillarotz permanecía en contemplación, como viendo al Uno.
Y entonces sucedió todo.
La nave estaba alcanzando la atmósfera planetaria cuando el joven r’liano sintió su cuerpo palpitar como la estrella azul. Su muslo derecho se contraía y expandía con el ritmo del astro y un dolor inmenso lo acuciaba. En cuanto su hermano-consorte se abalanzó a ayudarlo, el grito de alerta de Simeón lo detuvo: una nave enorme y envuelta en rulos energéticos de brillantes colores se había colocado súbitamente a la par de la plataforma.
Chaske saltó con el cuchillo de obsidiana en la mano, enfrentando la nave como si pudiese saltar al vacío para desafiarla. Dagda estaba en su espalda, las crestas inmensas de su forma de guerra plasmándose en su superficie, reptando hacia el rostro del neanderthaloide.
Las dos naves se precipitaban en la atmósfera de We’enai, dos rastros incandescentes los seguían. La nave recién llegada había atrapado a la plataforma en sus halos y la arrastraba tan sin control como su propia caída.
Simeón luchaba por instruir a la nave ante el inminente choque con el planeta; quería que la nave se separarse en sus componentes y liberase la burbuja a unos pocos metros de altura, los suficientes para que la tripulación cayese sin peligro en la baja gravedad de ese mundo, y para que la plataforma tuviese el tiempo necesario como para poder salvarse de un choque letal.
Y Sarraillarotz gritaba y gemía en dolores como de parto.
Una sombra extraña surgió de la otra nave justo antes del impacto. Era casi translúcido pero aún visible en el fondo de nubes rojizas que los rodeaban. Era una forma muy humana que estremeció a Chaske con un temor casi sobrenatural. Sin embargo, la cabeza parecía una colección de pulpos apilados en extrañas posiciones. El neanderthaloide se aprestó al ataque. Si era necesario saldría de la burbuja. Pero no hizo falta.
A pocos metros de la superficie, la nave enemiga se paró en seco en medio del aire, y la plataforma se separó en sus miles de componentes.
Chaske, Sarraillarotz y Simeón cayeron lentamente en medio de algo que parecía un bosque gigantesco, seco y petrificado. Por sobre sus cabezas, la nave enemiga flotaba tranquilamente.
* * *
Cuando Chaske tomó consciencia de lo sucedido, comenzó a buscar a su padre y su hermano. Pero, por mucho que se esforzó durante horas, no halló a ninguno de los dos. Sabía que habían comenzado a caer desde muy alto y que la disgregación de la plataforma había separado sus trayectorias lo suficiente como para separarlos varios kilómetros los unos de los otros. Pero también intuía que, si su padre estaba bien, lo primero que haría sería intentar entrar en conexión con los componentes vivos de la nave para reunirlos y así poder resintetizar la plataforma.
A pesar de lo que le gritaba su corazón, Chaske sabía que tenía más oportunidades de hallar primero a Simeón que a su amado Sarraillarotz; sólo debía localizar las piezas animales de la nave y seguirlas hasta su padre. Sin embargo, el amor podía más y, mientras buscaba piezas de la nave en migración, continuó gritando el nombre de su hermano-consorte por entre las ciclópeas y verde-azuladas formas petrificadas.
* * *
Simeón se sentó en el piso flexionando sus extremidades bajo su cuerpo casi como un caballo y se concentró en suturar la herida de su cabeza, que manaba demasiada sangre. El pequeño casco conector que había caído con él tardó varios minutos, pero finalmente cerró la herida. Como el esfuerzo al que había estado sometido el casco había sido considerable, Simeón dejó que el dispositivo descansara y comiese a voluntad en la hierba-plancton antes de exigirle que estableciera un lazo con los demás componentes de la plataforma y los reuniese.
Un dolor punzante se instaló en su alma; Chaske había caído en plena posición de combate, lo que significaba que había visto a su agresor y posiblemente ahora estuviese luchando con él. La sospecha de que pudiera ser el mismo que los atacase en R’li lo preocupaba; ese hombre era un profesional de la muerte. Y también estaba el pequeño Sarraillarotz, recién convertido en neutro, empujado a la madurez pero aún demasiado joven para valerse por sí mismo. Y para colmo, afectado por esa extraña reacción a la estrella del sistema. ¿Qué haría el pobrecillo solo? Recordó cómo lo había hallado la primera vez, mudo, tembloroso, envuelto en sus orejas, aterrado. Debía buscarlo. ¿Qué sería de él sino? Además, estaba el hambre, la conexión casi simbiótica que había establecido con su hermano Chaske y que lo haría anhelarlo con desesperación y agonía cuando se hallasen separados. Era tanto el amor que había surgido entre ellos, que tuvo miedo por ambos.
¿Por qué sucedía esto? ¿Qué podía querer ese hombre de ellos para atacarlos así?
—¿Y si efectivamente es él, el mismo carnicero de R’li y viene por Sarraillarotz, para “cosechar” el fruto de su transmutación? ¿Y si lo dejó vivo sólo para eso, para que los Irará lo transformaran? ¿Qué tal si todo era parte de una enorme y única maquinación?
Pero maquinación o no, el jovencito era su hijo: sangre Irará, parte del clan, y eso era lo único que siempre importaría. Su hijo lo necesitaba y él debía hallarlo.
Recogió el casco y lo guardó en un pliegue de su ropa. Se paró en sus cuatro piernas y comenzó a correr por entre aquello que alguna vez confundiera con árboles inmensos y que, en la baja gravedad de We’enai, había crecido cientos de metros: colonias, sí, colonias de corales aéreos.
* * *
Era semejante a un banano pero muchísimo más alto, con formaciones pétreas aún más grandes que la propia nave. Y él se hallaba a sus pies, acurrucado contra su base, aguantando como podía el terrible dolor.
Sarraillarotz se había arrastrado desde el sitio de impacto hasta ese grupo de corales y estaba agotado, asustado y adolorido.
Había logrado esconderse en una concavidad bajo una de las inmensas hojas y permanecía quieto, con los larguísimos dedos entrelazados frente a su cuerpo, mientras apretaba sus negros dientes para evitar gritar de pánico y sufrimiento.
¿Dónde estaba su Chaske, su amor, su mitad? ¿Por qué no venía a consolarlo?
¿Dónde estaba su padre que lo había salvado una vez? ¿Por qué estaba tan sólo?
¿Y qué era lo que esa extraña estrella le había hecho? Su pierna estaba hinchada y morada, latía intensamente y dolía de un modo enloquecedor.
Se acurrucó asustado y cerró los ojos con fuerza como para negar lo sucedido o escapar de la situación. Lloraba en silencio.
No sabía cuánto tiempo había pasado así, cuando oyó el susurro de la hierba-plancton moviéndose más rápido de lo habitual. Era un caminar furtivo casi insonoro, pero sus orejas podían captar cualquier mínimo ruido. Cuando por fin dominó su temblor, giró la cabeza para poder ver qué o quién estaba allí, y lo vio.
El horror, el mismo indecible horror de R’li estaba allí mismo. Era ese ser fantasmal, ese nudo de tentáculos con cuerpo humano: la muerte que había diezmado a cientos y le había perdonado la vida sin un por qué.
El hombre estaba cerca pero aún no lo había visto. Sarraillarotz tenía que escapar. Pero, ¿cómo hacerlo así, con esa pierna abultada y latiente?
Tal vez pudiese trepar, subir por el banano hasta un nivel superior.
Y, mientras pensaba cómo hacer pié en el frágil tronco, sintió esa mano —perfectamente humana y perfectamente translúcida— aferrando su antebrazo, y quedó nuevamente paralizado de terror.
* * *
Tore Q’om tomó al muchacho por el brazo y lo obligó a seguirlo. Debía caminar lento porque algo le sucedía al chico r’liano en la pierna. Pero era imperioso salir lo antes posible a campo abierto para así volver a la nave.
El muchacho guardaba un silencio aterrado. Q’om agradeció por dentro la ausencia de palabras.
Esa herida de la pierna no lucía nada bien. Tendría que hacer algo si quería mantener con vida a su presa lo suficiente como para que le fuese útil.
Era realmente extraño lo sencillo que le había resultado reconocerlo, pese a la notable transformación que había sufrido.
El muchacho era realmente hermoso.
Las largas garras le resultaron familiares, así como los dientes negros: el rastro inconfundible de la herencia genética Nga Whetu que había implantado en él cuando perdonara su vida.
Los Irará se habían mezclado con los Nga Whetu en este hombre, sin siquiera saberlo.
Miró al joven por unos minutos mientras lo llevaba. El muchacho lo seguía sumisa y pacientemente. Algo le dijo que aquello era más que miedo.
—Eres Irará, ¿no es así?
El joven bajó la vista y asintió.
—Pero eres algo más también.
El muchacho lo miró con tímida extrañeza, buscando con sus ojos un rasgo entre la fantasmal bruma de su figura semitransparente.
—¿Cuál es tu nombre original?
Un susurro le respondió:
—Nunca tuve nombre.
Tore asintió pensativo. Eso era notable; un ser humano sin nombre. Sí, notable y profundo.
—¿Y qué nombre te dieron los Irará?
El orgullo asomó por entre las palabras del chico:
—Soy Sarraillarotz.
—¿Lo eres?
Por primera vez los ojos del joven lucieron desafiantes y, de alguna manera, lograron hallar los suyos:
—Yo soy el hijo de Simeón. Yo soy heredero de Elur-hontz y Ndura, de Lem e Irará. Yo soy hermano-consorte de Chaske.
Se habían detenido.
Q’om supo que había amor en aquellas palabras. Y eso le dolía.
—¡Y eres Nga Whetu! Hijo de la simiente neutra de Wahya. Contaminado con la noble sangre de su consorte Maola. Hermano de Tore Q’om —dijo golpeándose el pecho, al par que adquiría coloratura ante sus ojos: una figura oscura de hombre y tentáculos— y mi futuro consorte.
El joven se revolvió en un grito de asco y rebeldía.
Q’om lo golpeó. Un golpe suave y calculado, suficiente para derribarlo sin herirlo, suficiente para asegurarse que supiera quién era el dueño y quién el dominado.
—Mi sangre corrió aletargada por tus venas antes que los Irará te recogiesen. Yo mismo me escondí, recesivo, en tus genes, esperando el momento de salir a la luz. Tu sangre es tan mía como de él. Te llamas Sarraillarotz, “el cerrajero”, y lo eres; pero no sólo abres las puertas a los Irará, sino que también me las abres a mí.
Entonces Sarraillarotz hizo algo que el goshe jamás hubiese esperado: lo atacó.
La dulce estatua de alabastro se abalanzó sobre el camaleón humano con tal fuerza, que lo derribó. Sus dedos aguja rasgaron su carne y mordió sus tentáculos como queriendo arrancárselos.
Pero Tore sólo reía. Aquello era delicioso. El ataque de esa criatura bellísima lo embellecía aún más a sus ojos. Con tranquilidad le aferró los brazos y se los colocó tras la espalda. Luego, con cuidada y lenta pasión, lamió su propia sangre salpicada sobre la piel del joven. Los tentáculos deteniéndose aquí y allá sobre el cuerpo marmóreo, ignorando el llanto y los insultos del muchacho.
Pero aquello que latía en la pierna del joven lo hizo volver en sí.
Soltó al muchacho y dejó que se alejara corriendo, ya lo alcanzaría. Primero debía aclarar sus ideas, entender qué le estaba sucediendo.
Por un momento la luz intensamente azul que todo lo bañaba lo obligó a mirar el cielo. La estrella del Lobo parecía tener algo que decirle, algo realmente temible.
* * *
Sarraillarotz se detuvo agotado bajo la sombra de una formación fragante. Era como una tuya tan enorme, que ni siquiera podía abarcársela con la vista. La luz azulada de la estrella latía levemente en el cielo y en todo lo que iluminaba, y a su compás la pierna dolía de forma insoportable.
Ya no lo aguantaba. Sin siquiera pensarlo, Sarraillarotz extendió sus garras y se las clavó con fuerza en el muslo derecho. Con un impulso sobrehumano se abrió pierna por la herida y apartó la piel de alabastro.
Algo gritó.
Aunque era más bien un llanto débil.
El muchacho reunió fuerzas y miró. Dentro de su pierna había algo vivo, algo pequeño y palpitante… ¡un niño!
Un pavor sacro se apoderó de él. Esto era algo sacro, algo imposible.
Con cuidado extrajo al bebé de su pierna. Era tan pequeño que cabía en la palma de su mano. Una delicada criatura de escamas de bronce. Los ojos de Chaske lo miraban en él, pero como labrados en madera.
Olvidó la sangre y el dolor, olvidó la muerte translúcida que lo seguía y olvidó su propio terror. Todo lo olvidó por el pequeño ser que lloraba en la palma de su mano como un ramillete iridiscente bajo la palpitante luz azul del sol. Y, en su olvido, comprendió: ¡Éste era su hijo! ¡Éste era su hermano!
Como un espejo broncíneo vio su mirada en el cuerpito, sus ojos dorados sobre el dorado de su piel… Sí, también había algo de él en la criatura.
Y había algo más.
Los pasos de su perseguidor sonaron claros en su mente. Estaba muy cerca.
Un terror vivo se apoderó de él: ¡aquí estaba!
¿Qué haría?
La pierna abierta le sangraba profusamente, el niño había dejado de llorar y temblaba en su mano. Debía huir, debía abrigarlo. Debía luchar.
Tomó su abrigo y colocó al niño dentro para luego apoyarlo cuidadosamente junto al tronco del árbol.
Se ató la herida lo mejor que pudo y corrió hacia el otro lado del árbol para alejar al cazador de su hijo.
Con las largas uñas extendidas y rechinando los dientes, Sarraillarotz esperó a Q’om por un muy breve lapso.
La palpitante luz azul del sol delataba al tanalahy perfectamente. Avanzaba describiendo un amplio semicírculo alrededor del joven.
—¡No intentarás luchar!, ¿o sí?
La voz salía de un hoyo distorsionado en el aire.
Sarraillarotz alzó los brazos instintivamente, las uñas hacia adelante, asegurando un área mayor a su alrededor.
El tanalahy se volvió de pronto negro; un sinfín de manchas de ocelote brillaban o se opacaban en distintos tonos de oscuridad sobre su piel desnuda. Los tentáculos crispados en su rostro se arracimaban en torno a sus pocos rasgos.
Sus dos ojos izquierdos eran dos perlas orladas de pupilas ínfimas; algo se advertía en su lado derecho, algún oscuro ojo aún más negro que su piel.
—¿Dónde está el niño que oí llorar hace un momento? —dijo.
Q’om bajó la guardia, se detuvo, y comenzó a mirar a su alrededor. Luego se concentró en el joven. Los tres ojos se volvieron unas líneas escrutadoras:
—Tu pierna ya no está hinchada… Y el llanto… ¡Imposible! ¿Salió de ti, acaso?
Susurró algo y una especie de serpiente dorada salió reptando desde la profunda oscuridad de las ramas más bajas del árbol-coral, y comenzó a rodear el tronco.
—Bien, veremos qué es.
Y se sentó en el suelo.
Por unos momentos Sarraillarotz no comprendió esta acción, hasta que oyó el llanto.
Su instinto lo llevó a correr desesperado, arrastrando la pierna, hacia el otro lado de la ciclópea tuya. Llegó sólo para ver cómo se alejaba la serpiente de su abrigo vacío.
Con un grito de terror siguió al animal de fuego dorado nuevamente hasta Q’om.
El hombre, que seguía sentado en el suelo, sostenía en sus manos al bebé que había vomitado la serpiente, para luego convertirse en una tiesa lanza de metal.
El muchacho se quedó petrificado. Oía la respiración de su hijo y eso era todo lo que le importaba.
Los ojos del tanalahy estaban desorbitados; miraba al niño como si estuviese viendo el pozo sin fondo de un agujero negro. Alzó las manos hacia Sarraillarotz como mostrando al infante.
—¿Es nuestro?
Sarraillarotz hubiese querido gritar que no, que era suyo y de Chaske, y de nadie más; pero sabía que la sangre Nga Whetu también corría por sus venas. Así que no dijo nada.
—¿Cómo es posible? ¿Fue el cuadrúpedo el que lo hizo? ¡No, no, él no lo haría! Pero, ¡es imposible! Es… ¡Oh niño hermoso, que magnífico regalo nos has dado!
Sarraillarotz había comprendido lo que sucedería, lo que no podría impedir ni aunque luchase hasta la muerte. Así que, mientras las fuerzas lo abandonaban, susurró entre lágrimas:
—Al menos llévame a mí también.
Q’om se levantó despacio, mientras el muchacho se desmoronaba. La herida lo estaba desangrando de a poco pero, probablemente —pensó Q’om—, se regeneraría como todo Irará.
Se acercó a él, le colocó al niño en las manos, y luego lo besó profundamente en la boca. Al final, con un movimiento rápido y certero, hundió el hacha sacrificial entre el cuello y la cabeza. Y, mientras el muchacho moría lentamente, le dijo:
—No, mi bello amor, nuestro hijo debe ir sólo conmigo; tú, cuenta lo que viste, una vez más.
Q’om cerró los ojos yertos de Sarraillarotz y volvió a besarlo con desenfreno. El niño lloraba en su palma.
Caminó lentamente hasta una zona abierta y dejó que la nave lo izara hasta su interior.
* * *
—Kóoklol es un buen nombre, hijo, un muy buen nombre. Sus padres son el sol y la luna, si mal no recuerdo el mito.
Chaske apretó el puño al responder:
—Y el que fue arrastrado a nadar en las profundidades.
Simeón sintió el nudo formarse en su garganta.
Sarraillarotz aún dormía. Tres días y tres noches habían esperado su revivificación, temiendo que no pudiese lograrlo; pero los genes Irará habían actuado. Luego, llegó el tiempo del relato minucioso y detallista de todo lo sucedido. Finalmente, el silencio y el sueño.
La risa de Chaske inundó la plataforma, los instrumentos vivientes parpadearon un segundo antes de continuar la tarea de rearmado de la nave. Toda una parte del fuselaje aún se dirigía hacia allí, en lenta procesión, desde las zonas más bajas de la ladera norte de la cadena volcánica.
Habría que esperar esas piezas con paciencia, pues deberían recorrer decenas de kilómetros hasta llegar al actual emplazamiento de reunión de la plataforma.
Aún restaba una pieza clave: la burbuja. Simeón sabía que se hallaba en algún lugar de la gran cicatriz. Debían apurarse en llegar hasta ella pues aún era joven e impetuosa. Era obvio que ni la lava ni los vapores sulfurosos lograrían dañarla allí, donde se encontraba, justo en el corazón de la cadena de volcanes; pero era seguro que se sentiría asustada y perdida sin la guía de Simeón y sin la compañía del resto de las piezas simbióticas de la plataforma.
La risa gutural del neanderthaloide siguió resonando un poco más, hasta convertirse en una vibración de baja frecuencia que hizo reverberar las piezas metálicas de los biomecanismos.
—Será un buen consorte para Mārama, ¿no lo crees padre?
Simeón lo miró con asombro y con asco.
—Pero, ¿qué dices? ¡Está mezclado!, ¡nuestra línea ha sido contaminada por el tanalahy! No, Kóoklol no podrá ser para Mārama. La naturaleza de nuestro hijo, el arte con el que fue concebido, exige otro consorte. Para Mārama deberemos engendrar, tú y yo, un nuevo hijo.
Chaske bajó la cabeza, pensativo. Era cierto, la línea de Sarraillarotz había sido contaminada por ese goshe. Pero el niño, aun cuando tuviese la sangre de los tres, era su hijo, tan hijo suyo como Mārama.
—Entonces será hora de probar nuevos caminos… No te daré otro hijo, padre. Será Kóoklol el elegido, o no habrá más Irará en este universo.
Simeón clavó sus ojos, rojos como la lava de los volcanes distantes, en el alma de Chaske. Sabía que no podía obligarlo a concebir un hijo con él, pues engendrar era un arte delicado que requería de libertad; pero tampoco aceptaría a ese bastardo como enlace genético. Aún si ese goshe era tan similar a un humano original como Sarraillarotz decía, no podía permitir que la sangre de un ser tan inescrupuloso para la cópula genética ensuciase los preciosos siglos de delicada combinación Irará. El arte sería socavado por el caos. No habría armonía, ni proporción, ni finalidad; nada.
Chaske sabía lo que su padre pensaba. Y lo sabía porque, en el fondo, él pensaba lo mismo. Era tanta la repulsión de romper la endogamia Irará que apenas si podía soportar el pensarlo. Pero su amor por ese hijo desconocido también era igual de enorme.
Su sangre había sido ultrajada por medio de un cebo maravilloso: Sarraillarotz. Y él amaba a Sarraillarotz pese a lo que ahora sabía que era: una trampa involuntaria.
Debían recuperar ese hijo casi sobrenatural, ese ser nacido de una triple conjunción, de una mezcla abominable. Seguramente Simeón intentaría re-asimilarlo, probablemente en una comida ritual. Pero Chaske no quería recuperar a su hijo para devorarlo o para dejar que el mayor del clan lo hiciese, no. Él quería a su hijo para amarlo, para ver en él el horror de lo que el goshe le había hecho y la maravilla de lo que Sarraillarotz le había dado.
Un hijo de la vergüenza y del amor, eso sería Kóoklol y, como tal, el más digno consorte de su otro amado hijo, Mārama.
—Si es necesario, yo controlaré el clan —susurró Chaske al fin.
Simeón rompió el enlace con la plataforma tan abruptamente que ésta chilló en un aullido de dolor estremecedor.
—¿Es que estás loco? ¡El goshe te robó la sangre, tu sangre pura, cuando nos dejó al jovencito contaminado con su propia esencia! ¿Y tú quieres al fruto de ese ultraje más que a tu padre, más que a aquel que te ayudó a dar a luz a tu hijo Mārama? ¿A nuestro hijo?
—No asimilarás a Kóoklol.
—Bien, si así lo quieres, entonces sabe esto que diré formalmente: asimilaré a ese bastardo porque te amo y no dejaré una semilla Irará libre, para que sea recombinada al azar. Pero antes de asimilarlo, te mataré definitivamente. Y sabes que sólo mi veneno, con el que te di la vida, puede hacerlo.
Chaske lo miró con cansada calma, completamente convencido de que ése era el camino que debían tomar las cosas, y respondió:
—Así será entonces, padre. Armaremos la nave, recuperaremos a Kóoklol y haremos lo necesario con el goshe. Y, luego, tú y yo combatiremos, veneno contra veneno; sin sangre, sin lucha, de modo simple y digno. Si tú ganas, supongo que sellarás el destino de Irará o tal vez puedas acoplarte con Mārama, no sé, tú decidirás. Si yo gano, mi Kóoklol vivirá y con él Irará. Pero sabe esto que diré formalmente: si rompes el contrato de honor y devoras al niño, al bastardo de mi sangre, antes de luchar conmigo, yo he de matarte a ti y a Mārama aunque eso me destroce el alma eternamente.
Simeón cerró los ojos y tomó aire con lentitud. Su hijo no le dejaba alternativas. El destino de uno de los dos estaba fijado. Cuando el niño fuese recuperado, uno de los dos moriría.
* * *
Tore Q’om miró al pequeño con regocijo.
Lo había depositado sobre el tablero de comando de la “Itzal Zuria” y lo admiraba, mientras conducía la nave lo más lejos posible de allí, hacia los templos perdidos de Atolón.
—Hola hijo. Tranquilo, mi niño, a ti no te comeré. No, no lo haré. Pero cuidado con tu abuelo, el cuadrúpedo, ja, ja. ¡Mira qué hermoso eres!
Quería conocer qué forma grífica ostentaba su hijo. Palpó el centro de su pecho, donde algo se agitaba rítmicamente:
—¡Branquias! Bien, bien hecho, hijo. Anfibio; sí, eso me gusta… Me pregunto qué gen recesivo se despertó en ti con mi sangre, qué especie dormida en la noche de los tiempos de tu sangre abrió los ojos en estas branquias. ¿En qué mar nadarás? ¿En las aguas ácidas de Nizhoni, o en el negro aceite de Piélago? O, tal vez, sí… en el océano de plasma de Oov o Luminosa. Bien, hay tiempo para averiguar eso. ¿Y qué tenemos aquí?
Q’om miró la boca del niño: era como la de un dragón de Belrodo. Y las escamas broncíneas de su cuerpo, que se elevaban y retraían cuando lloraba o reía, le parecieron exquisitas. Colmillos de jaspe rojo. Sí, colmillos como de opaca y venosa piedra sacra. Y había señales inequívocas de ser hermafrodita.
—¡Sexuado!, ¡y con ambos sexos! Oh dioses, esto es maravilloso. Cuando los Irará se enteren de esto no querrán siquiera tocarte. Pero yo, yo, hijo mío; yo te amaré por siempre, porque eres el espejo en el que siempre quise mirarme. Pequeño mío, mi hijo, mi luz.
Las lágrimas de Q’om bañaron con ternura el diminuto cuerpo del bebé.
—Bien, supongo que este es un bautismo tan apropiado como cualquier otro. ¿Cómo te llamaré? ¿Cómo? ¡Ah, sí! “Quimera”. Maola me contaba viejas historias sobre ese océano de Belrodo, y tú pareces nacido allí.
Entonces, en un instante inesperado, el bebé abrió sus ojos por primera vez. Dos rugosas y bellas almendras lo miraron con fijeza. Cada uno, una única pupila ranurada que llenaba toda su cuenca. Pero, de algún modo, había expresión allí, y esa expresión llenaba el alma del tanalahy como nada lo había hecho jamás.
Ajustó la droga odorífera de la nave para que no dañase al bebé y dejó que lo acunara el aroma de miles de cipreses. Tal vez fuera mimético, tal vez cantara como un Nga Whetu. Tal vez las ramificaciones en su cabeza florecieran como un almendro.
—No sé mucho de cuentos de cuna, así que te contaré sobre nuestro futuro —comenzó a narrarle al niño, en voz muy queda—. Los templos perdidos de Atolón se hallan más allá de la Puerta de Tannhäuser. Sus enormes semicírculos de protopiedra afloran por entre el plasma de Oov como los dientes de un hadrosaurio. Hay que entrar dentro de la estrella, ¿sabes? Poca gente conoce cómo hacerlo, pero tu padre lo ha hecho dos veces. Y tú, mi niño, entrarás fácilmente allí, porque fuiste concebido y anunciado por la estrella que estamos dejando atrás.
Q’om estaba seguro de que el presagio que había hecho atacar a la nave Irará era un mensaje de la propia estrella Alfa Lupi. Había visto la pierna del joven Sarraillarotz latir al compás de la estrella azulada, y veía la respiración de Quimera seguir ahora ese mismo ritmo. El niño era un regalo de los cielos. Tal vez, algún día, pudiera hablarle de sus otros padres, pero por ahora sólo serían ellos dos. Acarició con un dedo el rostro pequeñito.
—Ya verás, soñarás por años con esas piedras negras, cuando las veas. Una vez dentro, la estrella no será una estrella, y el templo… Pero tú no verás los templos desde afuera, Quimera. Tengo miedo de que tu mente recién formada no pueda soportarlos. Sin embargo, yo te llevaré hasta su interior. Y sabrás, una vez adentro, porqué son miles de templos al mismo tiempo que ninguno.
En el interior de Q’om algo tomó el control de sus recuerdos. Imágenes imposibles, con perspectivas contradictorias, se materializaron frente a los ojos de su mente. Adentro y afuera, adelante y atrás, derecha e izquierda, nada tenía sentido y todo se intercambiaba una y otra vez. ¡Y pensar que la gente de los Panópticos ni siquiera sabía que, sobre sus cabezas y frente a sus propios ojos, justo en el centro de una de sus idolatradas estrellas, se ocultaban los templos perdidos!
—Amarás ese sitio. Verás lo hermoso que es. Yo mismo te llevaré allí, mi Quimera, hijo de mi sangre, de mi enemigo, de mi deseo y de una estrella.
Besó suavemente al bebé dormido y lo colocó entre los anillos de Kerren, su lanza.
—Amiga, tú que me lo trajiste en tu estómago por primera vez, cuídalo como a mí mismo.
La punta de diamante de la lanza tocó uno de los dedos del bebé y bebió una microgota de su sangre. Desde aquel momento, Kerren cuidaría al infante como al tesoro más preciado del cosmos.
* * *
Los volcanes de We’enai se extendían por miles de kilómetros. La lava brotaba por todas partes. Había crestas y fumarolas laterales, hoyos en el piso, grandes barreras de roca vítrea negra, gargantas con cascadas lentas, muy lentas y viscosas. Pero, si la lava en sí era lenta, su color rojo, en cambio, daba paso rápidamente a un verde vítreo incandescente. Rojo, verde profundo y negro se mezclaban con el color gris del granito. El paisaje era aterrador y fascinante.
A lo lejos, muy abajo y casi indiscernibles, las ramificaciones de los petrificados árboles-coral, semejaban brazos alzados pidiendo clemencia al cielo.
La burbuja pendía sobre una fuente especialmente grande de lava, un enorme lago circular de varios kilómetros de diámetro, veteado de rojo y verde, discurriendo lento y feroz en enormes ondas expansivas, parsimoniosas y algo torpes.
La burbuja estaba famélica (apenas si podía absorber algunos microorganismos en estos páramos), y se sentía exhausta y desesperada.
Simeón podía ver lo que ella veía y sentir lo que ella sentía a través de la interface de la plataforma.
Sin el aislamiento, el calor en la nave era atormentador.
La burbuja también podía sentir los remordimientos de Simeón y su lucha interna. No los reconocía como deber hacia su familia o como piedad para con el hijo de sus hijos, pero sí como una angustia lacerante y furiosa, como el paso continuo y sin divisiones de la pena a la conmiseración y de allí al odio.
La retroalimentación entre Simeón y la burbuja de la nave era perfecta y esta última latía frenéticamente en la imposibilidad de la comprensión y en el fuego líquido que la rodeaba.
—Cálmate, padre.
La voz de su hijo hizo que Simeón entrara en un remolino de pensamientos obsesivos: ¡Chaske lo advertía! ¡No podía permitirse tal flaqueza! ¡El niño debía ser devorado! La execración debía ser eliminada, borrada de los anales genéticos Irará; reabsorbida, reutilizada. Comida del odio aún latiendo en sus fauces.
La mano de Chaske arrancó el casco de conexión de la cabeza de Simeón justo a tiempo para evitar la implosión de la burbuja.
Simeón se arrojó sobre su hijo con los puñales de sus uñas desplegados, directo a la base de la garganta. Quería evitar que hablase, que lo convenciese con su repugnante amor a un repugnante retoño de la execración, a un hijo que más que parido había sido excretado de la pierna de Sarraillarotz.
Chaske evitó el golpe fácilmente y hundió su cuchillo entre las costillas cartilaginosas de su padre.
El ímpetu del ataque murió al instante, y Simeón cayó al suelo como deslizándose fuera del cuchillo.
Chaske miró la burbuja latiendo sobre la lava verde-rojiza, arrastrada por las corrientes expansivas hacia una de las orillas, y se sentó a esperar.
En su mente comprendía a su padre. Él mismo había devorado varias execraciones en su vida. Hijos monstruosos, carne sin arte ni naturaleza. Era su deber como místico encargarse de ello cuando sus padres sufrían lo suficiente como para negarse a hacerlo por sí mismos. Pero lo entristecía la idea del corazón tibio de su hijo palpitando aun cuando estuviera sobre su lengua. No había tenido la oportunidad siquiera de verlo, pero Kóoklol existía en el recuerdo de su amado Sarraillarotz y por él sabía cómo era. Un ramillete de escamas doradas, la boca-hocico del cráneo de un lobo o un dragón, el llanto de un pájaro de fuego dormido… No podía sacrificarlo, ni permitir que Simeón lo hiciese. Era su hijo, suyo, por más que también lo fuese de otro.
En algún rincón de la plataforma, escondido entre los cables y los neurotransmisores del fuselaje, Sarraillarotz se acurrucaba en un sueño empecinado. Desde la desaparición de Kóoklol no había querido despertar y Chaske había tenido que alimentarlo a través de los mecanismos de soporte de vida de la nave.
Ahora se sentía sólo, como jamás lo había estado.
Simeón gruñó en el suelo, a su lado. Tosió con la cara apoyada en un charco de su propia sangre biliosa.
—Es lo que debe hacerse —musitó con voz débil.
Chaske respondió apretando la mano contra la herida, hasta que el aullido de Simeón se ahogó en un desmayo.
Un hilo de culpa cruzó su mente: ¿cuántos padres se habían sentido como él? ¿Cuántos lo habían llamado porque eran incapaces de hacer “lo que debía hacerse”? ¿Cuántos corazones infantiles había devorado, cuánta carne neonata había reasumido en su cuerpo? ¡Cuarenta y cuatro! Sí, los recordaba bien. Cuarenta y cuatro. El sabor de la sangre fresca, el chillido comprimido, el latido en su boca. El sacrificio rápido, cruel, viejo como el mundo. El inocente no era un hombre y nunca lo sería; su sangre estaba contaminada o su línea pervertida… Si Sarraillarotz hubiese nacido en el seno de una familia neutra, ése habría sido su destino apenas parido.
No podía permitírsele a un neutro, a un artista, algo menos que la perfección. Y las execraciones se sacrificaban a los dioses del ADN, a las sacras dendritas que compartían el pensamiento y a los sólidos ganglios que los defendían de todo mal.
Cuarenta y cuatro voces lloraban en su interior y reclamaban un sentido a su existencia.
—Si la estrella de este mundo engendró a mi hijo… Quizás esos otros pequeños también guardaban otro sentido más que el del error que permite el éxito.
Las voces se volvieron audibles: llantos de bebés, el gusto fresco de la sangre. La sensación fue tan material que Chaske vomitó una y otra vez, en cuarenta y cuatro oportunidades seguidas.
Parsimoniosamente, el neanderthaloide se levantó y fue hacia Sarraillarotz. Recogió a Dagda y se la calzó en la cabeza, la efigie de un tamandúa: contrición.
Pasó sus dedos por las agallas auriculares de su amado y buscó.
Dagda le suministró la imagen que yacía en los sueños de Sarraillarotz: un niño pequeño como una mano, brillante como un sol K, intermitente en su respirar como la estrella azul sobre su cabeza.
Las memorias frescas de su hermano-consorte lo reconfortaron. Sintió la pierna latiendo, sintió el dolor y el miedo, y fue inundado de una alegría tan profunda que transfiguró todo su universo cuando el calor de ese pequeño llenó la palma de su mano.
Acarició el aire mientras, en su mente, mecía a su hijo.
Dagda tradujo sus sentimientos en lágrimas de turquesa.
Jamás sintió el golpe en la nuca.
* * *
Simeón atacó con las pocas fuerzas que aún tenía, pero eso era suficiente para una forma grífica tan poderosa.
El golpe desprendió a Dagda de la cabeza de su amo, pero el fiel ondrión tuvo tiempo suficiente para maniobrar y aterrizar sobre el rostro de Sarraillarotz.
Lo que sucedió luego fue extraño y quizás equitativo.
La burbuja de la nave, impulsada por la descarga de adrenalina tanto de Sarraillarotz como de Simeón —ambos conectados a ella por sendos ondriones—, se arrojó en una actitud suicida contra la plataforma.
La nave, a su vez, se defendió como pudo de ese ataque, pero sus esfuerzos fueron insuficientes.
Plataforma, burbuja y tripulantes se hundieron lenta pero inexorablemente en el lago de lava de We’enai.
Arriba, la estrella más brillante de la vieja constelación del Lobo lucía azul e impasible en su acompasado latir celestial.
Continuará