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La pirámide

Tancovich, Ernesto

    Permitiéndose unos minutos de felicidad irresponsable, la doctora Audivert leía un comic de su colección de clásicos. Esta vez era un Dick Tracy de la buena época. Cada vuelta de página echaba una ojeada al reloj que parpadeaba sobre el escritorio. El cóctel de violencia, figuras díscolas y humor tenebroso fue alistando su ánimo para la entrevista siguiente.

    Estaba asignada al equipo de contención psicológica de los tripulantes de la misión AX487. Faltando diez minutos para el inicio de la sesión cerró el libro, retocó el maquillaje y arregló con calculado descuido el pañuelo del cuello. Era el turno de Heriberto Solari. Repasó brevemente su historia. Padre militar, madre concertista de piano, niño solitario, hombre hermético. Había sido seleccionado por sus cualidades de empleado eficiente y minucioso. Recién durante las últimas sesiones había dejado entrever la tormenta que agitaba su interior.

    La doctora Audivert se ubicó ante la pantalla componiendo una actitud serena y cordial. Dispuesta la escena, activó la conexión. Para Solari sería perfecta la ilusión de tenerla enfrente, sólo separada por el escritorio, envuelta en la luz cálida de la lámpara estilo Liberty y enmarcada por el ventanal  abierto a la panorámica de Buenos Aires, su estuario punteado de barcos, la brumosa costa oriental. Ella por su parte lo tendría ante sí, igualmente real, recortado sobre la mampara de aluminio de la nave. A  menudo temía que tan viva sensación de presencia hiciese que alguno intentara acercársele. Chocar con el cristal de la pantalla haría trizas en un instante el vínculo laboriosamente construido. Pero el pacto implícito se venía sosteniendo sin fallas. También los del otro lado conocían el peligro que entrañaba salirse de marco.

    Solari estaba ya esperándola, con su habitual expresión sombría. Parco, inclinó la cabeza en una especie de saludo que la doctora Audivert  retribuyó con media sonrisa.

     Se inclinó ligeramente hacia  él, buscándole los ojos.

    —Heriberto. Hola. ¿Cómo estamos hoy?

    —Con mucho para contar —dijo Solari, y se estancó en un largo silencio.

    Ella esperó. Solari tragó varias veces como si se cargara de las palabras que luego iría soltando.

    —Salí a hacer un trabajo en el exterior. Operación de rutina. Una soldadura en un panel. Entonces vi la cosa. La misma que soñé otras noches ¿recuerda?

    —Claro que sí. Conversamos mucho de aquello.

    —Esta vez la vi de veras.

    —¿Cómo es eso, Heriberto? ¿Qué vio?

    —No tenía forma propia. Se adaptaba a las de la nave. Una mancha entre líquida y gelatinosa. Oscura y salpicada de puntitos de luz, chispeantes. Parecía temblar. Viva, eso parecía.

    —¿Y usted?

   —¿Yo? Algo turbó mi mente. Tuve la tentación de cortar el cable de amarre y el suministro de aire. Y vagar a solas en el infinito lo que durara el oxígeno de la mochila de reserva. Diez o quince minutos. Aunque allá afuera no existe el tiempo.

    “El tema del cordón umbilical, otra vez”, anotó mentalmente la doctora Audivert.

   —¿Por qué no lo hizo, Heriberto?

    —Esa cosa me ordenó que no lo hiciera. Sentí que una inteligencia poderosa obraba allí.

     —¿Habló de esto con alguien?

    —Con nadie. Esperaba hacerlo con usted.

    —Gracias, Heriberto, por la confianza.  - Sonrió, ahora con toda la cara.

    —Estuve pensando, mucho. Creo que la misión no tiene sentido. No para mí. No para nosotros. No que conozcamos.

   —¿Cómo sería eso, Heriberto?

    —No me parece que el proyecto sea establecer una colonia en el planeta AX487, como dicen. Ese cuento de hadas con que nos cautivaron. Usted sabe. Toda esa historia de los generadores de aire, los cultivos hidropónicos, la cúpula desplegable, la nueva arca... Basura. Puro simulacro. El verdadero propósito es instalar allí la pirámide.

    —Una pirámide… Temo no estar entendiendo.

    —No debí mencionarlo. Es información reservada. De cualquier manera ya nada me importa.

     El tono de la voz se había hecho desafiante.

     —Heriberto, lo que hablemos aquí quedará entre nosotros. Estoy para ayudarlo, nada más.

    —Soy el único tripulante que posee la clave de acceso al recinto. Tres veces al día debo controlar los parámetros de presión, temperatura, humedad, calidad del aire. Es mi función aquí. Fui adiestrado para eso.

    —Usted quiere decirme que la nave transporta una pirámide. ¿Es así?

    —Una pirámide isósceles, un metro más alta que yo. Parecida a uno de aquellos metrómonos antiguos. Siento que hay algo activo allí adentro. Vibraciones, ruiditos. Como si estuviese habitada por roedores.

    —Algo vivo, quiere usted decir.

    —No sé qué es. Pero la cosa lo sabe. Estoy seguro. Y quiere abortar la misión.

    —¿Por qué piensa, Heriberto, que esa cosa lo sabe?

    —Lo percibo claramente. Casi puedo oírla. Pretende que yo sea instrumento de sus planes.

    —Una entidad maligna ¿así la ve usted?

    Solari rió nerviosamente.

    —En el espacio no hay arriba ni abajo. Tampoco existen el bien y el mal.

    —Ah, Heriberto, tiene usted razón. El bien y el mal…No nos ocupemos ahora de esas minucias.

     —Hay algo más.

     —¿Qué cosa, Heriberto?

     —En cuanto la pirámide esté emplazada en la superficie de AX487 no habrá chance para nosotros. La misión estará cumplida. Los tripulantes moriremos. Todos.   

    “No puedo reportar esto a mis superiores. No todavía”, pensó la doctora Audivert. “De haber algo cierto lo pondría en apuros. Pero tal vez la seguridad de la tripulación esté en peligro ahora. Ojalá sea sólo un delirio. Eso dejaría la cuestión exclusivamente en mis manos. Siempre que pueda manejarla.”

    —Heriberto, pensaré en lo que  me ha dicho. Serénese. No piense. Deje que las ideas lleguen a usted. Mañana volveremos a hablar.

     La doctora Audivert hizo una pausa.

     —Yo estaré aquí. No dude en llamar si me necesita.

     Ante la pantalla muda, la doctora Audivert trató de ordenar algunas ideas. “El recinto. Quizás una representación del mundo personal de Solari. Y en su centro la pirámide,  hospedando un ser al que debe mantener vivo obedeciendo un mandato. ¿Y esa cosa innominada que busca impedir que la nave llegue a AX487? Abortar fue la palabra. El alumbramiento asociado a la muerte. Luego la cosa oscura, la mancha. Acaso la proyección de  terrores inconscientes. Y esa mención del metrónomo. De nuevo el leit motiv de mamá pianista. Muchas preguntas, abundancia de respuestas. Todo en apariencia claro y al mismo tiempo terriblemente oscuro. Debo saber más”.

     Buscó las notas de sesiones anteriores, se abocó a revisarlas. Subrayó palabras y frases, diseminó cruces, signos de interrogación, escribió en los márgenes. Se volvió de cara al ventanal, pensando todo de nuevo.

 

     Siguiendo una corazonada la doctora Audivert había dispuesto algunos autitos de colección sobre el escritorio. Pequeños, de vivos colores, no imponían su presencia pero era inevitable reparar en ellos.

    —Hola, Heriberto. Aquí estamos de vuelta  —sonrió— ¿Cómo pasamos el día?

    —Anoche…  —se interrumpió.

    Bajó la cabeza abismándose en un largo silencio. Las palabras parecían haberse atascado. La doctora Audivert esperó. Finalmente decidió llamarlo.

    —Sí, Heriberto, lo estoy escuchando  ¿Anoche?

    —Anoche me visitó la cosa –la voz sonó hueca, oscura, como procedente del fondo de un pozo.

    —¿Puede contarme cómo sucedió?

    —Entró en mi camarote. Yo estaba acostado, esperando que me llegara alguna idea, como usted  aconsejó. –Soltó una risa nerviosa que la doctora Audivert eligió  ignorar.

     —¿Y entonces, Heriberto?

     —El techo se fue oscureciendo, hasta quedar absolutamente negro, salvo por esas chispitas  que le mencioné. Se lo veía semejante al cielo nocturno. Entonces aquello empezó a gotear, formando como estalactitas. De a cientos. Viscosas. Esa cosa posee la facultad de atravesar la materia.

    —¿Cómo piensa que lo hace, Heriberto? Pregunto, por si tiene alguna teoría.

    —Quizás aprovechando los vacíos  entre los átomos. No sé, se me ocurre. Digo cualquier cosa. En verdad no sé como lo hace pero lo hace

    —¿Después?

    —Esos colgajos se fueron juntando hasta componer una masa que no paraba de crecer. Tuve miedo de que llegase a ocupar todo el camarote y me ahogara. Cuando ya iba a tocarme se retrajo. Tomó forma.

   —Forma. ¿De qué esta vez, Heriberto?

   -De boa. Enroscándose en espiral. Supongo que puede adoptar formas a voluntad y que simplemente quiso demostrármelo. Se fue por donde vino, desenrollándose de a poco, sin dejar huellas.

    —¿Y ahora, Heriberto, dónde supone que está?

    —Ahora…puedo sentirla, rodeando la nave, en varias vueltas. Sé que podría apretarla hasta quebrarle los huesos.

     —Los huesos… ¿La nave tiene huesos?

     —Es un decir.

     La doctora Audivert tomó uno de los autitos, el rojo, y lo hizo carretear por el escritorio, a un lado y al otro, distraídamente.

    —Tuve de esos –evocó Solari-. Un estante completo.

    —Sabe, Heriberto. Estaba recordando sus fantasías infantiles. El temor de que su madre lo abandonara en el supermercado o entre la multitud. O que bajara del subte dejándolo olvidado.

    —No me parece que sea la cuestión…

    La doctora Audivert prosiguió impertérrita, pasando por alto el reparo.

    —¿La angustia con que se esforzaba por no perderla de vista? Hablamos en aquel momento del cordón umbilical. ¿Lo recuerda? Su terror de que se cortara.

     Solari se puso de pie, encrespado.

     —Doctora…

    La doctora Audivert alzó la voz.

     —La tentación de cortar los cables que lo unían a la nave madre. Y salir. Suelto por fin. Todo el espacio para usted solo, libre, despegado del pasado, fuera del tiempo. Una vez más no se atrevió a hacerlo. Por suerte, esta vez.

—¡Doctora!

—¡Escúcheme!

La doctora Audivert sintió que estaba  arriesgando demasiado”. No obstante siguió.

     —Eso que usted llama la pirámide. Dice que alberga algo vivo. ¿Quisiera estar adentro? ¿Volver?

     —Doctora, sus libros no pueden explicarlo todo. ¡Quémelos! ¿Me oye?

     La doctora Audivert temió que Solari golpeara el cristal. Trató de apaciguarlo.

     —Perdóneme Heriberto. No estoy exenta del pecado de soberbia. Explíquese. Lo escucho.

    Solari retorció nerviosamente las manos, como tratando de deletrear algo escrito en ellas.

    —Entienda lo terrible de mi situación. Dos entidades poderosas se  disputan el dominio del universo. La pirámide es el punto de conflicto. Una me ha encargado su cuidado, la otra me ordena destruirla. Podría hacerlo, alterando los parámetros. Entonces lo que la habita se hará en algo inerte. Y la pirámide su féretro. El destino del universo pivotea sobre mí. Tan simple y tremendo como eso.

.    —Y usted ¿ha tomado su decisión?

    —Aún no. Ya  dije que aquí es incierta la diferencia entre el bien y el mal.

    —Heriberto …

   Solari escondió la cara en las manos y lloró. La doctora Audivert esperó insoportables minutos.

   Solari  volvió a ella un rostro devastado.

   -Lo sé, doctora, lo sé. Gracias.

   —Nos vemos mañana, ¿sí?  O antes, si me necesitara.

   La doctora Audivert contempló la ciudad y sus aguas, tendidas hacia el horizonte. Estaba confundida. “¿El destino del universo descansando en sus hombros?”. Un delirio megalómano como nunca había visto. Debería reportar la situación. La misión AX487 se hallaba en peligro cierto, y con ella la vida de los tripulantes.  Sin embargo sentía que algo decisivo se le escapaba.

    Esperaría una sesión más antes de actuar.

    Abrió su cuaderno y agregó una nueva nota: “Algo inerte en la profundidad de una pirámide. El pasado remoto por fin enmudecido, sepultado, momificado”.

    Recogió los autitos y volvió a guardarlos en un cajón del escritorio, amorosamente, como si los arropara.

   

    Apenas encendida la pantalla la doctora Audivert advirtió que algo andaba mal. La luz. Se la notaba atenuada, agregando  lobreguez al ambiente de por sí desangelado de la astronave. En esa semipenumbra a Solari se lo notaba pálido y desencajado, atrapado en si mismo, mirando a todos lados en busca de una vía de escape.

    —Doctora, temo que este sea nuestro último encuentro.

    —Heriberto, no me diga eso  ¿Qué ocurre?

    —Lo siento muchísimo. Si salgo de ésta, la extrañaré. Quiero que lo sepa.

    —Más. Quiero que me diga más. Estoy para escucharlo.

    —Lo que hemos hablado ¿recuerda? Aquello de que dos fuerzas tremendas tironeaban de mí forzándome a una decisión en un sentido o en otro.

    —Por supuesto, Heriberto. No he dejado de pensar en eso.

    —Bien. Ya no estará en mí decidir nada. No soy el fiel de la balanza, como llegué a pensar en un momento de arrogancia. No.

    —¿No?

    —No. Para nada. Solamente el juguete disputado por dos chiquilines caprichosos que jugaban a ser dioses. Uno de ellos ganó la partida.

    —¿Entonces? —Por primera vez la doctora Audivert sintió miedo.

    —La cosa hará de mí lo que ella quiera. Me tiene atrapado.

    —Heriberto, usted no puede aceptarlo tan fácilmente. Así, sin dar pelea.

    “¿Que estoy diciendo?”, pensó de inmediato la doctora Audivert. “Estoy entrando en su delirio”.

    —No hay escapatoria, doctora. Lo verá con sus propios ojos.

    La luz en la nave seguía disminuyendo. Solari, de uniforme blanco, ya era una figura gris sobre el fondo más oscuro de la mampara. Un alud cerradamente negro descendía en cascada, salpicado de diminutos puntos luminosos.

    —¿Lo está viendo, doctora? Me voy despidiendo antes de que sea tarde para hacerlo. Sepa que yo también he aprendido a …  -la voz se quebró.

     Heriberto, aguarde, no se me vaya.

    —Es  inevitable…

    —¡Heriberto!

     La doctora Audivert tuvo por primera vez vivencia de los millones de kilómetros y las dos placas de cristal que los distanciaban.

     —Guárdeme los autitos, por si vuelvo —dijo Solari, en un tono inesperadamente alegre.

     Fue lo último que le escuchó. Aquel manto de negrura se desplomó sobre él, apropiándose de su forma.  Otro Solari, de apariencia tosca, inacabado, se borroneó en la pantalla y, desconociéndola, se puso de pie, abrió la puerta y fue a perderse en las entrañas de la nave. Bruscamente, la conexión cesó.

 

     Un juguete, había dicho Solari. La doctora Audivert buscó los autitos en el cajón. Los ordenó por color siguiendo la secuencia del círculo cromático, los hizo correr por el vidrio del escritorio, los dispuso en círculo. Así juegan los dioses, pensó. También los falsos ¿pero acaso pueden existir dioses verdaderos? En algún punto del espacio se acababa de dictar un veredicto. Quizás  nunca llegará a  saberse si de absolución o condena. Lo mismo que a Solari ya le era del todo imposible discernir entre el bien y el mal.

     Con los ojos vidriosos, volvió los autitos al cajón..

     Nunca se pudo restablecer el contacto con la astronave asignada a la misión AX487.