La sala de espera es pequeña, muy pequeña. Como únicos muebles una mesa diminuta cubierta de revistas y folletos, seis sillas pegadas a las paredes y un revistero.
La sala de espera es pequeña, muy pequeña, y ya está casi llena cuando yo entro y me dirijo hacia la única silla libre para sentarme a esperar, pacientemente, mi turno.
La sala de espera es pequeña, muy pequeña y, a pesar de la ventana entreabierta, opresiva.
Pasan los minutos y de esta salita no sale nadie. Nadie viene en busca de nuevos pacientes. Nadie se mueve de su lugar. Nadie parece lo bastante molesto como para abandonar la consulta harto de esperar.
Hay quien lee una revista de hace varios años. Hay quien mira un folleto. La mayoría nos limitamos a miramos los pies, las manos, al techo. En la habitación nadie habla.
Varios minutos después de mi llegada llega otro paciente que, ante la falta de sillas, se queda en pie, pegado a la pared, con ese aire incómodo que se nos queda cuando somos los únicos que no disponemos de asiento en una habitación donde los demás están cómodamente sentados. Con ese aire de no sé cómo ponerme, qué hacer con las manos, hacia dónde mirar…
Al poco rato, entra otro y luego, otro más. Poco a poco, la sala de espera se va llenando y resulta cada vez más claustrofóbica y sofocante.
Miro a la ventana buscando algo que me ayude a recordar que hay sitios abiertos, amplios espacios, que existe un mundo allá afuera pero sólo encuentro oscuridad, una negritud profunda y escalofriante. Caigo entonces en la cuenta de que, desde hace varios minutos, se ha dejado de oír el tráfico y las voces que venían del exterior. Me resulta extraño pero, encogiéndome mentalmente de hombros, devuelvo la atención hacia mis uñas.
Han pasado dos horas y sigue llegando gente. Sin embargo, de aquí nadie sale ni nadie viene a invitar a ningún paciente a pasar al despacho del doctor.
A pesar de lo extraño de la situación, nadie comenta nada al respecto. Nadie habla. Nadie se enfada. Todos, incluido yo, esperamos estoicamente, algunos leyendo, otros echando nerviosos vistazos a su reloj, otros jugando con su móvil. La mayoría mirándonos los pies, las manos, el techo.
En la minúscula habitación no se oye ni un susurro.
Tras varias horas de espera, los que no disponen de silla se han convertido en mayoría. Muchos, cansados, han optado finalmente por sentarse en el suelo.
Yo también me siento cansado, llevo demasiado tiempo sentado, el trasero se me duerme, ya no sé cómo poner las piernas, la espalda también me molesta... pero prefiero no moverme, no quiero que nadie me quite la que ya considero como mi silla.
En la sala de espera parece imposible que entre nadie más. Y, sin embargo, siguen entrando. Cada vez que la puerta se abre para dar paso a una nueva persona intento musitar un ya no cabemos más pero mi voz se niega a salir. Hace calor. Sudamos. Respiramos con dificultad. El ambiente es irrespirable.
De aquí no sale nadie. Nadie viene a buscarnos. Llega gente y más gente, nos apretujamos, nos encogemos para que quepan los que llegan nuevos, pero nadie protesta, nadie se queja, nadie hace intento de marcharse.
No sé cuánto tiempo llevo en esta diminuta sala de espera. Horas. Días. Semanas. Milenios.
El tiempo pasa despacio. No hablamos. No discutimos. No nos lamentamos ni protestamos. Nos limitamos a esperar.
Miramos nuestros pies, nuestras manos, al techo. Miramos a cualquier lado menos a nuestras caras. No queremos mirar a los ojos de los otros. No queremos vernos.
De aquí no sale nadie.
Nadie viene a buscarnos.
Llevamos aquí eones.
Nos limitamos a esperar.