La humanidad siempre había interpuesto las mismas excusas, frágiles como la piel, que se reducían a una sola cosa: egoísmo. Ombliguismo. Crueldad. Excusas destinadas a ignorar su propia incompetencia, su manera tardía y errónea de gestionar las crisis. Por eso, cuando los misiles se alzaron en las velocidades negras, en los resplandores de cobalto, en las amenazas rotas, cabalgando sus trayectorias de muerte hacia las ciudades que debían devastar… tanto Víctor Lazlo como sus compañeros de la atalaya Luna supieron que no había vuelta atrás. Acababa de amanecer el último día de la historia de la humanidad.
—Son engendros de metal —dijo su compañera, la teniente Sánchez, tropezando con cada sílaba—. No llevan gente en sus entrañas. Son solo ojivas nucleares.
Víctor asintió, observando desde aquel privilegiado mirador la suave curva de la Tierra. Desde allí podrían ver mejor que nadie cuántos impactos habría, cuántos destellos blancos, cuánta muerte acompañando aquella erupción tecnológica de ingenios de guerra y humos indostánicos y setas de un kilómetro de altura. Cada destello que hiriese sus ojos implicaría el desvanecimiento de un millón de almas. Y allí no habría fieles que se reunieran al amanecer para consagrar el milagro. Después de aquel día ya no habría más muerte, porque ya no quedaría nadie más a quien matar.
—Tenemos combustible para un viaje más, uno solo —comentó Víctor, mirando los indicadores del panel de la base—. Ida y vuelta, un solo cohete. Podemos bajar, recoger a toda la gente que podamos y subirla en la bodega. Un último puñado de supervivientes escogidos al azar entre ocho mil millones.
Los ojos de todas las personas que estaban reunidas en la sala de control, unas treinta, lo miraron en silencio. Por un instante, reflejaron la luz lunar que llegaba del sol y que allí estaba por todas partes, la destilaron y la convirtieron en un estanque de plata.
—Sabía que terminaría saliendo ese dilema —comentó Johansen, el capitán en funciones. Su antecesor se había suicidado cuando los misiles empezaron a volar, incapaz de soportar el horror de semejante escenario. Sus últimas palabras fueron: «Al final lo han hecho, los muy malnacidos… lo han hecho». Y sus sesos pintaron la pared. Johansen no quería el cargo, pero no le quedaba más remedio que asumirlo según la cadena de mando—. No sé cuánto aire nos queda, ni cómo está el sistema de reciclado —suspiró—. Teniendo en cuenta lo que está pasando allá abajo, creo que no podremos descender a la Tierra a por recursos en una buena temporada, quizá años. O décadas. ¿Vamos a incrementar el personal de la base trayendo a cuanta gente podamos, a costa de estos magros recursos…?
Lo miraron como si hubiese cometido un pecado al decir en voz alta algo que, en realidad, estaba en todas las mentes y en todos los corazones. Había un duelo perverso, y sus protagonistas eran la moral y el sentido práctico de los últimos supervivientes. China había liberado sus misiles, Estados Unidos también, Rusia también, y Corea, y Francia, e Irán… todo aquel que tenía un botón y ganas de apretarlo lo había hecho, las estrellas siendo pulverizadas por sus negras toberas. Cuando la letal granizada acabara y se disiparan sus estelas de melancolía radiactiva, quedaría muy poco planeta sin contaminar. Ese bien tan preciado en el universo llamado «ser humano» amputaría para siempre sus posibilidades de futuro. Si había una última oportunidad de hacer aquello, de coger en plan lancha salvavidas a un simple puñado de personas y sacarlas del armaguedón, trayéndoselas a base Luna, era ahora o nunca. La lotería más extrema y cruel de la historia del mundo: arriesgarlo todo para alargar una mano, la última, y escoger por pura casualidad a un último Mozart, una última Curie, un último Bech, una última Anisimova… O quizás, a un simple puñado de personas corrientes. Aun esto último ya valdría la pena el esfuerzo.
La gran pregunta que cruzaba por la mente de todos era si eso no disminuiría drásticamente sus posibilidades de supervivencia, las del conjunto. Mientras más personas dependieran de aquel frágil sistema de soporte vital, menos probabilidades tendrían de aguantar sin asfixiarse, de regenerar el agua y la comida. Johansen era el malvado, según el guión: el que se había atrevido a decirlo en voz alta. Esos malos tragos venían con los galones de comandante.
—Tendremos que sembrar el doble de cultivos en las hidropónicas de los domos —dijo alguien, al fondo—. No nos alcanzará el abono, pero podríamos usar nuestros desperdicios para fabricar suelo útil…
—A mí lo que me preocupa es el comportamiento a largo plazo de tanta gente hacinada en tan poco espacio —apuntó el psicólogo de la base—. La atalaya se diseñó para albergar cómodamente a quince personas. Actualmente somos el doble, y ya notamos estrecheces. Si tenemos que prever el comportamiento de un grupo humano de pongámosle cincuenta personas durante años, o décadas, en un espacio diseñado para quince… Esto va a ser un desastre, a la larga.
—No me puedo creer que realmente nos lo estemos planteando —gruñó Sánchez, enfadada, sus ojos dos ópalos lunares en el fondo de un arroyo de agua clara. Miraba a sus compañeros sin dar crédito a sus palabras—. No tenemos elección, ¿entendéis? Esto ya no es una simple cuestión de planificación científica o tecnológica. Estamos a las puertas del exterminio de la humanidad, del último amanecer que verá nuestra especie, y vosotros os estáis planteando si el aire o la comida serán suficientes. Yo digo: a la mierda. ¡Es de vidas humanas de lo que estamos hablando, joder! Primero rescatemos las que podamos, y ya nos enfrentaremos a los problemas técnicos después…
—Creo que el asunto no es tan monocromo como tú lo pintas, María —se enfadó el psicólogo, lo que dio pie a un breve estallido de voces e insultos. Pero el capitán los silenció con un grito.
—¡Ya basta! Nuestros problemas son graves, eso lo sabemos, pero por lo menos tenemos la suerte de que ninguna de esas ojivas está volando directamente hacia nosotros, cosa que no puede decir en este momento ni un diez por ciento de la humanidad. —Sus ojos estaban desorbitados y mostraban buena parte de la esclerótica, como un tigre dispuesto para la pelea. Mientras hablaba se tiraba de la carne del rostro hacia abajo, convirtiéndolo en algo parecido a la máscara de una bruja—. Hace un momento acaba de llegar el ping automático que avisa de la ruina total de las bases de datos de los búnkeres, allá en Europa. Un impulso IE las ha destruido. Ya no queda superficie digital sobre la Tierra, toda la memoria virtual del planeta ha sido borrada de la existencia.
Víctor miró a la nada con ojos desorbitados como si la nada tuviera algo que decir. Los últimos búnkeres de datos, los últimos que quedaban tras la debacle del día anterior, cuando un estallido electromagnético había frito los circuitos de los servidores de América, Asia y los demás continentes. Internet murió con un chillido de agonía, los bancos de datos ocultos en cajas fuertes explotaron, nada se salvó. La información acumulada de la especie humana, tanto la crucial como la intrascendente, la crítica y la banal, todo se había volatilizado. Era como si los últimos tres mil años de historia jamás hubiesen ocurrido.
Y ahora, Johansen les estaba diciendo que el último reducto que quedaba, el último banco de datos ultraprotegido, oculto tras espesos muros en un sótano tan inalcanzable como el Tártaro… también había sido arrasado. Ya no quedaba registro de ningún conocimiento, en ninguna parte. Y los frentes de llamas y las tormentas de fuego erradicarían todo lo que no era digital y que podía contener aún ese conocimiento: esos libros que esperaban, desprotegidos como las crías del tapir ante la sombra del jaguar, en los anaqueles de las bibliotecas del mundo. Nada sobreviviría, todo quedaría reducido a cenizas.
Este último pensamiento, el ver los libros aleteando y quemándose como polillas en llamas, fue lo que más miedo le dio.
—Iré —anunció con solemnidad—. Bajaré y traeré a la gente, a todos los que quepan. —Miró a Sánchez a los ojos—. Somos científicos, personas inteligentes. Sabremos resolver los problemas futuros que se deriven de esto. Pero no podemos dejarles morir así como así.
La decisión estuvo tomada en una hora. Víctor era el mejor piloto y podía bajar con el cohete de suministros, el más grande que tenían, aterrizar en alguna de las instalaciones de la ESA que aún sobrevivieran, y volver a despegar con su preciosa carga de refugiados. Si es que aún quedaba alguien vivo allí abajo.
Examinaron desde la órbita las plataformas de descenso disponibles, y sus rostros se demudaron: Francia era un campo arrasado por una pitón que escupía un keroseno venenoso sobre el mundo. Alemania ya no existía, era un hematoma en carne viva que lanzaba farallones de humo a la atmósfera. Rusia había quedado reducida a un lienzo sobre el que otros países lanzaban bolas de hollín, su tierra convertida en un estrépito de vidrios rotos, de espejos podridos, de ciudades esqueléticas, de almas quemadas. China era una gigantesca y encendida flor amarilla. América, un pañuelo gris por el que solo rodaban lágrimas. No quedaba nada, nada, nada… ni a este lado de los océanos ni al otro. Aquella incomprensible tormenta se lo había llevado todo.
Pero entonces, un ping solitario dio una respuesta. Era una base de lanzamiento meteorológica en Holanda, que aún estaba entera. Víctor, esperanzado, apretó el botón de ignición y su cohete se elevó como una pluma, sus alerones traseros para vuelo en atmósfera estremeciéndose con lengüetazos de fuego. Puso proa al planeta Tierra, esa canica gris y roja y sucia que tenía debajo, y entró en la atmósfera justo sobre Holanda. Los campos de Leiden esperaban abajo. Empezaba a llover, una tormenta de gotas negras como el alquitrán: una gota, la Tierra. Otra gota, la Luna. Dos gotas más, la furia y el olvido. Tres más, la furia, el olvido y la esperanza. Una, Víctor. Dos, Sánchez. Tres, Johansen. Cuatro gotas y un paraguas. Cuatro gotas y un paraguas.
El cohete tomó tierra en medio de una luz histérica, de un silencio imperativo. Víctor se apeó por la rampa y, sin quitarse el casco —quién sabía si aquel aire ya estaría cargado con partículas nocivas— empezó a explorar la base en busca de personas. Quien fuera, le daba igual. Pero personas. Vivas. Mujeres y niños sobre todo. Mientras corría por los pasillos y examinaba las habitaciones, su voz perdiéndose entre ecos de cemento, el cielo chilló sobre el complejo como si un dios loco hubiese desgarrado cien años luz de estrellas. Víctor se llevó las manos al pecho, el corazón a punto de fallarle por el miedo, pero nada ocurrió; ninguna bola de fuego se lo llevó, ni un frente de neutrones malignos hizo polvo sus cadenas de aminoácidos. Seguramente sería la onda expansiva de alguna bomba que cayó cerca, enviando al país del recuerdo quizás a Ámsterdam o a La Haya. Pero la base seguía en pie.
Dándose mucha prisa, corrió por los pasillos gritando nombres de personas al azar, en todos los idiomas que conocía.
En la atalaya de la Luna, Sánchez se mordía las uñas de impaciencia. Las horas pasaban y aún no tenían ninguna señal de Víctor en el radar, ninguna comunicación de que hubiera vuelto a despegar y estuviera volviendo. Miraba fijamente la radio y la pantalla del radar, con los ojos esperanzados de aquella niña que hacía tanto tiempo conoció el lenguaje de las olas de la playa, y de las nubes, y del viento en las hojas, y que no temía que la luz rojiza de ningún amanecer quemase las plantas que alzaban sus cuellos en el alféizar de su ventana. Aquella niña que una vez fue, y que sabía leer presagios en la huidiza luz del alba.
Entonces, una erupción de color, el sonido repentino de una alarma. Un punto que acababa de aparecer en el radar, aproximándose a la Luna a base de parpadeos. Llamó a gritos al capitán. Acudieron seis personas.
—¿Es Víctor o un misil balístico que al fin nos ha detectado? —preguntó Johansen, nervioso.
—No, es… ¡Sí, es él! —exclamó con alegría—. Su computadora de vuelo nos devuelve el paquete identificador. Aterrizará en dieciocho minutos.
Todos corrieron a la pista, para prepararla. Víctor les llamó por radio y les dijo que todo había ido bien, y que se preparasen porque venía con las bodegas cargadas. Eso preocupó un poco al intendente de la base, que inmediatamente calculó cuántas bocas más podrían ser eso, y cuántos pulmones, y empezó a sudar haciendo una lista de la comida y el aire que les quedaba. Sánchez, sin embargo, no podía exhalar otra cosa que no fueran sonrisas. ¡Más gente, gente nueva, caras llenas de esperanza, vientres dispuestos a procrear que quizás aún no hubieran sido esterilizados por la radiación! ¡Caras asustadas pero contentas, hacinadas en aquella oscuridad! ¡Un montón de nuevos mañanas apretujados en aquella bodega, con ánimo para enterrar para siempre todos los ayeres!
El cohete aterrizó y se abrió la esclusa de la cabina. En su densa oscuridad, una forma. En la forma, unos ojos. En los ojos, una mirada de alegría y de piedad. Era el futuro que miraba al hombre, y el hombre que le contestaba en respuesta.
Víctor, sudoroso, agotado, apretó el botón que abría las puertas de la bodega del cohete… Las treinta personas de la base contuvieron el aliento, con mantas y provisiones y botellas de oxígeno en las manos, preparadas para todo…
Y todas se quedaron paralizadas.
Porque lo que surgió de aquella bodega, cayendo en un alud incontrolable, en una marea avasalladora y rugiente, no fueron personas sino libros. De aquella especie de esfínter mecánico que se abría y se cerraba llovieron hojas, papeles, volúmenes encuadernados: docenas, cientos de incunables, de tantos tamaños y formas como tipos de encuadernación hubo a lo largo de la historia. Durante el breve lapso en que la gravedad los reclamó, aquellos pájaros de papel batieron sus alas, y sus entrañas blancas se agitaron al viento. Era como si quisieran escapar de algún funesto destino, pero ninguno de ellos sabía volar, así que ninguno podía burlar la gravedad.
Se abrieron con violencia formando un enjambre, cayendo de manera caótica, chocando unos con otros, hasta que se esparcieron por la plataforma de aterrizaje. La inercia les daba movimiento, saltando y saltando, como una dinamo que los arrastrara al corazón de giros invisibles. Y luego los esparcía boca arriba o boca abajo, exponiendo al mundo sus entrañas. ¡Chas!, por allá caía Shakespeare, con los gritos de un Hamlet confuso ante la ambigua sexualidad de su madre, una culpa travestida de vergüenza que le hacía ver fantasmas con la cara de su padre. ¡Crash!, por allá rebotaban los laberintos simbólicos de Borges, poniéndole coto a sus bibliotecas infinitas. ¡Scrush!, parecían gritar los torturados personajes de Joyce, cuyos monólogos interiores carecían de volumen, eran demasiado sordos para que nadie los oyera. ¡Smash!, el jolgorio se adueñaba de los continentes perdidos de Tolkien, cantando sus complejas mitologías, mostrando con orgullo sus palacios de leyenda, entonando con alegría el melodioso lenguaje de los elfos.
Ante los atónitos ojos de Sánchez y de Johansen y de los demás, aquella avalancha de volúmenes con portadas en varios idiomas y con nombres que empezaban por casi todas las letras del abecedario se esparció por la pista, y se quedó allí, testigo mudo de sí misma.
Con la estupefacción más genuina que mujer alguna hubiese conocido estampada en la cara, la teniente Sánchez alzó la mirada y le preguntó en un hilo de voz:
—¿Q… qué es esto…? ¿Por… por qué libros…? ¿Y la gente? —Una barbacana de furia se encendió en su pecho—. ¿¡Y las personas, Víctor!? ¿Qué coño has hecho con ellas?
—Llegué a la estación tierra, y allí no había nadie, y salí a recorrer el pueblo que había por allí cerca… —explicó el piloto, agotado, mientras se dejaba caer en la escalinata—. Y solo vi gente moribunda en las aceras, y manos que salían pidiendo ayuda por las ventanas de las casas, y perros famélicos que devoraban los despojos, y… y… —La voz se le quebró—. Y entonces pasé por delante de un local. Era una simple librería. Pero a diferencia del resto de la ciudad, de los demás edificios, estaba llena de rostros sonrientes que me miraban, llenos de alegría, y que aún no habían perecido en la nube de fuego: Norte, Ulises, Spade, Legolas, Adriano, Celestina, Páramo, Apolonio, Seldon, Carter, Chandra, Cooper, Yáxtor, Evans, Hesión…
»Todos me miraban, me suplicaban que los rescatase. Que los metiera en las bodegas de mi nave y los llevara a algún lugar lejano, donde todavía quedase alguien que quisiera leerlos. Y eso hice. —Hubo una pausa que se alargó tanto que todos temieron que le hubiese dado un ataque, o un desmayo, pero entonces concluyó—: Ya que han dejado de existir las bases de datos que contienen nuestra cultura, quemadas… y que todos los libros del mundo van a ser cenizas, a volatilizarse en el descerebramiento y la locura… al menos que unos pocos se salven y se queden aquí, en la Luna, con nosotros. Para siempre jamás, viviendo entre las estrellas.
La teniente, mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas, se encaró con él, furiosa, y apretando los puños le dijo:
—No seguiste buscando. Podía haber gente viva allá abajo, escondida, esperando un milagro… y tú no seguiste buscándola. Nos has traído libros en lugar de niños, hijo de puta.
Víctor asintió sin el menor remordimiento.
—La historia juzgará lo que he hecho. Y creo que me juzgará bien.
—¿Y cómo vivirás hasta que eso pase, con semejante cargo de conciencia?
El piloto sonrió y rebuscó al azar, sin mirar, en la montaña de libros. Extrajo uno. Era La Odisea.
—Esperaré leyendo.