Bast, la Zarpa Roja, emergió entre chisporroteos del portal temporal empuñando su Luger. Su mono de color caqui presentaba los signos evidentes de una pelea que había transcurrido hace ya muchos millones de años. Atrás había dejado un laboratorio secreto en algún lugar de la Selva Negra alemana, con un par de científicos y un puñado de soldados del káiser inconscientes.
Una criatura enorme, de más de dos metros de altura, soltó un rugido y se abalanzó sobre ella. Era un ser de pesadilla, mitad humano mitad reptil. Su piel era fría y escamosa y un cuerno curvo adornaba su frente. Su poderosa boca estaba infestada de desgarradores dientes diminutos. Con gracia felina, Bast esquivó al hombre-lagarto y le propinó un culatazo en la nuca.
— ¡Alto ahí, en el nombre del káiser! — gritó un científico de bata blanca apuntándole con una pistola.
El hombre-lagarto se giró enfurecido con intención de morderla. Bast apretó el gatillo dos veces hiriendo a la bestia en el pecho. Saltó dando una voltereta y se situó junto al germano, derribándolo con una patada giratoria a ras del suelo.
— ¿Dónde estamos? ¿Dónde se encuentra el profesor Vólkov?
El científico estaba visiblemente asustado. Al fin y al cabo, no era un hombre de acción. La Zarpa Roja lo había inmovilizado ejerciendo una brutal presión con sus piernas. Parecía que de un momento a otro le iba a partir el pecho en dos. Aunque fuera bajita, su voluptuoso cuerpo estaba bien entrenado, curtido en mil peleas. Sus profundos ojos verdes escrutaban su mente buscando ávidas respuestas. Su pelo azabache seguía perfecto, imitando el estilo de la bellísima Cleopatra.
— El profesor Vólkov está apresado en la otra cúpula. Pero no podrás rescatarlo... ¡Esto es Lemuria, insensata!
Lemuria... Entonces todo esto era cierto. El mítico continente perdido era real y sí que había existido hace millones de años. Y ahora estaba en él. Bast recordó cómo había llegado hasta aquí.
Todo comenzó hace un mes. Sebastiana Ivanovna Petrovich, reputada paleontóloga rusa, se encontraba trabajando en una excavación jurásica en la colonia francesa de Madagascar. Desde que estallara la Revolución de Octubre de 1917, la relación entre Francia y Rusia se había enrarecido pero, por suerte, aún se podían obtener permisos de exploración e investigación a cambio de buenos sobornos. Y aquel yacimiento era lo suficientemente importante como para que el alto mando bolchevique apoyara el proyecto.
Lo que Sebastiana encontró superó todas sus expectativas. No solo se hallaba ante el mayor cementerio jurásico descubierto hasta entonces, sino que comenzaron a desenterrar los vestigios de una antigua civilización que coexistió con los dinosaurios en el jurásico. ¡Increíble! Este hallazgo hacía tambalear los cimientos tanto de la paleontología como del propio origen de la humanidad.
Pero eso no era todo. Estudiando los restos de la civilización perdida, Sebastiana topó con unos extraños símbolos. Parecía un mensaje codificado siguiendo un código secreto del Ejército Rojo. Era algo insólito. Esa tierra no había sido removida en millones de años. Calcó los símbolos en un trozo de papel y trató de disimular el descubrimiento para que otros no lo encontraran.
La misma noche del inquietante hallazgo Sebastiana descifró el mensaje completo. No en vano también era Bast, nombre en clave “Zarpa Roja”, agente secreto del Ejército Rojo, escogida personalmente por Lenin y entrenada para llevar a cabo las más peligrosas misiones. El mensaje decía lo siguiente:
Soy el profesor Vólkov. El káiser me ha secuestrado. Han robado mi tecnología de portales temporales. Quieren ganar la Gran Guerra. Busca el laboratorio en la Selva Negra. Ayúdame, Zarpa Roja.
El profesor Vólkov era una eminencia secreta en Rusia. Un experto en ciencias, especialmente en la rama de la física. Apoyó la revolución bolchevique desde el principio y Lenin confiaba en su ingenio para construir una Rusia del futuro tecnológicamente superior. Para Bast el profesor había sido una especie de mentor durante unos años, hasta que al final se decidiera por especializarse en la paleontología más que en la física. Había estado con él varias semanas antes de emprender su viaje a Madagascar y recordó el entusiasmo del erudito al contarle que había inventado algo que cambiaría para siempre el estudio de la arqueología y paleontología. Aunque, obviamente, aún era secreto y no podía desvelar nada. ¿Acaso ese “algo” podría haber sido una máquina del tiempo? Tenía sentido, aunque parecía descabellado. Pero según el mensaje...
La Zarpa Roja no tardó en informar al Ejército Rojo y confirmar que efectivamente el profesor Vólkov había sido secuestrado. Al parecer uno de sus ayudantes era un espía al servicio del káiser. Si Vólkov había descubierto la manera de viajar en el tiempo, ¡los alemanes podrían ganar la Gran Guerra!
En menos de dos semanas, la Zarpa Roja se infiltró en líneas enemigas y logró dar con la situación del laboratorio secreto de la Selva Negra. Allí se encontró con que los alemanes no habían perdido el tiempo y ya habían construido un portal temporal, una conexión en el espacio-tiempo de millones de años. Si quería rescatar al profesor, debía viajar atrás en el tiempo, debía cruzar el portal.
— ¿Qué es ese horrible engendro? ¿Hay más como él? — interrogó Bast al germano, agarrándole de las solapas de la bata.
— Eso es un lemuriano y por supuesto que hay más como él. Ellos son los que han construido esta primitiva civilización. Son los dueños del Jurásico.
Al igual que nosotros descendemos de los simios, ellos descienden de los reptiles. Su capacidad mental es limitada y se comunican a través de un lenguaje no verbal basado en gestos y ruidos guturales. Pero son capaces de poner decenas de huevos y reproducirse con increíble rapidez.
Bast dejó inconsciente al científico de un rápido golpe seco con su Luger. Ya había escuchado suficiente. No había tiempo para explicaciones. Debía rescatar al profesor y huir antes de que fuera demasiado tarde.
Abrió con cuidado la puerta del laboratorio y vio que a unos veinte metros había otra cúpula de hormigón. Para llegar a ella debía cruzar un puente de estructura metálica. No había nadie en el puente, pero echando un vistazo a su alrededor contempló una imagen salida de la más vívida imaginación de cualquier niño que sueñe con dinosaurios.
El campamento se erigía en medio de un impresionante bosque de ginkgos, pinos y helechos gigantes. En el horizonte podían distinguirse claramente las cimas de jóvenes volcanes humeantes, de los que manaba la lava como pequeños riachuelos luminosos. En el cielo, a lo lejos, podía distinguirse el pesado vuelo de un zeppelin. A la izquierda del campamento, un grupo de lemurianos montados en diplodocus realizaban tareas de deforestación. Los enormes cuerpos de los dinosaurios empujaban los inmensos árboles y los derribaban como si de endebles palitos de paja se trataran. Más allá, un pelotón de soldados del káiser realizaba maniobras tratando de enseñar a los lemurianos a usar un fusil con bayoneta. El cuerno curvo de los lemurianos era una imitación grotesca del pickelhaube o casco prusiano que vestían los alemanes. Bast observó también que varios soldados pintaban con brocha el emblema alemán en la escamosa piel de los lemurianos. Le hubiera encantado poder grabar toda esta escena con un cinematógrafo.
Un leve gruñido la arrancó de su perplejidad. Un diminuto dinosaurio bípedo, del tamaño de un gato se había acercado hasta ella sin que se percatara. La Zarpa Roja trató de atrapar al ornitópodo con sus manos pero éste se escabulló con impresionante rapidez. En menos de dos latidos de corazón había cruzado ya la mitad del puente emitiendo agudos chillidos de alarma.
Bast corrió tras el dinosaurio maldiciendo al capitalismo y a todos los imperialismos del mundo. Avistó a media docena de lemurianos que corrían hacia ella y escuchó voces de alarma en alemán. Estaba entrenada para hacer frente a este tipo de situaciones, pero no pudo evitar que un escalofrío recorriera su espalda y una gota de sudor frío emergiera en su frente.
La puerta de la segunda cúpula se abrió de golpe. Un lemuriano surgió del oscuro interior armado con una gran red. El diminuto dinosaurio se refugió entre sus piernas como un perrillo asustado, chillando sin parar. La red voló por los aires. No era difícil esquivarla, pero una dura piedra golpeó a Bast en el brazo derecho haciéndola perder el equilibrio. La pesada red cayó sobre ella dejándola enmarañada y aturdida. Lo último que notó antes de que todo se volviera oscuro fue un fuerte golpe en la cabeza.
El cubo de agua fría que le lanzó un lemuriano despertó a la Zarpa Roja de una sacudida. Estaba atada de pies y manos a una silla con una gruesa cuerda. Le dolía la cabeza y una punzada rítmica anunciaba que le estaba creciendo un enorme chichón donde la habían golpeado. La habitación que la rodeaba era grande y redondeada. Había cajas apiladas por todas partes, e incluso un montón de bombonas de hidrógeno, sin duda para el dirigible. Debía tratarse de un almacén. A un lado, en una celda de barrotes, pudo distinguir a un hombre de mediana edad, rechoncho y de pelo cano, con signos evidentes de haber sufrido castigos y torturas terribles. Era el profesor Vólkov... o lo que quedaba de él.
— Bien, bien, bien... Así que al bueno de Lenin no le apetece que Guillermo gane la Guerra — se rió una voz desquiciada, malévola.
Bast escuchó los pasos que se acercaban hacia ella. La voz le resultaba familiar. Cuando Klaus Oberschmidt entró en su campo de visión se confirmaron todas sus sospechas.
— ¡Tú! Debí haberlo sospechado... Solamente un mezquino inepto como tú sería capaz de robarnos a nuestro mejor científico.
— ¡Silencio, mujer! — abofeteó Klaus a la Zarpa Roja.
El malvado germano era alto y flaco como un palo viejo. Nadie conocía su edad, pero por su demacrado aspecto nunca jamás se hubiera dicho que pudiera ser joven o que lo hubiera sido en algún momento de su miserable vida. Sus ojos inyectados en sangre eran rojos, violentos, demoníacos. Sus huesudas manos semejaban garras retorcidas, más propias de una cruel bestia que de un humano. Su cabeza no tenía pelo, solamente una asquerosa mata de pellejos resecos.
Klaus Oberschmidt era famoso por sus investigaciones y por sus métodos poco ortodoxos en los campos de la química, la biología y la genética. También había publicado polémicos estudios sobre super-hombres y civilizaciones perdidas. Despreciado y humillado por la sociedad científica de la época, ahora parecía que sería él el que reiría el último.
— Vosotros los rusos y vuestras ideas socialistas... ¡No tenéis ni idea! Yo, el gran Klaus Oberschmidt, seré el que recomponga la exhausta gloria teutona y regale al mundo una nueva era de disciplina y prosperidad bajo el Imperio Alemán. Nuestros soldados están muriendo en las trincheras como ratas. Apenas quedan jóvenes paseando por las calles alemanas, están siendo diezmados en el campo de batalla por bombas inglesas y balas francesas. ¡Es intolerable!
Klaus se había acalorado con el discurso. Tomó aire y prosiguió entre aspavientos, con la mirada completamente desorbitada.
— ¡El futuro del káiser está en Lemuria! Los lemurianos son grandes, fuertes, salvajes... y sí, algo estúpidos. Pero se reproducen con increíble rapidez y saben domesticar dinosaurios. Imagínate miles de lemurianos saltando de las trincheras y corriendo hacia el enemigo, cabalgando sobre majestuosos diplodocus y alosaurios. No habría ametralladoras suficientes para pararlos a todos. Aplastaríamos al enemigo en consecutivas oleadas de rabia y devastación. Romperíamos por fin el Frente Occidental, invadiendo primero Francia y ocupando más tarde Inglaterra. Y después caería Rusia... y el lejano oriente... Nuestros jóvenes alemanes, libres ya de tener que morir en el campo de batalla, se erigirían como nuevos líderes de las tierras conquistadas. Una élite de gobernadores que guiaría a la humanidad hacía el mejor de los futuros posibles.
Bast estaba asustada. Era un plan loco, descabellado, pero que podía hacerse realidad gracias a la tecnología de portales temporales desarrollada por el profesor Vólkov. Había que poner fin a este galimatías.
Aprovechando que Klaus estaba inmerso en describir su maquiavélico plan, la Zarpa Roja había cortado las cuerdas que la apresaban. Las uñas de sus manos eran largas y afiladas y habían sido recubiertas por un material secreto transparente inventado por los científicos secretos rusos que las volvía tan duras como el acero. Haciendo gala de sus dotes de contorsionista, consiguió librarse también de las ataduras de los pies. Se tomó un par de segundos para preparar un plan de huida, respiró hondo y decidió que la suerte estaba ya más que echada.
El rápido movimiento de Bast atrapó por sorpresa al lemuriano que le flanqueba. La Zarpa Roja aplastó su codo en la mandíbula del gigantesco hombre-reptil dejándolo aturdido unos momentos. Con igual agilidad, incrustó su puño en el estómago de Klaus y lo envió a morder el polvo de un tremendo gancho de izquierda.
La felina agente rusa corrió hasta situarse justo delante de la celda en la que estaba atrapado el profesor Vólkov. Éste se hallaba semi-inconsciente, tirado en el interior.
— ¡Eh, tú! ¡Cara de lagartija! ¡Ven a por mí si te atreves! — se burló Bast.
El lemuriano, presa de una furia feral, agachó su cabeza y cargó contra ella dispuesto a destriparla con el poderoso cuerno de su testa. Pero antes de alcanzarla, la Zarpa Roja esquivó al embrutecido engendro de un salto y el hombre-lagarto se estrelló contra la puerta de la celda, arrancándola de sus goznes. El gigantesco impacto partió su asta y le dejó derribado e inconsciente.
— ¡Profesor Vólkov! ¡Profesor... despierte! Soy yo... Sebastiana...
El moribundo profesor reunió las fuerzas suficientes para entreabrir los ojos y una ligera sonrisa se dibujó en sus resecos labios. El brillo de la esperanza regresó a su débil mirada.
Mientras tanto, Klaus había aprovechado para arrastrarse hasta la puerta de la cúpula y dar la alarma entre sus hombres. En un momento, media docena de soldados alemanes irrumpieron en el almacén gritando y apuntando con sus fusiles Mauser.
Presa de la desesperación, Bast desgarró la correa que ataba las bombonas de hidrógeno y las empujó hacia los soldados, derribándolos como si se trataran de enormes bolos humanos. Se echó al profesor Vólkov a los hombros y salió corriendo hacia la puerta.
— ¡Alto ahí, Bast! ¡No pienses que puedes huir! — gritó Klaus apuntando hacia ella con una pistola—. No dejaré que eches por tierra mis planes.
Concentrando toda su fuerza en los hombros, la intrépida rusa giró su tronco y usó las piernas del profesor como arma. Primero golpeó a Klaus en las manos haciendo volar su Luger por los aires. Con un contra-giro, estampó los talones en su cara noqueándolo en el acto. La pistola cayó al suelo y se oyó un disparo. El tiempo se congeló. La bala perdida emprendió su precisa trayectoria hasta alcanzar una de las bombonas de hidrógeno que rodaban por el suelo. Bast corría ya hacia el exterior de la cúpula cuando percibió un fogonazo por el rabillo del ojo y una súbita fuerza les lanzó a ella y al profesor como si les hubieran disparado con un cañón de circo.
El resto de bombonas explotaron en cadena generando una enorme bola de fuego que desató el pánico entre los diplodocus del campamento. Los mastodónticos dinosaurios comenzaron a correr en todas direcciones, arrasándolo todo a su paso. La cúpula en la que se encontraba el portal del tiempo también fue presa de la avalancha de los diplodocus, que derribaron las estructura a golpes y redujeron el interior a añicos. La única vía de escape acaba de ser destruida. Ya no habría manera de regresar al presente.
Los alemanes y los lemurianos corrían como hormigas, tratando de esquivar las patas como columnas de los diplodocus para no morir aplastados. Se escuchaban gritos, tiros y explosiones. El bosque empezó a arder. Se había desatado el caos, un auténtico infierno.
— Esto no es más que un contratiempo — pensó Bast. Si había conseguido retroceder millones de años en el tiempo, ya encontraría la manera de volver al presente. Además, el profesor Vólkov seguía vivo y eso era lo más importante.
Aprovechando la confusión que reinaba en el campamento, noqueó a un soldado alemán para hacerse con una pistola Luger y llenarse los bolsillos de balas. Volvió a subirse al profesor a los hombros y huyó hacia el bosque.
Nunca supo si corrió durante minutos u horas. Había perdido la noción del tiempo y le dolía todo el cuerpo por el efecto de la explosión y por tener que cargar con el inconsciente Vólkov. Cuando creyó que ya no habría peligro, se detuvo junto a un riachuelo a descansar un momento y tomar algo de agua fresca. A lo lejos se veía una densa columna de humo elevándose hacia el cielo. El zeppelin seguía sobrevolando el bosque.
Bast se apoyó contra el tronco de un ginkgo y dejó que el agua fresca le reconstituyera con su pureza.
De repente, una mano le tapó la boca y notó como le apresaban fuertemente contra el árbol. Dos figuras aparecieron ante ella. Eran hombres, pero no alemanes. Su piel era del color del chocolate y se parecían a los habitantes de las tribus amerindias de Centroamérica. Una voz de hombre se coló en lo más profundo de su mente. Nadie movía los labios.
— No temas. Los atlantes somos tus amigos. Os llevaremos a ti y al hombre herido ante nuestra Emperatriz. Ella os mostrará el camino de regreso a
vuestro Tiempo.
Patxi Larrabe
Se adentró en el mundo de la escritura hace aproximadamente un año, cuando quedó finalista del I Certamen de Relato Breve de Terror organizado por ESMATER. En mayo de 2013 ganó el certamen Amanecer Pulp organizado por RelatosPulp.com y comienza como colaborador habitual de la revista steampunk "El Investigador" ( http://el-investigador-magazine.blogspot.com.es/ ). En breve, aparecerá publicado otro de aus relatos en la "Antología Gaslamp" que está preparando la editorial Planes B.
Sus inquietudes principales son la literatura pulp y el género retrofuturista, en sus distintas variantes. Desde septiembre está embarcado también en un nuevo proyecto editorial: NeoNauta Ediciones.