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La escalera

Dolo Espinosa

Hace una semana bajé al sótano y no he vuelto a salir.

Aquella mañana abrí la destartalada puerta, encendí la patética bombilla, bajé las angostas escaleras, cogí la caja de herramientas que había venido a buscar y cuando quise salir de allí, no pude.

Así de simple y así de extraño.

Puse un pie en el primer escalón, lo sentí ceder bajo mi peso y escuché el crujido que siempre me recuerda que debo cambiar esta vieja escalera de madera por otra más segura, alcé el otro pie para apoyarlo en el segundo escalón, no más seguro que el primero, y allí me quedé, paralizada de miedo, mirando a la puerta cerrada mientras un escalofrío recorría mi columna.

Un miedo sin motivo ni sentido me había atenazado el pecho y llenado el cerebro de horripilantes imágenes y supe, no me preguntéis cómo, pero lo supe sin el menor atisbo de duda, que tras aquella puerta me esperaba la más terrible oscuridad y la más perversa de las muertes.

Por supuesto me dije todo aquello que nos decimos en momentos parecidos, que si menuda tontería, que si estaba sugestionada por la película que había visto la noche anterior, que si debería leer menos libros de terror, que si hay que ver qué imaginación...

—Daniela Martínez, te estás comportando como una niña mimosa y estúpida — acabé diciéndome con la voz sermoneadora y sentenciosa de mi madre, que es el modo en el que, desde pequeña, me reprendo a mí misma.

Pero nada de ello sirvió para que el pie apoyado en el primer escalón se animara a abandonarlo.

No sé cuánto tiempo estuve asì, paralizada como un conejo deslumbrado, mirando la lejana puerta, aferrada a la herrumbrosa barandilla con tanta fuerza que los músculos comenzaron a dolerme, y fue ese dolor el que, finalmente, logró que me moviera. Sin dejar de mirar el final de la escalera, bajé el par de escalones y retrocedí, despacio, con el corazón aún bombeando al ritmo de un batería de rock enloquecido, hasta que mi espalda topó con la fría pared y me dejé caer hasta quedar sentada en el suelo. Y allí permanecí un buen rato, las piernas pegadas al pecho con mis brazos en torno a ellas y sin dejar de mirar hacia arriba, convencida de que, de un momento a otro, la puerta se abriría y el horror vendría a por mí.

Pero no pasó nada y, poco a poco, logré controlarme hasta llegar a un estado parecido a la calma, aunque no lo bastante como para volver a intentar salir de allí. Me esforcé en racionalizar lo ocurrido y casi llegué a convencerme de que había sido un ataque de pánico motivado por... bueno, no sabía por qué, ni me importaba en ese momento. Era la explicación más lógica y racional. Me dije que lo más seguro era que tras un rato se me pasara y podría subir sin ningún problema. Mientras tanto podría aprovechar para organizar un poco el desbarajuste que era el lugar.

Tiene el sótano un diminuto y sucio ventanuco por el que apenas entra la luz del sol y el lejano retumbar de la ciudad, pero ambas cosas me bastaban para que mi cerebro tuviera argumentos que me alejaran del terror absurdo que me había invadido. «¿Ves?», me decía, «Allá afuera no hay nada extraño, todo sigue como siempre». Pero aún así no me sentía preparada para subir la escalera, así que seguí dando vueltas por el sótano, intentando organizar un desorden de años para no pensar.

Supe que era mediodía porque mis tripas comenzaron a rugir. Mi estómago, en el que sólo había un café y media tostada que me había tomado como desayuno, comenzaba a protestar.

«Quizás sea el momento de subir», pensé y miré con aprensión la escalera. Me acerqué a ella y sujeté el pasamanos, tomé aire y apoyé mi pie derecho sobre el primer peldaño que, como antes, como siempre, cedió bajo mi peso con un crujido. Mi pie izquierdo había abandonado el suelo automáticamente y, sin mayor problema, alcanzó el segundo escalón.

«Bueno», me dije, «esto parece que va mejor, doce escalones más y estaré arriba». Logré subir dos más antes de que una repentina vaharada de aire helado me detuviera. Era como si alguien hubiera abierto una puerta en plena tormenta invernal, sólo que estábamos en pleno junio, lucía el sol y el cielo estaba despejado. Al cabo de un instante, la sensación de frío desapareció y me persuadí (o lo intenté) de que la imaginación me había jugado una mala pasada. Con ello conseguí obligarme a subir hasta la mitad de las escaleras. Me detuve justo en el séptimo escalón, atravesada, de nuevo, por un frío helador, unido a la sensación de que algo esperaba más allá de la puerta del sótano que ya podía ver desde allí. Algo a lo que casi podía oír respirar, algo cuyo hedor, grasiento, parecía reptar bajo la puerta y golpear mi nariz.

A pesar del frío, una gota de sudor se deslizó por mi nuca. La sentí descender por el interior de mi camiseta y recorrer mi columna a cámara lenta. Y entonces una sombra pasó por delante de la puerta. Una, dos veces. El corazón me dio un vuelco y di un paso atrás aterrada. Fue un milagro que no cayera rodando por las escaleras.

Volví a bajar, de espaldas, sin quitar mi vista de la puerta, escalón a escalón, con sumo cuidado y en total silencio, mi acelerado corazón, una vez más, bombeando a toda velocidad. Llegué, como antes, hasta la pared, me apoyé en ella y dejé que mi cuerpo resbalara, nuevamente, hasta el suelo.

Mi cerebro me decía que allí arriba no había nada extraño, que no podía haber nada extraño, que todo este estúpido asunto debía ser cosa de nervios, que estaba sufriendo ataques de pánico por a saber qué motivo, que tan sólo tenía que salir de ahí y contactar con mi médico, y tendría una explicación perfectamente normal y lógica para todo...  Mi parte animal, en cambio, me miraba, desde un rincón de mi cerebro, encogida, aterrada y absolutamente convencida de que algo terrible y temible acechaba allá arriba. Algo que me esperaba para devorar mi cuerpo y mi alma. Algo monstruoso.

Me quedé allí, sentada, mirando al vacío, no sé durante cuánto tiempo. No recuerdo nada de esas horas. Cuando, al fin, volví a ascender hasta la consciencia, ya había anochecido y arriba, en mi casa, se oían murmullos, roces, pasos... Me quedé allí, encogida, aterrorizada, escuchando esos extraños sonidos, hasta quedar dormida.

Hace ya una semana de eso.

Por supuesto he vuelto a intentar subir, es obvio que sin el menor éxito, llegada a mitad de escalera, me quedo paralizada. A lo sumo, y con enorme esfuerzo, consigo ascender uno o dos escalones más, pero el terror siempre acaba por alcanzarme y detenerme. El frío y la fetidez me dan el último empujón que me obliga a retroceder,

Los días han pasado como en una bruma, saliendo y entrando de la consciencia. Lo recuerdo todo como una serie de fotos fijas de momentos aleatorios: tan pronto me encuentro al pie de la escalera sin saber cómo he llegado hasta ahí, como estoy  dando vueltas por el sótano, o recupero la consciencia de mí misma para descubrirme mirando fijamente hacia el ventanuco.

Hace días que no como y mis tripas rugen día y noche. Afortunadamente dispongo de agua, un grifo herrumbroso me provee de toda la que quiera beber y me ayuda a mantener un mínimo, muy mínimo, de higiene.

Siento que mi cuerpo se deteriora y mi mente sigue su ejemplo.

Arriba, en lo que solía ser mi hogar, algo se arrastra, algo susurra, algo me espera. Algo que, a veces, se aproxima hasta la puerta del sótano y pronuncia mi nombre, me llama hasta que se aburre y vuelve a rondar por las habitaciones que tan bien conozco.

El ventanuco es mi única conexión con la luz, el aire fresco y la vida. Es mi único escape mental, ojalá pudiera serlo también físico, pero es demasiado pequeño y está demasiado alto.

Creía que nada ni nadie podría lograr que subiera esas escaleras y atravesara esa puerta, pero hoy el hambre y la desesperación me han demostrado que estaba equivocada y que son más fuertes que el miedo.

No puedo seguir aquí, por mucha agua que tenga, la falta de alimento acabará matándome.

No puedo seguir conviviendo con mis propios excrementos.

No puedo permanecer encarcelada en mi propia casa hasta morir.

Muerte por muerte, prefiero lo que me aguarda arriba que esta lenta consunción.

Me levanto con esfuerzo,  pero con decisión. Ando a duras penas hasta las escaleras, un trayecto tan minúsculo y siento como si hubiera corrido la maratón. Miro hacia arriba, me sujeto con mis escasas fuerzas a la barandilla y comienzo el ascenso.

He perdido tanto peso que el primer escalón apenas si lanza un leve quejido, al menos sé que la escalera no se romperá bajo mi peso, una preocupación menos. Me río tontamente de tan estúpido chiste y alzo el pie izquierdo para ponerlo sobre el mismo escalón. Subo peldaño a peldaño, como un niño muy pequeño o una anciana.

A mitad de escalera me detengo, es lo máximo que he podido subir hasta ahora. El corazón martillea contra mi pecho como si quisiera escapar, en parte por el esfuerzo y en parte por el terror que ya se ha apoderado de mí. La vaharada de frío me envuelve, pero me siento tan febril que casi lo agradezco. El hedor grasiento, viscoso y reptante me llena, una vez más, las fosas nasales, pero tampoco logra impresionarme como otras veces.

Estoy tan decidida a subir y salir de aquí que ya ni el murmullo ronco que me llama, me paraliza.

Sentada en la escalera, descanso un rato, creo que incluso doy una cabezada y luego, con un gemido me levanto y continúo mi ascenso al infierno.

Estoy débil, tropiezo con mis propios pies, siento mareos, la vista se me nubla a ratos, pero sigo subiendo durante lo que me parecen horas.

Finalmente llego al último peldaño.

Me detengo.

Eso está ahí, esperándome, puedo sentirlo. Pronuncia mi nombre con una voz queda que provoca escalofríos y despierta los miedos más atávicos. Una voz que tiene millones de años y que ya aterrorizaba a los grandes saurios.

El cabello se me eriza, el sudor frío recorre mis sienes, me estremezco ante ese sonido y siento náuseas de puro miedo.

Aún estoy a tiempo de volver a bajar. Durante un instante estoy convencida de que es eso lo que voy a hacer, pero luego recuerdo que allá abajo también me aguarda la muerte, una mucho más lenta que la del otro lado de la puerta.

Así que alzo la cabeza, enderezo mi agostado cuerpo, tomo aire y abro la puerta.

Me reciben el hedor, el frío y la oscuridad. Unos ojos malignos me contemplan, una mirada de un millón de años me atraviesa, una boca hambrienta me llama y yo, sin más, voy hacia eso, cansada y deseando el fin.

Cuando, finalmente, el fétido aliento acaricia mi rostro, casi sonrío.