Té de vainilla fue lo último que la consciencia colectiva pensó. Entonces la burbuja se contrajo en un espasmo, recuperó todo el tiempo desandado, y escupió la plataforma al espacio normal tan sólo un segundo después de haber partido de Piélago; pero a doscientos cuarenta y tres años luz de allí.
Una estrella pequeña y anaranjada pendía en medio del negro vacío del espacio. Por detrás, muy a lo lejos, un faro estelar lanzaba destellos azulados con precisión abrumadora.
—El púlsar nos ha salvado —la voz de Chaske sonaba agotada y llena de temor— es el espinazo que sostiene.
La burbuja aún temblaba indecisa entre el ser y la nada; pero la vida de la nave, estremeciéndose al compás de la estrella de neutrones, la retenía consigo en un esfuerzo titánico.
Simeón se afirmó en sus cuatro piernas con decisión. Pequeño frente a su hijo, el cuello largo y flexible estirándose hasta su altura, iba a cometer un sacrilegio y lo sabía:
—Hace unos días lo llamaste “la mano que señala”, ahora “el espinazo que sostiene”, sólo estás antropomorfizándolo. ¡Debes hacerte dueño de tu destino de una vez!
Podía sentirse cómo los biomecanismos de la plataforma pugnaban por luchar de una manera animal, feroz. En medio de la crisis, Simeón captó un destello del desastre venidero: la burbuja y la nave estaban en guerra, los instintos desatados habían elegido dos vías opuestas de supervivencia y cada una pelearía por imponer la suya. La furia de las máquinas destilaba fluidos amarillentos sobre los controles; Simeón se quedó mirando por un instante esa bilis viscosa parecida a su propia sangre justamente por ser hija de ella. La burbuja se estaba ennegreciendo porque la plataforma vertía su veneno digestivo sobre ella. La nave ganaría aunque eso implicase su propia muerte. Simeón comprendió que debía salvaguardar la burbuja aunque más no fuese hasta que lograsen hacer eclosionar otra y, en un grito desesperado, le ordenó a todos los sistemas entrar en estasis.
La vida de la nave se congeló al instante. Sólo quedaron circuitos y luces, relés y cables; los organismos estaban duros, petrificados, durmiendo su forzosa retirada de emergencia. La burbuja era un espejo opaco.
Renqueando, Chaske se acercó a su padre con sigilo casi mortal. En el más denso de los silencios, justo cuando Simeón esperaba sentir la obsidiana en su pecho, el neanderthaloide se dejó caer y mientras se abrazaba a las piernas de su padre, lloró de felicidad:
—La profecía —dijo entre sollozos— se ha cumplido en ti, oh padre.
Y con un salto simiesco, hundió el cuchillo… en su propio pecho.
* * *
Simeón estuvo junto a su hijo hasta que la herida se regeneró. Era algo que no había vuelto a hacer desde que Chaske tuviese cuatro años de vida. Lo movía una ternura inusual. Por momentos incluso pudo ver, en el rostro hundido y emplumado, algo de la mirada de Mārama y algo de la sonrisa de Elur-hontz: su pasado y su futuro (su padre y su nieto) resumidos en ese ser enorme, masivo y terco.
Pero, ¿qué parte de él mismo era Chaske?
La pregunta correcta hubiese sido: “¿qué parte de Irará era Chaske?” Así como, ¿qué parte de Irará era Simeón? Pero nunca había logrado pensar en sí mismo como en algo menos que un individuo autorreferencial. No podía concebirse como parte de otra cosa. A lo sumo Irará era parte de él; su prefiguración. El pensamiento era absurdamente egoísta, pero inevitable: Simeón era el centro de sí mismo, y aunque le era posible ver a Mārama como una parte de él, como un zarcillo de su propio tronco, algo oculto y profundo había logrado que jamás pudiese ver a Chaske como parte de sí mismo.
Chaske era… “otro”. Y aun así lo amaba; quizás más que a Mārama y a Elur-hontz, y tal vez… No, no más que a sí mismo, pero demasiado cerca de ello. Y eso lo enfurecía porque el poder gravitacional del amor de Chaske lo descentraba de su propio ego, lo abría a algo más que él mismo.
Acarició el rostro del neanderthaloide:
—Debe ser la base humana —se dijo a sí mismo en voz queda—, debe ser lo prehumano que hay en ti; eso es lo que me atormenta, lo cerca y lo lejos que estás de un humano puro. Un neanderthal, no un cro-magnón; casi un hombre, pero no.
Entonces un pensamiento atroz asomó a su consciencia: ¿Y qué sucedería cuando lograsen resucitar, de entre las ruinas de los genes gríficos, a un ser humano original? ¿No perdería esa familiaridad que tenían Mārama o Lem o Ndura? ¿No se volvería el Simeón injertado en los genes humanos puros, un Simeón extranjero, ajeno, distinto de sí?
Un miedo atávico se apoderó de él.
Pero Chaske, el original, el “otro”, estaba volviendo en sí; y su padre se apartó rápidamente de esos pensamientos.
Y, mientras lo veía despertar, pensó: “Tú eres más original que yo”. Y lo amó y lo odió con igual intensidad.
* * *
—¿Qué forma grífica habrá aquí, padre?
Simeón dejó de atender la maltrecha nave por un instante y se concentró en ver cómo las fuertes mandíbulas de Chaske destrozaban la carne sintética cruda; la sangre manchándole la barbilla, los pelos-plumas del dorso de su mano enrojecidos por el fluido. ¿Así habrían sido todos los humanos en el principio?
—Si intentas preguntarme si estas criaturas estarán más cerca del homo sapiens original que nosotros, creo que no. Nada en los registros genético-astronómicos dice algo al respecto; y una cosa así no se oculta, hijo mío.
Chaske se limpió con mucho cuidado y pasó la mano por el exterior de la nueva burbuja límpida, suave, fresca, recién formada. Hacía días que la cuidaba y alimentaba. Con frecuencia parecía ausente y solía mirar a su padre con reverencia.
La plataforma, hambrienta y débil, se había posado por sí misma en lo profundo de una hondonada (hubiese sido imprudente intentar forzarla a buscar otro emplazamiento).
Descender en un planeta era como descender en un universo nuevo. A pesar de habitar un tercio de la galaxia, un planeta todavía era demasiado grande para la escala humana, y probablemente siempre lo sería. Sólo la longevidad achica los mundos; y aún ésta nunca es suficiente.
El alto mar de hierba grisácea de R’li los rodeaba. El viento mecía la masa vegetal en ondas que se quebraban aquí y allá contra promontorios de roca. Algo en el pasto hacía que, con cada movimiento, una sutil lluvia de chispas saltara de sus puntas; así que, al compás de la brisa, todo un resplandor centelleante se esparcía en olas alrededor de la plataforma, la cual pastaba moviéndose imperceptiblemente sobre miles de diminutas patas.
Chaske estaba de pie, inmerso en la hierba hasta el pecho. Mimetizado con su color. Las chispas centelleando sobre su cabeza como una nube de insectos, la boca llena de sangre y carne. El sol, de un anaranjado absurdo, relucía perfectamente en un cielo leve, cuyo celeste diluido era tan tenue que, aún en pleno día, permitía ver las estrellas a través de la delgadez de su atmósfera.
Por alguna razón, la luminosidad naranja de su sol, no parecía teñir el paisaje, sino tan sólo el halo de las sombras.
Simeón permaneció en la nave, preparándose para el análisis de lo que fuera que su hijo le trajese de vuelta.
Chaske terminó su carne, se revistió de los ornamentos de su profesión, y partió como una figura plateada y carmesí por entre la vegetación y su chispeante luz.
Los primeros habitantes lo advirtieron desde lejos y la noticia se expandió en minutos por toda la ciudad (quizás por todo el planeta). Era fácil reconocerlo por su vestimenta; la propia de un místico en plena búsqueda.
Cuando Chaske apareció en el pueblo, llevaba el ondrión como la calavera de un tigre dientes de sable sobre el rostro, su cuerpo estaba cubierto por completo de una especie de capa roja que era en realidad las lenguas de los caparazones metálicos de los tres biomecanismos que lo revestían (la saliva que corría por ellas impregnaba todo su cuerpo, proporcionando la interfaz entre el sistema nervioso de sus vestiduras y el suyo).
Ahora él respiraba, veía y percibía el mundo a través del filtro del ondrión, a través de sus siete sentidos (apenas tolerables para un ser humano) y a través de todo el conocimiento de la ABA asimilado en su cuasi-córtex.
Pronto la gente comenzó arremolinarse a su alrededor, pero manteniendo una prudente distancia. Las biomáquinas del traje iban rezumando un líquido rojizo que dejaba un rastro en el suelo tras Chaske, y muchos seguían ese camino.
En los susurros de estática del lenguaje eléctrico de los r’lianos se traducía la admiración, el temor o la reticencia de quienes venían a ver al “rastreador”. Y es que todos sabían cómo debería lucir uno por las ilustraciones de la ABA —aunque no muchos se hubiesen presentado en la historia del planeta—: el “rastreador”, aztarnari en La Lengua, era aquel que intentaba alcanzar la perfección, hallar al hombre puro, conseguir la vida eterna.
Un “rastreador”, en pocas palabras, era alguien que buscaba convertir a la humanidad en dios, perpetuarla eternamente y, con ello, cumplir con el objetivo básico y universal de la humanidad: la pervivencia sin fin.
Nada en el universo aglutinaba más a la humanidad que ese sacro mandato, herencia de milenios atesorado en las páginas de la ABA. Cada ciudadano humano, no importaba su forma grífica o su elección de género (bio, trino, hombre, mujer o neutro), ostentaba como marca de fe y meta última, el cumplimiento del máximo mandato humano: la eternización del hombre.
El carmesí de la capa de lenguas indicaba que quien estaba reclamando este derecho era un neutro, y eso significaba que su vía de trascendencia era otro-en-mismo. Cuando alguien de entre la multitud lo gritó a toda potencia eléctrica, un sacudón de estática recorrió el cuerpo de Chaske; el cual, de no ser por su bioarmadura, habría resultado gravemente dañado.
R’li era un mundo en su mayoría sexuado. Su vía de trascendencia era otro-en-otro. El grito había sido una advertencia: Chaske no tenía derecho a reclamar nada allí, tan sólo podía sugerir y suplicar.
El neanderthaloide continuó su camino intentando ignorar el gentío. Le resultaba imposible fijar su vista en ese mar de similitudes, donde la misma forma grífica se repetía una y otra vez con leves variaciones particulares: éste era más alto, aquel más delgado, el de más allá mucho más oscuro que el resto; no había dos iguales y, sin embargo, todos pertenecían a la misma clase. Los sexuados sostenían que así había sido la humanidad en principio: una enorme igualdad fundada sobre diferencias individuales. Pero, para los ojos del místico, la visión resultaba insoportable, casi como contemplar una figura geométrica imposible.
Chaske buscó el ágora —la plaza principal que todo asentamiento humano edificaba en primer lugar; el sitio de las profecías y las declaraciones de guerra— y hacia allí se dirigió en silencio. Cuando hubo llegado, se irguió sobre las lenguas de su capa e hizo que Dagda, su ondrión personal, tradujese a fonemas eléctricos el llamamiento que debía formular en La Lengua, el idioma común y sacro para todo ciudadano-grifo de la galaxia.
Con frases breves y puntuales describió su búsqueda, y cómo el púlsar los había señalado como la primera etapa de su camino.
Un estremecimiento eléctrico crispó todos sus pelos-plumas. Era un murmullo de admiración y temor que salió de la multitud al solo nombre del púlsar; el “corazón de la muerte” —tal como ellos lo llamaban—, un cuerpo celeste apreciable a simple vista desde su planeta.
Una voz eléctrica habló por entre la muchedumbre:
—¿Qué quieres de nosotros?
El neanderthaloide sabía qué responder:
—No lo sé.
Y era la verdad.
Chaske se quedó mirando el mover de las bocas de los r’lianos, un aplastante silencio pesaba sobre sus oídos, pero Dagda traducía cada término en su cerebro y la cacofonía de miles de conversaciones superpuestas lo abrumaba. Miró con detenimiento esa forma grífica particular que la humanidad había elegido como propicia para R’li: cuerpos como peras, enormes bípedos, más altos que él mismo. Caras alargadas y una piel como el celeste de su cielo, tan pulida que brillaba bajo el sol anaranjado. Tres apéndices cónicos similares a orejas caían desde su cabeza hasta el suelo, surcadas de ranuras como agallas, y su interior (incluso más pulimentado), se hallaba cubierto de manchas marrones. Unas manos largas y huesudas terminaban en delgadísimos dedos-aguja al final de unos brazos fuertes. Y todos eran iguales aunque no exactamente.
La similitud lo mareaba. Trató de fijar la vista en un solo individuo, pero le era imposible ignorar a los demás que se hallaban a su lado. Era mucho peor que ver bios; porque los clones, al menos, eran perfectamente iguales, y ver una muchedumbre de ellos era como contemplar una retícula cristalina a través de un microscopio. Aquí, lo que aparentaba orden no era más que caos, y lo que aparentaba caos, orden. Los r’lianos eran un líquido desordenado y móvil. ¿Qué secreta enseñanza guardaba la ABA en esta gente, para él? La idea le parecía desconcertante.
Un individuo blanquecino y doblado se acercó al “rastreador”. Aún encorvado lo superaba en altura a él y su plataforma lingual.
—¿Sabes, rastreador, que el “corazón de la muerte”, el púlsar, es un latido eterno en nuestras mentes? Su voz eléctrica, sus transmisiones de ondas de radio, llegan a nuestros oídos como un susurro frío y constante desde el cielo. Con una exactitud abismal nos recuerda, con cada latido, que somos mortales. Nacemos bajo su influjo. Todos saben que acercarse a él es morir. La ABA explica cómo las estrellas de neutrones bañan de radiación mortal todo a su alrededor y exterminan toda vida que los rodea. Son sirenas. Y su hermosa canción es imposible de ignorar, pero seguirla es ir directo a la muerte. Cada r’liano conoce la propia finitud de su vida por esa voz omnipresente; ni aún en nuestro dormir nos libramos de ella —el hombre hizo una pausa. Chaske esperó en silencio. Por la forma en que se expresaba, reconoció en su interlocutor a otro místico—. ¿Qué esperas que eso te haya enseñado?
El neanderthaloide alzó la vista y buscó en el cielo. Alejó sus ojos del anaranjado y vívido sol del sistema y recorrió el resto de esa atmósfera traslúcida y celeste que permitía ver todo el cielo estrellado. Entonces halló algo que titilaba con una velocidad increíble. Cerró los ojos y dejó que los sentidos eléctricos que le prestaba su ondrión lo empapasen. El constante parloteo quedo de la muchedumbre se destacaba, pero había algo más. A lo lejos reconoció los estallidos de los pájaros de fuego cazando en las alturas; también estaba el chasquido lento de los noticieros y canales de información, en una sub-onda suave y lejana. Con un poco de esfuerzo reconoció el crepitar del chisporroteo de la hierba mecida por el viento. Y, finalmente, más allá, mucho más allá de todo sonido eléctrico, un tintineo de fondo, un sonido puntual que se repetía con una frecuencia tan rápida que semejaba un tono continuo: el púlsar.
Abrió los ojos. Haberlo percibido distintamente fue el comienzo de algo extraño. Desde ese momento ya no pudo ignorarlo más; parecía estar en todo lo que oía. Miró al místico r’liano y respondió:
—¿Quién mejor que la muerte para enseñarnos qué es la vida?
Una sonrisa amplia y llena de dientes cruzó la boca de su interlocutor. El hombre giró y enfrentó a su pueblo:
—Hermanos humanos, éste hombre no es sabio, pero no lo ignora —la gente comenzó a gritar y saludar de alegría. El místico alzó una mano para calmarlos—. Es un verdadero rastreador, ayúdenlo —y girando hacia Chaske, comentó—. Ahora sabes por qué el “corazón de la muerte” es nuestro protector y nuestro más amado oráculo.
Y dicho esto, se alejó.
También el gentío se diluyó poco a poco. Algunos lo saludaban al retirarse, otros mecían la cabeza y sonreían.
* * *
En los pocos días que llevaban allí, Chaske le había enviado más de nueve mil muestras, y Simeón apenas si podía con la cantidad de análisis necesarios para rastrear los genes correctos.
La plataforma había comenzado a hallarse ligeramente incómoda en la pradera a causa de la constante emisión de chispas de la hierba, y aunque ramoneaba aquí y allá, caminando lentamente por la hondonada, Simeón notaba la tensión en su nave.
Finalmente decidió trasladarla a una colina no muy alta, lejos del pasto, y reprogramarla para que asimilara otras formas de vida básicas.
Y, mientras la plataforma lamía líquenes de la roca o atrapaba uno que otro pájaro de fuego con sus tentáculos, Simeón se sumergía en el análisis genético.
Inserto en su traje de presión, se paseaba por entre las decenas de r’lianos que esperaban pacientemente su turno, sentados en la piedra y conversando entre sí como en un picnic. Atiborrado de droga los miraba fijamente sin verlos, los instrumentos del traje buceando en sus cadenas de ADN, decodificando, río arriba, los cambios genéticos de cuarenta mil años de evolución artificial. Un pensamiento absurdo se aferraba a su consciencia mientras intentaba dar con los genes que necesitaba para lograr su propósito purificador: La menta que amaba el paladar de su hijo, su propia ansiada vainilla, las naranjas que recordaban el sol de R’li, incluso el tamarindo prohibido de la ABA o el sacro maíz, habían desaparecido para siempre gracias a la acción humana. Varios milenios antes, había ocurrido con los animales… Ahora, la biodiversidad perdida de la legendaria Tierra estaba representada por una sola especie cuyas variaciones alcanzaban el infinito: el hombre. La humanidad se había reconvertido en la biosfera de su propio ser. Había humanos-grifo de toda forma, tamaño y característica posible; todos adaptados a los mundos que habían colonizado, manteniendo el carácter original de la vida de esos planetas (si es que la había) y transformándose a sí mismos para encajar en ellos. Se decía, incluso, que toda una colonia humana había decidido vegetalizarse en Miaplacidus VI para no alterar el ecosistema local.
Trató de volver al objetivo de su búsqueda; a veces era necesario forzarse a no divagar con ese cóctel de drogas en su sistema. Su parte humana trataba de dejarse llevar por los ríos de su imaginación… …más allá de todo límite…
—…lejos… siguiendo la corriente de un tiempo sin fin… hacia el océano de sus sueños… hacia sus deseos más… ¡Basta!
Se enfocó en su tarea, se obligó a hacerlo una vez más.
Su lejana herencia holonis le permitía el movimiento opuesto: remontar río arriba el tiempo, dirigirse al mundo de los antepasados, comunicarse con los inicios de esta variante humana.
En su mente el tiempo simplemente permanecía inmóvil. Los tirones en sentidos opuestos —el prospectivo, correspondiente a su imaginación humana, y el retrospectivo propio de su mnemeprolis (memoria de una raza) holonis— dejaban el tejido cronológico de la vida tenso, quieto; una planicie por la cual deslizarse a voluntad. Simeón se disponía a ser, a reencarnar en su consciencia, a todos y cada uno de sus antepasados. Necesitaba sus conocimientos, sus experiencias y su fuerza de voluntad combinadas, para que lo ayudasen a encontrar, dentro de los r’lianos, el gen humano que estaba buscando.
Simeón tanteó en un suelo de nieblas. La blanda superficie absorbía sus pisadas y crujía como una alfombra de hojas secas. Podía sentir la presión de las generaciones sobre su cuerpo, la multitud agolpada delante de él como relámpagos de sensaciones ajenas apretadas en su mente. Oscuridad, brillo, miedo, libertad…
Estiró la mano temblando, los dedos aferrando una burbuja, tres dedos oscuros y nudosos entrelazados entre sí. Ahora era una estrella y se escurría de sus cilios cayendo. A duras penas logró sostener el trozo esférico de carbón antes de que tocase el suelo. Su mano palmada le sirvió de escudilla… Iba y venía entre los seres que había sido y, delante de él, las sombras de humo en que se habían convertido los r’lianos cambiaban de forma constantemente, a medida que sus ancestros se revelaban a los ojos drogados de Simeón.
Sus manos de cuero rojas se acercaron a la primera sombra y se metieron en su interior; buscaban algo entre los remolinos de gas de que estaba hecha y parecían haberlo hallado. Podía ver en el infrarrojo con total claridad. Sabía que era a través de Mārama por quien estaba viendo ahora el mundo; un Mārama real en su conciencia y en su ser, pero a miles de años luz de allí. Por un instante el cosmos fue prístino y fresco, y la maravilla se asomaba a su espíritu; por un momento fue él y luego dejó de serlo. Contempló aquello que había extraído de la sombra, el fragmento era familiar pero aún no era lo que buscaba: A-C-G-A-T-G-C-C-G-T-A-Rx31-N-N-P-Q-N-T-A-G-P-P-Q-Lk981-C-G-G-C-R-B. Cerca de las cuatro bases originales, pero no lo suficiente.
Sus ojos comenzaron a reconocer el mundo en formas de movimiento: negro contra amarillo contra una breve escala de grises. Los dedos nudosos retornaron. Otra forma brumosa brilló en la escala de los 5.758 angstroms frente a sus rendijas oculares. Una sensación de hambre, de insatisfacción pútrida recorrió su ser: odiaba tocar esas cosas que tenía frente a sí, pero el Simeón en él lo obligaba. ¿Por qué lo habían despertado de su sueño para esto? ¿Por qué hurgar entre los escombros olvidados de una raza insignificante como ésta? ¿Por qué no seguir enterrado en el pozo genético de sus hijos-semejantes y simplemente seguir soñando con la vida eterna? Era horrible; podía sentir la náusea, pero los dedos de Irará igualmente entraron en la neblina amarillenta que se contorsionaba repugnantemente frente a sí, y aferraron algo parco y obtuso que se escurrió por sus nudosidades negras, y lo envolvió en vértigo y asfixia.
Los cilios de Ndura tomaron su lugar, y lograron recoger esa solución vítrea que resplandecía ante sus sensoperceptores: un brillo pulcro de genes entrelazados en rigurosa cortesía. Cada cilio envolvió un trozo y lo seccionó, pero el vidrio nucleótido se hacía arena y sólo perduraban unos pocos A y T y C-G-C aquí y allá en el piso; sus agallas se extendían azules y venosas a su alrededor, captando el nitrógeno del aire. Todo era tan brillante, tan sutil y fascinante, tan digno de atención: las sombras líquidas de los r’lianos se esparcían a su alrededor como volutas de un licor suave y embriagador. Ndura quería abrazarlas todas, y extendió sus cilios y su mente hacia cada sombra r’liana aspirando más y más de ese brebaje genético que tanto lo excitaba.
Entonces, cuando la droga y la consciencia holonis habían perforado lo suficientemente su individualidad, ya no supo si era Mārama o Ndura o Irará o Simeón quien veía; pero las imágenes eran fuertes y firmes ante él. Supo entonces que su voz, la de todos ellos, era la que determinaba lo que contemplaba: no enunciaba lo que veía, veía lo que enunciaba. Y con esto en mente perdió el control de la situación:
—El frenesí de los millones de estrellas de la Vía Láctea bullen en mi sangre hirviente —recitaba o se lamentaba a voz en cuello—. Burbujas efímeras de apenas si piel de estrellas; hojas secas de los árboles que ya no existen o nunca lo hicieron en este otoño de la humanidad. Avestruces de tristeza corriendo más rápido que la luz de mis días. Y un círculo imperfecto que jamás llega a completarse.
Todo estaba fuera de control. Las sombras lo zambulleron en su esencia, estaban por todas partes: una humanidad-grifo entera en torno suyo.
—Entonces las estrellas se encadenan en una hélice, y la hélice gira hasta tragarse el cielo —prosiguió—. Las manos hinchadas tratan de asir burbujas enormes como mundos y los mundos se desploman en una hojarasca de avestruces muertos. Y el círculo se disloca y me estrangula.
Algo en un rincón de su mente pugnaba por imponerse. La armadura que vestía, confundida, comenzó a liberar más y más droga para soportar la tensión generada. Simeón apenas si sabía ya quién era.
—Las sombras r’lianas se retuercen levemente, son llamas frías que esparcen oscuridad, mientras las burbujas estallan a su contacto abriéndose en millones de estrellas-semillas que se siembran en el ojo de un avestruz cuya cabeza es un enorme saco de carbón —lloraba su soliloquio—. Y el avestruz se hunde gritando en estridencias circulares en el seno de un océano de puras hojas secas.
Algo como un coro de voces lejanas trepaba por encima de los gritos de los antepasados. Era la electricidad estática del discurso de los nativos, abrumándolo como martillazos sobre su piel y su cerebro.
Acicateado por el peligro, se desplegó un atisbo de consciencia: algo estaba ocurriendo en el mundo “real”. Pero Simeón, o quienquiera que fuese en ese instante dentro del colectivo Irará, no podía salir de sí mismo por más que lo intentaba.
—Ya no más estrellas, ni hojas, ni círculos, ni r’lianos; sólo una lluvia de avestruces pequeños como genes: 64… no 68… tal vez 182… Exactamente 34, en la palma de una burbuja-universo.
Simeón gritaba con desesperación.
Los golpes llovían sobre él, pero su ser estaba dividido. Por un lado, su córtex se hallaba perdido en el interior de sí mismo, en medio de un mundo de ancestros e imágenes sólidas. Por el otro, su corteza límbica y su biotraje hacían que su cuerpo luchase, en un acto reflejo, allá en el exterior, en la realidad de R’li.
Algo alcanzó a comprender acerca de un ataque, de cientos de r’lianos muertos a los pies de la plataforma, de algo o alguien que golpeaba una y otra vez con mazas de obsidiana, desparramando vísceras y sangre (la suya propia entre todas las demás).
Era un ataque; alguien los estaba atacando. Alguien los estaba masacrando con furia y precisión.
Entonces, como cientos de veces le había sucedido antes, Simeón se vio vaciado de Mārama y de Ndura y de Irará y de sí mismo, y murió.
Pero no era como otras veces, ahora no lo había matado el celo o el amor de Chaske sino algo diferente. Algo que era mucho peor, incluso, que el odio que solía acompañar a aquel amor. Lo supo mientras agonizaba con el largo cuello seccionado en dos partes y las piernas dobladas en extraños e imposibles ángulos: los estaban matando en nombre del miedo.
* * *
La plataforma olió y esperó: sangre.
La plataforma captó y esperó: gritos.
La plataforma vio y esperó: trozos de cuerpos seccionados.
La plataforma oyó y esperó: el murmullo de un biotraje que era parte de su biomasa.
La plataforma actuó: sus tentáculos se arrastraron por entre los muertos y su asesino, hurgaron en medio de carne cortada y hojas filosas, y finalmente dieron con el biotraje y su ocupante. Lo asieron firmemente y lo elevaron hasta la nave.
Y mientras la carnicería continuaba allá abajo, la plataforma esperó.
* * *
Cuando Simeón despertó, sólo había silencio. No se escuchaba el golpe de madera y piedra contra hueso. En el ancho de banda eléctrica tampoco se oían los gritos de los r’lianos.
La noche estaba muy entrada. Con gran esfuerzo logró asomarse a los bordes de la burbuja de la nave y se concentró en entrever algo en medio de la oscuridad. Le dolía el cuello y apenas si lo sostenían sus piernas. Entonces notó que aún tenía el traje puesto. Enfocó todos sus ojos en el suelo y pidió a su traje que le proporcionara una mejor visión.
Los cuerpos estaban esparcidos por todas partes. Aquí y allá los tentáculos de la plataforma se habían desplegado para lamer la sangre acumulada en el piso.
—¡Por la deidad, los r’lianos no son auto-regenerativos!
El paisaje era horripilante. Las hachas de obsidiana eran una de las armas más salvajes que se le permitía poseer a un ciudadano humano, y casi nadie las utilizaba. Los cráneos abiertos y los espinazos partidos eran una constante allá abajo. Niños, mujeres, hombres, todos por igual.
Simeón no solía sentir náuseas por muchas cosas, pero esta vez vomitó.
Todos los gritos silenciados se agolparon en sus oídos, ocluyéndolos, mareándolo hasta que sus rodillas y sus manos se encontraron con el piso de la nave.
—Pero, ¿por qué?
En ese momento algo lo perturbó todavía más. Deberían de haber pasado horas desde la masacre, pero nadie se había acercado. La ciudad no estaba muy lejos, y la ventaja de un sistema de audiofonación basado en ondas de radio o electricidad, radicaba en la posibilidad de la comunicación a muy grandes distancias. Así se difundían los noticieros en este planeta: simplemente emitiendo en una onda básica. Pues bien, los gritos de miles de personas debían haber sido imposibles de ignorar por el resto de los habitantes. ¿Qué estaba ocurriendo?
Algo muy dentro suyo se estremeció al caer en la cuenta de que Chaske seguía en aquella ciudad.
Cuando por fin logró ordenar sus pensamientos, descendió de la plataforma ayudado por su traje biomecánico y comenzó a caminar por entre los restos.
Era difícil decir cuánta gente había muerto allí esa tarde. La saña de sus atacantes había sido tal, que la mayoría estaba irreconocible.
La fragmentación de los cuerpos era un mensaje; Simeón comenzó a reconocer el patrón poco a poco. Era obvio que aquello quería significar algo y que ese algo era muy simple. Muerte y despedazamiento significaban no-eternización, no-unidad. Los símbolos hablaban por sí mismos.
Las mazas de obsidiana, por otra parte, eran armas rituales. Aún luego de tantos milenios, los habitantes de Caph III las utilizaban al proclamar su derecho de autodeterminación, realizando su ofrenda al ABA —el Día de la Simplificación de la Sumatoria Infinita— en una ceremonia en la que despellejaban vivo a un voluntario que se ofreciera para el sacrificio (el nuevo Xipe, la encarnación del dios maíz), con el fin de que el Maestro Matemático se revistiera con su piel fresca y efectuara el cálculo sacro. Pero allí todo sucedía de mutuo acuerdo; y la maza sólo era un ornamento del sacrificado, ya que el despellejamiento se hacía con un bisturí de luz coherente.
¿Por qué entonces con mazas de obsidiana?
—No soy bueno si los símbolos que leo no son matemáticos. Mi hijo debería hacer esto —murmuró para sí mismo.
Incluso Chaske poseía un cuchillo de esa misma roca.
Tal vez el mensaje de la matanza estuviese dirigido a ellos. Tal vez no fuese una simple venganza entre ciudades rivales r’lianas sino algo más profundo: un deseo de evitar que los neutros cumplieran con el destino del ABA.
Incluso podía ser que un grupo de sexuados estuviera retándolos a duelo. Y si era así, ¡eso significaba guerra sacra!
Se sentó entre los restos de los r’lianos. En parte le recordaban la carne sintética que Chaske comía; en parte, la suya propia. El aire estaba empezando a heder. El traje traducía la fetidez creciente como una sensación de pestilencia y dulzura. Sin embargo, no podía irse, algo lo retenía allí; era como si el horror lo hipnotizase. Como si la atrocidad que tanto aborrecía, al mismo tiempo lo embelesara bajo la forma de una belleza extraña y hedionda, degenerada de sí misma.
Tuvo miedo de hallarse tan poco incómodo entre tanta muerte e intentó huir de allí, pero no movió ni un solo músculo. Una inercia, un sopor lo dominaba y le resultaba cada vez más sencillo mantenerse en compañía de esos cadáveres mutilados.
Fue entonces que su traje tradujo un débil sonido eléctrico, un sollozo apenas audible más allá del lento sorber de la sangre de los tentáculos de la nave.
Corrió por entre los cuerpos, rastreando el sonido electrónico, esculcando bajo piernas y torsos y cabezas; hasta que, en el límite entre la montaña y el abismo, vio una forma intacta que se movía.
Sus manos asieron al jovencito sin dificultad. Estaba en cuclillas y tan envuelto en sí mismo que parecía una esfera: los ojos pequeñitos permanecían cerrados y apretados. Las largas orejas giraban en torno a su cuerpo envolviéndolo, al igual que sus brazos ciñendo sus piernas.
La fuerza con que se autocontenía era tal, que las venas hinchadas se vislumbraban bajo la piel.
Lo sostuvo con cuidado contra su pecho.
El sollozo era ahora casi una serie de espasmos mudos.
Decirle que él no le haría daño hubiese sido estúpido, así que simplemente se lo demostró.
Y mientras regresaba a la nave con el jovencito a cuestas, una idea martilleaba su consciencia: ¿por qué los habían dejado a ambos con vida?
* * *
Chaske logró que hablara luego de tres días de cuidado, y lo único que repetía era: “La sombra blanca quiere que lo sepan”. Sin embargo, no recordaba nada más, ni siquiera el calvario por el que había pasado como testigo de la masacre. No obstante, se lo veía constantemente junto a Simeón, en una suerte de empatía de sobreviviente. No se despegaba de él jamás, ni siquiera para dormir.
La gente de la ciudad se había enterado de la matanza al mismo tiempo que Chaske y gracias a la transmisión de información que había realizado la propia nave al ondrión del neanderthaloide. Pero al llegar al sitio en cuestión sólo hallaron a Simeón y al jovencito, silenciosamente sentados en la burbuja, y un círculo de cadáveres destrozados de trescientos metros cuadrados alrededor de la nave.
Cuando al fin se dispuso de los cuerpos, el viejo místico de R’li sólo dijo una frase:
—Los muertos se encargan de los muertos.
Y se fue.
No hubo investigación, ni búsqueda del responsable, ni siquiera lágrimas: la muerte era un fin absoluto en ese planeta; algo tan serio y cotidiano, que no extrañaba a nadie.
Los huesos limpios de los miembros cercenados iban a parar al interior de la caja-pie del altar familiar de cada casa. Y sobre esos huesos se cenaría y desayunaría diariamente, y sobre esos huesos se hablaría y discutiría, hasta que, un día, sus propias osamentas fuesen a parar también allí.
En R’li todo cesaba y todo continuaba con la muerte; así que, al otro día, la ciudad prosiguió su vida, con quinientos treinta y un ciudadanos menos, y sin mirar atrás.
Pero ni Simeón ni Chaske pertenecían a esa cultura.
Varios interrogantes se acumulaban: la identidad de los asesinos era el primero; la elección de los supervivientes, el segundo; el motivo de tal atrocidad, el tercero.
Chaske llevaba más de tres días locales mezclándose entre la gente, intentando hallar una pista en el modo de vida —en la exégesis local de la ABA—, cuando una familia se le acercó. El padre de familia tenía dos cónyuges: una esposa y un esposo; y uno de ellos parecía ser el no-madre —así se explicó el hombre— del muchachito sobreviviente.
El término se aplicaba, al parecer, a alguien que transgredía alguna norma local de procreación. Era obvio que el sujeto en cuestión era su cónyuge masculino. Era un hombre adulto y traía la cabeza completamente envuelta en sus orejas, en señal de vergüenza.
El padre de familia declaró que su esposo había confesado una felonía impensable pero que la confesión era el propio perdón y que, después de todo, el fruto del delito jamás había sido puesto en “existencia humana”.
Luego de una larga charla, en la que Chaske portaba el ondrión como la efigie del cráneo descarnado de un Styracosaurus (en señal de dolor compartido), el místico logró desentrañar el significado de aquella expresión con la que designaban al muchachito.
Las familias sexuales poseían una variedad increíble (la mayor de todas las expresiones posibles): monógamas, polígamas, heterosexuales, homosexuales, mixtas, sucesivas, e incluso más aún. Jamás hubiese imaginado que una expresión tan básica produjera tanta riqueza de variaciones posibles.
Y esta familia, en particular, era la extraña generadora del muchachito sobreviviente.
Simeón había supuesto que los padres del jovencito habían sucumbido en la matanza y así lo había creído también su hijo, pero ahora esta noticia lo cambiaba todo. El asesino se había detenido en su carnicería frente a dos extravagancias impropias de R’li: un neutro y un degenerado.
Un degenerado era un hijo de una expresión sexual dada, engendrado bajo el código de otra; como por ejemplo el fruto de la interacción sexual de dos neutros o la clonación de un trino, etc.: La acción correcta en el tipo humano incorrecto.
El muchachito, al parecer, era el producto de la mezcla de genes del susodicho cónyuge masculino, con los genes de un pájaro de fuego. Una abominación para sexuados y algo común entre los propios neutros.
“Estos eventos surgen cada tanto, siempre que las interpretaciones del ABA son realizadas por alguien inexperto y no por un místico”, meditó para sí mismo Chaske.
—La exégesis libre es muy riesgosa —agregó lacónicamente en voz alta.
La verdad es que el muchachito no tenía familia reconocida y, por ende, no tenía nombre ni identidad: no era nadie. Eso era lo que había salvado de la ignominia a su progenitor y lo que había protegido su propia vida durante el asesinato en masa.
Chaske volvió a la nave con esta información, nimia pero contundente.
* * *
La mente del neanderthaloide funcionaba de manera distinta a la de Simeón; allí donde su padre veía un mensaje, él veía un absurdo. Pero donde aquél ni siquiera se detenía a mirar, él descubría incalculables riquezas simbólicas.
—Es claro, padre, que el carácter sexual del hombre es responsable de su belicosidad, pero no creo que este ataque sea el producto de una lucha entre facciones. Y tampoco creo que se trate de una guerra sacra contra nosotros; su mensaje es mucho más sutil. En principio, y basados en la memoria subliminal que implantó en el jovencito “la sombra blanca”, este mensaje fue ejecutado por uno y solo un individuo. Además, por la forma en que el hacha de obsidiana fue blandida, por lo certero y económico de los golpes mortales y por la meticulosidad del destazado posterior, el ejercicio es casi… elegante.
Simeón sostuvo la mirada de su hijo con un rictus de repugnancia.
—Lo sé, padre, sé que no puedes entender el arte del uso de las hojas de combate; pero aquí hay maestría y sutileza. Cada uno de estos espantosos y aborrecibles ataques está diseñado, planeado y ejecutado por una mente maestra en el arte de la creación de símbolos de sangre. Y sólo un persecutor puede hacer algo así.
—¿Sugieres acaso que, por la forma en que la matanza se ha producido, lo importante no es quiénes han muerto sino cómo lo han hecho?
—Y a quiénes se les ha perdonado la vida.
Ambos miraron al jovencito sentado contra la burbuja. Los ojos enormes de asombro. La evidencia de que aun intentaba comprender una forma de comunicación inaudible a sus sentidos.
Ese muchachito había sido la clave para descifrar el código de aquel mensaje; posiblemente uno de los más despiadados y refinados modos de darles tan vital información por parte de su persecutor.
—Debemos llevarlo con nosotros, padre.
Simeón asintió en silencio.
—Y debemos darle un nombre —completó Chaske.
—Eso es algo delicado —discrepó su padre—. Si le damos un nombre lo estaremos integrando a la cadena Irará, pero él no es uno de nosotros, no es este yo-nosotros que nos conforma como familia. Ni siquiera podría ser un injerto.
—Se lo merece —insistió el neanderthaloide—. Creo que no sólo nosotros hemos de amarlo, supongo que también es amado por nuestro persecutor… de todos los posibles entes no canónicos, lo eligió a él para darnos un mensaje.
—Quizás sólo sea el caso de que el inocente ni siquiera tiene idioma.
—No —enfatizó Chaske—, creo que demostró compasión al elegirlo. Además, no tenemos otra opción. Nuestro persecutor ya ha elegido por nosotros: al salvarte a ti y a él, no sólo ha establecido una marca de equiparación sino que ha creado una deuda de vida. Para él, un Irará y este muchachito son lo mismo y ambos merecían ser salvados.
Simeón volvió a mirar al jovencito. El muchachito le sonrió al instante. Por un momento casi le pareció estar mirando a su dulce Mārama.
—…si tenemos éxito, un Irará nuevo, adoptivo, formando una cadena alterna con pájaros de fuego, sería algo novedoso —había estado diciendo Chaske.
Simeón se concentró de nuevo en la conversación.
—¿Una cruza con un ser no inteligente? En su nacimiento no ha habido arte, ni planificación, ni ciencia, sólo… la deidad sabe qué oscuras intenciones —dijo Simeón espantado.
—No lo sé, padre; los pájaros de fuego son tan bellos y delicados y, al mismo tiempo, fuertes y sanguinarios. Tal vez, en un mundo sin recursos y sin conocimientos para el arte de la procreación neutra, fue la elección más artística.
—El hecho es que no tengo otra opción, ¿no? Aquí hay un juego de honor de por medio, una deuda de vida… Bien, cuando tenga un nombre será un Irará adoptivo y tendrá derecho a formar una nueva cadena, quizás una familia alterna. No lo sé, habrá que enseñarle mucho… a hablar (por lo pronto), las técnicas, la historia, el arte. Incluso habrá que acondicionarlo como neutro. Oh, por la deidad, será como darlo a luz nuevamente.
—Y eso es, exactamente, lo que todos necesitamos, padre.
* * *
La operación se llevó a cabo mediante una extensión de la propia nave. Los aparatos envolvieron al jovencito en una burbuja-matriz y comenzaron su recreación.
La nave aún se estaba reponiendo de su viaje, pero tenía la suficiente fuerza como para enfrentar el desafío.
Reengendrar a un hombre en otra familia era algo posible pero poco practicado. En el caso del muchachito r’liano requería muchas modificaciones que usualmente se realizaban en las primeras horas de gestación de un neutro, y una habilidad artística que pocos humanos poseían.
Simeón se encargó de la reformulación del muchachito mediante una serie de mutilaciones y regestaciones perfectamente coordinadas.
La nave —siguiendo las instrucciones mentales de aquel que le había dado la sangre y la vida—, aportó el material necesario y controló la supervivencia de aquel chico. Habiendo asimilado ya, en su alimentación, materia orgánica tanto de los r’lianos como de los pájaros de fuego, la nave estaba familiarizada con sus fisiologías y, por ende, con una posible cruza entre ambas.
Finalmente, Chaske procedió a ejecutar la ceremonia del nombre a medida que la operación se llevaba a cabo. En ella debía elegir un nombre para el jovencito en base a su conocimiento de él. Y su conocimiento de él era casi nulo. Así que decidió pensar en lo que el chico le evocaba y, sobre todo, en lo que auguraba. El neanderthaloide portaba a Dagda como un costado de res y, por entre las costillas descarnadas, habló su boca cuando comenzó con la evocación:
—Sus ojos me recuerdan el tono ámbar de Luminosa.
La mención de una de las estrellas binarias, madres de su sistema natal, provocó en él una oleada de adrenalina que el ondrión interpretó como una mancha negra en medio de la imagen de la estrella supergigante.
El jovencito se convirtió en una mancha frente a su sol: un hijo más de Irará, su hermano en las manos reformadoras de Simeón —su ahora nuevo padre— y, por ellos, en un padre más para Mārama.
La voz de Simeón pareció provenir del propio corazón de la estrella.
—Sabes que no puedo injertarle nuestros genes, tan sólo aproximarlo a nosotros. Él será mi hijo, y por lo tanto tu hermano; ¿estás preparado a ser uno con alguien que no es nosotros?
La fórmula era antigua y nunca había sido utilizada en la familia Irará, sin embargo su padre la había recordado a la perfección. Chaske lo admiró por eso.
—Sí, padre. Estoy dispuesto.
Con una simple orden mental de Simeón, la nave posicionó diversos aparatos-organismos sobre el cuerpo yaciente del jovencito. El muchachito tenía los ojos muy abiertos y temblaba; pero debía estar consciente en su renacimiento: era una condición indispensable para volverse un miembro de otra familia.
—Hablará nuestra palabra…
Las máquinas comenzaron a trabajar en el injerto de un nuevo sistema fonador en reemplazo del anterior. No más impulsos eléctricos; de ahora en adelante, sonidos. La ruta sináptica debió ser readaptada y nuevos órganos aparecieron en su boca y laringe. Finalmente, su cerebro adquirió la programación química correcta para manejar su nueva capacidad y la memoria exógena de su contenido: todo un idioma nuevo, toda una historia de la especie y del cosmos se formó de pronto en su mente.
—Oirá nuestra historia…
El procedimiento se repitió en su sistema auditivo. Paso por paso, dolor por dolor, un antiguo modo de existir era reemplazado por uno nuevo. Un modo innato por otro adquirido. Años de ser un r’liano, por un nuevo conquistador que lo estaba reformando a su imagen y semejanza. La idea golpeó la cabeza de Chaske con brutalidad inusitada.
Un terror impiadoso se apoderó de él haciéndolo arrojar la máscara a un lado para tenderse llorando sobre la burbuja del jovencito. Los espasmos del llanto bañaban las máquinas-organismos que seguían con el curso de su reforma mientras bebían la salada pócima.
Simeón continuó impasible, sabía que esto era parte de la ceremonia: el despertar de la consciencia de otredad justo en el exacto momento de su muerte, la manifestación de lo uno en su más cruel faz homogeneizadora.
—Será nosotros…
El sexo del muchachito dejó de ser masculino en una castración absoluta de toda identidad sexual. La neutralidad estaba en su cuerpo ahora y pronto lo estaría también en su espíritu.
Un grito desgarrador arrancó un charco de sangre de la boca de Chaske. Las máquinas se apresuraron a recoger el líquido y unirlo a las lágrimas para injertarlo en el nuevo cuerpo del jovencito.
—Será alguien…
La idea golpeó la mente del neanderthaloide con crueldad: lo estaban asimilando. Lo estaban matando a su antiguo modo de ser para convertirlo en ellos; ¿acaso tenían ese derecho? ¿Alguien lo tenía? Pero ya era tarde para retroceder; sólo había un camino posible: adelante.
El místico se irguió lentamente y recogió el ondrión del suelo. La máscara se adaptó a su cara con la forma de una flor de rododendro del color de la salamandra ígnea: la vida estaba resurgiendo del veneno, la vida estaba resurgiendo de la llama.
A través de Dagda, el muchachito era una salamandra de fuego retorciéndose en su burbuja-matriz, una pequeña porción de Luminosa desterrada de su hogar estelar. Estiró sus manos y, utilizando su gran fuerza, arrancó al muchachito de dentro de la gelatinosa bolsa, sujetándolo en el aire mientras éste gritaba. Y, en un impulso de pura visión, susurró un nombre antiguo de La Lengua al tiempo que le extirpaba de cuajo, con sus dientes, un dedo-aguja para luego comérselo.
El hilo de voz gimió ahogado por el grito de dolor del muchachito:
—Sarraillarotz, el cerrajero.
El chico cayó al suelo, envuelto en sus orejas como un capullo, sollozando en una nueva forma de comunicación que aún no podía manejar del todo. De pronto se detuvo y estiró su mano derecha: en el sitio de la amputación ya le estaba creciendo un nuevo y delgado dedo.
Chaske se desplomó a su lado semiinconsciente y Simeón se agachó para envolver al jovencito en mantas. Mientras lo hacía, le susurró lentamente y con dulzura, tal como se le habla a un bebé:
—Hola Sarraillarotz. Algún día perdonarás a tu hermano y comprenderás todo lo que hizo por ti. Ahora, hijo mío, debes descansar, dormir mucho. Tu cerebro debe adaptarse a tu nuevo ser, tu mente debe aprender a desolvidar su nuevo contenido, y tu atormentado espíritu debe sanar de esta horrible ordalía.
Lo acunó en sus brazos y lo llevó a uno de los rincones de descanso de la plataforma.
—Ya eres un miembro de la familia humana; debes estar orgulloso y apenado por ello. Pronto aprenderás por qué.
Entonces los párpados del jovencito se cerraron lentamente. Lo rodeaba una nave hecha de cosas vivientes y, sobre su cabeza, se extendía una burbuja iridiscente que parecía querer acariciarlo. Sabía que el ser de largo cuello lo amaba, y algo le hacía tener confianza en el enorme mono emplumado que tanto lo había herido. En duermevela acarició su mano derecha y comenzó a chupar su renovado dedo índice. En sueños, sintió gusto a sal y a hierro; y también un calor que manaba de su cuerpo como una fiebre intensa. Por un momento, supo con certeza, cómo era volar como un pájaro de fuego.
* * *
—La mutación estaba aletargada; no sé en qué se convertirá. Tenías razón, los pájaros de fuego son por demás complejos y aportan sutilezas inimaginables en su ser. Sutilezas que, al unirse a tu sangre y a su fisiología original, no sé en qué desembocarán.
Simeón hablaba sin dejar de acariciar la frente de Sarraillarotz que se debatía en la inconsciencia contra enemigos invisibles. Tal vez hachas de obsidiana, tal vez máquinas transformadoras.
—“El conejo que huye”. Su antiguo ser se retira —las lágrimas empañaban la vista del neanderthaloide mientras hablaba—, es el verso 34.
Simeón miró a su hijo y volvió la mirada a su nuevo hijo. Algo en él sería por siempre extranjero, ubicado más allá de su comprensión racial; pero jamás tan extraño como sentía a Chaske: sangre de su sangre.
—Yo manipulé el arte sobre un cuerpo grosero, pero tú le diste vida Irará con tu sangre y tus lágrimas —acotó Simeón—, debes estar feliz por ello.
—¿Recuerdas lo que dice ese verso, padre? “El alma del mundo se estrella en sus fauces”.
Simeón pensó en esas palabras, en lo crudo que sería para Sarraillarotz el mundo desde esta nueva perspectiva. Aunque, quizás, no tanto como haber sido criado como un no-hombre.
—Ahora es alguien, nos tiene a nosotros, y si el mundo quiere estrellarse en su boca, ¡ya tiene con qué masticarlo!
Chaske se quedó pensando un buen rato. Puso su mano sobre la de su padre, ambas sobre la frente húmeda de su nuevo hermano, y sonrió cansadamente:
—Pero, padre, no es en su cara en la que se ha estrellado todo un mundo; es en la mía.
Sarraillarotz estiró repentinamente su mano. Los dedos, finos como agujas, aferraron la mano de Chaske.
El neanderthaloide se quedó petrificado mientras los ojos brillantes del muchacho destellaban miel en su mirada. Todo en él estaba acentuándose o cambiando. La piel celeste lucía como vidrio traslúcido, las venas fulguraban por debajo como vetas de mármol sinuoso, el cuerpo se encogía en una figura más esbelta y longilínea, las orejas se volvían como alas de alabastro. Era una escultura hermosa, casi… neutra, ¡sí, neutra!
Sarraillarotz acercó la mano de Chaske a su boca y comenzó a succionarle el dedo índice con real fruición. Una corriente de placer inundó el cuerpo del enorme ser, mientras la lengua de jade de su hermano acariciaba su falange. Era como contemplar una estatua cobrar vida, una que tenía mucho de él y mucho de pájaro de fuego. Las pupilas de Sarraillarotz se afinaban como las del ave; oro sobre ámbar, brillantes, destellantes como dos soles en miniatura.
Chaske se arrodilló junto al jovencito, acarició su cuerpo de vidrio y se tendió junto a él. El muchacho introdujo una de las agujas de sus dedos en la boca del neanderthaloide, que sorbió despacio, temiendo romper su sutil delicadeza ahusada. Era como una vara de marfil en su paladar, en su lengua, en su garganta.
Los soles volvieron a cerrarse mientras el cuerpo seguía estirándose, cada vez más leve, como una salamandra vítrea retorciéndose en torno al cuerpo de Chaske.
Simeón sonrió y dejó solos a los hermanos. Ya era tiempo que ambos reconociesen su unidad.
* * *
Chaske despertó envuelto en un pellejo transparente. Un par de soles brillaban sobre su rostro: uno era ambarino y dorado; el otro, dorado y lechoso. ¿Luminosa y Oov?, ¡era imposible! ¡Imposible que estuviese de regreso en casa! ¡Pero allí estaban los dos soles de…!
—¡Sarraillarotz!
Una sonrisa amplia reveló una hilera de dientes negros como la obsidiana. Con esfuerzo, un sonido ronco surgió de la nueva garganta:
—Sí, mi hermano.
El ser parecía sutil como una burbuja, suave y alargado. Recordaba a una salamandra mitológica. Ahora tendría casi su misma altura y menos de la mitad de su peso; y, no obstante, una fuerza comparable a la suya. Sus orejas, tejidas de agallas, caían como un manto hasta sus pies, mientras que sus ahusados y multiarticulados dedos estirados tenían casi la misma longitud de aquellas.
Cuando lo abrazó, el neanderthaloide sintió la fuerza que traicionaba su imagen, como si una escultura de cuarzo lo retuviese entre sus brazos. Las arterias marmóreas latían contra su piel. Un frío capaz de apagar todo fuego… o de encenderlo.
Chaske apartó de sí a su hermano para observarlo con detenimiento.
Las venas y arterias se translucían en su piel apenas celeste, tal como las estrellas se colaban por el delgado cielo diurno de R’li.
Jamás había visto algo más bello en su vida.
Jamás se había sentido tan enamorado.
Sarraillarotz sonrió en su oscura sonrisa y colocó cuatro de sus delgadísimos dedos en la boca de su hermano. Los soles dorados de sus pupilas destellaban en sus iris: blanco y ámbar. La frialdad de su cuerpo contra el suyo refrescaba su ardor. Era algo hipnótico y etéreo. Poco a poco los dedos de su mano izquierda quitaron del cuerpo de Chaske los restos de su propia piel muerta mudada, y poco a poco los dedos de su mano derecha buscaron la glotis de su hermano.
Luego de la primera arcada, Chaske sintió como si un vino suave lo embriagase, un vino de pura sensualidad.
Sarraillarotz acercó su boca a su oído y susurró:
—No sé qué es esto que siento por ti, hermano, pero me quema…
Chaske sintió los dedos del muchachito bajando por su esófago; y los otros dedos de su hermano acicalando cada pelo-plumón de su cuerpo, liberándolo de la piel muerta. Sintió la boca de su hermano sorbiendo encarnizadamente cada uno de sus dedos. Sintió el cuerpo de su hermano reptando por el suyo envolviéndolo como una serpiente. Y sintió por fin su voz, su ronca y pétrea voz:
—…y nunca había sido tan feliz con el fuego, oh hermano mío; mi raíz y mi fin.
Chaske jamás había sospechado de las delicias del placer y sabía que Sarraillarotz tampoco. Por un momento sintió pena por Simeón y mucha culpa por Mārama… Pero pronto se dejó llevar por las caricias internas de su amado hermano y por el abrazo feroz de sus propios brazos en las agallas que tapizaban las inmensas y aterciopeladas orejas de esta bellísima escultura viviente.
Así, entrelazado con él, se sintió completo, feliz, libre. Ni el abrazo de su padre ni el de su hijo se les comparaban. Su nuevo hermano era como un néctar de amor, como un fuego vivo en su ser. Cuando sus propios dedos treparon, agallas arriba, hasta los lóbulos de Sarraillarotz, su hermano estalló en una sucesión de gemidos incontrolables, largos y ululantes. Cuando los dedos de su hermano alcanzaron su píloro, fue él quien ahogó un grito acorralado por esos mismos dedos.
El abrazo constrictor del muchacho hizo crepitar sus costillas, pero el dolor no importaba; al contrario, aumentaba el placer del mutuo abrazo. Una y otra vez se repetía que era una obra de arte la que lo estaba amando, y una y otra vez se sentía agradecido.
Entonces se experimentó derramado, como si saliese de sí para volcarse en el otro. Otro que era genuinamente alterno y también perfectamente su igual.
La voz de su hermano lo trajo de regreso al mundo:
—Cómete siempre mi ser, que yo respiraré el tuyo.
Chaske sostuvo esos ojos de estrella en su mirada: por fin estaba en casa.
—Sé uno conmigo para siempre —le rogó a su hermano, con la finísima aguja de su dedo aún dentro de su garganta.
Y el bello ser de turmalina y azurita le respondió:
—¿Es que hay otra alternativa?
* * *
La educación de Sarraillarotz estaba principalmente a cargo de Simeón.
El arte-de-sacar-a-la-luz era algo que ya había practicado con Chaske y con Mārama y ahora debía practicarlo una vez más. Parte de la sutil belleza de la procreación neutra era la posibilidad de implantar conocimientos en la mente del feto durante su formación. Así, un neutro nacía con un caudal de conocimientos inmenso, tanto que la mayoría jamás hacía uso de la totalidad del mismo. La Lengua, la genética, la astronomía, el ABA, la historia del pueblo humano, la secuencia del cosmos, y mucho más, estaban presentes en cada mente neutra ya en el momento del alumbramiento. Pero que estuviesen allí, no significaba que su portador fuera consciente de ellos.
Hacía falta una larga y lenta educación para sacar a la superficie de la consciencia todo aquello que yacía dormido en el interior de la mente. Los neutros llamaban a ese acto: desolvidar. De este modo, un padre o un maestro sencillamente hacía aflorar los conocimientos que el joven ya portaba dentro de sí. Nada nuevo se le enseñaba, pues un buen maestro sólo sacaba lo que yacía en el pozo genético de su discípulo.
Luego, cuando el conocimiento básico había salido a flote, un místico debía guiarlo en el arte del auto-alumbramiento. Era entonces cuando un joven neutro aprendía a sacar por sí mismo los conocimientos enterrados en su interior, sin ayuda de un maestro; y a descifrar los símbolos de los sueños, que usualmente mezclaban vida y no-recuerdos. Pero, fundamentalmente, se le enseñaba cómo adquirir nuevos conocimientos a partir de sus propias experiencias, y a utilizar el ABA como medida interpretativa de su existencia.
Por supuesto que esta tarea y el desolvido de la espiritualidad astronómica del ABA correrían por cuenta de su hermano, una vez que Simeón terminara con la primera fase de su conocimiento.
Simeón estaba sorprendido de cómo el no-recuerdo de La Lengua había surgido por sí mismo en la mente recién injertada de Sarraillarotz. Casi como por instinto, el muchacho había empleado el idioma-base en sus encuentros amorosos con Chaske. Luego, con un mínimo de práctica, había aflorado en sus conversaciones con Simeón el uso de la lengua vernácula de la Plataforma del Panóptico 85; la hipernave que giraba como un mundo plano en torno a Luminosa y Oov, en el centro galáctico: el hogar de los Irará.
Simeón consideraba altamente provechosa su relación unitivo-extática con Chaske. Después de todo ése era el modo natural de relacionarse dos hermanos neutros, el modo altamente hiperbólico pero perfectamente funcional del incesto prescripto. La relación era mítico-sacra y se remontaba a los primeros neutros de que se tuviese memoria: la pasión fraterna. Técnicamente era un autoerotismo, visto por los bios como una masturbación dual, por los trinos como poesía física y por sexuados como una degeneración vomitiva.
Siendo que el engendramiento de dos neutros de la misma generación, en una familia, constituía una verdadera extravagancia genética que sólo aquellos que recargaban el arte solían practicar —algo que, en el modo sobrio pero refinado de los Irará, jamás había sido explotado—, la forma en la que Chaske y Sarraillarotz se relacionaban era óptima y completamente original en su expresión amatoria: la recreación de seudo-órganos de placer destinados a una unión simbólico-física. La fusión se consolidaba a medida que Sarraillarotz se hacía más y más a la manera humana. Esa entrega mutua realizaba en el alma lo que la replicación genética neutra hubiese realizado en la carne: la identificación, la perfecta simbiosis de dos en uno.
“Sí”, pensaba Simeón, “las cosas entre los hermanos están dándose de la manera más natural y sacra posible”.
Las lecciones de su padre, mucho más canónicas, se desarrollaban a lo largo de una cadena de preguntas que el muchacho desplegaba de a miles cada vez que conversaban.
—¿Por qué somos todos distintos?
El joven volvía una y otra vez al mismo tema. Simeón sonreía.
—¿En verdad somos distintos, hijo?
Las estrellas binarias que parecían constituir los ojos de Sarraillarotz se encogían buscando algún indicio de respuesta. Entonces Simeón continuaba:
—Sé que debe dolerte el haber cambiado como lo hiciste. ¿Esa es la diferencia de la que hablas?
El joven sonrió con su sonrisa nocturna.
—No. Nadie me miraba siquiera cuando dejaban un plato de comida a mi lado, en el suelo, como si fuera un animal; pese a que yo era idéntico a ellos. ¿Por qué habría de dolerme volverme distinto de quienes me ignoraron toda mi vida?
—Entonces, ¿cuál es tu dolor?
—No sólo me he transformado en algo que jamás había visto antes, sino que me he vuelto adulto de pronto y aún sigo sin saber qué soy.
Simeón comprendió el dilema. La transformación lo había arrancado de la pubertad y lo había llevado a la misma edad biológica de su nuevo hermano, Chaske.
—Eres un Irará, ¿eso no te basta?
—Al contrario, es lo único que le ha dado sentido a mi futuro. Pero soy muy distinto de ti y de… mi akãraku Chaske.
—Hijo mío, tu “amado-loco”, como llamas a tu hermano, es único. Nadie más es igual a él en todo el universo, nadie más tiene o ha tenido su forma grífica. Yo la diseñé. Lo mismo sucede conmigo y con cada neutro que existe: es la mezcla exacta de la cepa del único ser que todos somos y de diversas especies indígenas de cada planeta habitado; especies inteligentes especialmente escogidas para ser unidas a nuestro ser de una forma estética. Por supuesto que contigo sucede otro tanto y el hecho de que hayas nacido de un modo casi azaroso no quitará jamás lo Irará que hay en ti.
—Y estas diferencias… ¿No les duelen?
Simeón intentó entender aquello, pero algo se lo impedía. Era como si la lógica de Sarraillarotz le fuera totalmente ajena. Entonces comprendió: era su mente sexuada la que aún hablaba. El dolor de su infancia retenía esa etapa de su vida. Habría que enseñarle mucho.
—Sólo en un ámbito donde todos son idénticos, lo diferente se distingue. Pero si todos somos diferentes, únicos, entonces nadie lo es. Incluso cuando miras bien, hasta los clones-bios son diferentes entre sí. Y si lo piensas con detenimiento, todos los neutros de una familia son un mismo individuo expresado en muchas variaciones. En la conjunción de las diferencias es donde se halla la verdadera igualdad, no en la homogeneidad patógena que siempre conduce a la extinción. Y no sólo hablo de rostros o culturas, hablo de ideas, hablo de nosotros mismos cambiando a lo largo de nuestras vidas…
—¿Todos somos iguales? ¿Todos somos distintos?
—Depende del punto de vista, y eso lo es todo. Sólo hay puntos de vista, jamás una visión humana absoluta. En el fondo no somos ni iguales, ni distintos, sino únicos.
Sarraillarotz se quedó mirándolo, pensativo; algo dentro de él comprendía y algo se resistía. Simeón sostuvo en su mente una intuición inquietante y la dejó remontar su vuelo natural: los humanos originales eran sexuados y Sarraillarotz lo había sido; él estaba siguiendo, en su propio ser, el camino de todo el hombre.
Se formó un nudo en su larga y flexible garganta cuando decidió expresar su más grande esperanza en voz alta:
—Es necesario que te diga algo, hijo mío; algo de tu destino. Nuestra forma, divergente de la forma original humana, nos enseñó el tesoro de la singularidad. Nuestra búsqueda de la reunificación, también. Es… como un viaje. La humanidad emprendió ese viaje hace mucho, mucho tiempo, cuando se transformó a sí misma en un conjunto casi infinito de grifos homínidos. Un grifo es un animal hecho de otros animales, un símbolo de diversidad y unificación. Nos hicimos mundo, vida, fauna: fuimos nuestros pájaros inexistentes, nuestros peces perdidos, nuestros árboles ya muertos; nos convertimos en lo que hicimos desaparecer, para experimentar desde dentro la humillación y la redención; pero, sobre todo, la verdad y el punto de vista inexorablemente perdidos. Ese viaje de lo uno a lo múltiple implica retornar al origen, y eso es lo que la ABA nos dicta: porque todo viaje que se emprende es un viaje de retorno. Tú eres parte de la búsqueda de nuestra familia, una parte esencial. Chaske, tu amado, tu hermano, te llamó “el cerrajero”, solo tú puedes abrirnos una puerta… Sólo que aún no sabemos cuál es y hacia dónde conduce.
—Pero yo simplemente era un chiquillo sin nombre que mendigaba comida.
—Nadie es simple.
Sarraillarotz se quedó pensativo. Sus orejas de alabastro ondulaban en una leve respiración acompasada a medida que sus agallas colaban el oxígeno de la atmósfera interna de la burbuja de la nave. El latido de sus venas y arterias, bajo la piel traslúcida celeste, las retorcían en vetas plateadas.
Por fin habló:
—Y, tal vez, yo sea el más complejo de todos. Ustedes siempre fueron lo que son. Yo fui algo y ahora soy otro. En realidad, fui nada y ahora soy. Pero esa nada estaba, por así decirlo, determinada.
Simeón intuyó un poco de filosofía carampahala detrás de esa idea y alabó en secreto la memoria que estaba resurgiendo por sí misma en Sarraillarotz a partir de esas pocas gotas de sangre de su hermano. Pero lo que era en verdad maravilloso, era la rapidez —en relación con su estado evolutivo actual— con que estaba sucediendo ese despertar. Sí, lo que había en él de pájaro de fuego alimentaba el no-olvido de forma casi instintiva.
—Muy bien, así es. Quizás te convertiste de nada en uno, pero un uno múltiple en más de un sentido. Tú eres yo y eres Chaske y eres el hermoso Mārama, a quien conocerás pronto en tus memorias y luego en persona. Pero eres el paso de lo sexual a lo neutro, de lo belicoso a lo sensual, de lo instintivo a lo artístico. Y eso puede ser interesante, mi querido hijo. Piensa que tú tienes dos formas de ver el mundo unificadas en una sola persona; y un solo ser repartido en dos personas: tú y tu hermano. Lo bello y lo bestial. Dos en uno y uno en dos. Chaske y tú, lo neutro y el sexo. Debo admitir que, de todas las probabilidades, ésta es la simbólicamente más rica. Su unificación es un hallazgo maravilloso. Ahora bien, piensa: no sólo eres tú la fuente de la complejidad, son tú y tu hermano. Ya nunca más serás uno (nada o algo) sino una multiplicidad.
—¿Probabilidades? Pero, ¿qué otras probabilidades puede haber?
—¡Oh pequeño, aún no sabes nada! Hay otra expresión: los bios, los clonados. Ellos son mismo-mismo. Cada ejemplar es idéntico al ideal de perfección que, hace miles de años, creyeron descubrir. Millones de copias idénticas de un solo ser. Si nosotros somos el arte y, los sexuados, el instinto, ¿cómo crees que son los bios?
Sarraillarotz pensó unos segundos, masticando la respuesta:
—¿Lo mecánico?
—¡Bien! ¿Por qué?
—Porque son mismo-en-mismo, una simple copia. Si fuesen otro-en-otro tendrían variaciones azarosas, como los r’lianos. Si fuesen otro-en-mismo habría libre elección de la forma de existencia, como nosotros. Pero ellos son simples repeticiones, iteraciones mecánicas de lo idéntico; sin novedad, sin fuerza, sin cambio.
—¿Y qué deduces de ello?
—Deben ser una raza indolente, agotada, tal vez aséptica en su inerte pureza.
—¡Por la deidad, hijo! ¡Eres brillante! Nunca vi a nadie recuperar no-memorias o generar ideas como tú. ¡Brillante como un pájaro de fuego! Agradeceré eternamente al que te puso en el camino Irará para integrarte a nosotros.
Sarraillarotz bajó la cabeza. Por un momento quiso envolverse en sus orejas en señal de vergüenza. Pero ya no eran orejas sus miembros agallados y respiraba con dificultad, así que desplegó nuevamente su triple ala.
—Sin embargo, padre, hay algo que me inquieta. Una falla en mi pensamiento. No puedo dejar de pensar en que podría haber una cuarta posibilidad, algo distinto. Pero no logro controlar esas ideas. Lógicamente esta posibilidad fantasma debería consistir en una especie de fuga, de transferencia de ser. No lo sé. ¿Estoy divagando acaso?
Simeón abrió ampliamente sus cinco ojos y, en un susurro, exclamó: “Sigue”.
—Creo que debería haber algo así como una clase de humanos trascendentes, seres que vayan más allá del instinto, el arte o la mecánica. Y, lo único que hallo, es la religión. Pero no logro dar con el método de trascendencia. Sospecho que he ido demasiado lejos.
Simeón abrazó a su hijo con todas sus fuerzas; parecía que el cristalino ser se quebraría bajo la fuerza de esta especie de centauro que era su padre.
Apenas lo soltó, comenzó a girar alrededor del joven, dando cabriolas y gritando su lección, con una euforia que nadie había visto en él jamás.
Chaske se acercó para ver el evento. La propia nave, en alerta, dejó de pastar y se enlazó con la mente de su creador y co-parte.
Simeón exclamó:
—Se llaman a sí mismos “trinos” y, supuestamente, deberían ser el equilibrio, el centro, pero en realidad están en fuga. Migran hacia lo irracional, hacia lo no-significativo. Son los locos cósmicos porque buscan la trascendencia lejos de ella.
—¡Confusión! —gritó Sarraillarotz contagiado de la alegría de su padre—. En lugar de transferir sus seres en algo no material, no energético, huyen hacia la locura: se convierten en un sólo ser, en un panandros (sea maquinal o biológico). Una única entidad que los reúne a todos como un gran panal: en definitiva, ni un todo verdadero, ni un hombre real; sólo la visión limitada y limitante de la unificación artificial, albergando algo que no puede cumplir su destino. Horrible, horrible forma, padre.
Chaske se adelantó y tomó en sus brazos al joven, su otra mitad. Sarraillarotz le devolvió un abrazo diáfano, feliz, amante:
—Tú eres el cerrajero, amado mío, hermano mío; aquel que abrirá las puertas del hombre a la humanidad. Tú eres mi ideal.
Y mientras sostenía contra sí la figura tersa del joven, algo comenzó a resonar con una frecuencia conocida dentro de su cristalino ser, una vibración persistente y rápida que hacía eco en cada fibra del propio cuerpo de Chaske.
—¡La voz de tu corazón me habla con la lengua del púlsar! —susurró asombrado el místico.
Con los ojos desorbitados, el neanderthaloide sostuvo a Sarraillarotz frente a sí mientras lo miraba entre el horror y el éxtasis:
—Me aterras y me fascinas, amado mío.
Sarraillarotz intentó dar un paso atrás, pero los brazos de Chaske y una voluntad extraña dentro suyo se lo impidieron.
Chaske continuó su profecía:
—Estoy viendo la boca del púlsar en tus labios de jaspe estriado. Estoy viendo la palabra del púlsar hecha carne. En la línea de tus pupilas doradas se cuela un mundo de oscuridad perfecta; los soles no brillan, las estrellas se apagan en silencio...
Las manos del nenanderthaloide se aferraban al joven. Sarraillarotz no podía dejar de ver los ojos de su hermano; estaba como clavado a su mirada. Poco a poco sus labios comenzaron a moverse al compás de los de Chaske, poco a poco empezaron a hablar al unísono, como en un trance:
“…Nada queda que no sea negro. Nada, excepto un haz de luz blanco-azulado en el fondo eterno de la noche”.
En silencio, siguieron contemplándose, hasta que Sarraillarotz habló:
—Vi una estrella que crecía y decrecía en su brillantez. Estaba en la cabeza de un lobo, creo que eso era el animal.
Simeón se acercó al joven, aún en brazos de Chaske.
—¿En qué parte de la cabeza?
El neanderthaloide intervino:
—No comprendo.
—Bajo su oreja derecha —aclaró Sarraillarotz.
Simeón caminó unos pasos mientras meneaba la cabeza. La burbuja se consolidó a su alrededor en un arco iris de iridiscencias. El diálogo silencioso con la nave prosiguió unos minutos más ante los pasmados hermanos. Al fin, estaba lista para el despegue.
—Es sencillo, hijo mío; la estrella es Alfa de Lupus según la ABA. Sarraillarotz acaba de indicarnos nuestro próximo destino, ha debido leerlo en tus visiones. Después de todo, son dos en uno.
Chaske soltó de pronto al joven y corrió.
Sarraillarotz se acercó a Simeón, asustado ante el comportamiento de su hermano. Pero el padre conocía bien al hijo y lo consoló:
—Calma, intentará completar la profecía, trazar el mapa con el verso indicado.
Chaske entró portando la máscara Dagda bajo la forma del cráneo de un karaurus —según se decía, la más antigua salamandra— y se detuvo ante Sarraillarotz y su padre.
—El conejo intercambia con el mono. Cinco semillas rojas y dos semillas doradas. ¡Claro, el verso 243! ¡“La sabiduría del gran artista y el sol protector”! El padre y el hijo… La respuesta son ustedes dos.
Chaske se quitó a Dagda con tal entusiasmo que ésta calló al piso. Suelta, la máscara volvió a su estado animacular y corrió hacia Sarraillarotz. El joven lo recogió entre sus largos y ahusados dedos. El ondrión trepó por ellos y se acurrucó en su palma con un murmullo de satisfacción.
En este instante, la nave se elevó con un impulso suave y delicado. R’li quedaba lentamente más y más abajo.
Simeón contuvo a su primogénito para que no interrumpiese la conexión: el ondrión estaba comunicándose con la nave, traduciendo las visiones del joven en deseos para la plataforma. Deseos plácidos como su vuelo.
El padre se conectó con las biomáquinas y percibió la profundidad del llamado que la nave sentía en su interior. Una dulce voz cristalina que repiqueteaba a 343,43434343434 veces por segundo, instándolo con ternura a un sitio feliz como un vientre materno.
Al cortar la conexión, Chaske y Sarraillarotz lo estaban mirando.
—Tu herencia r’liana acaba de tomar sentido ante nuestros ojos —dijo mirando a su hijo menor— llevas el ritmo del púlsar en tu corazón.
Continuará