Lo contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. Lo contrario de la belleza no es la fealdad, es la indiferencia. Lo contrario de la fe no es herejía, es la indiferencia. Y lo contrario de la vida no es la muerte, sino la indiferencia entre la vida y la muerte.
Elie Wiesel
El Sol se alza sobre un paisaje desolado, sobre los decadentes restos de una civilización casi olvidada, de una humanidad extinta. Atraídas por la promesa de calor, de entre los escombros surgen figuras de pequeña estatura y pieles pálidas. Se asemejan vagamente a hombres, pero sus cuerpos lucen huellas de impresionantes mutaciones.
Los dedos huesudos de nudillos prominentes revuelven entre lo que, en otro tiempo, en otro mundo, se habría denominado “basura”. Recogen la cabeza de una muñeca de cara sucia, ahora tuerta y medio calva. El ser la sostiene a la altura de sus enormes ojos negros y escruta, en apariencia conmovido, el iris azul de vidrio, solitario.
―Qué raza extraña la de los hombres. Unos desconocidos hicieron del atesoramiento el objetivo principal de sus vidas y mira ahora… Todos sus sueños terminaron aquí, en estos enormes montículos que se descomponen bajo el sol. ¿Qué valor tenían sus ilusiones? Quién sabe cuánto ansió alguien cada una de estas cosas ―dice con esa inconfundible forma de hablar, entre jadeos, que los distingue―. Cuántas noches en vela proyectando cómo conseguirlas, imaginando el placer que les habrían proporcionado…
―Esos hombres debían de ser muy estúpidos para luchar entre sí por todos estos objetos inútiles. Sólo la comida puede dar la felicidad. Sólo por ella vale la pena morir o matar.
El ser comprende que, pese a su juventud, el compañero ha entendido ya: hambre y humanidad no son compatibles. Impresionado, lanza la cabeza lejos y deposita la mano en su hombro para expresar de alguna forma lo orgulloso que se siente de él.
El pequeño parece desconcertado y meditabundo. Observa con insistencia la extremidad que reposa, inmóvil, cerca de su cuello, como una araña exótica. Mira fijamente los peculiares dedos, aunque grotescos, especialmente aptos para hurgar entre las montañas de restos. Deduce que su curiosa forma ha de ser producto de una evolución en absoluto fortuita, de una estrategia bien calculada por la naturaleza. Compara entonces esas manos con las suyas, diminutas y rechonchas, y lo embargan la envidia y la ira.
Su maestro le sonríe dejando al descubierto unas encías entre grises y azuladas.
―No te preocupes, un día tus dedos se volverán como los míos. Todavía eres joven y tienes que crecer. Tu metamorfosis aún no ha hecho más que empezar. Tu cuerpo experimentará muchos otros cambios.
―Yo ya he empezado a cambiar. No soy un niño ―protesta con orgullo y una cierta dosis de hostilidad en la mirada.
―Sí, ya lo veo. La agresividad es precisamente una de las alteraciones que se manifiestan en nosotros. Sin ella resultaría difícil sobrevivir.
―Hace varias semanas que siento una quemazón intensa en los brazos y las piernas ―explica entusiasta mientras muestra las zonas afectadas, hinchadas y enrojecidas, como si de trofeos se tratase.
Su maestro inspecciona con delicadeza el antebrazo, bajo cuya piel lívida se aprecian unos capilares dilatados que se extienden cual sofisticada telaraña.
―¿Te duele?
―Casi nada. Sobre todo, me pica.
―Te dolerá. Te dolerá mucho mientras tu viejo cuerpo luche por resistirse al cambio. Sin embargo, para cuando la mutación haya terminado, la piel de tus manos y tus pies se habrá vuelto dura y resistente como el cuero. Al principio se te abrirán grietas entre las callosidades, pero ya intentaremos que no se infecten. Para cuando tus extremidades empiecen a ponerse negras, probablemente ya tendrás los miembros insensibilizados y se te habrán caído las uñas. Aunque te sentirás un poco torpe y te costará más sujetar las cosas, acabarás acostumbrándote.
El pequeño asiente con voz temblorosa, intentando fingir serenidad:
―Claro.
―Tranquilo, es normal tener miedo de crecer. No resulta fácil aceptar los cambios. Pero recuerda que mientras estos existen, aunque parezcan desagradables, al menos hay vida.
El joven alumno mueve afirmativamente la cabeza y se dispone a seguir rebuscando entre los residuos. Sin embargo, la voz agitada de su maestro hace que se pare en seco.
―Corre, ya los oigo llegar. Si no nos damos prisa, los zopilotes y las moscas se quedarán con el botín. Corre, muchacho. Puede que hoy haya algo de carne. Yo ya estoy harto del pescado de ese apestoso lago.
Sobre la superficie que señalan sus deformes dedos flotan inmundicias y peces muertos.
***
―¿Está seguro de que quiere escribir una tesis doctoral sobre los efectos de la acumulación de metales pesados en la sangre?
―Totalmente.
―Mire, es usted un alumno excepcional, pero quizá debería reflexionar más antes de tomar una decisión definitiva. ¿Ha pensado que se encontrará con casos sobrecogedores durante su investigación?
Responde lacónicamente para dejar claro que no logrará disuadirlo:
―Sí, señor.
―Bien. Ya que parece determinado a seguir adelante con su proyecto, le pediré al doctor Pemberton, un colega de Rhode Island, que lo tome bajo su tutela para que pueda usted observar de cerca algunos pacientes. Si entonces cambiase de opinión y decidiese optar por otro tema…
―Estaré encantado de poder trabajar al lado del doctor Pemberton ―interrumpe el joven―. Le agradezco mucho la oportunidad que me ofrece. Sin embargo, antes, me gustaría pasar algún tiempo en Nicaragua. Querría estudiar a los habitantes de La Chureca.
―¿Tiene usted idea de lo que está diciendo, alma de cántaro? ¿Sabe lo que encontrará allí?
―Personas contaminadas por metales pesados.
―¿Acaso cree que ha de expiar usted sus culpas por pertenecer a una familia de clase media?
―Evidentemente, no. De haber nacido yo en el seno de una familia acomodada…, sería otra cosa. Seguro que entonces sentiría verdaderos remordimientos.
Bromea ante la mirada atónita de su profesor.
―Mire, yo sólo he visto fotos y he leído algunos informes al respecto, pero le digo sin temor a equivocarme que aquello es lo más parecido al infierno que haya sobre la faz de la Tierra. Quienes han examinado a la población afectada hablan de verdaderos horrores, de personas con cuerpos tan castigados que parecen mutantes en lugar de humanos. Se dirían casi una nueva y turbadora raza: los hijos de los metales pesados. Niños y aves carroñeras se disputan los restos de comida caducada que llegan hasta el vertedero. La gente trabaja diez horas al día recogiendo basura para sacar dos míseros dólares. Padecen arsenicosis tan avanzada que en algunos alcanza la fase cancerosa. Los hay que deben de tener los riñones deshechos. Eso por no hablar de las enfermedades respiratorias y el cáncer de pulmón. Encontrará hiperqueratosis en manos y pies. Las excrecencias córneas y manchas negras que produce en las extremidades inferiores pueden llegar a ser impresionantes. Al igual que las llagas en la piel, que terminan convirtiéndose en carcinomas. Abundan las vasculopatías periféricas, que resaltan sobre la palidez fruto de la acumulación de plomo. Ese plomo que los vuelve agresivos. Y no me extraña, ya que provoca cefaleas crónicas. Así como dolores óseos y articulares terribles.
El joven, aparentemente imperturbable, asiente con la cabeza.
―Aunque usted vaya hasta allí, nada de todo eso cambiará.
―Tiene razón. Pero tampoco cambiará si me quedo en casa. Estoy seguro de que, después de esa experiencia, seré de mayor utilidad en el hospital.
***
Una vez más, amanece sobre el paisaje desolado de La Chureca. Unas formas vagamente humanas se disponen a hurgar entre los residuos desechados por privilegiados seres que a duras penas pueden considerar de su misma especie. Salen de nuevo en busca de miseria con la que acallar esa hambre de la que mueren un poco más cada día. Salen en busca de tiempo: unas horas más, unos días más… Quizá, incluso, algunos años más durante los cuales seguir arrastrando su desdicha por el estercolero. Ellos mismos son escombros de una humanidad que los ha olvidado.
Del suelo surgen unas mandíbulas que se desencajan para poder engullir mejor a su víctima, una enorme boca abierta en cuyo insaciable apetito todo se disuelve. Es un agujero negro que podría devorar al mismísimo mundo, pero que ―por el momento― se conforma con alimentarse de las presas que el hombre le lanza periódicamente como ofrenda voluntaria: sus semejantes. El hambre obtiene, como cada día, su sacrificio de carne y sangre.
NOTAS
La Chureca, el basurero municipal más grande de Nicaragua y el mayor habitado de toda Latinoamérica, permaneció abierto durante cuarenta años como vertedero incontrolado. Allí, rodeados de basura, gases tóxicos, buitres y moscas, los miembros de las 250 familias que vivían dentro de La Chureca y de las 450 familias asentadas en sus alrededores rebuscaban entre sus 40 hectáreas de desperdicios. El vidrio, plástico, papel y, sobre todo, el cobre y el hierro eran los residuos más codiciados. No obstante, esos sórdidos botines no lograban librar de la extrema pobreza al 77 por ciento de los habitantes del campamento, la mitad de los cuales carecían, además, de agua potable o servicios higiénicos.
En La Chureca, donde proliferaba el analfabetismo y la violencia de todo tipo, las personas se veían expuestas al plomo y otros contaminantes tóxicos. El cáncer de piel y pulmón, así como varias enfermedades respiratorias fruto de la concentración de basura, reducían su esperanza de vida a los 50 años de edad. Como resultado de la endogamia, incluso la población joven padecía males genéticos.
La Chureca fue fuente de insalubridad, miseria y marginalidad hasta que, entre 2008 y 2013, se selló y se emprendió un proyecto de recuperación para mejorar las condiciones de vida de sus habitantes, que antes recolectaban desordenadamente residuos en condiciones infrahumanas. Donde antes se acumulaba la basura, se construyó una planta de residuos sólidos y se levantaron viviendas, escuelas, áreas deportivas y de ocio, un centro médico y un centro cultural.