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La canción

Dolo Espinosa

Gilberto despierta y, aún desorientado, oye la desafinada voz:

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover, ¡ay mamá me estoy mojando!

Es Macarena cantando a voz en grito mientras se mueve por la casa arrastrando muebles, barriendo, pasando la fregona, trasladando el polvo de un lado a otro a base de golpes de plumero, limpiando ventanas y realizando, en fin, los miles de tareas grandes y pequeñas que requieren el cuidado del hogar.

Gilberto odia esa canción casi tanto como odia la voz chillona de Macarena, ambas cosas le taladran el tímpano, llegan hasta el centro de su cerebro y allí rebotan de un lado a otro como una pelota imposible de detener, atacando sus nervios hasta enfermarlo.

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover ¡ay mamá me estoy mojando!

La voz chirriante, procedente de la cocina, se clava con saña en los oídos de Gilberto, y este, furioso, va en busca de la mujer para pedirle que calle, pero al llegar a la cocina, Macarena ya no está y la canción suena desde otra habitación.

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover, ¡ay mamá me estoy mojando!

Para más inri y mayor tortura, Macarena parece no conocer más versos de la maldita canción y repite los mismos versos machaconamente una y otra vez.

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover, ¡ay mamá me estoy mojando!

Gilberto, las manos en sus sufridos oídos en un vano intento de protección, corre de nuevo hacia la voz de Macarena que suena ahora en el piso superior, pero al llegar allí la canción se ha trasladado al salón:

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover, ¡ay mamá me estoy mojando!

Y allá va Gilberto, una vez más, en busca de la mortificante voz, para, otra vez, encontrarse con que Macarena ya no está donde creía que estaba.

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover, ¡ay mamá me estoy mojando!

Esa o final alargada hasta el infinito, esa o oronda taladrando sus tímpanos, esa o vibrante le pone los nervios de punta.

Gilberto recorre la casa dos, diez, treinta veces persiguiendo la desquiciante voz. Pero Macarena, escurridiza cual anguila, parece estar siempre en otro lugar desde el que, a voz en grito sigue entonando:

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover, ¡ay mamá me estoy mojando!

Gilberto, los nervios y los oídos destrozados, llama a gritos a la mujer, añadiendo a su nombre los epítetos más indecorosos e indignos que puede recordar y alguno inventado sobre la marcha. Siente que, si no consigue detener el horrísono cántico, la cabeza le va a reventar.

Cuando sus gritos cesan, el silencio reina en la casa, Gilberto ladea la cabeza esperando la canción que no llega, quizás se haya cansado de cantar, piensa. Una sonrisa, mínima y esperanzada, asoma con timidez a sus labios para morir casi antes de nacer cuando, desde la planta baja, suben hasta él las torturadas notas que huyen despavoridas de la boca de Macarena:

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover, ¡ay mamá me estoy mojando!

Un velo granate de pura ira nubla los ojos de Gilberto que, a toda velocidad, corre hasta la cocina, coge el cuchillo más grande que encuentra y vuelve a recorrer la casa siguiendo las inarmónicas notas:

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover, ¡ay mamá me estoy mojando!

Gilberto pierde el sentido del tiempo. Da vueltas y vueltas siguiendo la odiada voz, cuchillo en mano, llamando a voces a Macarena que, como única respuesta continúa canturreando, incansable e inalcanzable:

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover, ¡ay mamá me estoy mojando!

El paso del tiempo, en lugar de aplacarlo, lo enoja cada vez más. Gilberto ya no piensa, ya no razona, Gilberto se ha convertido en rabia y odio, un odio profundo y oscuro hacia esa canción y la garganta de la que sale.

Agotado de correr sin sentido ni rumbo, Gilberto cae de rodillas y grita, grita con todas sus fuerzas intentando acallar con sus gritos la irritante melodía:

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover, ¡ay mamá me estoy mojando!

Esa vez la oye en la misma habitación. Ronca, susurrante, enervante...

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover, ¡ay mamá me estoy mojando!

Sin levantarse, Gilberto sujeta con fuerza el cuchillo y gira lentamente la cabeza.

Macarena está en la puerta, los brazos en jarras, en su cuello un collar sangriento, en sus labios una sonrisa malévola, en sus ojos un brillo demoníaco, en el aire la misma odiosa canción:

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover, ¡ay mamá me estoy mojando!

Y Gilberto, de golpe, recuerda.

Recuerda llegar a casa enfadado y frustrado... como siempre.

Recuerda encontrar a Macarena enfrascada en sus tareas... como siempre.

La recuerda cantando esa maldita canción... como siempre.

Recuerda que, como ahora, el odio irracional había nublado su mente y sólo pensaba en callarla, que había cogido el cuchillo, había corrido hacia donde ella estaba y, de un tajo, había rebanado su garganta.

Recuerda el peso del cuerpo inerte y benditamente silencioso mientras lo arrastraba hacia el coche con idea de llevarla al borde del acantilado y, desde allí, lanzarla al mar.

Caía una lluvia torrencial y la visibilidad era mínima.

El odio feroz que, hasta hacía escasos minutos, anulaba su razón había desaparecido borrado por el silencio y el miedo.

Y, entonces, surgiendo del portaequipajes, superponiéndose al sonido de la lluvia y el ronroneo del motor, Gilberto oyó la voz de Macarena:

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover, ¡ay mamá me estoy mojando!

El susto hizo que perdiera el control del coche, la carretera mojada hizo el resto.

Un fogonazo. Oscuridad y luego... Luego, esto, Macarena, la canción, el infierno, su propio y personalizado infierno.

Macarena ríe a carcajadas con sus dos bocas. La risa, estridente y dolorosa, acompaña a su asesino mientras cae en la inconsciencia.

Cuando Gilberto despierta, aún desorientado, oye la desafinada voz de Macarena:

—Parece que va llover, el cielo se está nublando, parece que va llover, ¡ay mamá me estoy mojando!