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La ley de la inercia genética

Romero, Fátima

El tiempo de Hany y Dòxa, en el vestíbulo de la cúpula capital, fue prolongado permitiéndoles transitar por las cinco fases conocidas de la espera: agitación generalizada, agitación localizada, asiento, observación y expectación relajada.

Las científicas, según registró el oficial de protocolo mientras les daba la bienvenida, habían llegado en midriasis extrema y al borde de la bradicardia por lo que habrían de hacer uso prolongado del lugar, un espacio ajardinado al aire libre, junto a las puertas de acceso a la cúpula capital.

El plíthos, que tras recibirlas permanecía monitorizándolas, había dedicado su existencia humana a la Medicina, había permitido que lo convirtieran en lo más parecido a un monstruo y ahora se tenía que conformar con hacer de recepcionista. No se conformaba, pero su ambición era diferente a la de otros de su raza híbrida. Él abriría el camino al cuerpo de sanitarios robotizados. Su juramento seguía vigente. Nunca dejaría de velar por la vida humana. Y eso, por desgracia, iba a incluir la extirpación de ciertos individuos que se habían dejado corromper por el enemigo.

Tras acompañarlas, les brindó acomodación, algo de beber y el tiempo estimado de espera. Eran hermosas, cada una a su estilo: la más bajita y joven vibraba de interés, la mayor conseguía que una bata blanca luciera elegante. Los datos facilitados de las invitadas eran escuetos hasta la intriga: se trataba de dos científicas de rango y laboratorios distintos que habían hecho un descubrimiento juntas. Algo tan gordo como para estar ahí.

Los signos de ansiedad se atenuaban. Empezaban a mostrar interés por el entorno. Tras la segunda monitorización fisiológica volvió a ofrecerles algunas bebidas.

No se salieron de lo esperable y este segundo ofrecimiento sí que fue aceptado.

Doxa tenía sed como si hubieran subido corriendo en vez de por las rampas mecánicas. El panorama desde la torre era espectacular. Cultivos y viviendas, muchas transparentes, se extendían como pétalos de una flor en cuyo centro se encontraban. Sin hablar, no habían abierto el pico desde que llegaron.

Se entretuvo localizando zonas concretas: dónde estaba cuando las hordas de vampiros atacaron en masa la noche conocida como La Maninfectación, dónde la refugiaron y, finalmente, donde vivían e investigaban desde hacía años hasta ahora.

Hany nunca había salido de Nueva Anatolia, ni para recoger muestras. Si se lo hubieran propuesto lo hubiera rechazado; adentrarse en el exterior era lo último que una persona sensata deseaba. Para eso estaban los plíthos, aunque ese tipo de comentarios sea políticamente incorrecto. La idea de que vertieran en un artefacto su conciencia, reducida a código, la perseguía en pesadillas. Por más que los avances les hubieran ido dotando de aspecto y sensibilidad, cuasi humanos, e ignorando lo que se decía que les obligaban a hacer, aparte de las misiones militares más arriesgadas. Ella nunca firmaría el DC5022, nunca permitiría eso. Aunque no era algo que se dijera en voz alta. Le debían demasiado a los valientes de la División Talos, el cuerpo militar que los ordenaba, aunque muchas de sus funciones ya no estaban en primera línea. Habían ido ocupando cada vez mejores puestos en seguridad, emergencias e, incluso habían implantado una nueva función específica para ellos: asistentes de protocolo. Los que pululaban por ahí, procurando que todo marchara como es debido, desarrollaban esa actividad.

Posó sus ojos en uno de ultimísima generación —solo la altura y un deje extraño en los movimientos le delataban— que precedía a otros visitantes, mayores, por el camino de madera. Le habían otorgado figura femenina y su atuendo era un vestido suntuoso, cuya falda ondeaba con el caminar de unas piernas extremadamente largas. Había que tratarles bien, se lo debíamos, pero también, en cierta forma, estábamos en sus manos. Si ellos se revelaban poco podríamos hacer. Si el enemigo les convencía de pasarse a su lado —y nunca había que subestimar el poder seductor de sus falacias— la guerra tendría el peor de los finales; había que hacerles sentir queridos y escuchados. Aunque tampoco era algo que se dijera en voz alta.

La científica se obligó a desestimar la rumiación torturadora. Aprender la detección, desactivación y sustitución de pensamientos insanos había supuesto un antes y un después. Se concentró en un hecho indiscutible: las excelentes noticias de las que eran portadoras y en tomar buena nota de todo. Sus amigas querrían saberlo todo, al mínimo detalle. Seguro que la agasajaban para interrogarla.

Sonrió buscando los límites de la zona segura.

Doxa practicaba el enfoque distante, se lo habían recomendado para luchar contra la miopía de microscopio. La frontera con el país de la noche era invisible: las naves de cemento se habían ido extendiendo bajo la cordillera, horadándola como caries. Malditos vampiros, cuanto más sabía de ellos más asco le daban. Había interactuado con STVs «subhumanos tipo V» o Stevens, como se les llamaba comúnmente, con las medidas de seguridad oportunas que solían incluir sedación, retención y aislamiento de los sujetos experimentales.

Solo el deseo de erradicarlos le había dado entereza para tratar con ellos. Se le daba mejor que a otros porque veía más allá de la apariencia del humano a quien habían colonizado: dada su agresividad connatural casi todos amenazan, otros suplican clemencia o algún favor. No obstante, los más peligrosos intentan establecer una relación simpática; allanar el terreno a un sometimiento seductor del que son muy capaces. Algo para lo que la formación teórica apenas prepara. Sino fuera por los protocolos y vigilancias cruzadas establecidos, tras amargos aprendizajes, el ser humano, a día de hoy, sería poco más que ganado en granjas perpetuas.

Hany y Dòxa se volvieron a mirar, suspiraron y se prepararon para continuar esperando en aquella sala al aire libre, más parecida a un jardín, con fuentes, parterres floridos y las estatuas conmemorativas de algunos de los héroes del mundo sobre pódiums con velitas, barras humeantes de incienso y ofrendas.

Hany se atrevió a elucubrar cómo serían sus estatuas, si todo iba bien ocuparían un sitio destacado, puesto que con ellas empezaría la batalla por la victoria. ¿Las pondrían juntas o tendría cada una su pedestal?

Dòxa sentía una enorme tentación de dar un paseo por las sendas de madera como hacían algunos. Incluso llevaban comida. El sol estaba alto, debía ser casi la hora de almorzar. Pero no quería alejarse, podían llamarlas en cualquier momento. Llevaban mucho tiempo de espera, mucho más del anunciado, tenía hambre y estaba tan cansada que empezaba a dudar de todo. Se sentía desamparada y diminuta, como siempre desde aquella noche horrible en que se desencadenó el infierno, pero el hecho de tener la cura, de haberla conseguido y que las dejaran ahí, cuando cada minuto era un regalo para el enemigo, le despertaba una especie de violenta indefensión.

Ya no aguantaba más. Se dirigió con paso firme a las enormes puertas que las separaban del despacho de jefaturas dispuesta a aporrearlas hasta conseguir audiencia.

Los batientes se abrieron justo antes de que sus puños golpearan, dejándola con los brazos en alto y una expresión que pasó del enfado al azoramiento en un nanosegundo de sorpresa.

Hany la adelantó con sus pasitos de colegiala y un simple «ya era hora». Se estiró la bata y se puso, sin esfuerzo, a la par de su compañera.

Atravesaban por un camino entre escritorios, bajo una cubierta transparente de la que pendían hermosas lámparas. El personal de administración seguía a lo suyo mientras un segundo anfitrión robótico, un modelo antiguo al que le habían dejado las abolladuras, como cicatrices meritorias, aunque algunas partes —pierna derecha y rostro— estaba claro que habían sido sustituidas por otras de ultimísima generación: ultrarealistas.

—¿Puedo preguntarle? —Hany era la menos cohibida.

—Lo que quiera —respondió el plíthos. Sonreía, casi complacido, desde su altura, sin dejar de caminar mirando al frente.

—¿Es veterano? —por más osada que fuera, Hany era lista para no ir más allá.

—Si señora. Llevo en esta chatarra desde que las inventaron. Uno de los primeros en sobrevivir a la adecuación. El décimo segundo, que yo sepa.

—Vaya, gracias por su servicio, capitán —Dòxa recitó la fórmula prescriptiva imprimiendo una emoción que atrajo la mirada del híbrido persona – máquina hacia ella. El rostro era perfecto. Se preguntó si habían copiado el original. Debido a la sonrisa, unas arruguitas le recorrían ambas sienes a la altura de las abundantes pestañas.

—Por seres humanos como usted merece la pena el sacrificio —respondió, sin apartar el remedo de ojos color arce en ella, hasta hacerla sonrojar.

—¿Queda mucho? —interrumpió Hany.

Sonó infantil.

—Queda poco —respondió el plíthos —esta es la rampa al despacho principal.

—¡¿El despacho principal?! —cuestionó la más joven, impresionada.

—Ignoro qué hallazgo han logrado, pero debe ser importante.

—Quien sabe —respondió Dòxa. No es que desconfiara, era que no las tenía todas consigo. De haber sido más como su compañera le hubiera preguntado su nombre, pero conociéndose seguro que las hacía quedar mal.

El camino mecanizado ascendía y luego descendía hasta depositarlas en una terraza lateral que daba a la mañana. De todas las orientaciones el este era el más cotizado.

Al llegar, el anfitrión sostuvo la puerta instándolas a acceder a una estancia magnífica: el suelo imitaba la sección sagital de un gran árbol en cuyo núcleo estaba situado un escritorio doble de ancho, pero simple de factura, con columnas de documentos. Las personas más importantes de Nueva Anatolia permanecían de pie bajo la cúpula transparente que ocupaba todo el fondo y buena parte del techo. Esas personas: el general Ischyrós Lope y la presidenta Sifas Fara les dieron una bienvenida cálida y les indicaron donde podían sentarse.

—El comandante hará de testigo y secretario —informó Sifas, antes de continuar.

El plíthos que las había acompañado se inclinó ante la orden sutil. Luego fue a un espacio discreto, al fondo.

El general depositó la gorra sobre un montón de carpetas para mesarse el cabello y tomó la iniciativa:

—Antes de nada, quisiera que me aseguraran si lo que he leído es cierto y no meras especulaciones —Casi sentían palpitar el corazón, agitando la cortina de medallas como si de una pared alicatada se tratase.

El mito del gran héroe, un hombre muy sencillo y muy humano, latía frente a ellas.

—¡Ischyrós! —interrumpió la presidenta.

A Hany se le escapó un conato de risa que Dòxa cortó con un discreto pellizco en el muslo: gesto que habían acordado la noche previa, antes de responder:

—Fiabilidad 98% —Alzó la barbilla y apretó los labios.

Otra cosa era la aceptabilidad y la factibilidad, que no dependían de ellas.

El general reaccionó golpeando el escritorio con una de esas manos enormes, casi como palas. Una pila de documentos, bajo su gorra, tembló antes de caer, esparciéndose por el suelo. Las científicas abrieron mucho los ojos, asustadas. La otra autoridad presente, hizo el gesto contrario antes de reprenderlo:

—¡Ya está bien! No sé qué te pasa. Es por lo que hemos estado rezando. —Sifa, más esbelta que en la tele, con pantalones de hilo claro y camiseta coloreada de algodón, suspiró con toda su capacidad pulmonar y ninguna prisa esperando a que la otra parte del binomio se tranquilizara.

En vez de eso, el hombre, que a esas alturas tenía las ondulaciones del cabello desatadas, se quitó la chaqueta, la lanzó a un perchero de pie, sobre el que quedó en inestable equilibrio, y volvió a la carga:

—¡Pero es que son hongos! ¡Puñeteros hongos! ¡Vienen a decirnos que los malditos Stevens se componen de moho! —su voz reverberó en la cúpula supuestamente blindada.

La presidenta volvió a suspirar, cerrando los ojos por un momento. Se le había escapado un mechón gris y le debía hacer cosquillas en el labio. Lo retiró tras la oreja, señalando sin querer una cicatriz cuyo origen era bien conocido.

—Eso ya lo sabemos todos, no hace falta que lo repitas. Tendréis que perdonarnos. No estamos acostumbrados a las buenas noticias —casi bromeó.

—Mire, señora —intervino Hany, impostando firmeza. Dòxa la había obligado a acudir con la bata de laboratorio, aduciendo la autoridad que les otorgaba, pero tenía la sensación de que a ella la hacía parecer una chiquilla por más tacón que se hubiera puesto. —No hemos venido a explicar informes, los datos hablan por sí mismos, sino para que el descubrimiento se concrete en una acción planificada.

—Entenderá nuestras dudas —cuestionó la presidenta, cruzando las manos sobre el regazo y apoyando la espalda en el fondo acolchado de su sillón.

—Solo tiene que exponerlas, señora, y humildemente le responderemos en la medida de nuestras capacidades —intervino Dòxa haciendo reposar sus manos cruzadas también.

—A mi me gustaría que repitieran lo de la «inercia» —intervino el general, aposentando pesadamente el cuerpo fornido en el asiento—. Si a Sifas le parece bien —añadió casi con retintín.

—Me parece una forma espléndida de empezar la exposición. ¿Puedo ofreceros algo de beber antes? Ischyrós, si eres tan amable, acerca el carro de las bebidas, que esto va para largo porque les voy a pedir que se remonten al principio y que no se guarden nada.

Hany comenzó narrando como la Matanza de las Eminencias no les afectó: estaban bien lejos de la universidad objetivo del famoso ataque por el que los más reputados científicos habían sido asesinados, o algo peor. Dada su categoría, ni habían sido convocadas al simposio ni les había extrañado.

Dòxa era una más del área de taxonomía comparada de histología, en la facultad de Ciencias biológicas. Y, aunque sus aportaciones habían sido sustanciosas en más de una ocasión; los méritos eran para el equipo, como decía el director de departamento, cuando su jefe, ni siquiera él, publicaba.

Hany, tras salir de la peor forma de los dos laboratorios en los que había conseguido entrar, dado su expediente, recaló con el único equipo tan desesperado para aceptarla. Uno casi más teórico que otra cosa: Psicología celular era el nombre del nuevo, y poco esperanzador, paradigma que perseguían.

Como a todos, lo que ocurrió después: el florecimiento sin parangón de la Ciencia, debido, según algunos, a que el propio enemigo la había marcado como estratégica y, según otros, a que la matanza se llevó a mentes valiosas, sí, pero también multitud de instrumentalistas mediocres que frenaban el trabajo de quienes, al contrario que ellos, tenían como fin el avance del conocimiento común.

Por lo que fuera —la multicausalidad suele ser menospreciada— poco tiempo después los avances científico – prácticos empezaron a llegar, las colaboraciones efectivas, la verdadera simbiosis entre ramas, ofreció frutos tempranos. La tecnología plíthos se concretó, por ejemplo, dando una segunda oportunidad a los más valientes guerreros. Pero el aporte más famoso fue el rayo antimateria que, si bien todo el mundo sabe que está muy lejos de la perfección; ha sido fundamental para contener el avance de los Stevens.

Ellas, tras cambios y reubicaciones, terminaron en laboratorios próximos: Dòxa como jefe de equipo y Hany en un experimento orientado a investigar las particularidades y posibles repercusiones de la Ley de la Inercia genética.

—Cada vez que me la explican la entiendo menos —reconoció, casi con sorna, el general.

—Igual vosotras conseguís una proeza, aun mayor, e Ischyrós acaba por entenderlo.

La presidenta era famosa por su sentido del humor. De hecho, ese aspecto, junto con su sencillez de trato, habían sido claves en situarla al mando. Dòxa y Hany se miraron, un microsegundo, al tomar consciencia de quien tenían delante, del honor que se les estaba concediendo.

Hany, reactiva, indicó por gestos a Dòxa que le tocaba participar. Volvía a tener seca la garganta y en una de las botellas ponía licor de chocolate. Si hubiera puesto «plasma de unicornio galáctico» no le hubiera causado tanta impresión. Carraspeó, se puso en pie para servirse una copa que apuró casi de un trago y después, algo atribulada, sirvió para el resto. Era más fuerte el deseo que su capacidad de mantener la compostura.

Dòxa, casi como maniobra distractora, fue a por el concepto:

—La ley de la Inercia Genética hace mención a un fenómeno constatado: la tendencia previa de un tejido biológico se magnifica cuando ocurre una mutación. Pongo un ejemplo. No, mejor le explico su importancia en el hallazgo: Hany, y sus compañeros, buscaban el motivo del salto, la mutación propiciadora de que unos seres, ocultos desde hace milenios, se lanzaran al protagonismo más agresivo aun a riesgo de su propia existencia.

—Le juro que lo quiero entender, recuerde que era un simple agricultor. No era el tonto del pueblo, pero casi.

En respuesta al brote de humildad, Sifas se acercó a él y posó una mano sobre el hombro robusto. Se había arremangado la camisa y Hany pensó que no había visto un ejemplar tan magnífico en la vida. Tenía que salir un poco más. Cuando todo acabara pensaba buscarse uno así para ella y poner todo su empeño en un abundante relevo demográfico.

—Ya sigo yo, Dòxa —dijo, sin soltar la copa y con un bigotillo chocolateado que todos procedieron a ignorar, pero que al general Lope le pareció gracioso. —Nosotras coincidíamos a la hora de comer y en estar de acuerdo en contra de la teoría del Homo youngi. Ese término es un oxímoron y, por tanto, inaceptable para la Ciencia. Pero como todas las insidias —Hany no iba a admitirlo, pero tenía bastante claro que los Stevens dedicaban tanto tiempo a la propaganda como a matar, directamente— estaban nutridas de un ápice de verdad.

Any, cielo, te vas por las ramas —cortó Dòxa y tomó el testigo de la historia.

Explicó como después de una charla de sobremesa —era el cumpleaños de alguien, habían conseguido tarta de verdad y el azúcar las colocó al borde de la euforia— concluyeron que el salto evolutivo plausible de un elemento tóxico, según la Ley de la Inercia, sería hacia mayor toxicidad. Tenía lógica que los vampiros se hubieran vuelto más agresivos, si ya lo eran, hasta que su propia cultura se vio contaminada y la manera de relacionarse con los humanos cambió para siempre.

Luego Hany recordó cómo habían especulado con encontrar el mecanismo de transformación. Parecía infeccioso, pero cada bacteria y virus habían sido descartados. Repasamos, otra vez, lo ya sabido: algunos Stevens, no todos, son capaces de convertir a algunas personas, no a todas. Contó cómo Dòxa dibujó un eje cartesiano, algo que le encanta hacer, la línea horizontal representaba la capacidad, o no, de transmisión y la vertical la capacidad, o no, de transformación. Se había demostrado que un fuerte sistema inmunológico es incompatible con la vampirización. La prueba irrefutable es que las campañas de probióticos, suplementos, deporte y salud mental habían conseguido neutralizar los infectados ocasionales, obligando a los Stevens a cambiar su modus operandi hacia el secuestro, más sencillo de impedir.

El general y la presidenta asintieron a la vez. Sentían un gran orgullo del civismo, la confianza y la colaboración mostrada por la ciudadanía.

Como Hany se puso un vaso de agua, Dòxa retomó el relato destacando el cuadro de interés donde coincidían en positivo las capacidades de transmitir y transformarse:

—Con esta información de partida nos pudimos centrar en qué les diferencia a ellos. Hany mencionó que, incluso entre los transmisores, había grados. La fiabilidad y rapidez del contagio, cuando es posible, varía: la ponzoña de un, llamémosle, gran contagiador es más eficaz, pero también más eficiente. Nuestro instinto, hasta entonces, había sido buscar esa característica en la sangre: su sangre. Sin resultados.

Dòxa continuó explicando que decidieron buscar en la saliva después de dividir en momentos el acto de contagiar. Este consta de una primera parte, la exanguinación y una segunda, la regurgitación. Devuelven, literalmente, buena parte de sangre absorbida junto con fluido salival y el individuo reacciona muriendo, convirtiéndose en vampiro o en pseudovampiro, metavampiro, PLAK, o como prefieran llamarlo. Por suerte apenas se han registrado media docena de casos desde que hay anales.

—Así es cómo decidieron investigar otro tipo de vectores —intervino la presidenta. Sonrió ante el uso de argot, estaba legítimamente impresionada por aquellas mujeres y había usado un subterfugio lingüístico, casi sin querer, para ganárselas.

—Lo que no entiendo es cómo han tardado tan poco —añadió el general. —Por lo normal se tardan… ¡Yo qué sé! No se ofendan, pero cuesta obtener resultados concretos con ustedes, los científicos, quiero decir.

—El secreto está en la bibliografía —bromeó Hany. —Viene al final y, si se fijan en las fechas se hace evidente que estaba todo investigado. Nosotras apenas verificamos los extremos y establecido vínculos entre descubrimientos anteriores.

—¡Imposible! —el general buscó en el suelo un dosier y, tras volver a su silla, pasó las páginas con fervor en busca de los anexos.

—Pero cierto —respondió Dòxa, viniéndose arriba ante la proximidad de las conclusiones—. Lo siguiente sí que es pura especulación —empezó a decir como preámbulo de una teoría por la que La Matanza de las Eminencias ocurrió justo antes de la primera ponencia del Paradigma de la Psicología Celular (PsiCel). —El grupo de biólogos y psicólogos que lo componían hubiera concluido lo mismo que nosotras, sin dudarlo, en mi opinión el enemigo era conocedor y trataba de impedirlo. Por suerte sus investigaciones habían sido difundidas, pero debido a lo trágico de los acontecimientos y a la necesidad de reconstruir las estructuras; quedaron relegadas.

—Entiendo —aseveró el mando, ahora muy serio. —Pero necesito saber, que expliquéis porqué han llamado Carmilla, a la especie.

La pregunta era muy concreta y la broma podía costarles cara puesto que todas las novelas y películas de vampiros previas a La Manifectación estaban prohibidas desde hacía años. Cualquier resquicio a idealizar al enemigo, a verlo distinto a un invasor sin alma, tenía que ser atajada de raíz.

—No sabíamos lo que significaba hasta hace poco —respondió Dòxa.

—Tiene que pensar que los primeros investigadores, los que se perdieron, eran adultos cuando La Maninfectación, ellos habían estado influenciados por la cultura provampírica, quien sabe si formando parte de un plan, durante años —aseveró Hany impostando valor ante el magnífico ejemplar sentado frente a ella. Armado, lo más seguro, y aunque no lo estuviera; capacitado para reducirla usando su peso. Escena que no descartaba que pudieran disfrutar. Fuera como fuese desprendía algo que le despertaba las ganas de hacerse valer. —Si hubiéramos conocido la referencia, es evidente que la hubiéramos borrado. —recalcó.

Dòxa intervino, más diplomática, sudando bajo la bata:

—Creo que nos estamos alejando de lo importante.

Hany la interrumpió, no había acabado de argumentar:

—Puede cambiarse, es solo un nombre sacado de una novela que ya se había olvidado cuando todo pasó. Si quiere podemos llamar a la espora como a su suegra en vez de Carmilla. ¿Cómo se llama su suegra?

Cuando acabó de hablar las otras dos mujeres escondían los rostros avergonzados bajo las palmas.  El mando carraspeó y las mujeres salieron de los parapetos psicológicos.

Dòxa se atrevió a continuar:

—Creemos que el nombre, aparte de otra cosa, viene por el comportamiento de este tipo de Cladosporium que parasita a mohos del mismo género para colonizar humanos y otras especies omnívoras.

La presidenta asintió, parecía satisfecha, lo que no significaba que fuera a detener las investigaciones al respecto. En las últimas semanas habían descubierto que la influencia ponzoñosa del enemigo estaba llegando hasta círculos dolorosamente próximos. La tentación de juventud eterna resultaba atractiva para muchos. Ni los plíthos eran inmunes; les estaban atrayendo con la promesa de un cuerpo enteramente biológico, una mentira contra la que era imposible competir.  

—No me puedo creer lo que voy a decir a continuación —intervino el general—: ¿Qué hacemos ahora?

Las científicas se miraron entre sí. Sonreían ilusionadas: era el momento al que estaban deseando llegar. La mayor, Dòxa, se quitó una horquilla inestable, y la guardó en el bolsillo del pecho, antes de hablar:

—Hay varias posibilidades, compatibles unas con otras.

—¿Cuáles son? —quiso saber la presidenta.

—Bañar a esos malditos en fungicida, hasta que no quede ninguno —Hany fue al final ideal de todos los escenarios posibles.

—Habría que fabricarlas en masa y con la máxima discreción —añadió Dòxa.

—Eso está claro —dijo el general —¿Cuáles son los riesgos?

Dòxa no llegó a responder porque el plíthos salió de las sombras para levantarla, agarrada del cuello, hasta que perdió el sentido. Mientras se deshacía del cuerpo, tirándolo hacia la entrada, con la mano libre lanzó un puñal plástico a la presidenta. Falló porque el general la acababa de apartar de un patadón en el asiento.

Hany se echó al suelo, reviviendo la peor de las escenas de su infancia. Pero ya no era una niña indefensa. Decidió que, si iba a morir, lo haría como su madre: luchando. Interpuso entre el monstruo mecánico y ella la silla en la que, hasta hacía un minuto, estaba sentada, para usarla como ariete contra las piernas del traidor. Atacó, de forma instintiva, su centro de gravedad. El alarido lo escucharon fuera del recinto.

—¡Apártese, ruede! —escuchó la orden atronadora del militar y obedeció ipso facto.

Sintió el resplandor del rayo y una sensación extraña en la zona sacra, que ignoró por seguir reptando hacia donde yacía su amiga. Cuando se atrevió a dar la vuelta encontró al militar, de pie sobre el escritorio, y media cabeza del androide, en el suelo, en un charco de fluido que los documentos semidesintegrados intentaban absorber.

—¿Qué …? —consiguió articular.

—¿Ha oído hablar de la Ley de la inercia genética? —respondió Ischyrós, sonriendo como hacía demasiado. Le gustaba esa mujer: su cuerpo, su inteligencia y su espíritu. Por eso mismo no pensaba ser él quien le dijera que el rayo le había desintegrado por completo la parte de atrás de su bata, vestido y ropa interior.