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Los ruegos de una madre

Berruezo, Lucas

¿Qué tanto pueden conseguir los ruegos de una madre? En ciertas ocasiones, mucho.

 

  Después de cinco embarazos perdidos, Soledad Balidori conservaba aún la esperanza de tener un hijo. Tanto sus estudios de fertilidad como los de su marido habían dado bien, por lo que no tenía grandes motivos para pensar que no podía ser mamá. Debían seguir intentándolo, y, si Dios quería, todo iba a salir bien.

  «Si Dios quería». Soledad rezaba día y noche para que Dios quisiera. Sus ruegos se elevaban durante horas enteras al cielo, esperando el favor divino. Dios podía ayudarla, como había ayudado a todas esas mujeres de las que hablaban los domingos en la iglesia. Esas mujeres que eran viejas y estériles, y sin embargo Dios les había permitido tener hijos. Recordaba el nombre de algunas de ellas, Sara e Isabel. Sí, recordaba esos nombres.

  Por más que el tiempo pasaba y su periodo venía a confirmarle cada mes lo inútil de sus ruegos, Soledad persistía en su plegaria. Tenía treinta y ocho años y no podía darse por vencida; no todavía. Su marido, Aldo, parecía haber perdido toda esperanza, pero ella no la perdería, no mientras tuviera fuerzas para rogar.

  Por fin, un atraso de tres semanas les trajo la noticia de un reciente embarazo. Debido a su amarga experiencia, Soledad se abstuvo de dar la noticia a sus amigos y familiares e incluso se negó a sí misma soñar. Tenía que esperar. Sus embarazos anteriores no habían llegado al tercer mes de gestación. Por lo menos hasta pasar esa fecha no podía ilusionarse. Su sistema nervioso no soportaría un nuevo derrumbe de sus expectativas. Sólo debía rogar. Rogar a Dios para que llevase ese embarazo a buen término. Sólo Él podía hacerlo, sólo Él podía permitirle ser mamá.

  Evidentemente, sus ruegos fueron escuchados. Soledad y Aldo tuvieron un hijo, al que llamaron Santiago. El niño era sano y hermoso, e iba creciendo feliz al amparo de sus padres. Cuando, a los cinco años del nacimiento del pequeño, Aldo falleció como consecuencia de un derrame cerebral, Soledad se consolaba mirando el fruto de su matrimonio. Mientras observaba a Santiago, apenas experimentaba dolor por la ausencia de su esposo.

 

 

***

 

 

¿Qué tanto pueden conseguir los ruegos de una madre? En ciertas ocasiones, lo suficiente.

 

  Como todo chico, Santiago era acreedor de un prontuario de travesuras. Con sus amiguitos de la cuadra jugaban al ring-raje, se alejaban en bicicleta en busca de aventuras y en una ocasión consiguieron un aerosol y plasmaron en las paredes del barrio sus nombres, hecho que les trajo las quejas de sus vecinos y los castigos de sus padres.

Por su parte, Soledad trataba de no ser demasiado dura con su hijo. Como ella lo entendía, Santiago era un niño y los niños hacían esas cosas. De hecho, lo consentía en casi todo lo que pedía. Él era todo para ella y si le llegaba a faltar ya no tendría ninguna razón para seguir adelante. Por eso lo cuidaba tanto. Muchas de las veces en que Santiago salía a andar en bicicleta con rumbo desconocido, Soledad lo seguía de cerca montada en su propia bicicleta. No quería prohibirle a su hijo la posibilidad de sentirse libre, pero quería estar cerca de él para resguardar su vida de esa libertad.

  Al llegar la adolescencia, Santiago reemplazó los deseos de aventura por cierta inclinación a quedarse en su casa, leyendo historietas japonesas y mirando películas en la televisión. Le gustaba el calor y la seguridad que le brindaba su hogar. Soledad, cuya protección y consejos habían influido, por no decir determinado, esta postura en Santiago, estaba feliz por la compañía constante de su hijo.

  No obstante, Santiago no carecía de amigos. Era un muchacho alegre y solidario. Cuando estaba a punto de terminar la secundaria, tanto sus compañeros como sus profesores lo eligieron para ser abanderado. Para Soledad fue una velada maravillosa. Su hijo estaba ahí, sobre el escenario, con la banda nacional cruzándole el pecho y la bandera argentina entre sus manos.

  La relación entre ambos no podía ser mejor. Soledad siempre había soñado con un vínculo así. Ella sobreprotegía a Santiago como sólo una viuda podía sobreproteger a su único hijo. Santiago, lejos de sentirse incómodo por la presencia constante de su madre en su vida, la atendía como sólo un hijo que ve a su madre completamente sola podía hacerlo. Ambos sentían ser la única razón que el otro tenía para vivir y, mientras Santiago estaba cómodo con su madre, Soledad le rogaba día y noche a Dios para que nada cambiara.

 

 

***

 

 

¿Qué tanto pueden conseguir los ruegos de una madre? En ciertas ocasiones, no lo suficiente.

 

  A los pocos días de cumplir veinte años, Santiago sufrió un severo accidente automovilístico. Estaba en el auto de un amigo, yendo a la facultad por el Acceso Oeste, cuando un choque producido en el mismo carril por donde viajaban obligó al conductor a maniobrar bruscamente. El auto dio de lleno contra la valla de contención, volcando luego. En él había cuatro jóvenes: el conductor, Santiago (sentado a su lado) y dos muchachos más, ubicados en el asiento trasero. Milagrosamente, los tres amigos de Santiago salieron ilesos. Santiago no. Sufrió heridas de gravedad, una de ellas en la cabeza, y quedó en coma.

  Todos los días, Soledad iba a ver a su hijo. Se habría establecido definitivamente en la habitación si se lo hubiesen permitido, pero la política del hospital era estricta en lo que se refería a los horarios de visita. De cualquier manera, Soledad pasaba horas enteras al lado de la cama de Santiago, hablándole y contándole las novedades de Boca Juniors, su equipo de fútbol. Y rezaba. Rezaba mucho y sin descanso, rogándole a Dios que le permitiera ver una vez más a su hijo sano y salvo, de pie, con todas sus facultades físicas y mentales intactas.

  Concurrir al hospital no era la única tarea que llevaba a cabo con una rutina inalterable. También iba a misa. Vivía a costa de una pensión que le había dejado su esposo, por lo que siempre tenía tiempo para dedicarle a Santiago. No dejaba en ningún momento de rogarle a Dios por su vida. Él podía salvarlo de la misma manera que había podido traerlo al mundo. En cierta forma, Santiago había sido un milagro, y los milagros ocurrían por una determinada razón, no para morir cuando todavía estaban en la flor de la vida.

  Pero, ciertamente, sus ruegos no dieron resultado. Santiago falleció un martes a la madrugada, cuando Soledad se hallaba durmiendo en su casa.

 

 

***

 

 

  ¿Qué tanto pueden conseguir los ruegos de una madre? En ciertas ocasiones, muy poco.

 

  En una oportunidad, Soledad había conseguido con fe lo imposible. Su hijo había nacido cuando todo el mundo, incluyendo Aldo, había perdido las esperanzas. Santiago había sido un milagro, y con mucha fe y muchos ruegos podía volver a conseguir un milagro. No tenía que renunciar, sólo eso. Iba a rezar más que nunca, iba a rogarle a Dios con todas sus fuerzas, y si Él lo quería podía traer a su hijo nuevamente a sus brazos. Ya lo había hecho con Lázaro, como lo había oído en uno de los sermones del párroco, y podía hacerlo con Santiago.

  Continuó yendo a misa todos los días. Los sábados y domingos iba tres veces, dos por la mañana y una por la tarde. En todos los casos pedía lo mismo, que su hijo pudiera volver a sus brazos. Ella era una mujer de sesenta años, viuda de esposo y de hijo, y ya no le quedaban fuerzas para rehacer su vida. Cuando, hacía tanto tiempo ya, había perdido sus primeros embarazos, había tenido a su marido para seguir viviendo y para alimentar su esperanza de ser madre algún día. Cuando su marido murió, tenía a Santiago para seguir viviendo y ver en él la imagen de su difunto esposo. Su hijo se había convertido en todo para ella y vivía su vida exclusivamente para él. A Santiago le entregaba todo y de Santiago no esperaba nada a cambio. Pero ahora que ya no estaba, ahora que no tenía hijo ni esposo por quien vivir, ¿qué podía hacer? Sólo rezar y esperar que sus ruegos llegasen a Dios.

  Pero eso no ocurrió, y cuando pasaron dos semanas de la muerte de Santiago, Soledad decidió probar otros caminos para hacer que su hijo regresara.

 

 

***

 

 

  ¿Qué tanto pueden conseguir los ruegos de una madre? En ciertas ocasiones, todo.

 

  Soledad estaba decidida a no cargar con el estigma de su nombre por mucho más tiempo, por lo que se propuso seguir cualquier camino y realizar cualquier acción con tal de que Santiago volviera a su lado. Si no lo conseguía, no dudaría en abrir la llave de gas y recostarse a dormir una última siesta, para ir hacia su hijo y volver a formar, junto con Aldo, la familia que había perdido.

  Visitó manosantas y adivinos, brujos y mentalistas, y todos le dieron extrañas y distintas prácticas para llevar a cabo. Ninguna le dio resultado. Pronunció oraciones en latín, preparó olorosos ungüentos que después esparció sobre distintas fotos de Santiago… Todo lo que le dijeron hizo, pero nada sirvió. Hasta que un día visitó a un brujo que se hacía llamar a sí mismo Lormac, que le dio una extraña lista de cosas que tenía que realizar esa misma noche.

  El brujo, un hombre cubierto de harapos y con una gran mancha roja en su frente, le dijo que tenía que ir a la tumba de su hijo y colocar sobre ella, boca abajo, un espejo de aproximadamente un metro de alto por medio metro de ancho. Luego debía esparcir cuatro litros de leche sobre los bordes del espejo, de modo que parte de esa leche se derramara y penetrara en la tierra. Por último, tenía que repetir el nombre de su hijo nueve veces. Una vez hecho todo eso, tenía que regresar a su casa y esperar despierta, con la puerta sin llave y con una foto de Santiago (lo más cercana posible a su fallecimiento) dentro de una jarra llena de leche. Eso le marcaría a su hijo el camino para volver a su casa.

  Avanzada la noche, Soledad tuvo que enfrentar al cuidador del cementerio para que la dejase entrar en él. Al principio el hombre se negó, pero después de mucho rogar y de mil pesos que cayeron cuidadosamente en su bolsillo, cedió y le permitió a Soledad ingresar con su extraño paquete y el enorme espejo que llevaba debajo del brazo.

  Una vez que todo estuvo listo, Soledad volvió a su casa y esperó a su hijo con la jarra de leche entre sus manos. Sabía que debía cuidar de esa jarra, eso le había dicho Lormac, aunque sin explicitarle el porqué. También sabía que tenía que cambiarle la leche diariamente, aunque tampoco sabía el porqué de eso. De todas maneras, a ella no le importaban las explicaciones, haría todo sin hacer preguntas.

  Al pasar dos horas desde su regreso del cementerio, Soledad, sentada en el sillón de su comedor, comenzó a cabecear. Había sido un día largo y estaba muy cansada. Lo que ella no sabía era que, en ese mismo momento, de la tumba de su hijo, muerto hacía apenas un mes, y a un costado del espejo que sobre ella descansaba, emergía una mano rígida.

 

 

***

 

 

  ¿Qué tanto pueden conseguir los ruegos de una madre? En ciertas ocasiones, nada.

 

  Como en sueños, Soledad oyó que alguien abría la puerta de su casa. Abrió los ojos y vio parado en frente de ella a Santiago, tal y como estaba antes de sufrir el horrible accidente que había terminado con su vida. Una emoción incontenible embargó su pecho, tanto que se puso de pie sin pensar en lo que hacía y, en un descuido, dejó caer de su regazo la jarra con la leche y la foto. En el mismo instante en que la jarra se estrellaba contra el suelo, rompiéndose, Soledad fue testigo de un hecho sorprendente (más sorprendente que la resurrección misma de su hijo). El rostro de Santiago se convulsionó en un rictus de furia. Su piel comenzó a descomponerse a gran velocidad, como si se tratase de una película acelerada. El traje con el que lo habían enterrado se deterioró al mismo tiempo que su piel, quedando hecho jirones en la parte de los brazos y de las pantorrillas. Enormes llagas que supuraban una mezcla de baba y pus aparecieron en todas aquellas partes en que su cuerpo quedaba a la vista. Sus ojos se contrajeron y se volvieron dos cavidades de carne putrefacta. Sus labios también se contrajeron, dejando a la vista dos hileras de dientes verdes. La habitación entera se inundó de un fuerte hedor que obligó a Soledad a taparse la nariz con ambas manos.

  Santiago comenzó a avanzar con paso inseguro. Horrorizada, Soledad lo veía tambalearse. Notó cómo de su boca emergía una veloz cucaracha que, después de recorrer su cara, se perdía en la maraña de pelos, alguna vez castaños y ahora completamente negros.

  Con una lentitud carente de toda expresión, Santiago alargó su mano y agarró a su madre de la cabeza. Soledad empezó a llorar. No paraba de decirle que lo amaba y que ella lo había hecho volver. Le pedía que no le hiciera daño, asegurándole que visitarían al brujo Lormac y le preguntarían qué hacer. Siempre se podía hacer algo, y ellos vivirían felices.

Y Soledad rogó. Con sus mejillas bañadas en lágrimas rogó como nunca lo había hecho en su vida.

  Pero Santiago se mostró sordo a todo ruego. Presionó todavía con más fuerza la cabeza de su madre y, con un movimiento seco, la extrajo de su torso. Ya con la cabeza en una mano y el cuerpo en la otra, dejó caer éste y se concentró en aquella. Tenía la espina dorsal que salía del cuello. Santiago se llevó la carne abierta a su boca y comenzó a beber con incontenible ansiedad. Al acabarse la sangre, escarbó y escarbó hasta llegar a la masa encefálica, que comió con gran apetito. Una vez que terminó, dejó caer la cabeza a un lado con indiferencia y, poniéndose de pie, salió en dirección al cementerio.

Cuando, por la mañana, encontraron a Soledad Balidori salvajemente asesinada en su casa y con la puerta abierta de par en par, la policía no dudó en adjudicar el crimen a una secta satánica. Se descubrió que en los últimos días la víctima había frecuentado innumerables antros de magia negra y satanismo. Según trascendió en los medios, un culto diabólico había llevado a cabo un extraño rito, de una crueldad inimaginable, que incluía el desenterramiento del cadáver de Santiago Balidori, hijo de la víctima, recientemente fallecido, que fue hallado a pocas cuadras del lugar del hecho, abandonado en plena calle. Después de las pericias de rutina, se devolvió el cadáver del joven al cementerio, mientras que el cuerpo de Soledad Balidori fue donado a la morgue de la Facultad de Medicina, para uso educativo.