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Lobo

Santos, Isabel

PINTO

Hace días que no puedo sacarme de la cabeza a Pinto, mi perro español. Es difícil  olvidar un amigo, y él lo fue.

Cuando mis primos me lo presentaron, en esa aldea de Galicia donde viví entre los ocho y los diez años, Pinto casi ni me miró. Era la mascota de ellos, y actuó como tal. De a poco, iría tomando confianza conmigo y todo cambiaría.

Yo venía de Buenos Aires, una ciudad gigante, y nunca había visto una vaca, una gallina o un conejo. Así que, frente a tantas cosas nuevas, un perro era el amigo más adecuado.

Nunca me gustaron las gallinas, no sé por qué. Quizá sí, pero no lo voy a contar. Hoy quiero contar otra cosa.

Mi familia se había mudado a Galicia, a la casa de campo de mi tía. La última casa del pueblo, después ya venía el monte.

Desde mi habitación veía los árboles gigantes que se hamacaban y hacían ruido. La casa era enorme, y mi habitación estaba muy cerca del techo, pegada a la puerta que daba al altillo donde almacenaban la cosecha. Yo pasaba las noches en vela viendo correr a los ratones, que iban y venían a comer las papas y cebollas que se guardaban ahí.

Pinto pasaba la noche en vela también, pero por otros motivos. Supongo que por eso, teníamos las mismas horas de actividad.

Mis primos se quejaban de su vagancia, pero yo lo conocía mejor. Lo veía desde mi ventana, todas las noches, siempre alerta y vigilando el monte. Era como si presintiera bestias, que yo no podía ver. Me cuidaba, yo lo sabía.

En el colegio tampoco la pasaba muy bien. Para mis compañeros, ser nueva era ser salvaje. Sobre todo, si una no hablaba el dialecto.

Ya después de un mes, con Pinto nos hicimos carne y uña. Sola, en un mundo extraño, esperaba las noches para comunicarme con él. Estaba convencida de que a Pinto le pasaba lo mismo. Miraba mi ventana y me ladraba como diciendo sé que estás mirando. 

Así pasamos todo el invierno. Y un día de primavera me animé a bajar y, como si me estuviera esperando, él me llevó de paseo.

 

MAR

 

Todavía era de noche, y no fue fácil seguirlo: yo tenía mucho miedo. Pero a esa edad la curiosidad podía más.

Todo un desafío. El monte es muy oscuro de noche, y el ruido del viento es aterrador, porque cruje la madera o porque se caen las piñas de las ramas. El caso es que los ruidos del monte son pavorosos.

Pinto giraba a cada paso, y me miraba para tranquilizarme. Y lo lograba.

Yo estaba acostumbrada a recorrer ese camino, pero de día. Todos los domingos, con mis primos llevábamos cerdos a comer plantas raras, que los chicos llamaban toxos, una especie de helecho con espinas. Siempre llegábamos hasta una pared de piedras medio destruida, quizá de alguna casa más antigua y abandonada. Todo parecía terminar ahí. Sin embargo, Pinto había descubierto un sendero oculto, que se extendía trepando una pared estropeada.

Antes de saltar esas piedras me di coraje a mí misma, no solo por el esfuerzo, sino por el miedo a lo desconocido.

Ya del otro lado, todo volvió a la normalidad, el camino seguía. Después de avanzar, más o menos dos kilómetros, Pinto me miró como diciendo ya llegamos.

Ahí estaba el mar. El sendero secreto era un atajo.

En eso, Pinto me hizo un gesto que no entendí, hasta que vi en la playa a unas mujeres del pueblo, que me conocían. Él quería protegerme del reto por haberme escapado de noche.

Decidí quedarme sentada en una piedra, observando desde lejos lo que pasaba.

Pinto se les acercó con un gesto muy manso. Ellas lo acariciaron, como si se vieran todos los días. Desenterraron almejas y se las ofrecieron. Él las comió con gusto. Miraba para donde yo estaba, como justificando nuestro paseo.

Cuando Pinto se cansó de comer, volvió conmigo. Me miró para informarme que era hora de volver. Obviamente, yo tenía que obedecerlo. No sabría cómo llegar sola a casa y ya amanecía.

Así pasamos la primavera. Unas veces ibámos a comer almejas, otras a pasear por la playa y otras a mirar simplemente el mar y cada uno pensar en sus cosas.

 

LOBO

 

Una mañana de verano, todo cambió.

Pinto y yo salimos como siempre. Pero cuando volvíamos, lo noté nervioso: miraba para atrás, como si presintiera que alguien nos seguía. Era probable, porque las mañanas ya estaban bastante luminosas.

Cuando cruzó la pared de piedras, me hizo un gesto, como un empujón, para que me quedara del otro lado, que no pasara. Lo entendí como un aviso de peligro, y decidí no moverme hasta que  me viniera a buscar.

Lo escuché gruñir y, recordando los rumores de que por ahí había lobos salvajes comiendo ganado, me puse a temblar. Sabía que no era conveniente andar solos por el monte. Aunque yo con Pinto no me sentía sola. Es más, me sentía más segura que con mi familia. Cualquier ser humano sabía menos del monte que Pinto.

Los gruñidos se transformaron en ladridos y luego en corridas.

Pinto y ese otro ser se fueron juntos lejos de mí. Pude sentir que mi perro corría como si estuviera huyendo. Sin embargo, cuando estaba por salir de mi barrera de contención, vi su cara haciéndome saber que ya podía seguirlo.

Quería preguntarle qué había pasado, pero como entendiendo mi curiosidad, giró la cabeza ofreciéndome la posibilidad de escapar. Él se quedó atrás, a cierta distancia, como para cubrirme.

Ya lejos, me di vuelta. Quería quedarme tranquila de que él estaba bien. Me desesperé cuando lo vi aullarle a una bestia salvaje que tenía los ojos más brillantes que vi en mi vida. Esa figura canina era gigante y, entre los árboles, parecía dispuesta a devorar al pobre Pinto que, para darme unos metros de gracia, se exponía a la muerte.

Los ojos del lobo atravesaron el monte y vinieron a dar directamente a mi cara.

—¡Pinto, corré! —grité. Y volé por ese camino como nunca antes. Esquivaba toxos y piedras, veía pasar los árboles, con tanta velocidad, que pronto tenía la casa de mi tía en la mira.

Ya más calmada —tenía un refugio asegurado—, miré hacia atrás. Y vi que Pinto se había salvado.

Me alcanzó sereno, como diciendo está todo controlado.  Entramos en la casa. Tomamos, como era costumbre, él una castaña, yo maní. Tranquila, le abrí la puerta, y se fue a dormir al galpón, cerca del gallinero.

Yo subí a mi habitación. Ya no tenía miedo.

 

BAR

 

Hace un tiempo que, cuando llevo a mi hija de diez años a su clase de música, me quedo esperando en un bar. Me pido un café en jarrito y una factura hojaldrada. Saco un libro y un cuaderno: me gusta escribir.

Una de esas tardes, mientras leía y tomaba unas notas, me vino a la mente la escena del monte y el lobo. De pronto estaba en Galicia con Pinto, y después cerca del mar. Más adelante, corriendo para escapar del lobo. Pero había otras imágenes, unas que quizá nunca me había atrevido a ver.

Sentada en el bar, sentí como una especie de sueño. Los ojos me pesaban tanto, que se transformaban en una cortina tan densa que me alejó del momento que vivía en el bar. Me vi en la completa oscuridad, como si solo estuviéramos Pinto, el lobo y yo. Aunque Pinto y el lobo no eran animales: eran personas, hombres.

Lobo me miró, y del susto tiré la birome que tenía en la mano.

Como si nada me hubiera pasado, todo el bar seguía su rutina. Mi miedo desapareció. Al tranquilizarme, tomé coraje y agarré la birome. Acaso era la culpable de lo que me había pasado y de lo que imaginé que me estaba por pasar. Y de hecho, pasó: los hombres siguieron hablando, Pinto giró para verme y la escena se esfumó otra vez.

Miré la mesa: el café ya no estaba. Tampoco la media factura que pensé tener. Me fijé la hora, y salté de la silla. Llamé al mozo para pagar. Y me dijo que ya lo había hecho.

Salí corriendo a buscar a mi hija.

Llegué tarde. Y, desorientada, no supe explicar mi tardanza. No tenía manera de justificar lo que me había sucedido. Me aterraba ser el títere de ese pasado en España, que afloraba en mi mente, mientras yo seguía actuando el presente en Buenos Aires, sin recordar bien ese pasado.

La inseguridad me acompañó toda la semana.

Como no volvió a pasarme nada parecido, asumí que había sido un hecho puntual, una casualidad.

No podía sacarme de la cabeza a Pinto, lo que habíamos vivido en el monte y cómo él había enfrentado a esa bestia.

Además no podía entender de qué manera todo se había transformado de repente y sin explicación en una escena humana: dos hombres conversando. ¿Hablaban sobre mí? ¿Por qué?

Para recrear el episodio, al sábado siguiente volví al bar. Necesitaba saber que había sido un ensueño.

Para volver a vivir la situación, se me ocurrió repetir lo que recordaba que había hecho, intentar reanimar el pasado con el mismo ritual.

Llevé la misma birome, el mismo cuaderno. Tenía la intención de sentarme a la misma mesa, pero cuando llegué, estaba ocupada.

Me senté en otra, quizás eso no era importante.

Pero sí lo era: nada sucedió. A pesar de que leía una y otra vez las mismas líneas, del mismo cuaderno que tenía el día del incidente, ningún cambio.

Ya muy decepcionada, intenté enfocarme en Pinto y su amigo que, aparentemente, no eran ni perro ni lobo. ¿Podría imaginarlos como personas? Quería pensar la escena del monte como una conversación entre dos personas. ¿Qué podría significar esa escena? ¿Qué misterios podría esconder el bosque gallego?

Pasé otra semana de ansiedad y curiosidad. No podía sacarme de la cabeza la escena. Algo había pasado ahí. Algo que yo en el fondo de mi alma sabía que tenía realidad, que tenía verdad.

A partir de ahí, investigué sobre hombres lobo u hombres perro y cosas por el estilo. Me leí varios artículos sobre mitos, fados y mouros gallegos. Y no encontré las imágenes que había visto en el bosque.

Sin embargo, esas dos caras me resultaban familiares. Tenía la sensación de haberlas conocido. Había algo muy raro, como si mi cabeza le hubiese puesto la cara de alguien que yo conocía.

Pasó el tiempo, y la escena nunca volvió, por lo que no me fue posible incrementar la visión. Nunca, ni reflexionando, ni soñando dormida o despierta. Y yo moría de la curiosidad.

¿Y si había sido el café, una alucinación del café?, pensé de golpe un día, para que esa idea me tranquilizara.

Me puse a pensar en un libro que había leído sobre hongos. Y me compré otro para investigar si esos hongos podían crecer en granos de café.

Lamentablemente, el nuevo libro me dejó más dudas.

 

GALLEGO

 

Seguí yendo al bar.

No solamente para esperar a mi hija mientras tomaba sus clases. Lo transformé en un hábito. Me dediqué a llevar libros para tomar apuntes, leer alguna novela de ciencia ficción o escribir alguna idea para un cuento.

Quizás eso era lo que estaba pasando en mi vida. Quizá Pinto me estaba ayudando a inspirarme para lograr lo que nunca había podido: escribir un cuento.

Ocupaba siempre la misma mesa, intentaba ir a la misma hora, pedía la misma factura y el mismo café.

Y un día, sin previo aviso, volvió a suceder. Y la escena continuó: vi claramente a esos dos hombres. Los escuché hablar de mí, justo un poco antes de lo que yo recordaba en la visión anterior. Como si la escena me permitiera ese espacio que la otra vez había perdido por llegar más tarde.

Pinto le decía al otro hombre que estaba seguro de haberme elegido a mí. Lobo no estaba de acuerdo.

Pinto insistía. Lobo movía la cabeza descontento.

Los dos discutían sobre mí. Sobre mi elección para algo que sólo ellos dos sabían.

Y justo en la escena que yo recordaba, se dieron vuelta. Los vi mirándome.

—Estoy convencido —Pinto dijo—: pudo más su curiosidad que su miedo.

Lobo me miró clavándome los ojos como antorchas.

Parecía probar mi valentía. Aunque en ese momento de mi infancia yo era valiente, ahora no podía sostener esas miradas sin morirme de miedo. Y para salir de esa escena donde parecía que estaba a punto de pasar algún tipo de prueba, se me ocurrió soltar la birome que tenía casi incrustada en la mano.

Y funcionó: dejé de verlos.

Intenté grabarme sus caras, aunque no sabía todavía quiénes podrían ser esos hombres, Pinto y el lobo.

Dos días después, vi a Pinto en la tapa de un libro. La librería a la que siempre voy, lo tenía expuesto en el centro de la mesa de cuentos. ¿Intentaría Pinto comunicarse conmigo?

¿Cómo no me había dado cuenta?

¡Pinto, mi perro, mi aliado, era el autor del libro El color que cayó del cielo! Su nombre: Howard Philip Lovecraft.

En un intento de volver a verlo, corrí al bar. Quizá Pinto me buscara otra vez. Quizá volviera a comunicarse conmigo en el bar, y yo podría tener el coraje de mirarlo y quedarme a esperar lo que me quería decir.

Entré. La mesa de los milagros estaba ocupada.

Me senté en otra. Estaba tan alterada que pedí té, sin darme cuenta. No llevaba birome. Miré alrededor buscando a alguien parecido a Pinto. Realmente necesitaba su compañía, su confianza. Quería verlo, inventarme la manera de volver a estar con Pinto.

De todos los clientes del bar, me llamó la atención un hombre, no sé por qué. Supongo que se dio cuenta de que lo estaba observando, y me clavó los ojos. Tenía una mirada penetrante, inquisitiva, luminosa.

Me acerqué y le pregunté:

—¿Sos Pinto?

—¿Quen son eu?

Como habló en gallego, me salió otra pregunta.

— ¿Viviste en Galicia en 1975?

—Sí, ¿cómo sabes? —dijo en castellano.

—¿Tenías un perro que te llevaba de paseo por el monte?

Se puso pálido.

—¿De dónde te conozco?

—Del colegio —se me ocurrió decir—. Yo fui al colegio en España, al Comarcal de Puente del Puerto.

—¡Ah! Sí, yo también fui a ese.

Se calmó un poco. Y cuando estaba asimilando mi papel de vidente, lo volví a atacar con mis preguntas.

—Yo conocí a tu perro. ¿Alguna vez lo viste con otro perro en el monte?

—Jamás.

—Yo sí. —Me acerqué un poquito más—. ¿Qué libro estás leyendo? —Intentaba por todos los medios sacar alguna conclusión de lo que estaba pasando. Algo nos unía a ese hombre y a mí.

—Soy fanático de los cuentos cortos. Mi ídolo es Edgard Alan Poe. Estoy leyendo una edición nueva de sus Cuentos fantásticos.

—¿Puedo mirar el libro?

—Por supuesto.

La foto de Edgard Alan Poe estaba en la tapa: ¡era Lobo! Yo lo había visto en España. Esos dos hombres mágicamente se habían encontrado en el monte. Se habían mostrado ante mí y habían discutido sobre mi coraje. Pero, ¿para qué?

—¿Vos escribís cuentos? —Se me ocurrió preguntarle.

—Soy escritor, estoy aquí de visita.

—Yo siempre quise escribir —me confesé—, pero no me animé. Aunque me gustaría.

—Yo no paro desde los ocho.

—Te felicito —le dije, como a un hermano que se sacó la lotería.

El escritor gallego que tenía a mi lado había llevado adelante el legado del lobo que yo había visto. El que en ese momento se había develado ante mí como Edgar Alan Poe.

Pensé en Pinto y sus años conmigo.

Pinto confiaba en mí, pero yo le había fallado.

Todas las aventuras que vivimos podrían haber llenado muchas páginas. Las que yo nunca escribí.

Recobré el sentido de mi vida, y traté de hacerme cargo de la confianza que Pinto había puesto en mí. Volví una y otra vez al bar, para escribir.

La mesa me esperaba, como Pinto me esperaba bajo mi ventana.

Cada historia era nuestro punto de contacto. Él me daba consejos, me acompañaba.

Pensar en Pinto me inspiraba. Era él quién traía a mi mente una cosmogonía extravagante, seres monstruosos con nombres raros, invasores de otros mundos.

Y yo, obediente, como cuando lo había seguido por el monte, segura y confiada de que estaba a salvo, escribía.