A las puertas de su tienda, el arqueólogo recogió su largo cabello castaño y se enjugó el sudor del cuello y la frente. Antes de enfrentar el intenso calor de la región al que ya se había adaptado, pero que odiaba cada día más, recorrió con la mirada la extensión de ruinas que empezaban a asomar de su polvoriento, milenario escondite, y recordó las construcciones del antiguo pueblo griego, sus ancestros, que lo habían impulsado a estudiar arqueología; esos vestigios de la cuna de su civilización, que con lo último de las fuerzas infundidas por los dioses de antaño, se mantenían aún en pie, bajo cúpulas de cristal, entre rascacielos y enjambres de vehículos aéreos, para impedir que el hombre del presente se olvidara de dónde había venido. Pensó también, con un hondo anhelo, en los fragantes bosques de su tierra, y por un momento deseó poder tenderse sobre la hierba, cerrar los ojos y escuchar los sonidos del mundo, despejada su mente de todo pensamiento, para simplemente existir en comunión con la naturaleza. Esos árboles muchas veces habían sido su única compañía; obsesionado con el remoto pasado, las lenguas extintas, los sitios en ruinas, la vida de personas desaparecidas miles de años atrás, siempre había sido un muchacho solitario. En su propio país, entre gente que no comprendía sus intereses, a menudo se había sentido un forastero, y se había dicho, con una sonrisa irónica, que su nombre, Ksenon, derivado de la palabra griega para extranjero, visitante, parecía haber marcado su destino. Pero ahora, aislado con los demás miembros de la expedición –un reducido grupo de hombres y mujeres de distintas naciones, demasiado entregados a su delicado trabajo como para socializar más de lo necesario entre sí–, y los silenciosos autómatas que los asistían en las tareas; lejos, además, de su santuario natural, Ksenon estaba más solo allí de lo que nunca había estado. Y por algún tiempo, esa soledad y esa nostalgia por lo que había dejado atrás le habían resultado insoportables; pero había logrado reducir sus emociones a un montón de escombros del pasado, algo con lo que estaba acostumbrado a lidiar. Después de todo, estaba concretando el mayor de sus objetivos; su prodigiosa inteligencia y los conocimientos que había adquirido con obsesiva dedicación le habían valido un lugar en la excursión arqueológica más importante de la historia humana, y era el miembro más joven del grupo. No tenía derecho a lamentarse por haber viajado a ese sitio.
El yacimiento estaba sumido en un silencio hondo, expectante. Por la magnitud de los últimos hallazgos, el equipo había regresado a la base a fin de ponerse en contacto con las autoridades responsables de la expedición. El mundo entero esperaba una noticia. Ksenon había decidido quedarse en el campamento, solo con los robots, que ahora estaban detenidos y a resguardo del aplastante calor. Pero él había trabajado demasiado duro en la excavación durante largos meses, aguardando la llegada de este día, como para quedarse sentado bajo el techo recalentado de una tienda hasta que los demás regresaran. Podía atravesar en aquel mismo momento el umbral del descubrimiento más asombroso de todos los tiempos; de cualquier forma, sólo echaría un vistazo. Nadie tenía por qué enterarse. Luego vendrían los otros, echarían mano a las herramientas, harían el trabajo con cuidado, filmarían, fotografiarían, registrarían, catalogarían, etiquetarían todo lo que encontraran allí abajo. Y él estaría junto a ellos, desempeñando su función con la objetividad necesaria… Sólo si podía satisfacer ahora su curiosidad, deshacerse de esa ansiedad que le hacía hormiguear las entrañas.
Los pilares de piedra tan vieja y corroída que parecía haberse fusionado con el material del suelo, adquiriendo su color y su textura, habían sido el segundo hallazgo significativo, luego del conjunto de puntas de flecha y utensilios domésticos. Representaban dos criaturas ubicadas frente a frente, de cuerpos humanoides, con alas plegadas y cabeza de algo semejante a un ave de ojos desorbitados y largas lenguas con restos de pintura roja, que asomaban por los picos abiertos; aquellos aberrantes centinelas, que tantos secretos guardaban, atestiguarían ahora la entrada del hombre a lo que, según los sondeos, podría ser una ciudad completa, construida por una sociedad extinta, de la que nadie había escuchado hasta entonces. Entre los tótems nacía una escalera ancha, desgastada y polvorienta, que corría al encuentro de una refrescante penumbra bajo tierra. Ksenon apoyó un pie en el primer peldaño y jadeó de excitación. Él sería el primero en presenciar lo que por eones había permanecido oculto y callado allí donde el ser humano no esperaba encontrar restos de una civilización. La visión del interior lo invitaba a protegerse del calor abrasador, de la cegadora luminosidad del ambiente, a entregarse al descubrimiento. ¿Habría sido aquello parte de un templo sagrado? ¿Conduciría esa escalera a la cripta de algún rey-dios ancestral, o de alguna princesa virgen sacrificada a potestades cuyos nombres no figuraban en ninguno de los muchos libros de mitología que Ksenon había leído?
La cámara cuadrangular en que desembocaba la escalera estaba aún iluminada por la intensa luz del exterior, pero el corredor que partía de allí se internaba progresivamente en las sombras. Ksenon traía una pequeña linterna en el bolsillo de su uniforme de fajina gris, pero todavía no la necesitaba. Contempló fascinado los muros de piedra tapizados de una escritura indescifrable que no se parecía a nada de lo que conocía. Esos signos podían ser letras o ideogramas; sin hallar al menos una referencia en cualquiera de los idiomas conocidos por el hombre, nunca podrían decodificar esa escritura, pensó con tristeza. ¿Qué historias narrarían esos muros? ¿Hablarían de nobles o de deidades? ¿Contarían la historia de un reino o relatarían la creación del universo según la ideología de quienes los habían tallado? ¿Hablarían de la rutina diaria de los habitantes de la urbe? ¿De cosechas, de comercio, de celebraciones populares? Quizás no hablaban de ninguna de las cuestiones cotidianas que Ksenon estaba imaginando; quizás describían eventos tan insondables como la escritura misma…
El arqueólogo atravesó el estrecho pasaje, que concluía en una nueva escalinata descendente, larga y empinada. Al llegar abajo, encendió la linterna. Se encontraba en una cámara circular, pequeña y lóbrega, que ofrecía, sin embargo, un panorama mucho más atractivo que la anterior. Objetos de toda clase se acumulaban en el piso: piezas de alfarería decoradas con imágenes de curiosas bestias, vasijas de metal, cofres de piedra, y todo alrededor del recinto, una serie de esculturas que representaban a la misma criatura alada de los pilares, aunque éstas se envolvían el cuerpo con sus alas membranosas, tenían los picos cerrados y una expresión de advertencia en los rostros fieros. Parecían custodiar el desordenado tesoro con sus ojos vacíos. Ksenon reparó en la gran puerta sellada y cuajada de inscripciones que había en el muro opuesto a la escalera. La examinó conteniendo el aliento, convencido de que había encontrado una tumba. ¡Una tumba! La garganta se le secó de repente. Los restos que encontraran allí dentro les permitirían al fin saber qué apariencia tendría aquel pueblo muerto. Ksenon sintió que lágrimas de emoción afloraban a sus ojos. Quería avanzar, pero por mucho que lo deseara, sin herramientas, sin la pericia de los otros expertos, no podía ni debía seguir adelante. Con dolor, dio un paso atrás.
Echó una última mirada en torno a la cámara, y algo que no había advertido al entrar atrajo ahora su atención: una de las esculturas no lucía como las demás, era… ¿una mujer? El arqueólogo dejó escapar una queda exclamación. La figura tenía un rostro extraño, gélido, una expresión distante; tallada con una rígida túnica cubierta de diseños geométricos, sostenía en sus manos unos objetos irreconocibles, probablemente emblemas de poder político o religioso, pensó Ksenon mientras avanzaba en dirección a la enigmática estatua.
El ruido de piedras cayendo con estrépito apenas alertó al muchacho; el techo del edificio habría colapsado en alguna parte, se dijo, con indiferencia. Extendió los dedos hacia la imagen, tocó la superficie porosa de los labios esculpidos…
Al escuchar una voz, suave y sibilante, detrás de sí, Ksenon dio un respingo. Se volvió, con el corazón desbocado, y por un instante se quedó sin aliento. Diferentes hipótesis desfilaron por su mente, pero fue incapaz de encontrar una explicación… Fuera como fuese, no podía negar el hecho: había una joven en la cámara, una joven con un rostro idéntico al de la escultura que acababa de acariciar. Pero no llevaba en la cabeza un tocado cónico, como la figura de piedra; el cabello, de un intenso color oscuro que Ksenon no pudo determinar, le caía como una espesa, larga cortina de seda sobre los hombros desnudos. Sus ojos, grandes y sesgados, estaban fijos en él, y parecían reflejar la negrura salpicada de luz del universo.
Ambos se observaron durante unos segundos. El arqueólogo tuvo la impresión de que su presencia allí no la atemorizaba, pero había angustia o preocupación en su profunda mirada. Aprovechando su silencio, Ksenon estudió a la muchacha con disimulo. Podía decirse que aquel singular rostro era hermoso, y a través de la túnica irisada que tenía puesta se adivinada un cuerpo femenino, esbelto y sinuoso, pero, aunque la había identificado como una mujer en un principio, había algo extraño en su complexión, algo que los ojos de Ksenon, acostumbrados a ver a sus semejantes, ya habían detectado en la escultura y que le había causado cierta incomodidad. Era aún más evidente en la figura viva... estaba en la simetría absoluta de sus rasgos y sus miembros; en su boca y su nariz, demasiado pequeñas; en esos oscuros iris que cubrían casi por completo la parte visible de los ojos, y también en sus veloces gestos, en sus medidos movimientos: una sutil pero indiscutible esencia no-humana. Aquella criatura, aunque lo pareciese a simple vista, no pertenecía a la especie de Ksenon.
La dama habló otra vez y al arqueólogo le pareció que había un tono interrogativo en esas ásperas palabras, dichas en una lengua jamás oída por los suyos hasta ese día. No imaginaba qué podía estar tratando ella de averiguar, pero escogió responder lo que con mayor probabilidad podría preguntarle un extranjero a otro al encontrarse por primera vez.
—Mi nombre es Ksenon Alkmeonidis —dijo en inglés, pero se detuvo en seco y repitió la frase en griego antiguo. Un impulso romántico trajo a su memoria los saludos contenidos en los discos de oro de las olvidadas Voyager, enviadas al espacio siglos atrás, entre los que se contaba uno en esa lengua. Había muy pocas posibilidades de que una forma de vida inteligente extraterrena hubiese interceptado alguna de las sondas; más improbable aún era que él se hubiese topado con una criatura de esa raza alienígena. Pero en aquella situación absurda, ¿qué podía hacer sino improvisar, dejarse llevar por los sentidos más que por la razón?
—Me llamo Ksenon; ese soy yo, Ksenon —dijo una vez más en la lengua de sus antepasados, palmeándose el pecho.
Ella pareció dudar por unos segundos y luego hizo un gesto con la cabeza, ¿su forma de asentir, quizás?
—Lygra. Lygra. Lygra —dijo, con firmeza, tal vez imitando la insistencia del desconocido.
—¿Tu nombre? —preguntó él—. ¿Te llamas Lygra?
—Lygra —repitió ella, con una especie de sonrisa, y Ksenon decidió que ese era su nombre, así como que su gente nunca había tenido noticias de ninguna sonda enviada por el hombre al espacio. La muchacha comenzó entonces a hablar en tono apremiante, el rostro contorsionado por la confusión, haciendo ademanes, señalando todo a su alrededor. Y Ksenon escuchó, consternado, hasta que ella calló de golpe, y se quedó mirándolo con los ojos húmedos, como esperando que él dijera algo. El arqueólogo balbuceó una disculpa, pero se dio cuenta de que, pese a desconocer la lengua, había captado de alguna forma el sentido de lo que ella había dicho. La joven parecía perdida, y estaba sola, tan sola como él en aquel sitio. Los muros que la rodeaban la desconcertaban; sus atavíos, su similitud con la escultura que había tras ellos daban a entender que pertenecía al lugar; sin embargo, parecía resultarle ajeno, hostil, irreconocible.
—Pero ¡es una locura! No puedes vivir aquí, ¡tienes que haber venido de otra parte! —le dijo Ksenon, aunque en realidad estaba hablándose a sí mismo.
La joven se fijó de pronto en la estatua que tenía su rostro, y el terror se traslució en su expresión. Se cubrió los ojos con las manos, una y otra vez, mientras dejaba escapar un sonido ahogado similar a un sollozo.
—No, no, no. No puedes pertenecer a la civilización que construyó todo esto —murmuró Ksenon, negando con la cabeza—. ¡Las pruebas indican que estas ruinas tienen al menos diez mil años de antigüedad! Y en la superficie… las exploraciones revelaron que… ¡cielos! No lo comprendo…
Lygra volvió a hablar, con la voz cargada de desesperación.
—No puedo entender nada de lo que me dices, y tú tampoco me entiendes —dijo Ksenon cuando ella volvió a guardar silencio—, pero tengo la sensación de que no sabes dónde estás, y tu soledad te enloquece. Me ha pasado a menudo, durante toda mi vida, y mucho más al llegar aquí…
Ella ladeó la cabeza, como si hubiera percibido la compasión del forastero. Se acercó un poco más a él, aún en silencio, observándolo, absorta. Extendió una mano hacia el rostro de Ksenon, como había hecho él mismo minutos antes con la figura que tanto se parecía a Lygra.
—Me veo raro ¿eh? Pues, tú también eres rara para mí —dijo Ksenon y soltó una risita nerviosa. Ella se sobresaltó y se interrumpió, pero él se puso serio enseguida, y se quedó quieto, y ella volvió a recorrer con sus dedos el contorno de sus facciones, ya no perpleja, sino admirada. Luego se apartó unos pasos, alzado las cejas, murmuró algo y se llevó una mano a la boca.
Ksenon sonrió.
—Lo has descubierto, ¿eh?
***
—¡Ksenon, muchacho! ¡Maldita sea! ¿Ksenon, estás ahí? —La voz masculina, que lo llamaba en inglés con acento sueco, devolvió al joven arqueólogo a la vigilia.
—Ingvar —murmuró, reconociendo al líder de la expedición. Con dificultad, abrió los ojos. Estaba enterrado en una montaña de escombros, y tenía la ropa blanca de polvo; tosió y se llevó una mano a la cabeza, que le dolía como si hubiera recibido un golpe. No necesitó mirarse los dedos para saber que aquel líquido viscoso y tibio que impregnaba su cabello era sangre; maldijo y echó una febril mirada en torno. A pocos pasos del lugar donde el techo se había derrumbado sobre él, estaba la escultura de la doncella, aún en pie, con su expresión fría, distante.
—¡Ksenon, hijo, responde por favor! ¡Muchacho obstinado! ¡Debí imaginar que no podría esperar! Ingvar, tendríamos que haber insistido para que nos acompañara…
Esta vez había hablado una mujer, con el acento más duro de una lengua latina.
—Mercedes, ¡Mercedes, estoy aquí! —le respondió Ksenon a la geóloga española, con la voz enronquecida—. ¡Estoy aquí! —exclamó una última vez, y el esfuerzo lo agotó. Sintió que estaba volviendo a perder la conciencia; los gritos angustiados de la mujer diciéndole que no temiera, que pronto lo sacarían de allí, se volvieron cada vez más lejanos...
***
—Lygra, señora mía, ¿por qué estás tan callada? Cuéntale a la vieja Naiba qué te preocupa…—dijo la enjuta nodriza, mientras peinaba el largo y oscuro cabello de la doncella con un alto tocado cónico.
La muchacha no respondió; alzo una mano para pedirle a Naiba que se detuviera, se levantó de la silla dorada donde estaba sentada, y caminó hacia el balcón abierto al caluroso desierto, arrastrando su larga túnica blanca, bordada con figuras geométricas. Aún sin decir nada, cerró los ojos e inspiró el aroma del incienso que se quemaba en una esquina de la cámara, a los pies de una imagen de Kyl, el dios volador. Naiba caminó con suaves pasos hacia la doncella y posó una afectuosa mano en su hombro.
—Has vuelto a tener ese sueño, ¿no es así?
Lygra abrió los ojos y asintió, apesadumbrada.
—Pero esta vez ha sido más desconcertante que nunca…
—¡Querida señora Lygra! ¡Qué Kyl nos ampare! Dime, por favor… ¿Qué has visto esta vez en el sueño?
Lygra se humedeció los labios.
—De nuevo camino por las ruinas de nuestra ciudad, y sé que ha pasado mucho, mucho tiempo. Nuestra civilización se ha extinguido, nuestro pueblo ha muerto, y también los animales… ¡Todo lo que una vez existió en el mundo, yace ahora bajo la tierra! Sólo yo deambulo por ahí, sola, perdida, horrorizada por lo que tengo ante mis ojos, incapaz de entender qué ha ocurrido… Esta vez llego a un sitio: un recinto que parece ser la antecámara de mi propia tumba, ¡mi propia tumba!, ¿puedes creerlo? La visión me confunde aún más, pero entonces… ¡entonces veo al extranjero!
—¿Extranjero?
—Un sujeto de vestimenta extravagante que merodea por allí. Él se vuelve a mí, asombrado. No me inspira temor, así que le hablo. Le pregunto quién es, qué hace allí, y él responde. No comprendo las palabras, pero creo que me dice su nombre, y yo le digo el mío…
—¿Y entonces?
—Sigo hablando, le pregunto qué ha pasado y él dice algo más, siempre en esa lengua que no comprendo; su lengua, supongo. Algo me hace pensar que está solo allí, como yo, y que no entiende lo que está pasando. Me acerco a él, porque tengo una sospecha… su aspecto es muy extraño, muy extraño. Extiendo mis manos, toco su rostro… y de pronto ¡me doy cuenta!
—¿De qué te das cuenta, mi querida señora?
Antes de continuar con su relato, Lygra desvió la mirada hacia el cielo, abrumada, como intentando ver más allá de los tres soles de su planeta. Luego se volvió a su perpleja dama de compañía.
—¡Me doy cuenta, Naiba, de que ese ser ha venido de otro mundo!