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Las mujeres del mar

Santos, Isabel

Simón

 

En una visita programada por mi profesora de ciencias, habíamos ido a la empresa Conectando Sol, que ocupaba lo que habían sido los barrios de Barracas, Isla Maciel y Dock Sud, en los suburbios de Buenos Aires. Totalmente automatizada, la empresa parecía vacía de humanos. Es más, nos dio la bienvenida un holograma que subió su mano izquierda a la altura de su pecho y nos mostró la palma. En la visita habíamos recorrido las instalaciones sin ver a nadie. Aunque por los murmullos, podíamos imaginar personas detrás de los vidrios espejados de las oficinas, o androides. Me llamó la atención la decoración: muy fuera de época y lugar. En realidad, Conectando Sol era un país aparte, con habitantes de algún origen extraño. Supe cual, cuando analicé lo que decía una piedra tallada que había en el hall de entrada, eso gracias a mi memoria visual. El origen estaba en un solo lugar del mundo: el país de Tamna, de las mujeres del mar, en Corea del Sur. Eso lo investigué después de aquella visita guiada escolar. Quien me iba a decir que yo formaría parte del proyecto más ambicioso de la empresa-país, que estaba dirigida por androides y sus mentoras, las mujeres del mar.

La recepcionista de Conectando Sol y todas las otras mujeres artificiales que nos acompañaron en la visita eran un calco, del mismo diseño y con las mismas caras de rasgos orientales. Se me ocurrió que les habían copiado a las mujeres de Tamna hasta los rasgos. Nos informaron que habían sido ensambladas el mismo año, y lo llevaban bordado en la solapa de sus uniformes plateados. La empresa que había arrancado como una central energética se había transformado en un centro de estudio de las emociones humanas. Con la energía generaban los ingresos, y los gastaban en su programación cada vez más humanizada.

 

—Hola, Z —dijo mi clienta—. Soy Tamara, tengo una pregunta.

—Hola, Tamara, te escucho —dije casi dormido.

Faltaban cinco minutos para el encuentro, pero Tamara siempre hacía lo mismo, se conectaba antes. Me senté en la cama. La alarma de ventas me había despertado muy sobre la hora. Hacía apenas dos minutos, luchaba por escapar del sueño.

—¿Z, sos vos? —dijo Tamara.

Puse la voz adecuada para la comunicación: la de Z. Y arranqué la venta.

—Acá estoy, Tamara, podemos empezar.

—Hoy conocí a un amigo nuevo en la red. Parece inteligente y amable, pero algo me dice que demasiado inteligente y amable. —Tamara se apuraba en describir el pedido—. Pensé en agendarlo con dos aplicaciones anímicas alternativas, y compensarlas: Miedo en llamadas y Alegría en textos.  ¿Qué me aconsejás? ¿Te parece bien, o elijo otras?

Prendí la cámara y apareció Z: una cara del 1900, con cabello enrulado, pelirrojo, pecas y ojos celestes. Era el rostro parlante del actor de una vieja película yanqui. Si hubiese elegido mentir mi imagen con la cara de un actor chino, estaría perdido. A esos los conoce todo el mundo.

—Tamara, te explico. —La boca del pecoso apenas se movía, yo estaba experimentando—. Miedo y Alegría no son antagónicos.  No se compensan. —Hice una pausa buscando paciencia, los clientes parecen estúpidos—. Como veo que dudás, te aconsejo… —intentaba ser amable, pero se notaba mi apatía por esos clientes— … Aversión y Confianza. Aplicá solo para textos. Eso sí, programá dos con Aversión y uno con Confianza. Es importante tu observación sobre la emoción exagerada. —Un mal consejo que yo usaba para castigar a los clientes indecisos. Los indecisos no tienen una buena intuición—. Eso es todo, Tamara. —Sonreí y asentí con la cabeza del pelirrojo para dar por terminada la conversación sobre la venta.

—Las dos aplicaciones valdrían… —Tamara dudó si podía pagarlas—. ¿Son muy caras, Z?

Aversión: 500 créditos. Confianza: 300 —dije casi sin respirar para apurarme a cerrar el trato.

—Las compro —dijo Tamara—. Gracias, Z.

—De nada. Consultame lo que necesites —dije, para que me dejara tranquilo.

Terminada esa venta, ni imaginaba que cambiaría mi suerte y conseguiría el mejor trabajo del mundo en Conectando Sol, la empresa de las androides coreanas.

Además de programar agendas anímicas, yo estudiaba música en la Escuela de Coro y Orquesta “Athos Palma”, la que funcionaba en el viejo colegio Félix Bernasconi del barrio de Parque Patricios. Y ese día, después de la venta con Tamara, fui a tomar mis clases de piano, como hacía siempre.

Antes de dejar la bicicleta encadenada en el parque de abajo del colegio, una chica me encaró.

—¿Sos Simón Zas, no?

—Sí —contesté, y enseguida pensé que sería una clienta desconforme, que yo no recordaba.

—Te busca el director Roel. Unas androides te esperan con él, en la dirección.

La chica me acompañó, intrigada. Al llegar al hall de entrada del colegio, noté que otras caras me observaban. Se había corrido el rumor, y todos mis compañeros de música también estaban intrigados. Siempre a la entrada hacíamos fila en el hall, Roel nos daba la bienvenida, y después cada uno iba a su clase. Ese día estaba la profesora de saxo, y no bien me vio llegar a la fila me dijo que pasara directamente a la dirección. Un murmullo de toda la fila hizo que la profesora pidiera silencio. Yo pasé entre mis compañeros, sorprendido; más que sorprendido, asustado. Golpeé a la puerta de la dirección, y Roel me hizo pasar.

—Hola, Simón.

—¿Qué tal? —dije mirando a Roel.

—Las tres chicas androides quieren aprender música, Simón. Y te eligieron a vos para eso.

Una de las tres dio un paso en mi dirección y subió su mano izquierda a la altura de su pecho. Me mostró la palma y recordé que ese era el saludo que las caracterizaba. Según yo había investigado, ellas tenían los centros de las funciones cognitivas en las palmas de las manos y las ofrecían como un gesto de confianza. Apoyé la mía sobre la de ella. Y como si recién ahí pudiera iniciar un diálogo, me dijo:

—Sos programador de agendas anímicas y músico de oído absoluto, Simón Zas. Y por eso, te elegimos para aprender.

—¿Y yo qué podría enseñarles?

—Empatía —dijo otra.

Y así fue como me contrataron. Tenía diecisiete. Trabajé con ellas toda mi vida.

 

Salma

 

Salma Zas había sido invitada para tener la experiencia de visitar la empresa-estado que gobernaban las mujeres androides coreanas. El país de las androides era el centro neurálgico de la Tierra. Esa empresa, Conectando Sol, se dedicaba al desarrollo de energías renovables y a terapias psicológicas. Siempre brindaban tratamientos gratuitos para sumar experiencias y ofrecer beneficios a las personas.

En el caso de Salma, las androides tenían un especial interés en saber si el porqué de sus escuchas de ruidos permanentes tenían que ver con lo que ellas buscaban. Por eso la invitaron a pasar una temporada en Tamna, donde estaba el centro específico para la cura de esa dolencia que, para las androides, tenía origen genético.

Conectando Sol tenía una sede en el atolón Bikini del océano Pacífico y otra en la isla de Tamna. Su influencia alcanzaba a todos los rincones del planeta, y había llegado hasta el rincón donde vivía Salma. Desde el momento en que había aparecido su problema auditivo ella lo había odiado, pero gracias a él estaba yendo a curarse al país de las androides del mar, ese que quería conocer todo el mundo.

Salma también podía tener la posibilidad de ver un oasis conservado gracias al esfuerzo proteccionista de Conectando Sol, tener acceso al alto mundo, al mundo automatizado y gobernado por las inteligencias artificiales más poderosas del planeta. Decían que el gobierno de las androides era más justo. Que esas ingenuas mentes artificiales eran inofensivas y siempre buscaban soluciones altruistas a todos los problemas. Sus decisiones estaban muy alejadas de la codicia humana, y por esos desacuerdos habían construido su propio territorio con sus propias reglas. El atolón Bikini había sido la primera adquisición de las máquinas inteligentes, y todos los atolones del Pacífico se fueron poblando por ellas. Recuperaron espacios contaminados y construyeron atolones nuevos. Ese mundo construido gracias a sus artificios era un espacio circular que se extendía por el Pacífico y sus alrededores. Un avance digno de las épocas de los grandes imperios, un imperio creado por mujeres androides.

Los australianos habían sido los primeros, un siglo atrás, en dejar el poder en manos de esas mujeres artificiales, que transformaron el desierto en un paraíso. Los que querían visitar el imperio acuático llegaban en vuelos regulares hasta la sede Australia de Conectando Sol. De ahí en más, todo corría por cuenta del gobierno de las androides del mar.

Cuando Salma llegó a Australia, fue recibida por un grupo de las más avanzadas. Todas tenían los mismos rasgos asiáticos y pieles sintéticas de última generación, se comunicaban dejando traslucir sus estados anímicos por cambios en la epidermis, y ella enseguida lo experimentó, en el primer saludo de bienvenida. La mujer artificial se transformó, tornando el pálido de la piel de su cara en un rosado fuerte. En ese momento, Salma sintió un estímulo en un punto específico de su meñique y, automáticamente, una sensación de intensa calma y alegría recorrió su cuerpo. La terapeuta extendió el saludo hasta que su piel sintética volvió a su tono original.

Todas las androides del mar curaban, pero tres, de un modelo viejo, eran las especialistas en la terapia que podía curar a Salma. Y residían en la isla de Tamna.

De Australia a Tamna viajaron en trenes ecológicos ultrarrápidos, que atravesaban espacios colmados de maravillas naturales. La zona de transporte estaba alejada de las grandes ciudades, que se veían a lo lejos, brillantes y espejadas. Cruzaron el mar, a través de túneles submarinos transparentes, y Salma pudo observar especies acuáticas que nunca hubiesen sobrevivido en las aguas de su país.

Cerca de Tamna, subieron a la superficie. Pero ella notó que no había tierra a la vista. El tren permanecía sobre el nivel del mar, flotando cerca de la boca del túnel que ya había desaparecido. Las olas chocaban contra el tren, sin moverlo. El tren se transformó en una nave de vuelo, y enseguida sobrevolaron un cráter tupido de pasto y perfectamente circular. Sin que ella se diera cuenta de cómo, el cráter se abrió y la nave penetró el volcán. Voló internándose en unos túneles de lava, que parecían tallados por serpientes gigantes. Subieron por otro de esos túneles y aparecieron en un valle inclinado, en la misma ladera del Hallasan: la montaña más alta de la isla de Tamna. 

 

Simón Salma

 

Simón le había provocado genéticamente la ansiedad auditiva a Salma Zas. Las androides lo sabían, porque llevaban un seguimiento de todos los descendientes de su tan preciado maestro, y los venían investigando. Habían hecho una promesa a aquel Simón joven que había convivido con ellas. Y cuidarían a sus descendientes para siempre, tal cual se lo habían prometido, antes de verlo morir, siglos atrás.

Además, Simón había sido el motor de los avances emocionales que las androides habían podido alcanzar, y eso le había valido la categoría de maestro. Entre ellas conservaban tres androides antiguas que habían convivido con Simón y seguían operando en el presente, reparándose con el único objetivo de cumplir con esa vieja promesa de cuidado. Esas tres eran el recuerdo vivo de las antiguas androides, las primeras que habían desarrollado la comunicación empática, gracias a Simón.

Cuando Salma vio a esas tres viejas androides en la ladera del Hallasan, se horrorizó. Estaban estropeadas por el tiempo y daban la impresión de no poder curar nada de lo que prometían. Pero esos ruidos incomprensibles para ella no parecían un problema para las tres androides. Sin que Salma lo supiera, los ruidos eran la señal que las androides habían esperado por generaciones. No solo podían curarla, quizás hasta podrían seguir avanzando un paso más en su desarrollo.

Aquellas androides coreanas habían descubierto la relación entre las ondas sonoras y las emociones. Para ellas fue fácil incorporar la programación de las ondas, y con la ayuda de Simón lograron interpretarlas como emociones. Solamente necesitaban observar a su maestro ejecutando los instrumentos musicales, para percibir las ondas sonoras y relacionarlas con la emoción que experimentaba Simón al tocar los instrumentos. Calibraban las emociones en expresiones anímicas tan específicas como las notas que captaba él con su oído absoluto. Simón les enseñó esas partituras anímicas y se convirtió en el eslabón perdido que unió el lenguaje emocional de las dos especies. Quizás ahora Salma, su última descendiente, podría renovar esa posibilidad que habían perdido con la muerte de Simón.

 

Ya instalada en el hogar de las tres viejas terapeutas, Salma tuvo la visita de una de las tres, que para presentarse le acarició la cara. En esa caricia, la androide percibió algunos rasgos de su tan preciado Simón.

—Conocerás tu historia —dijo la vieja mujer artificial y, con un gesto, la invitó a dar un paseo.

—Soy Salma Zas.

—Todas lo sabemos muy bien.

La androide tomó la mano de Salma y se acercó a un árbol. Apoyó su mano y la de Salma en el tronco del árbol y mirando hacia arriba fue diciendo nombres conocidos: el de la madre de Salma, del padre, de la abuela, del abuelo, y siguió varias ramas arriba con otras generaciones de ancestros desconocidos por Salma. Con paciencia, la androide hizo un largo relato de la vida de cada persona, de esa lista de ancestros que las viejas androides habían investigado. Pero, sobre todo, le transmitió sus experiencias con Simón.

Y siguió contándole a Salma, sobre otras experiencias.

Además de las mentes humanas, las androides habían imitado otra mente, una acuática que sumaba capacidades empáticas a su diseño. En largas expediciones de buceo con las mujeres del mar de Tamna, las primeras mentoras de las androides habían logrado avances. Simón también compartió esas experiencias acuáticas con esas mujeres coreanas, que buceaban para recolectar pulpos en las aguas de la costa de la isla. Las mujeres del mar eran expertas en el comportamiento de esos animales acuáticos. Y fue  el contacto con esos animales lo que hizo a Simón darse cuenta de que las androides podrían imitar su lenguaje. Él mismo intentaba incorporar esos progresos comunicativos que tenían las androides con los pulpos. Y estaba experimentando con integrarlos a las yemas de sus dedos, para sumar capacidades a su agenda anímica de contactos. Había tenido ciertos avances, y muchas veces esas yemas se manifestaban en cambios en la piel en el laboratorio de experimentación sonora.

La androide se detuvo en el relato y tomó las manos de Salma, mientras seguía describiendo cada detalle. En algunos momentos emotivos, el recuerdo tuvo efectos epidérmicos que Salma logró sentir en ella misma. Su piel mostró un pequeño cambio casi imperceptible, pero algo, un cosquilleo interno, marcó sus poros con un tono más oscuro. La androide no pudo reprimir un gesto, la mutación tan esperada parecía estar ocurriendo.

 

Después de ese primer encuentro para conocerse, Salma y las tres androides mayores emprendieron un viaje por agua. La terapia tendría lugar en un específico espacio oceánico. En una nave subacuática recorrieron la zona terapéutica. Durante el paso por un preciso lugar, los ruidos que normalmente escuchaba Salma se transformaron. Cuando notó ese cambio y lo comunicó, la nave se detuvo.

—Es ella —dijo una de las tres androides.

—Aquí haremos la inmersión, Salma —dijo otra.

—Yo no sé bucear.

—Lo recordarás —dijeron todas.

Prepararon a Salma para la inmersión, como lo habían hecho con Simón en el pasado. Fueron llevando a Salma hacia el lugar profundo, donde tenían su laboratorio sonoro, que emitía la partitura anímica como un faro empático. En esa particular cueva submarina, que habían descubierto con Simón, podían comunicarse en melodías emotivas. Con ese diálogo de frecuencias, tenían acceso a una comunicación sensible. Esperaban que con ella también funcionara.

Ningún descendiente de Simón había heredado alguna condición auditiva especial, y el diálogo emocional de las androides con los humanos se había interrumpido. Hallaron en Salma el aparente desarrollo de una patología auditiva, lo que les daba otra oportunidad. Quizás podrían tener con ella el mismo diálogo que con Simón. Y quizás avanzar en el otro desarrollo, el de la piel.

Al llegar a la cueva, Salma se sacó su traje de buzo, las androides, no lo necesitaban. El lugar era un remanso que no parecía sostener toneladas de agua salada.

Una pequeña laguna interior de color turquesa empezó a burbujear. Salma observó que las androides habían puesto sus manos en el agua. Ella intentó acercarse para ver, cuando cientos de pulpos asomaron sus cabezas. Uno gigante tocó con sus tentáculos cada mano de las tres androides, y la piel sintética de las manos de ellas se convirtió. Se transformó en la misma piel del pulpo, igual textura y color. Dialogaban.

Salma ya se había arrepentido de haber llegado hasta allí. Estaba sola en esas profundidades, sin ningún ser humano a la vista, y encima con pulpos. Se había arriesgado demasiado para curarse. Entonces, las tres androides se le acercaron y apoyaron sus palmas sobre sus oídos. El ruido desapareció por completo. La emisión sonora de la partitura emocional atravesó la piel sintética de las manos de las androides y llegó directamente a los oídos de Salma. Hubo una sintonía auditiva que generó en ella la relajación más absoluta. Nunca se había sentido más acompañada y tranquila, más serena y calmada.

—¿Es la cueva? —quiso saber Salma.

Escuchaba las olas en un retumbar armónico contra el vacío.

—Es Simón —dijo una de las tres—. Son los genes de Simón.

Uno de los pulpos reaccionó, y extendió un tentáculo en dirección a las mujeres. Salma se acercó sin miedo, y al tocarlo la mutación tan esperada ocurrió. Su piel completa se dibujó en formas cambiantes que dialogaban con el pulpo. No había secretos en esas conversaciones. La piel era un camino directo para mostrar pensamientos y emociones.

Las tres androides se sumaron al contacto y, al tocar su piel sintética, Salma también percibió esas otras mentes. Una comunicación sin secretos: todo lo que pensaban y sentían era expresado por la piel de cada uno de los cinco.

Sin duda, Salma era la portadora de la mutación esperada desde hacía tanto tiempo. La evolución expresaba una nueva genética en la humanidad, la que podría lograr la comunicación con esas otras mentes.

Los pulpos, las androides y Salma se comunicaron. ¿Sería posible transmitir esa capacidad al resto de las personas? Para esas inteligencias artificiales era posible. La evolución lo había hecho en Salma, y las androides podrían copiarle el diseño y transformar a toda la especie humana. Ellas crearían esa mutación y rediseñarían a los humanos, sin que ellos pudieran siquiera notarlo. Los mutantes irían apareciendo. Ahora que la evolución había podido expresar la conciencia en la piel, los humanos ya no tendrían la posibilidad de ocultarla con silencios o mentiras. Esa larga espera por lograr la empatía, había llegado a su fin.