Sobre el asfalto parecían haber desaparecido para siempre las huellas del invierno. Se hacía más fácil unas pocas semanas antes, con la nieve que lo cubría todo a modo de manto suave, pensar en el salto. Así, con el sol aún frío que mostraba las grietas de la acera, la vida parecía menos dolorosa.
—Que son muchos metros, Joaquín. Y todavía puede que no te mates y encima nos tengas a todos trajinando a tu alrededor. Imagínate al Beni. Tú con el respirador a todo meter y él refunfuñando que lo has hecho por llamar la atención.
—Es muy de eso, el Beni, sí.
—Además, que tampoco se te ha perdido nada en el otro lado. Aquí los viernes te quedas mi gelatina de limón, los lunes me das el flan y Santas Pascuas.
—Pues yo creo que algo sí he perdido.
—La demencia, Joaquín, que no perdona. Eso va a ser la demencia.
—No digas tonterías y échame una mano.
—Eso, eso, una mano ¿Tú no ves la tele? ¡Que luego me encierran por haberte matado y ni flan ni gelatina! Quita, quita.
—¿Y tú te llamas amigo?.
—Por ahí no… Por ahí no, Joaquín, que terminamos mal.
—A ti no te pasa, por eso no me das el empujoncito.
—¿Qué es lo que no me pasa? Vamos a ver si me lo cuentas y lo arreglamos, que aquí arriba hace una rasca de dos pares y eso que luce Lorenzo.
—Tú no te sientes como yo. Parece que me han puesto aquí para algo, y no sé para qué. No sé para que me han puesto aquí, no lo entiendo.
—¿Y eso es todo? ¡Pues si que estamos buenos!
—Sí. Sí que estamos buenos.
Joaquín cerró los ojos con fuerza y la cara se le llenó de surcos. No se sabía, de tan arrugada, si lloraba o reía. Cuando los abrió, la luz hiriente del sol había desaparecido. La sustituía una claridad lechosa desde la que llegaba la voz serena de su padre, que le llamaba. No se atrevió a mirar, por si tras el sonido no había nada, por si todo fuese un sueño. Ahora que había regresado, no quería salir de allí nunca más.
—¿Has pensado en las consecuencias de tus actos?
—Sí, papá.
—¿Y has aprendido la lección?
—No estoy seguro.
—Bueno, de eso se trata, precisamente.
—Allí abajo —dijo Joaquín—todo es extraño. Las personas tienen cuerpos y nunca saben quiénes son ni por qué han nacido. Viven con angustia, persiguen la felicidad en cosas, en sitios, en otras personas. Ellos no saben nada.
—Así que…
—Así que no volveré a decir que la gente tiene suerte. No volveré a desear ser una persona nunca más. Lo prometo.
—Así me gusta, ángel mío. Así me gusta.
Por fin el joven ángel abrió los ojos. Su padre y su madre le sonreían y tendían hacia él sus manos de luz. Se las tomó a ambos y voló con ellos hasta su lugar en el coro. Se preguntó, sin atreverse a hacerlo en voz alta, si le estaría permitido, cuando fuera mayor, convertirse en arcángel. Lo investigaría en secreto. No quería que volvieran a mandarle al cuarto de pensar.
Alicia Pérez Gil escribe desde los doce años. Ha colaborado en varias antologías con temáticas relativas al horror y publicado un libro de relatos, Inquilinos, y una novela corta, Deabru, también dentro del género de terror; aunque se mueve con comodidad en la novela juvenil y el drama.
Este cuento fue finalista en el I Certamen Literario Madrid Sky ( https://primaduroverales.wordpress.com/2014/07/10/finalistas-i-certamen-literario-madrid-sky-ii/ ).